Oralización de las decisiones de la etapa de investigación preliminar

Tanto más justa y útil será la pena, cuanto más pronta fuere y más vecina al delito cometido. Beccaria (De los delitos y de las penas)

Introducción

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Las agencias del sistema penal están comenzando a asumir que el diagnóstico de ineficiencia endémica del sistema judicial es algo más que una musa inspiradora de vibrantes y  autocríticas disertaciones, y constituye un problema sociopolítico de primer orden e imperiosa respuesta. Tardíamente, estamos asumiendo el deber de dar respuesta al reclamo de la sociedad, que no admite razones sino resultados.

Vivimos en una paradoja infrecuente: por un lado, aumentamos enormemente el número de personas prisionizadas. Paralelamente, los ciudadanos experimentan una creciente sensación de inseguridad. Esta situación parece responder a tres causas distintas: una, la evidente gravitación de operadores políticos y medios masivos de comunicación ideológicamente orientados hacia opciones autoritarias; otra, las deficiencias en los mecanismos de selección criminalizante; la tercera, la inutilidad del proceso penal como reafirmador de la vigencia de la ley.

En este trabajo se intenta abordar un aspecto incluido en el tercer orden de problemas. Partiendo de la premisa que la excesiva duración y la excesiva formalización de la etapa preliminar conspiran contra la función social del proceso penal como redefinición del conflicto, se propondrá un camino para intentar desandar el larguísimo trecho que media entre la expectativa social y la legitimación del Poder Judicial, consistente en la radical oralización y publicidad de los procedimientos penales, no sólo en la etapa cúlmine del debate, sino (como una verdadera garantía de juez natural, inmediación,  contradicción y publicidad) durante todas las decisiones que se toman desde el inicio mismo de la persecución penal, redefiniendo además las salidas alternativas, para que sean una verdadera opción beneficiosa para el imputado, para la víctima y para la sociedad, y no una claudicación resignada del derecho constitucional al juicio previo, o un reconocimiento de la impotencia del sistema.

La legitimación judicial en crisis

No se trata ya (o no tan sólo) de la dolosa manipulación autoritarista de la tensión entre eficiencia y garantías. La sociedad ya no aguarda impasible el trámite cansino de nuestros “sumarios”. Y no fue sólo el debate público sobre la reforma del art. 67 del Código Penal (que también tuvo lo suyo, y que no es del caso discutir aquí) lo que inquietó a los ciudadanos comunes, sino un episodio más cercano en el tiempo y en la percepción del hombre común: el llamado “caso Chabán”.

De la mano de la investigación penal con mayor número de muertos de nuestra historia criminal[1], la siempre expectante sociedad porteña explotó frente a una resolución judicial excarcelatoria en la que se agitaron convulsivamente tres de los mayores fantasmas de nuestro enjuiciamiento penal: la justificación de la prisión preventiva, el tiempo del proceso, y la publicidad de los procedimientos judiciales.

El primer tópico es de toda obviedad, y no viene al caso detenerse a discutir los parámetros de la peligrosidad procesal en la economía del fallo; el segundo aspecto no es tan evidente, aunque cualquier operador penal medianamente avisado sabe que el nivel de exigencia para justificar una prisión preventiva es directamente proporcional al lapso de tiempo durante el que se prolongará tan grave medida cautelar. Y que si hubiera existido la posibilidad de que el juicio oral se desarrollara en un par de meses, seguramente hubiera sido otra la decisión de la Cámara.

El tercer género de problemas es el que me interesa señalar aquí, para proponer algunos interrogantes que servirán de pistas para el camino que propone este trabajo:

– ¿Hubiera sido igual de airada la reacción de los familiares de las víctimas si hubieran tenido un espacio idóneo para ser oídos directamente por los jueces antes del dictado de la resolución?[2]

– ¿Hubiera despertado tales equívocos reclamos contra la supuesta impunidad el otorgamiento de una excarcelación, si los jueces hubieran debido resolver la cuestión verbalmente, de cara a las víctimas e imputados, diciendo el derecho para las partes y no para la comunidad jurídica?

– ¿Cuándo se vuelven públicos los actos judiciales: cuando son informados por la prensa gráfica y electrónica, o cuando se publican con sus fundamentos completos en las revistas jurídicas?

La incontenible participación popular en la justicia, motor del cambio de culturas y prácticas judiciales

Tras cinco siglos de oscurantismo inquisitorial, tras ciento cincuenta años de ninguneo a la manda constitucional más postergada de nuestra historia, el juicio por jurados avanza, por caminos escarpados y sinuosos, pero avanza.

