1. Introducción
El nacimiento de la tercera de las grandes religiones monoteístas –junto al Judaísmo y el Cristianismo– revolucionó la situación del mundo tal y como se concebía en la Alta Edad Media. Cuando murió el profeta Mahoma (en Medina, en el año 632) las tribus árabes comenzaron a extender la nueva fe musulmana, primero por el resto de la Península Arábiga y, después, en el territorio de las dos grandes potencias vecinas que, por aquel entonces, se disputaban el control de Oriente Próximo: el Imperio Romano Oriental, de Bizancio (actual Estambul) y el Sasánida, de Ctesifonte (cerca de Bagdad), logrando que, en apenas un siglo, la bandera verde islámica ondeara en un inmenso territorio que se extendía desde los Pirineos hasta casi la India, bajo el poder de la dinastía de los Omeya, en Damasco.
Con la llegada del segundo milenio, los turcos selyúcidas –recién convertidos al Islam– atacaron el Imperio Bizantino, Siria y Palestina, donde lograron conquistar Jerusalén. La caída de Tierra Santa conmocionó a los reinos cristianos de Europa de tal manera que logró unirlos, a pesar de sus diferencias, para hacer frente común a los “infieles sarracenos”. Como consecuencia de las Cruzadas, entre finales del siglo XI y principios del XIII, en el Viejo Continente arraigó con fuerza el estereotipo de que todos los musulmanes eran seres sanguinarios y amorales, creándose una leyenda que, en gran medida, ha perdurado en el subconsciente colectivo europeo y, por extensión, en todo el occidental.
Al mismo tiempo, en Europa se inició un lento proceso que concluyó a finales del XIX, cuando los revolucionarios franceses sentaron las bases para diferenciar radicalmente entre Iglesia y Estado. El humanismo logró que el derecho se desvinculara de la religión, concibiéndolo como una obra de los hombres, sin interferencias morales ni religiosas.
Ese proceso de laicización no se ha producido en el Islam; por el contrario, en esta creencia no se puede discernir entre lo religioso y lo jurídico porque se trata de dos conceptos que están, inexorablemente, unidos en un marco más amplio de sumisión –Islam, en árabe– a Dios. De ahí que el Derecho Islámico se pueda definir como la aplicación a los hombres de la ley de Dios, la conocida Charía, con la que Alá traza el camino correcto que se debe seguir. Por ese motivo, es necesario tener unas nociones mínimas sobre esta religión antes de comenzar a ver su ordenamiento jurídico.
2. El Islam
Según L´Osservatore Romano (periódico que podríamos considerar como el BOE del Vaticano) uno de cada cinco habitantes de La Tierra profesa el Islam; es decir, casi el 20% de la población de nuestro planeta es musulmana: 1.322.000.000 de personas. Hoy por hoy, es la fe con mayor número de fieles. En un ámbito más cercano, aunque no existen estadísticas oficiales –y las oficiosas suelen dar cifras que resultan demasiado dispares– se estima que en la Unión Europea viven unos 20.000.000 de musulmanes (algo más del 4% de sus habitantes) de los cuales, 1.200.000, aproximadamente, residen en España.
¿Cuándo se originó? Entre los años 610 y 632 de nuestra era, el arcángel Gabriel transmitió al profeta Mahoma (Muhammad ibn Abdallah) las revelaciones de Dios que, posteriormente, se recopilaron en el Corán. Desde entonces, este sencillo credo (Alá –considerado por los musulmanes como Dios creador único de toda la Humanidad– dirige el mundo hasta el día del Juicio Final en que se juzgarán las almas para que vayan al Paraíso o al Infierno) se basa en cinco pilares (Ibadat) que constituyen las obligaciones de culto individuales de cada musulmán:
– La Chahada es la profesión de fe con la que los fieles rezan que “Sólo hay un Dios y Mahoma es su enviado”; reconociendo, de este modo, el monoteísmo de Alá (frente a los cultos anteriores al Islam, que eran politeístas) y el carácter profético de Mahoma. Como curiosidad, este es el texto que aparece escrito en blanco sobre el fondo verde de la bandera saudí. Convertirse al Islam es tan sencillo como recitar esta chahada, delante de dos testigos, y cumplir con los otros cuatro deberes; en cambio, renegar de esta religión para convertirse a otro credo, se considera apostasía (Ridda) y es uno de los peores delitos que puede cometer un musulmán. El Corán (2, 217) condena a los apóstatas a morar “en el fuego eternamente” pero la charía va más allá y los castiga con la pena de muerte.
