Sumario: I. Los riesgos psicosociales, los eternos olvidados. II. El acoso moral: a) su identificación y su prueba. B) el acoso moral como accidente de trabajo. III. El acoso sexual y el acoso de género. IV. El síndrome de burn-out. V. El suicidio del trabajador como accidente de trabajo. VI. Riesgos psicosociales y prevención de riesgos.
I. Los riesgos psicosociales, los eternos olvidados.
Hasta hace no mucho tiempo, la calificación de un accidente como de trabajo parecía estar reservada a la pérdida de la salud física de los trabajadores. Nadie discutía que, en el estado de salud de una persona, confluye tanto la salud física como la psíquica. Tampoco ninguna ley obligaba a considerar la pérdida de la salud psíquica de un trabajador como una enfermedad común. Pero la verdad es que, tanto el legislador como los operadores jurídicos, vinculaban los accidentes de trabajo a supuestos de pérdida de la salud física de los trabajadores. Basta ver las complejas normativas existentes en cualquier ordenamiento jurídico laboral sobre prevención de riesgos laborales para comprobar que lo que se previenen sólo son aquellos riesgos susceptibles de causar daños físicos al trabajador.
Sin embargo, las estadísticas demuestran la importancia de los riesgos psicosociales como generadores de enfermedades profesionales y accidentes de trabajo, sobre todo en el sector terciario de la economía. Progresivamente, los estudiosos han identificado los diferentes riesgos psicosociales y lo que antaño se denominaba genéricamente como estrés laboral, ha pasado a conocer variedad de patologías: el “burn-out”, o síndrome de estar quemado; la “work-addiction”, o gripe del yuppie, o adicción al trabajo; el “tecnoestrés”, o dificultad de adaptación a nuevas tecnologías. Pero donde quizás se han realizado los avances más llamativos en esa labor de identificación es con relación a las formas de violencia física y psíquica en el trabajo, cuyo ejemplo prototípico es el acoso moral.
II. El acoso moral: a) su identificación y su prueba.
Aunque no sería difícil rastrear casos de acoso moral en la Historia de la Humanidad, lo cierto es que se trata de una forma de violencia de reciente identificación. El fenómeno lo observaron los etólogos al constatar como ciertas especies de animales, agrupadas en manadas, hostigaban a sus individuos más débiles con la intención de expulsarlos. Justamente, la denominación anglosajona “mobbing”, que proviene del sustantivo inglés “mob”, o multitud, evoca muy directamente la idea de presión del grupo.
Ha sido pionero en la identificación del fenómeno en el ámbito de las relaciones humanas Heinz Leymann (Mobbing, Editorial Seuil, Paris, 1996), cuya definición de mobbing gira sobre diversos datos objetivos: una actuación sistemática, recurrente y prolongada entre sujetos con un poder asimétrico. La finalidad última es destruir las redes sociales de la víctima, acabando con su reputación y provocando el abandono del lugar de trabajo.
La victimóloga francesa Marie-France Hirigoyen realiza una aproximación algo diferente, al vincular el fenómeno del acoso moral a la perversidad humana y, en el mismísimo comienzo de su muy interesante libro, afirma que “mediante un proceso de acoso moral, o de maltrato psicológico, un individuo puede hacer pedazos a otro”, añadiendo que “el ensañamiento puede conducir incluso a un verdadero asesinato psicológico” (El acoso moral, Ediciones Paidós Ibérica, Barcelona, 1999).
Tales aproximaciones al fenómeno del mobbing o, utilizando una expresión menos anglosajona, acoso moral, no son exactamente idénticas. La de Leymann incide más en los datos objetivos y la de Hirigoyen incide más en los datos subjetivos. Ninguna se debe tomar como dogma de fe en la aplicación judicial, debiéndose considerar diferentes aproximaciones a un mismo fenómeno cuya identificación obliga a su utilización combinada.