Sin profundizar en el tema, que es motivo de una sección específica de este evento, no puede negarse que ha renacido el debate sobre la necesaria participación del pueblo de la Nación en la definición de las causas más significantes del devenir judicial. La sociedad argentina ya no acepta mansamente que un colegio de profesionales murmure alambicados e incomprensibles argumentos para el soberano acto de condenar o absolver a un ciudadano.

No se trata de abjurar de la dogmática penal, ni mucho menos de las garantías constitucionales en el proceso penal: el ojo del huracán está hoy en el veredicto: a partir de la creciente difusión de investigaciones en curso y juicios orales a través de la cobertura periodística  (que se entremezcla con la profusa recreación cinematográfica de juicios a la americana), aumenta el número de ciudadanos que discute y opina sobre cómo sucedieron los hechos, sobre si los testimonios son veraces o falaces, en definitiva, sobre la reconstrucción histórica que constituye el sustrato fáctico de la decisión judicial.

Y no debe verse esa dinámica social como negativa: al contrario, bueno es recordar que de poco le sirven al juez profesional sus ingentes saberes jurídicos a la hora de decidir si tal o cual testigo le resulta creíble, o si la teoría fáctica del caso fiscal cuenta o no con respaldo probatorio, o si el relato del hecho propuesto por el imputado resulta o no refutado.

Es que en estas decisiones (las propias del veredicto), campean la experiencia y el sentido común del juez, que no debiera diferir en nada del sentido común del ciudadano prudente. Una vez establecida la plataforma fáctica, su sapiencia jurídica le permitirá subsumir esos hechos en una calificación legal, y merituar las demás condiciones de punibilidad, para arribar a la atribución jurídica de consecuencias penales a la conducta erigida en delito.

Cuanto más se ponga el foco de la opinión pública sobre la disyuntiva “inocente-culpable”, cuanto más llano y accesible sea el veredicto, más fácil será deslindarlo de los aspectos técnicos de la sentencia y la ejecución de la pena. Por el contrario, si la sencilla cuestión del “¿qué pasó?” se transforma en un críptico torneo académico, las razones del hombre común para creer en la justicia del fallo, se debilitan más y más.

Hoy por hoy, parece de la mayor salud republicana abrir definitivamente las puertas para que, así como cualquier ciudadano tiene en sus manos la decisión sobre quién es el más calificado representante de sus intereses a la hora de gobernar, del mismo modo se devuelva a la ciudadanía la decisión sobre cuál versión de los hechos, la del Fiscal o la de la Defensa, aparece como verdadera.

Esa apertura cultural hacia la adopción definitiva del juicio por jurados sólo es posible a través de un sistema de enjuciamiento que contenga mecanismos de traspaso de información que respondan a los estándares del sistema: ¿es posible imaginar un juicio por jurados en el que las partes acuerden incorporar por su simple lectura (cuando no por la mera mención de fojas) piezas de un expediente forjado en las farragosas oficinas judiciales o policiales?

Es un lugar común la cita del principio de inmediación judicial: hoy -con o sin jurados- un juicio en el que las partes litiguen sobre papeles, no es admisible como juicio constitucional. Ello así, habrá que revisar la virtualidad de esa actividad pseudoliteraria que desveló desde siempre a meritorios y jueces, a procuradores y camaristas, cual es la construcción de expedientes.

¿Es necesario el expediente para un juicio oral?

El medio de comunicación judicial por excelencia en nuestros países no es ni por asomo la audiencia. Aún cuando nuestros tribunales coloniales llevaban ese nombre, bien sabemos que la propulsión de la justicia es a tinta, y no a saliva[3]. En tanto esta realidad no cambie, seguiremos condenados a tener una justicia esotérica e impopular.

El primer paso es la extirpación (el cambio no parece menos doloroso que eso) de expedientes a los Tribunales de juicio. Ya que las actuaciones de la investigación preliminar parecen inaceptables como sustituto de prueba, ninguna razón hay para seguir “tramitando” el juicio oral dentro del mismo expediente de la etapa investigativa. Esta costumbre (si bien no unánime, seguida en buena parte de los tribunales orales) viene heredada del trámite inquisitivo, donde la diferencia entre sumario y plenario era más bien formal, pero materialmente se trataba de una unidad de actuación.