– Con la oración (Salat o azalá) se muestra la devoción a Dios, rezando cinco veces al día que coinciden, aproximadamente, con la aurora, el mediodía, la tarde, el ocaso y la noche; para alabarlo y mostrar la fidelidad del creyente [que debe orar de acuerdo con unas reglas de pureza en cuanto a su aseo (abluciones), vestimenta y orientación a La Meca].
– El Zakat o azaque es un impuesto que se paga anual y obligatoriamente. Es la llamada “obligación para con los pobres”.
– El ayuno (o Saum) lo realizan los musulmanes adultos y sanos, durante el mes de Ramadán, absteniéndose de ingerir alimentos, tomar bebidas, fumar o mantener relaciones sexuales entre el orto y el ocaso del sol. Y, finalmente,
– El Hach o peregrinación a los lugares sagrados de La Meca; que deben realizar, al menos una vez en la vida, quienes tengan medios económicos y fortaleza física para afrontar este viaje.
Cuando murió Mahoma, sus sucesores recibieron el cargo de Califas como máxima autoridad espiritual y política. Los cuatro primeros fueron Abú Bakr (suegro del profeta), Omar (también suegro, ya que Mahoma se casó una decena de veces), Uzmán (yerno) y Alí (primo carnal y yerno); a partir del cual se fracturó la comunidad musulmana (Umma), a mediados del siglo VII, con la Fitna (cisma) que los escindió en dos grandes doctrinas:
– La mayoría suní prefirió continuar con el ejemplo (Sunna) de Mahoma y elegir al quinto califa entre los mejores miembros de las tribus (Moavia I, primo de Uzmán). A partir de entonces, la autoridad del califato pasó por distintas dinastías (omeya, abasí, fatimí y otómana) hasta que fue abolido el 3 de marzo de 1924 por Turquía. Puntualmente, surgen voces que defienden la recuperación de la institución del califato para que todo el Islam pueda expresarse con una única voz y –salvando las distancias– que haya una figura análoga a la del Papa en la Iglesia Católica; por ejemplo, el escritor libanés Amin Maalouf considera que en el mundo musulmán “ninguna autoridad incontestable puede decir si los talibanes afganos representan una visión justa o equivocada de la fe”. Hoy en día, los suníes representan al 85% de los musulmanes y su convivencia con los chiíes no resulta nada fácil.
– La minoría chií buscó la legitimidad de la sucesión en Hasan y Huséin, hijos de Alí y Fátima y, por lo tanto, nietos de Mahoma. De esta forma, los partidarios (Chía) de la familia de Alí encontraron a sus guías (Imán) en los descendientes del segundo de aquellos niños, pero terminaron ramificándose en duodecimanos, ismaelíes, zaidíes y alauíes, con sus correspondientes subgrupos. En el siglo IX, el duodécimo imán –al Muntazar– se ocultó y desapareció. Los chiíes esperan que el “bien guiado” (Mahdi) regrese y esta creencia se ha convertido en una de sus principales discrepancias con los suníes con quienes comparten el mismo dogma pero con distinta doctrina (veneran a sus santos, pueden disimular su fe, rezan sólo 3 veces a día, conceden más autonomía al individuo, su doctrina es más dinámica, etc.). En términos occidentales –aunque no sea muy correcto, pero nos ayudará a entenderlo mejor– se podría decir que los chiíes pueden llegar a ser más “progresistas” que los “tradicionalistas” u “ortodoxos” suníes; sirva como ejemplo que, en Irán (país chií por excelencia), el ayatolá Jomeini ya autorizó las operaciones de cambio de sexo en 1964. Actualmente, el 15% de los musulmanes son chiíes.
– De ellos surgió una tercera doctrina, muy minoritaria, en el año 657: los jariyíes (secesionistas) que fueron quienes mataron al califa Alí.