Una incidencia exagerada en los datos objetivos podría descartar, por ejemplo, el acoso cuando la situación no dura, a lo menos, seis meses mientras otras evidencias nos están conduciendo a una situación perversa. Al mismo tiempo, obligar a una demostración plena de los datos subjetivos podría dificultar la prueba de la situación de acoso de manera importante. De ahí la necesidad de valorar, en cada caso concreto, los datos objetivos y los datos subjetivos de una manera complementaria y en análisis conjunto.
Si examinamos la jurisprudencia española sobre acoso moral en el trabajo comprobaremos como se trata de una jurisprudencia de indicios que valora conjuntamente, en cada caso concreto, los datos objetivos y los datos subjetivos de una manera complementaria y en análisis conjunto. Los indicios más significativos –no exhaustivos- habitualmente utilizados son:
– La existencia de los actos típicos de hostigamiento de conformidad con las construcciones teóricas de los estudiosos de las ciencias sociales, como son el descrédito, el ninguneo, la situación de ambigüedad de roles en la cual el trabajador no conoce exactamente cuáles son sus funciones, el insulto directo, la propagación de bulos o el aislamiento social, entre otros.
– La reiteración, la persistencia, la proximidad temporal y la conexión lógica en el tiempo de los comportamientos probados, obligando a determinar si, desde una valoración conjunta de las conductas, éstas sólo se entienden dentro de un plan perverso, o pudieran tener otras justificaciones.
– La naturaleza diversa de los comportamientos probados, ya que, si las conductas aún siendo diversas inciden siempre sobre la víctima, de esa diversidad se podría deducir, de una manera razonable, un intento de camuflar la finalidad destructiva del acosador sobre la víctima del acoso.
– La existencia de un conflicto, ya que, aunque no es un indicio decisivo porque no todo conflicto es manifestación de un acoso moral, la existencia de un conflicto vale como indicio significativo del acoso moral.
– La existencia de un trato distinto hacia el trabajador con respecto a otros empleados o la afectación individualizada de determinadas circunstancias, órdenes o condiciones de trabajo o de su modificación, o sea, la idoneidad lesiva del acto en relación con la dignidad de la víctima.
– La existencia de patologías u otros posibles efectos sobre el sujeto pasivo como consecuencia de los comportamientos probados, otro indicio muy significativo, en la medida en que, siendo el efecto buscado por quien acosa, su aparición es indicio de que efectivamente existe una perversión.
Ninguno de los indicios –ni estos ni otros susceptibles de aparición conforme a la infinita casuística- deberán ser considerados como indicios decisivos –aunque alguno pueda serlo en un caso en concreto-, siendo lo determinante la valoración, en cada caso concreto, de los datos objetivos y los datos subjetivos de una manera complementaria y en análisis conjunto. El juez laboral cobra, dentro de este contexto, un importante protagonismo, debiendo deslindar entre lo que es acoso moral y lo que no es acoso moral.
B) El acoso moral como accidente de trabajo.
Ni la doctrina científica ni la doctrina judicial han dudado, en España, de la posibilidad de calificar las dolencias físicas y, especialmente, psíquicas generadas a causa de un acoso moral, como accidente de trabajo, debiéndose citar, entre las pioneras, la Sentencia de 18.5.2001 del Tribunal Superior de Justicia de Navarra, donde se conceptúa el “mobbing” como “una forma de acoso en el trabajo en el que una persona o un grupo de personas se comportan abusivamente con palabras, gestos o de otro modo … (con) empleados con la consiguiente degradación del clima laboral”.
Ahora bien, esta afirmación general no puede ocultar las dificultades prácticas con las cuales se encuentran las víctimas al reclamar en la vía judicial, a veces motivadas por corrientes judiciales un tanto restrictivas. No olvidemos que usualmente las dolencias físicas y, especialmente, psíquicas generadas a causa de un acoso moral se manifiestan como una enfermedad común, y es necesario acreditar, como se exige en el artículo 115, apartado 1, de la Ley General de la Seguridad Social, que esas dolencias se han causado “con ocasión o por consecuencia” del trabajo.