No abundaré aquí sobre los riesgos de esta perniciosa costumbre ya que fue ese el tema de mi ponencia en la edición 2003 de este Congreso[4], cuya Comisión de Derecho Procesal Penal concluyó diciendo que “Para garantizar la imparcialidad del órgano jurisdiccional se torna necesario que el Tribunal de Juicio comience el debate sin el conocimiento previo de lo actuado con anterioridad a la acusación”[5]

Sólo señalaré que si lográramos evitar que el expediente llegue al Tribunal que resolverá el juicio, se habría dado el primer paso hacia la comprensión de la inutilidad de su laboriosa confección. Si realmente se veda a los órganos de juicio la lectura del expediente ¿tendrá real sentido la copiosa acumulación de fojas? Tarde o temprano, las partes mudarán su estrategia procesal, y se dedicarán a preparar el juicio oral, antes que a preconstituirlo por escrito.

Sin lugar en el juicio, ¿tiene sentido el expediente?

El ya citado XXII Congreso nos dejó un claro mandato en materia de investigación preliminar. Se decía en las conclusiones de las subcomisiones II y III del recordado certamen paranaense:

Desformalizar y desburocratizar el procedimiento preliminar, fueron señaladas como dos consignas impuestas para evitar la excesiva influencia de la investigación sobre el juicio oral y público. (…) En orden a las desformalización de la instrucción se consideró la oralización de las actuaciones cumplidas ante el Juez de Garantías y la eliminación de los incidentes de nulidad sin perjuicio de que el Juez de Garantías realice un análisis sustancial de la prueba aportada a la causa para resolver los planteos de la defensa.[6]

La más ardua discusión al tratar estos temas, giró sobre si la desformalización propugnada por casi todos los congresistas implicaba la desaparición del expediente, ese tótem del sumario inquisitorial.

De más está recordar que si bien fue muy fuerte la mayoría que decía anhelar la abolición del trámite expedienticio, los más juraban y perjuraban que ello era virtualmente imposible, por dos géneros de razones: por un lado, se afirmaba que el expediente es el lugar y el modo en que el Fiscal “muestra sus cartas” a la defensa, como aparente piedra basal de la igualdad de armas y el ejercicio de la defensa en juicio. Por otro lado, se cuestionaba la existencia de un sistema alternativo para registrar y compilar la actividad persecutoria de la instrucción sumarial, especialmente a la hora de fundar una medida de coerción.

Es cierto que la Defensa necesita conocer la prueba de cargo. En ese sentido, podría ser apropiado exhibirle las actas de los interrogatorios policiales a testigos y víctimas, o los informes escritos y firmados de las diligencias practicadas. Pero para ello no es estrictamente necesario compilar papeles de un modo sacramental específico. Sobre todo, porque la lógica secuencial del expediente no tiene cabida en un proceso investigativo en el que a nada lleva saber cuál acto procesal se cumplió primero, y cuál después. Además, la tradición del expediente lleva a priorizar el acta sobre el acto, y la nulidad de aquella suele acarrear la de éste, aún cuando el acto en sí sea intrínsecamente válido. Está claro que carece de sentido discutir la nulidad de un acta de declaración testimonial, cuando el Tribunal juzgará exclusivamente por la declaración de ese testigo en juicio. Sin embargo, la lógica expedienticia nos lleva a labrar prolijas actas testimoniales, donde se cumplen los más arcaicos rituales inquisitoriales.

Tampoco parece condicionante del control de la prueba por la Defensa si la información ha sido vertida al soporte papel. El papel no es ni más barato ni más confiable que el registro digital. La tecnología ha avanzado tanto como para que la firma digital sea (lejos) más difícil de falsificar que la ológrafa, para que el documento electrónico sea más inalterable que el de papel, para que sea más fácil probar la entrega de un mensaje de correo electrónico que de una cédula, o para que el time stamping supere en mucho a nuestros arcaicos cargos manuales o mecánicos.

Y por otro lado, la sustanciación por escrito de cualquier cuestión de las que se deciden durante un trámite judicial es mucho, pero mucho más lenta, cara y engorrosa que la celebración de una audiencia. Y no puede siquiera compararse la calidad de la información transmitida por uno u otro sistema.

¿Se argumenta mejor por escrito u oralmente?