A diferencia de la conocida jerarquía católica (Papa, cardenales, arzobispos, abades, deanes, etc.), el Islam mayoritario –el suní– carece de esa estructura jerárquica, no tiene “sacramentos” (el matrimonio, por ejemplo, no es una ceremonia sino un contrato celebrado ante dos testigos) ni tampoco ordena “sacerdotes” (por mantener una analogía con el Catolicismo). El imán es quien dirige la oración (Salat o Azalá) en las mezquitas u oratorios y no requiere para ello de ninguna formación específica; simplemente, es elegido por su propia comunidad de fieles. Esta situación suele preocupar a los Estados occidentales por temor a que los imanes “aprovechen el Mimbar” (púlpito) para divulgar alguna tesis fundamentalista. Asimismo, entre los suníes, cuando una persona alcanza un determinado statu personal y sus convecinos lo respetan y le tienen en cuenta por sus conocimientos –que, habitualmente, aprendió en alguna escuela (Madrasa)– se le denomina Ulema.
Para los chiíes, un ulema tiene la formación jurídica necesaria que le permite interpretar las leyes religiosas e incluso fijar unas normas de conducta; habitualmente, se le llama Mulá. Entre los imanes, ulemas y mulaes que hemos visto, no existe ningún grado de jerarquía. Donde sí que existe un “organigrama clerical” es entre los chiíes duodecimanos, cuando un imán puede llegar a merecerse la distinción de Gran Ayatolá (o cualquiera de los otros seis grados inferiores). Sin duda, el ayatolá Jomeini ha sido el más conocido.
Un supuesto especial es el de los Muftíes (sean suníes o chiíes). Son expertos en materia jurídico-religiosa y responsables de emitir un dictamen a requerimiento de una persona sobre cualquier tipo de asunto (doméstico o de organización de la vida política). Esa resolución son las famosas Fetuas. Es muy conocida la que condenó a muerte al escritor Salman Rushdie por su libro “Los versos satánicos” pero, habitualmente, este dictamen resuelve cualquier supuesto que se le plantee al muftí y éste debe justificar su decisión en la doctrina de la escuela jurídica a la que pertenezca.
3. El Corán
El primer califa, Abú Bakr, fue quien ordenó reunir las revelaciones que Dios le hizo al profeta para que cuando fallecieran sus compañeros, no desapareciera ninguno de los pasajes que se recitaban de memoria; a su muerte, una de las esposas de Mahoma, Hafsha (hija de Omar) conservó aquellas lecturas y, a partir de esta base, fue Uzmán quien terminó de compilar el libro sagrado hacia el año 650, para que no se dispersara la palabra de Dios y todos los creyentes pudieran recitar lo mismo. En este punto, aunque los chiíes aceptan el texto sagrado (no existe un Corán suní y otro chií) consideran que el tercer califa omitió la importancia de Alí y de su familia.
Para todos los musulmanes, el texto coránico es –esencialmente– un libro religioso –no jurídico, aunque sí incluye algún contenido legal, como luego veremos– que ensalza los atributos de Dios y las virtudes del conocimiento. Se escribió en una prosa rimada (Sach) que se recita para encontrar a Dios meditando en árabe. Esta es la única lengua que se utiliza en las ceremonias litúrgicas a pesar de que este pueblo sólo represente al 18% de los musulmanes; es decir, el 82% restante –que puede tener un origen variado: turco, indonesio, subsahariano, paquistaní, iraní o albanés, etc.– rezan en aquel idioma porque las traducciones sólo tienen valor didáctico, no se pueden emplear en la liturgia.
La palabra de Alá se estructura en 114 capítulos (Suras o azoras), cada una con su propio título (Las mujeres, El viaje nocturno, El arrepentimiento…) que –a excepción de la 1ª sura– comienzan con la misma fórmula (Basmala) de “En el nombre de Dios, el Compasivo, el Misericordioso”. Tienen una extensión muy variada que no se ordena cronológicamente sino de mayor a menor longitud (salvo, de nuevo, la primera plegaria); algo habitual en aquel tiempo: en el Nuevo Testamento ocurre lo mismo con todas las cartas de san Pablo. A su vez, las azoras se dividen en más de 6.200 versículos (Aleyas) que aparecen numerados. En total, casi 78.000 palabras.
La edición en árabe más utilizada es la oficial que se publicó en El Cairo, en 1923. En castellano existen muchas versiones pero quizá la más prestigiosa es la que Julio Cortés tradujo y anotó para la editorial Herder.