Justamente en el ámbito de la prueba de la causalidad es donde las aplicaciones judiciales divergen. Algunas sentencias obligan a acreditar una causalidad estricta. De este modo, exigen una cumplida prueba (1) de que ha existido un acoso moral, partiendo de la idea preconcebida de que, si no ha existido un acoso moral, la dolencia es común, y (2) de que no hay otras más concausas de las dolencias, y en particular, excluyendo la calificación de accidente de trabajo cuando aparezca una personalidad débil susceptible de interiorizar situaciones de conflicto laboral de una manera muy acusada.
Más atinada nos parece una aplicación menos estricta. En primer lugar, porque, aunque no se acredite la existencia de un acoso moral, sí las dolencias se derivan del trabajo –por ejemplo, un estrés laboral-, nada debe impedir la calificación como accidente de trabajo. La catalogación como acoso laboral –que pudiera tener otros efectos jurídicos- se vuelve menos relevante a los efectos de calificar las dolencias como accidente de trabajo, siempre que, naturalmente, se acredite la vinculación causal con el trabajo.
Y, en segundo lugar, porque la propia dicción legal, donde se alude no sólo a una relación de causalidad estricta –cuando se dice “por consecuencia”-, sino a una relación de causalidad más difusa –cuando se dice “con ocasión”-, nos permite calificar como accidente de trabajo dolencias que, aunque el trabajador tuviese latentes con anterioridad, se han manifestado con ocasión de su relación de trabajo. Otra solución, además, discriminaría a quienes, por su diferente personalidad, fuesen más susceptibles de interiorizar negativamente situaciones de conflicto laboral.
Por ello, encontramos más lógicas interpretaciones como la de la Sentencia de 3.11.2003 del Tribunal Superior de Justicia de Galicia, donde se relata “un clima hostil y tenso en el trabajo”, lo cual conduce a declarar como accidente de trabajo el síndrome ansioso depresivo de la trabajadora. O la Sentencia de 23.3.2004 del Tribunal de Justicia de Navarra, donde se afirma que, al margen de si se trata de un acoso moral vertical –de superior a inferior, o “bossing”-, u horizontal, o incluso de otro riesgo psicosocial donde falte el componente intencional, lo relevante es el origen profesional.
La Sentencia de 20.12.2001 del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León, Sala de Valladolid, considera accidente de trabajo la depresión derivada de un conflicto a causa de una orden empresarial, y ello “aunque aceptásemos la existencia de una base patológica propiciadora del cuadro depresivo”, e incluso aunque “(el) rechazo personal de la trabajadora al cambio operado … (sea) por razones total y absolutamente subjetivas (ninguna duda cabe de la legítima actuación empresarial)”, resultando lo relevante que, en el caso concreto, el detonante sea laboral.
En conclusión, las dolencias físicas y, especialmente, psíquicas generadas a causa de un acoso moral, son accidente de trabajo, no debiendo erigirse como murallas obstativas de la protección legal privilegiada característica del accidente de trabajo que, de una manera acabada, se acredite la existencia de un acoso moral, bastando acreditar la causalidad entre las dolencias y el trabajo, y, además, no se debe excluir de esa protección a quienes, por su diferente personalidad, fuesen más susceptibles de interiorizar negativamente situaciones de conflicto laboral.
III. El acoso sexual y el acoso de género.
No se comprende la violencia contra la mujer si no es atendiendo al concepto de género, o sea a los estereotipos sociales asociados al sexo de una persona. El término proviene del inglés “gender” y se ha popularizado desde la IV Conferencia Mundial sobre las Mujeres de Beijing –China, 1995-. Conviene precisar que, ni en inglés ni en español, la utilización del término en las teorizaciones feministas se emparenta con la división entre género masculino y género femenino. A lo que alude es a los estereotipos sociales asociados al sexo de una persona, y, con este significante, es un neologismo. La distinción con el término sexo se encuentra en que el género alude de manera exclusiva a las diferencias socialmente adquiridas –los prejuicios de género-, mientras el sexo alude a las diferencias físicas entre hombres y mujeres o, en algunas expresiones, a las diferencias físicas y a las socialmente adquiridas –como ocurre con la antaño extendida frase las labores propias de su sexo-. Pero no –de ahí la utilidad del término género- de una manera exclusiva a las diferencias socialmente adquiridas.