Cada quien habla de la feria según como le haya ido en ella, dice el proverbio. Pero parece fácil concluir que, en términos generales, la comunicación oral es de mejor calidad que la escrita, así como la conversación presencial es preferible a la telefónica. Cualquiera de nosotros pretendería que las comunicaciones más trascendentes de nuestra vida (la noticia de un nacimiento o una muerte, la concertación de matrimonio o divorcio, una decisión académica o laboral trascendente, etc.) nos fueran formuladas cara a cara y no por acta ni carta documento. Aún en el ámbito estrictamente tribunalicio, las presentaciones judiciales más relevantes de los Abogados muchas veces vienen acompañadas con algún género de “refuerzo” oral (el conocido “alegato de oreja”)

Es cierto que la precisión de un extenso mensaje suele crecer cuando se plasma por escrito. Pero ninguna duda cabe que el verdadero impacto de una comunicación se produce por vía oral y no gráfica. Sin contar con la posibilidad de interacción, que en el proceso comunicacional escrito es o bien imposible, o bien de enorme dilatación en el tiempo (salvo el fenómeno aún juvenil del chat, que como su nombre lo indica, es una conversación interactiva mediatizada por la transmisión instantánea de mensajes escritos)

Pero desde que se masificó el uso de los procesadores de texto, la comunicación escrita tiene un problema adicional: el crecimiento exponencial de las presentaciones y las sentencias. Por vía del Portapapeles y la sencilla elaboración de documentos extensos desde modelos pregrabados, hemos llegado a un volumen de lectura totalmente inmanejable. Se repiten hasta el hartazgo frases y párrafos que alguna vez fueron felices y efectivos, pero que hoy son sistemáticamente salteados por los destinatarios del sesudo mensaje. Los memoriales serían así grandes piezas retóricas, si tuviesen la improbable suerte de ser leídos en forma íntegra y atenta.

Verba volant, scripta manent

Suele decirse que es del mayor interés de la defensa el exigir que para el dictado de la prisión preventiva, el fiscal deba contar con una importante cantidad de prueba (escrita, tangible) de la existencia del hecho y de la autoría del detenido. Se cree que esa supuesta dificultad hace más ardua la obtención del encierro provisional.

Entiendo que, por el contrario, los defensores debieran alzarse airadamente cuando el Fiscal pretenda incluir en la fundamentación del pedido de prisión lo muiy culpable que parece el imputado.

Un juez que exige ser convencido de la responsabilidad penal no está dictando una medida asegurativa de los fines del proceso, sino una condena sin juicio previo. La mejor decisión sobre prisión preventiva (desde el punto de vista del interés del imputado) es aquélla en la que el Juez duda profundamente de la responsabilidad penal. No por las mayores o menores posibilidades de que la otorgue o no (resolución que sólo debiera fundarse en el peligro procesal que irrogaría la libertad), sino por las casi nulas posibilidades de cese o morigeración, cuando el juez sabe y afirmó en una sentencia anterior que el imputado es culpable.

Cabe concluir, entonces, que la petrificación de la prueba de cargo que produce la expedientización de la investigación preliminar, es más perniciosa para la defensa que para nadie. La advocación al expediente como colección de prueba formal de cargo y condictio sine qua non de la discusión sobre prisión preventiva, sólo puede ser planteada con coherencia por quienes creen positivo el uso de la prisión preventiva como pena anticipada.

Las audiencias orales: ¿El fin del Juzgado Blancanieves?

Si bien la muerte de la lógica expedienticia justificaría por sí sola la adopción de un sistema íntegramente oral de tramitación de causas, no es esa la única (y acaso ni la mayor) de sus ventajas.

Luego de enormes debates y afanes por establecer un sistema medianamente adecuado de selección y designación de jueces, luego de crear inacabables mecanismos para garantizar o al menos promover la independencia del juez, pasados todos los filtros recusatorios que pretenden evitar la pérdida de imparcialidad, resulta que en la práctica cotidiana de la mayoría de los tribunales de este lado del mundo, el Juez es una especie de Blancanieves, cuya egregia figura se divisa desde lejos como prístino e intangible referente, pero que visto de cerca en la realidad de la dinámica cotidiana del despacho judicial, está rodeado de siete enanitos que son los que hacen buena parte del trabajo.

Los secretarios, prosecretarios, auxiliares letrados, relatores, noveles Abogados devenidos escribientes, anche experimentados oficiales que ya olvidaron cuántos años cursaron la carrera de Derecho, vienen a ser los principales autores de los benévolamente llamados “proyectos” que, según los usos forenses del lugar, van desde sencillas resoluciones de trámite, hasta señores votos de Corte.

En cambio, la exigencia de una audiencia oral y pública para cada decisión judicial, impide de todas las formas posibles la delegación. Por supuesto que los juzgados producen enormes cantidades de “despachos de mero trámite”, cuya confección parece dispendioso poner en manos de un Juez. Entonces, ¿por qué no llevan la firma del escribiente, y sí la del Juez? Siempre que se entienda realmente necesaria la firma de un Juez, es porque la naturaleza del acto demanda la decisión de un Magistrado.