¿Qué contenido jurídico tiene el Corán? Aunque se trata de la primera de las cuatro fuentes del Derecho Islámico, sólo unas 80 aleyas –ni un 2% del texto– hacen referencia, más o menos expresa, a normas relacionadas con diferentes ámbitos del Derecho: civil (sobre matrimonio, sucesión o herencias); mercantil (reglas de comercio, depósitos y préstamos), penal (robos, homicidios, calumnias, adulterios…), fiscal (prohibiendo la usura) e incluso internacional (hablando de la guerra y la paz).
4. El Fiqh
Como el Corán se redactó a mediados del siglo VII, durante las siguientes centurias –mientras el Islam se extendía desde Arabia– la vida de las primeras comunidades musulmanas se vio en la necesidad de tener que crear una aplicación práctica: una ciencia jurídica o jurisprudencia, que se llama Fiqh.
El fiqh clasifica todas las acciones que las personas pueden llevar a cabo en obligatorias, recomendables, permitidas, reprobables o prohibidas pero, como existen diversas escuelas jurídicas que veremos en el sexto apartado, cada una puede dar su propia interpretación y no ser todas coincidentes; por ejemplo, el debate abierto sobre si una mujer puede dirigir la oración de los fieles en igualdad con un imán masculino.
¿Qué hace el fiqh? Interpreta y aplica el conjunto de leyes islámicas (la charía); ésta se basa en el propio Corán pero también en la Sira (biografía de Mahoma que nos ayuda a comprender el contexto histórico y sus intenciones) y, sobre todo, en el ejemplo de la Tradición, una exhaustiva recopilación tanto de lo que hacía el profeta (Sunna) como de sus declaraciones (Hadiz). Un detalle casi anecdótico: la charía no es un código impreso que podamos comprar en una librería sino ese conjunto de prescripciones que se fueron estableciendo a partir de las fuentes islámicas que mencionaremos a continuación y que el fiqh interpreta.
5. Las Fuentes (Usul) del Derecho Islámico:
Si en el ordenamiento jurídico español, el Art. 1.1 del Código Civil establece nuestro conocido sistema de fuentes: ley, costumbre y principios generales del derecho; en los países musulmanes, para conocer la ley sagrada y aplicársela a los hombres –es decir, el Derecho Islámico– el fiqh de la mayoría suní se basa en cuatro fuentes: dos primarias (el Corán y los hadices) y dos secundarias (el ichmá y la quiyás). Como del libro sagrado musulmán ya hemos tenido ocasión de hablar, comenzamos con las demás fuentes:
– Los Hadices son la segunda fuente legal del Islam. Reúnen lo dicho y hecho personalmente por Mahoma, los primeros califas y otros compañeros del profeta. Es un derecho consuetudinario que unido a la Sira (biografía de Mahoma) dio lugar a la Sunna, tradición que ya estudió el imán al-Chafii en el siglo IX y que, en los cuatro siglos posteriores, se compiló en seis grandes recopilaciones. Su temática es muy variada, desde asuntos espirituales (como ritos o dogmas) hasta cuestiones relacionadas con cualquier asunto del día a día [qué alimentos son Halal y están permitidos, cómo se realiza una transferencia de fondos (Hawala) basada en la confianza o temas de la dote de un matrimonio, etc.). La fiabilidad de un hadiz depende de su cadena de transmisión a lo largo de los años; de ahí que se hable de hadices ciertos, aceptables, endebles, falsos y apócrifos en función de si se ha podido autentificar su “engranaje” hasta llegar al profeta o su círculo de primeros fieles. Los chiítas también cuentan con sus propias fuentes que, como es lógico, destacan el papel desempeñado por Alí y su familia; a estos hadices, codificados en cuatro libros, se les denomina los Ajbar.
– Se recurre al Ichmá cuando no se encuentran referencias ni en el Corán ni en los hadices a la hora de dilucidar si una determinada acción es lícita o no. La tercera fuente del Derecho Islámico acude a la opinión de los eruditos (Muchtahidines) para determinar la correcta interpretación de las otras dos fuentes anteriores. Trasladándolo a un concepto occidental, podríamos decir que estos especialistas sientan jurisprudencia sobre cómo se debe aplicar la charía, utilizando un sistema interpretativo (el Ichtihad), con el que se logra el consenso (ichmá) de esos sabios legales; un acuerdo consensuado que puede ser tácito o explícito.