De este modo, y esto es a lo que ibamos, la mujer no sufre violencia por las características físicas de su sexo, sino por los estereotipos sociales asociados a su sexo, y de ahí la corrección de la denominación, no siempre bien recibida, de violencia de género –una aclaración es necesaria: el hombre sólo excepcionalmente sufre la violencia de género, como el ejemplo cinematográfico de mujer acosadora al asumir los roles sexuales masculinos, o el más usual ejemplo del hombre rechazado al no cumplir con los roles propios de su género-. Pero no solo la violencia contra la mujer está causada por los estereotipos sociales asociados a su sexo, sino que, además, los transmite y los perpetúa de la manera más reprobable, la coacción física o psíquica de la víctima. Género y violencia son, en consecuencia, dos conceptos de muy estrecha conjugación en la realidad.
Tal esquema no se ve alterado en el supuesto del acoso sexual, el cual obedece, no tanto a las apetencias sexuales del agresor, como a un estereotipo social de entendimiento de la sexualidad: el hombre es el cazador y la mujer es la presa. Un estereotipo que justifica la existencia del acoso sexual y que, a través del acoso sexual, se transmite y perpetúa. De ahí la afirmación de ser el acoso sexual una cuestión de poder, no de sexualidad, como ya se deduce del pionero estudio de Catherine A. Mackinnon (Sexual harassment of working women, Yale University Press, New Haven and London, 1979). Y, al sustentarse en estereotipos –probablemente los más arraigados, los estereotipos sexuales-, se entiende la calificación del acoso sexual como manifestación de violencia de género.
Así las cosas, la referencia al género explica tanto el acoso sexual como el acoso no sexual en cuanto uno y otro aparecen causados por los estereotipos sociales asociados al sexo de las personas, y su diferencia, aunque es una diferencia más de apariencia que de esencia, se encuentra en que aquél lo causan los estereotipos sexuales y éste lo causan los estereotipos no sexuales –pensemos, por ejemplo, en un acoso a una trabajadora por el hecho de ser madre, algo desgraciadamente muy común-.
Hecha esta aproximación a las manifestaciones típicas de la violencia de género en la relación laboral, se comprenderá como el acoso sexual y el acoso de género no son, como se ha afirmado en algunas ocasiones, especies del más amplio concepto que sería el acoso moral, sino, simplemente, realidades diferentes, aunque emparentadas porque ambas realidades son supuestos de violencia en la relación laboral, y que, en el plano jurídico, operan de una manera a veces diferente –a consecuencia de sus diferencias- y a veces semejante –a consecuencia de sus semejanzas-.
Operan de una manera diferente en el ámbito de la prueba del acoso, ya que, mientras el acoso moral se acredita habitualmente de manera indiciaria, en el sexual la declaración de la víctima se erige habitualmente en una auténtica prueba reina, y la cuestión se explica por la dinámica comisiva: el agresor planea el acoso en un entorno de clandestinidad, dejando a la víctima sin pruebas del acoso más allá de su declaración, de donde, si a ésta se le negase valor probatorio, la agresión quedaría impune. Por ello, el Tribunal Supremo ha señalado que “las manifestaciones de la víctima … pueden servir para enervar el derecho a la presunción de inocencia cuando los jueces asimilan tales declaraciones, si no hay razones objetivas que hagan dudar de la credibilidad de quien así se expresa, o que puedan invalidar sus afirmaciones” –Sentencia (Penal) de 2.6.1992, referida a un delito sexual-, considerándose como elementos de juicio justificativos de la validez probatoria de la declaración de la víctima:
1º. La ausencia de incredibilidad subjetiva derivada de unas relaciones entre el agresor y la víctima reveladoras de móviles espúreos –como venganza, fabulación u otros semejantes-, aunque el legítimo interés de la víctima en la condena del agresor nunca podrá viciar su credibilidad.