No hace falta argumentar más para sustentar que la oralización plena lleva a que los jueces sean verdaderamente jueces, y pone fin a la hipócrita rémora de la delegación judicial.

In your face

Existe otro argumento que podría resultar contraproducente para los malos jueces, pero que aún pecando de ingenuo, evalúo como positivo: en las audiencias orales, el juez resuelve de cara al imputado, de cara a la víctima y de cara a la sociedad.

No es en absoluto negativo que el ciudadano llamado a decidir por todos cuestiones tan trascendentes como la libertad o la tutela de cada ciudadano, tenga presente que está dirimiendo un conflicto entre partes de carne y hueso.

Hace ya muchos años que nuestas normas procesales (que lo son aunque residan en el código de fondo) mandan al juez tomar conocimiento personal del imputado antes de dictar sentencia. Nadie ha visto jamás en esa sabia prescripción una cortapisa a la independencia ni a la imparcialidad del juzgador, sino más bien un intento de asegurar la humanidad del fallo.

Sin embargo, a la hora de dictar sobreseimientos o excarcelaciones, el juez no tiene ninguna obligación de tomar conocimiento personal de aquél en cuya tutela se ejerce el poder punitivo. La víctima no es sólo un convidado de piedra;para el juez de la etapa preliminar, la víctima es directamente transparente.

Dictando sentencias a espaldas de las víctimas no sólo se vulnera el derecho a la tutela judicial efectiva, sino que, además y mucho peor, se refuerza inconscientemente en el juez y en los restantes operadores una visión infraccional: el problema es entre el imputado y el Fiscal (que encima defiende causa ajena); no se trata de cargar las tintas de la acusación en perjuicio del imputado: por el contrario, mientras la víctima siga siendo una vaga referencia retórica o el acta de fs. 44, y no el único sujeto verdaderamente imprescindible del proceso, la balanza de la justicia penal seguirá teniendo un platillo sólo.

La exigencia de que cada decisión que se tome durante el proceso se dicte en una audiencia pública previo oír a todas las partes (recuérdese de paso, que en el proceso escrito las partes acusadoras no son oídas a la hora de una excarcelación, y el imputado y su defensor no lo son al momento de dictarse la prisión preventiva), y el deber del juez de pronunciar personalmente su decisión (y no hacerla leer por un secretario) eleva fuertemente los niveles de calidad, y quita al magistrado del autismo que muchas veces perjudica la aprtopiada resolución del caso y deslegitima la sagrada misión de impartir justicia.

No todo lo que brilla es oro

Un último, pero nada menor beneficio de la oralización, es la impiadosa desnudez de los letrados incompetentes.

Cualquiera que cuente con un título de Abogado expedido por una Universidad Nacional (cosa nada dificultosa en estos tiempos) y posibilidades de consultar a alguien más o menos informado sobre las peculiaridades del proceso, o asomado a los laberintos de la dogmática, puede transformarse en resonante Abogado (o Fiscal, o Juez, que en todos lados se cuecen habas). Ante cualquier demanda de labor profesional, le basta con acudir a sus “asesores”, a los cinco días (más las dos primeras), e incluso a algún ghost writer más o menos versado en leyes, para salir del paso. Y aún, cuando se pudieran haber deslizado sandeces, no siempre se encuentra del otro lado una pluma ácida e implacable para señalarlas. Sin contar el escaso número de personas (y no siempre esté entre ellas su representado) que vayan a leer el expediente.

En cambio, el incompetente no tiene casi chance en el procedimiento oral. La mejor retórica, el histrionismo más exacerbado, resultarán patéticos si no vienen rellenos de verdadera pasta jurídica. Tarde o temprano, el resultado será inevitablemente el descrédito o el papelón, las más de las veces en las propias narices del cliente, generalmente irascible cuando descubre que puso su libertad en las manos equivocadas.

No se trata de afirmar que los escrituristas sean incompetentes. Al contrario, el problema es que resulta sumamente difícil distinguir a los realmente valiosos de los mediocres cuando la práctica es predominantemente escrita. En cambio, en la oralidad los jueces y Abogados brillan o se deslucen a la luz pública, conforme sus propias virtudes y sus propios defectos, y no por el esfuerzo de los juniors del Estudio.

Sentido y límites de la publicidad

Si bien esta cuestión merece un tratamiento mucho más extenso que esta mención casi tangencial, no puede soslayarse que una de las claves de esta propuesta relegitimante de la justicia pasa por la publicidad de los actos del proceso.