– Por último, cuando el Corán, los hadices o el ichmá no han hallado una solución, se utiliza el razonamiento analógico del Quiyás. Por ejemplo, cuando se planteó si se prohibía el consumo de drogas, ninguna de las tres primeras fuentes encontró una respuesta; en cambio, se recurrió a la analogía y se llegó a un supuesto similar: el alcohol. Como el Islam prohíbe ingerir vino o cualquier bebida alcohólica, se estimó que los estupefacientes tendrían los mismos efectos y también se consideraron un acto “Haram” (prohibido). La analogía es una técnica habitual del Islam más tradicional.
En cuanto a los chiíes, también se basan en el Corán y en sus propios hadices, pero –al tener un carácter más dinámico que los suníes– sus fuentes secundarias fomentan más el consenso de los muchtahidines, los sabios que interpretan las dos primeras fuentes, e incluyen otros textos como tratados y cartas relacionadas con Alí.
6. Las escuelas (Mádhab):
En época de la dinastía Omeya, los califas mantuvieron el monopolio a la hora de interpretar la charía; pero, con el cambio dinástico, durante el gobierno de los abásidas (o abasíes), ese control del Derecho Islámico pasó a manos de los ulemas expertos en la ley islámica. Hacia el año 800, aquel Derecho se convirtió en inmutable de forma que la actividad jurídica se limitó a transmitir la interpretación de la ley divina tal y como había sido recibida; pero, con el paso del tiempo, fueron surgiendo nuevas situaciones y casos particulares que debían adecuarse a las fuentes del Derecho Islámico; para interpretar la normativa, a finales del siglo VIII empezaron a surgir las escuelas jurídicas.
A grandes rasgos, aunque han existido algunas otras, podemos hablar de cuatro doctrinas suníes, tres chiíes y una jariyí que se desarrollaron a la sombra de un reconocido jurista que dio nombre a cada mádhab. Todas ellas –excepto la chií Fatimí– se basan en las dos fuentes principales (Corán y hadices) pero varían en las secundarias (unas priman el consenso del ichmá; otras, el interés público o la conveniencia, etc.). Son las siguientes:
– Escuelas Suníes:
– Hanafí: es la más antigua y la más abierta. Su ciencia jurídica (fiqh) la fundó Abú Hanifa y se elabora tomando como base el ichmá, la analogía del quiyás y –su nota característica– tratando de que se imparta justicia, simplemente, pueden buscar aquella aplicación que a su juicio sea la mejor, mediante la conveniencia (Istihsán). Esta discrecionalidad ha sido muy criticada por los musulmanes más conservadores; aun así, es la escuela suní con mayor número de seguidores.
– Chafií: al hablar de los hadices ya tuvimos ocasión de mencionar al imán al-Chafii que sistematizó las fuentes del derecho en Corán, Sunna, consenso y analogía. Opta por el compromiso de toda la comunidad de fieles, fomentando su participación.
– Malikí: más rigurosa que las anteriores, la fundó Málik Ibn Anás que escribió el primer manual de Derecho Islámico titulado al-Muwatta. A las cuatro fuentes suníes del Derecho le suman el interés público (Maslaha), la opinión de las autoridades (Ray) y las costumbres locales ajenas al Islam (Urf).
– Hanbalí: la más rigurosa de las cuatro. De aquí procede el Wahabismo de Arabia Saudí. Fue creada por Ahmad Ibn Hánbal y destaca por su carácter rígido y tradicional, apegado literalmente al Corán y los hadices, no recurre ni al consenso ni a la analogía.
– Escuelas Chiíes:
– Zaidí: un tataranieto de Mahoma –Zaíd Ibn Alí– creó esta escuela situada a medio camino entre las cuatro suníes y las otras dos chiíes; de hecho, hay quien considera que es una doctrina islámica distinta de esas dos corrientes.
– Fatimí: la escuela de este grupo de los ismaelitas concede un valor absoluto al criterio de sus imanes y al ejercicio de su autoridad.
– Yafarí: el sexto imán, Yáfar Al-Sádiq da nombre a esta doctrina jurídica marcada por su racionalismo (Aql), donde la razón del ser humano tiene una vital importancia para distinguir entre lo que está bien y lo que está mal.