2º. La verosimilitud objetiva apoyada en corroboraciones fácticas periféricas, aunque cuando la no acreditación plena de esas corroboraciones se justifica en las circunstancias concurrentes, y en especial cuando estaban bajo el dominio del agresor, este criterio no debería resultar relevante.
3º. La persistencia en la incriminación caracterizada por su prolongación en el tiempo, su expresión reiterada y la ausencia de contradicciones, tanto internas, entre los diversos extremos objeto de la declaración, como externas, de esos extremos objeto de la declaración con otros extremos derivados de la práctica de los demás medios de prueba.
Realmente, estos criterios, a valorar en cada caso judicial concreto, son unas reglas de sana crítica que, según el artículo 316 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, presiden la valoración de las declaraciones de las partes, y no sólo en procesos penales, de ahí la ausencia de inconveniente en su aplicación al proceso laboral –supuesto de un acoso sexual laboral- y contencioso administrativo –supuesto de un acoso sexual a funcionario/a-, e incluso al proceso civil –por ejemplo, el supuesto de un casero acosador-.
Por el contrario a lo expuesto en lo relativo al tema de la prueba, el acoso moral y el sexual y de género operan, en el plano jurídico, de una manera semejante en lo relativo a la calificación de las lesiones físicas o, más habitualmente, psíquicas derivadas de la agresión como derivadas de accidente de trabajo. La doctrina judicial española ha admitido sin especiales dificultades la calificación del acoso sexual laboral como accidente de trabajo, siempre que, naturalmente, se hayan provocado secuelas físicas o psíquicas constitutivas de incapacidad para el trabajo. Nos podemos remontar a la Sentencia de 16.11.1989 del Tribunal Superior de Justicia de Castilla La Mancha, confirmando la Sentencia Real de 29.12.1987 de la Magistratura de Trabajo número 2 de Ciudad Real, auténtica pionera en cuanto a la declaración del acoso sexual como accidente de trabajo. También es destacable, alcanzando igual conclusión, la Sentencia de 24.1.2000 del Tribunal Superior de Justicia de Galicia.
IV. El síndrome de burn-out.
Acuñado el término de síndrome de “burn-out”, o síndrome de “estar quemado”, a mediados de los años setenta, se trata de un síndrome habitual de ciertas profesiones, como las relacionadas con la salud, con la educación o con el cuidado de otras personas, en las cuales, como explica el Doctor José Luis González de Rivera, se produce “una desproporción entre la responsabilidad y la capacidad de recuperación y gratificación del individuo” (El maltrato psicológico, Editorial Espasa, Madrid, 2002).
No encontramos, a diferencia del acoso moral o de otras formas de violencia laboral, en el síndrome de “burn-out” un elemento intencional, lo cual tendrá relevancia a otros efectos jurídicos –como la imposición de sanciones administrativas o penales, o la exigencia de una responsabilidad civil por daños y perjuicios causados a la víctima-, pero no a los efectos de calificar las dolencias derivadas del “burn-out” como accidente de trabajo.
La Sentencia de 2.9.1999 del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, que fue pionera, no dudo en la calificación de accidente de trabajo en un supuesto de diversas dolencias psíquicas de un trabajador encargado de organizar las labores de un taller de minusválidos, afirmando al respecto que “(la) enfermedad … ha surgido al estar el demandante en contacto con personas con las que trabaja, cuyas mermas psíquicas han originado en aquél un desgaste anímico determinante de la incapacidad temporal”.