Dos son los problemas que sólo mencionaré: el primero, que al ventilar en audiencias orales y públicas posibles imputaciones penales futuras, se corre el riesgo de anticipar la pena de banquillo. No creo que sea así: desbordan los medios de coberturas inexactas e incluso anacrónicas de trámites penales en los que muy lejos se está de que el Fiscal formule acusación concreta. Y parece fácil concluir que la inexactitud y la arbitraria generación de expectativas sobre aspectos triviales del trámite, perjudica más que beneficia el crédito público y la intimidad de las partes.

Dado que la narración del proceso de construcción de un expediente es mucho más tedioso que la propia labor expedienticia, los medios de prensa suelen construir sus propios focal points, muchas veces a contramano de la dinámica procesal (donde excarcelación equivale a cierre del proceso, ejercicio de un derecho constitucional “se negó a declarar”, etc)

La costura de una hoja al expediente no es noticia (por eso la “nota” es el Juez con sobretodo en la escalera de Tribunales), pero una audiencia, indudablemente lo es.

Y viene aquí el segundo problema, extensible especialmente a las audiencias de debate: ¿hasta cuándo seguiremos rechazando la televisación de los debates? ¿Puede hablarse de verdadera publicidad si sólo se permite entrar a un puñado de personas a minúsculas salas de audiencia, ubicadas en laberínticos edificios que parecen construidos para expulsar al ciudadano, en vez de atraerlo? ¿Puede el servicio de justicia reivindicar un sitial en la sociedad, dando la espalda a los medios electrónicos? Más aún: ¿tienen derecho los operadores jurídicos a abominar de las tergiversaciones periodísticas y las salidas de contexto, cuando se carece de una política comunicacionala mínimamente racional?

Las muletillas más frecuentes son dos: una, que los testigos de mañana siguen el juicio desde sus casas por la televisión, y se “autopreparan” (como si no pudiesen entrar silbando bajito a la sala de audiencias todos los días previos a su comparendo, y como si no pudieran recibir noticias de la evolución del juicio). La segunda, que los directores de cámaras son genios del mal que editando distintas cámaras y enfoques, manipulan lo que sucedió en la audiencia. Y para evitar que muestren editado lo que se vio en el juicio, prohibimos a los camarógrafos y ofrecemos pasar a los cronistas, que transcribirán, descontextualizarán, parcializarán y transmutarán todo lo que quieran.

Así como es urgente incorporar al staff de los Tribunales voceros de prensa, es imprescindible debatir hasta el final qué es lo que quiere decir “público” en esta sociedad mediática.

Una experiencia concreta de oralización

En el marco del Acuerdo de Cooperación para el Fortalecimiento del Sistema Acusatorio de la Provincia de Buenos Aires, celebrado en el mes de noviembre de 2004 por la Procuración General de la Suprema Corte de Justicia de Buenos Aires, el Ministerio de Justicia de la misma jurisdicción, el Centro de Estudios de Justicia de las Américas y el Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (convenio al que en el mes de mayo de 2005 adhirió la Suprema Corte bonaerense) se diseñó un Plan Piloto a desarrollarse durante todo el año 2005 en el Departamento Judicial Mar del Plata, con el expreso objetivo de producir un mejoramiento del sistema de enjuiciamiento penal, con un desafío infrecuente: el plan debe producir resultados tangibles en términos de aumento de la calidad de las decisiones y acortamiento de los plazos procesales, sin apelar a las recetas ortodoxas de las reconversiones judiciales: sin reformas legislativas, sin creación de órganos, sin aumentos significativos de recursos, y sin detrimento de los niveles de tutela y garantías.

Las metas de eficiencia no apuntan a una mayor “productividad” en términos neoliberales, ni a un aumento del número total de personas alcanzadas por una condena penal. Al contrario, la liberación de recursos está específicamente orientada al mejoramiento de la investigación penal de los delitos más graves para la sociedad, verdadero objetivo final del plan.

La propuesta[7], que en una primera etapa se aboca a reformular el tratamiento procesal de los casos originados por una aprehensión en flagrancia (aprovechando la existencia de un diseño procedimental específico[8]), consiste básicamente en la oralización de las etapas previas al juicio, y en la reingeniería de los órganos para garantizar el enjuiciamiento en un tiempo razonable (menos de 90 días desde la fecha del hecho).

La decisión de excarcelación (tradicionalmente un incidente promovido mediante un escrito tipo que presenta el Defensor, y que es resuelto sin sustanciación por el Juez de Garantías luego de solicitar informe nominativo de antecedentes y certificación del domicilio del detenido) se adopta en una audiencia oral y pública, que es convocada en forma automática cuando una aprehensión en flagrancia resulta convalidada (convertida en detención a pedido del Fiscal) por el Juez. En esa audiencia oral el Juez oye a las partes sobre la presencia o no de domicilio estable, arraigo social, etc., la necesidad o no de mantenerlo privado de libertad, la cantidad y especie de las cautelas impuestas, etc.