V. El suicidio del trabajador como accidente de trabajo.
Cualquiera de los riesgos psicosociales fatalmente puede concluir en el suicidio del trabajador, los cual nos lleva a la cuestión de si éste se podría calificar como accidente de trabajo. Un poderoso argumento en contrario es considerar la ruptura del nexo causal a causa de un acto de autolesionismo, que, como acto doloso, está excluido de la consideración de accidente de trabajo en la letra b) del apartado 4 del artículo 115 de la Ley General de la Seguridad Social. Pero un acto doloso no es asimilable al suicidio. Aunque la libertad está sometida a determinismos, un acto doloso es siempre voluntario –o esencialmente voluntario, al prevalecer la voluntad sobre los determinismos-. Sin embargo, en el suicidio la voluntad, en cuanto facultad mental ligada a la vida, se ha doblegado –dicho sea con redundancia- a determinismos determinantes de una determinación suicida, destructora de la vida y de la propia voluntad. Quizás estas razones ontológicas han llevado a que, para la jurisprudencia alemana, el intento de suicidio sea un acto no voluntario, no rompiendo, en suma, el nexo causal.
También se suele argumentar en contra de la calificación del suicidio como accidente de trabajo la posibilidad de fraudes consistentes en, quien está decidido a suicidarse, hacerlo en el tiempo y en el lugar de trabajo para favorecer a los beneficiarios de las prestaciones de muerte y supervivencia, lo cual dificulta la aplicación de la presunción de accidente de trabajo en el tiempo y en el lugar de trabajo –artículo 115, apartado 3, de la Ley General de la Seguridad Social-, aunque no la debería excluir si está descartada cualquier actuación fraudulenta –y, en principio, la mala fe no se presume-.
Múltiples son las sentencias españolas donde se alude a la cuestión del suicidio como accidente de trabajo, aunque, en un buen número, son desestimatorias de la calificación. El Tribunal Supremo, en unas antiguas Sentencias de 28.1.1969 y de 29.10.1970 (citada en la de 15.12.1972), no reconoció esa calificación, aunque no se negaba de manera general la posibilidad de calificar el suicidio como accidente de trabajo en otros casos diferentes. Así ocurrió en sus posteriores Sentencias de 12.1.1978 y de 16.11.1983, las cuales calificaron como de trabajo el suicidio del trabajador a consecuencia de enfermedad mental derivada de un accidente de trabajo.
Las citas judiciales se pueden actualizar con la más moderna doctrina de suplicación donde aparecen en ocasiones sentencias estimatorias de la calificación del suicidio como accidente de trabajo. Hay dos significativas.
Una del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, de 30.5.2001, consideró accidente de trabajo el suicidio de un trabajador “que de jefe de sección pasó a controlar una máquina cuyo manejo desconocía … lo que el trabajador entendió como situación vejatoria, dado que desde un puesto en el que tenía ciertas responsabilidades, que para un hombre como el causante –apenas sabía leer y escribir- era fundamental en cuanto afirmaba su personalidad laboral y el reconocimiento empresarial de su trabajo –según las propias palabras del fallecido era una persona ordenada en exceso, con mayor dedicación de lo obligado, no cogía los días de fiesta que legalmente le correspondían porque el trabajo ha sido siempre lo primer, llevaba 35 años trabajando en la empresa y creía que la empresa le apoyaría-, había pasado a una situación de menosprecio o vejación en cuanto había perdido toda responsabilidad y fueron los compañeros, a los que impartía órdenes, los que tuvieron que enseñarle el manejo del ordenador incorporado a la máquina a que fue destinado y en cuyo puesto no se sentía productivo … situación depresiva (que) no mejoró ante la falta de alternativas viables para el trabajador –descartó el asesoramiento sindical y el enfrentamiento con la empresa por temor a perjudicar a sus hijas empleadas en la misma-, sino que se transformó en una depresión mayor cuando sospechó que la empresa lo que quería era su jubilación anticipada, y tal grave situación concluyó con la autoagresión como forma de resolver el conflicto que la decisión empresarial había producido en su cerebro”. Se trata de un caso del llamado “tecnoestrés”.
Otra del Tribunal Superior de Justicia de Galicia, de 4.4.2003, consideró accidente de trabajo el suicidio de un trabajador que “desde ocho días antes del suicidio el trabajador había comentado que no era dueño de sí, (y) que en su casa pasaba algo; había dejado de comer, pese a ello, tuvo que seguir trabajando, haciendo guardias, lo que implicaba una acumulación de estrés laboral; el mismo día del accidente intentó infructuosamente comunicarse telefónicamente con su domicilio; y la acumulación de todos estos factores personales y laborales coadyuvantes al padecimiento, influyeron de forma decisiva en el desenlace autolítico, siendo así que dicho desenlace tiene una conexión causal con el trabajo”.
V. Riesgos psicosociales y prevención de riesgos.
Si las consecuencias de un acoso moral, sexual o de género, o de un estrés laboral, son accidente de trabajo, y si la prevención de los accidentes de trabajo es una obligación del empresario –es la denominada deuda de seguridad-, la conclusión evidente es la existencia de una obligación del empresario de prevenir los riesgos psicosociales. Ahora bien, los riesgos psicosociales, acaso debido al menor avance científico en el ámbito de la salud psíquica, encuentran algunas dificultades en orden a una adecuada concreción de las medidas preventivas. No es difícil observar como la doctrina científica suele acudir a medidas generales para la prevención de los riesgos psicosociales, como evitar la excesiva jerarquización, crear canales de comunicación, o mejorar las relaciones humanas en la empresa. Unas medidas que, por esa generalidad, corren el riesgo de ser ineficaces.
Más concreción se aprecia en el protocolo de actuación cuando se produce una denuncia de acoso moral, es decir, no previamente al acto de violencia, sino actuación posterior. El empleador se encuentra obligado a tratar la denuncia de manera confidencial, seria y sin represalias frente a quien denuncia, adoptando, después de las informaciones oportunas, las medidas que, en el caso concreto, sean razonables. Si se verificase la existencia de un acoso moral, se deberá imponer al acosador la sanción disciplinaria adecuada, y se deberá apoyar a la víctima en su recuperación. De este modo, no sólo se reparan las consecuencias del acto violento, sino que, además, se transmite el mensaje de que el acoso no quedará impune.
Con respecto al acoso sexual se han concretado algunas medidas más específicas de prevención como son (1) la publicación de una declaración de principios donde se comprometa el empleador a una tolerancia cero con el acoso sexual, (2) el establecimiento de un procedimiento informal de solución, a instruir por un/a asesor/a confidencial, y (3) la tipificación de las infracciones disciplinarias aplicables en los supuestos de acoso sexual.
No pretendemos entrar en detalles más particulares que obligarían a un estudio más profundo de la prevención de los riesgos psicosociales. Pero sí pretendemos dejar claro que, aunque su concreción actualmente dista mucho de ser la deseable, el empresario ostenta una deuda de seguridad ante los riesgos psicosociales. Una deuda de seguridad cuyo incumplimiento podría generar las oportunas consecuencias jurídicas. De este modo, la adopción de medidas de prevención del acoso sexual y el adecuado tratamiento de la denuncia de la víctima exoneraría a la empresa de la responsabilidad indemnizatoria por daños y perjuicios que, en otro caso, asumiría aun cuando el acosador no fuese directamente el empresario a través de las acciones de responsabilidad civil in eligendo o in vigilando.
Un ejemplo judicial de este modo de argumentar es una Sentencia de 24.7.2003 del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, donde se confirma la condena a la empresa a indemnizar en 6.000 euros en un acoso sexual de un compañero de trabajo porque “la empresa no adoptó medida alguna para poner fin al acoso que se le denunciaba … por lo que esa actitud pasiva … respecto a la conducta ilícita del trabajador codemandado lleva consigo la responsabilidad solidaria de la empresa”.
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