Una de las funciones más trascendentes de esa audiencia, es que al desarrollarse en el quinto día desde la aprehensión en flagrancia, es muy probable que el Fiscal ya cuente con todos los elementos probatorios existentes (dado la relativa sencillez que irroga una causa de esta índole), y pueda discutir con la Defensa y someter a decisión del Juez la procedencia de salidas alternativas (acuerdos reparatorios, suspensión de juicio a prueba, juicio abreviado), como así también la elevación a juicio y la prisión preventiva u otras cautelares morigeradas.

En todos los casos, y luego de oídas las partes, la resolución es pronunciada verbalmente por el Juez en la misma audiencia, expresando los fundamentos.

Las audiencias son íntegramente grabadas en audio (en formato MP3), y el archivo es resguardado de inmediato en un servidor y en un CD-ROM  (más inalterable que un acta en papel), pudiendo ser remitido por correo electrónico o copiado en disco para la parte que lo solicite..

Debe tenerse en cuenta que la sentencia que se dicte en esa audiencia puede ser definitiva, dado que el procedimiento previsto en el Código Procesal Penal bonaerense para la flagrancia, establece específicamente la competencia del Juez de Garantías para dictar sentencias de suspensión de juicio y juicio abreviado.

Si no se pudiera resolver el caso dentro de esa audiencia temprana, dentro de los veinte días desde la aprehensión (prorrogables hasta cuarenta en los casos más complejos, a petición del Fiscal que se resuelve en la misma audiencia de excarcelación), se fija una nueva audiencia, a la que el Fiscal concurrirá con la requisitoria de juicio que ya puso en conocimiento de la defensa, para que en esa segunda y última audiencia se resuelva la prisión preventiva (si el imputado no fue excarcelado en la anterior oportunidad) y la elevación a juicio.

Por su parte, y para aquellos casos (seguramente los menos) en que la causa no pueda finalizar con acuerdo en la etapa de Garantías, los tribunales de juicio (criminales colegiados o correccionales unipersonales) se comprometen a fijar audiencia de debate en un plazo no mayor a los sesenta días desde que la causa tuvo radicación. Ello garantiza el enjuiciamiento en tiempo razonable, y desalienta las maniobras dilatorias.

Una de las peores distorsiones del sistema, que este plan pretende solucionar, es la realidad de que, luego de seis u ocho meses de detención preventiva (cuando no un año o más), casi cualquier imputado está dispuesto a aceptar su condena mediante un acuerdo de juicio abreviado que le asegura poner fin a la detención, ya que la pena impuesta se dará por purgada con el tiempo de detención provisional. Se da así la cruel paradoja que mientras el acusado es técnica y constitucionalmente inocente, está detenido, y cuando es declarado culpable, se lo libera.

En este nuevo sistema, el imputado sabe que la prisión preventiva tiene un plazo fijo, y el juicio no es una esperanza difusa sino una concreta realidad. Al innegable beneficio de reducir el tiempo del encarcelamiento preventivo, se agregan las evidentes ventajas de celebrar los juicios mucho más cerca de la fecha de ocurrencia del hecho imputado, con beneficio para todas las partes, ya no sujetas a la persistencia de la memoria del testigo de cargo o descargo.

Desde ya que las resoluciones interlocutorias son apelables (ya se ha dicho que el plan no modifica ni un sólo artículo del código vigente, ni baja el nivel de garantías), pero también la Cámara procede en forma oral, con presencia física de los jueces, imputado, fiscal y defensor, y resolución verbal en la misma audiencia. Si las partes quisieran invocar lo acaecido en la audiencia en la que se dictó la resolución apelada, harán escuchar a los jueces el fragmento de su grabación digital, sin necesidad de utilizar registro escrito alguno. Así, el trámite de alzada se reduce a unos pocos días.

Ni los Jueces de Garantías ni la Cámara necesitan el respaldo de un expediente, ya que toda la información recogida por el Fiscal (que siempre que esté plasmada en documentos o actas, obra en su carpeta, accesible para la defensa) es conocida por la contraparte; el Juez no necesita leer los documentos, ya que si la defensa no refuta que dice en ellos lo que alega el Fiscal, no hay motivo para descreer de sus dichos. Por supuesto, ante discrepancias sobre la interpretación que quepa asignar a algún documento, éste será exhibido al Juez, en la misma audiencia.

Ello significa que las actas e informes escritos que seguirá produciendo la Policía, se guardarán en la carpeta del Fiscal, disponible sin restricciones para la Defensa. Pero esta carpeta dista mucho de ser un “expediente”: la mayoría de las peticiones y planteos se formularán verbalmente en las audiencias, y allí también se dictarán las resoluciones (transcriptas brevemente con sus fundamentos para el registro del Juzgado).

Si el plan se consolida (y los operadores del sistema vienen haciendo ingentes esfuerzos para asimilar el giro copernicano que la oralización implica en las prácticas y en las estructuras judiciales[9]), la justicia dejará de ser eso que pasa “in acta” para ser lo que sucede “in mundo”.

Y en ese cambio, acaso, se juegue la reinstalación del poder judicial como referente último de la organización social.

Credibilidad, el nombre del juego

Se pone de manifiesto en este plan, uno de los más rotundos cambios culturales de la justicia latinoamericana: de un paradigma de perpetuo recelo, en el que todos los actores se saben indignos de crédito, y que requieren el respaldo-papel para tornar ciertas sus aserciones, viramos rápidamente hacia un modelo en el que la moneda más valiosa a defender es la propia credibilidad.

El Fiscal jamás afirmará contar con prueba que no posee, ya que el Defensor desnudará en la audiencia oral su mentira, y el Juez no volverá a aceptar fácilmente dar la razón a un mendaz. El Defensor se abstendrá de planteos que sabe inconducentes, ya que el Juez no olvidará su estilo. El policía no podrá falsear una testimonial, ya que el inocente exigirá juicio en breve lapso, y la mentira será rápidamente evidente.

No se trata de un lapsus moralista, sino una reflexión del más crudo pragmatismo: cuando todos tienen algo que perder si no son creíbles, las cosas funcionan más claramente, con menos trabas y contratiempos, y son más entendibles para los justiciables y el público.

Más: tal como el descrédito, la credibilidad se propaga de los jugadores al juego. Si los Fiscales son creíbles, los defensores son creíbles y los jueces son creíbles, inevitablemente, la sociedad volverá a creer en el tristemente desacreditado servicio público de justicia.

 

Notas:
[1]No computo a estos fines el histórico juicio a las Juntas Militares, ya que en rigor de verdad no contó con una “instrucción sumaria” tradicional.
[2]Adviértase que este caso mostró víctimas mucho menos influenciadas por los cantos de sirena del manodurismo, y que en cambio centraron la crítica en la diversa apreciación sobre la peligrosidad procesal, y no sobre las virtudes de aplicar condenas de facto, basadas en el clamor de las masas. Ojalá sea el anuncio de un ciclo positivo en el corsi e recorsi del nivel de conciencia popular sobre derechos humanos.
[3]M.A. Oderigo, “El lenguaje del proceso: tinta versus saliva,” JA1961 Nº 2 (1961)
[4]Guillermo Nicora, “La contaminación del órgano de juicio por las actuaciones de la investigación penal preparatoria,” ElDial.com, español, http://www.eldial.com: Albremática SA, 7/7/2003
[5]XXII Congreso Nacional de Derecho Procesal, “Conclusiones,” Plenario Edición Electrónica, español, http://www.aaba.org.ar/ple3147doc01.htm: Asociación de Abogados de Buenos Aires, 28/11/2003
[6]Ídem.
[7]Al momento de presentar este trabajo conforme reglamento del Congreso, se están ajustando los protocolos para la puesta en marcha de la experiencia piloto, desde fines de julio hasta diciembre de 2005. Es posible que algo de la descripción del proyecto aquí vertida resulte reformulado para la época de celebración del Congreso.
[8]Título I Bis del CPPBA, incorporado por ley 13183 y modificado por ley 13260
[9]Una de las pocas (pero muy significativas) decisiones de carácter presupuestario es la incorporación de la figura del Administrador del Tribunal, funcionario técnico y no Abogado, responsable de la organización y funcionamiento de la estructura administrativa. El plan hace hincapié en la urgente necesidad de diferenciart claramente las tareas jurídicas de las administrativas, para que los jueces sean jueces durante todo su horario.

 


 

Informações Sobre o Autor

 

Guillermo Nicora

 

Profesor Titular de Derecho Procesal Penal en la Universidad Atlántida Argentina. Agente Fiscal del Departamento Judicial Mar del Plata.
Miembro de la Asociación Argentina de Profesores de Derecho Procesal Penal.
Miembro de la Asociación Argentina de Profesores de Derecho Penal

 


 

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