– Escuela Jariyí:
– Ibadí: muy minoritaria, procede del nombre de Abdalá Ibn Ibad y reúne elementos chíes y suníes.
7. Encuentro y Rechazo con el Derecho Occidental
En el transcurso de la Edad Moderna, la misma civilización musulmana que nos había legado el álgebra, la geometría analítica, la numeración decimal, los logaritmos, las novelas, la guitarra, la cirugía o la rotación de la tierra sobre su eje, de pronto, entró en un profundo declive mientras Europa ocupaba un lugar primordial en el mundo.
Aunque las culturas islámica y europea (occidental) venían arrastrando conflictos desde las Cruzadas, el acontecimiento que marcó una huella indeleble en el mundo musulmán, obligándole a realizar cambios irreversibles, fue la invasión de Egipto en 1798 por las tropas de Napoleón. Entonces, los países musulmanes tomaron conciencia de que –aunque creyeran sentirse superiores a Europa, desde un punto de vista moral– su organización política era notablemente inferior.
Como ha señalado Noel J. Coulson, “la estructura de los estados musulmanes, así como la sociedad, se había mantenido fundamentalmente estática” lo que explica que la charía pudiera adaptarse al paso de tiempo; pero, a raíz de la invasión napoleónica de finales del siglo XVIII, muchos gobernantes musulmanes –que querían desprenderse del férreo control otómano– intentaron crear sus propios Estados, siguiendo los modelos europeos, pero fracasaron en el intento por dos motivos principales:
– Por un lado, carecían de una estructura básica para construir una Administración Pública, elemento imprescindible para organizar un Estado; y,
– Por otro, les faltaba el presupuesto necesario para sostener todos los gastos que suponía imitar a Europa, con unos costes inasumibles para sus arcas.
En algunos casos –como el propio Imperio Otómano– los intentos de implantar estas reformas sólo consiguieron el efecto contrario: debilitar las estructuras económicas, políticas y administrativas hasta el punto de acelerar su declive. Ocurrió con la llamada Tanzimat que, en turco significa “regulación y organización” una política de renovación que llevó a cabo, entre 1839 y 1876, a todos los niveles, con el propósito de modernizarse ante la presión de las potencias occidentales.
Desde el siglo XIX, el contacto entre ambas civilizaciones se fue estrechando, cada vez más, pero como la cultura occidental se asentaba sobre instituciones que eran completamente ajenas a la costumbre islámica y a su Derecho, el conflicto fue inevitable entre las normas tradicionales de estos países y las necesidades de las sociedades musulmanas que trataban de organizarse de acuerdo con las leyes y los valores occidentales.
La solución que pareció más adecuada consistió en armonizar aquellos códigos de las metrópolis con los principios de sus tradiciones, llegando a reemplazar la ley islámica por otras normas de corte occidental. Como consecuencia, el Derecho de las potencias coloniales europeas se transcribió en los nuevos ordenamientos de Egipto, Turquía, Líbano, Siria, Libia o Indonesia; y, aunque –lógicamente– los gobiernos de París, Berna, Ámsterdam, Berlín o Roma habían redactado aquellas normas para sus propios ciudadanos, muchos de sus preceptos encontraron fácil acomodo en esta incipiente codificación. Los ejemplos más evidentes fueron la notable influencia del Código Civil francés (o Código de Napoleón, de 1804) en su homónimo de Egipto o la plena literalidad del suizo, redactado por el jurista Eugen Huber en 1907, en los artículos del Código Civil de Turquía de 1926 (como había sucedido anteriormente con sus Códigos de Comercio y Penal, basados en los franceses) pero no fueron dos casos aislados: ocurrió con Italia en la codificación libia o con Holanda, en la indonesia; y, con el tiempo, abriría las puertas a una segunda generación de códigos (en Jordania, Túnez, Líbano…) influidos a su vez por las recopilaciones egipcia y turca y –por lo tanto– también, por Europa.
Cuando las potencias coloniales empezaron a reconocer la independencia de los Estados musulmanes, éstos apenas tenían tradición democrática, no conocían otra Administración más que el modelo heredado de la metrópoli y carecían de recursos económicos, infraestructuras y medios (humanos o técnicos). Una difícil situación que se agravó con los enfrentamientos heredados por las fronteras que trazó la rebatiña de las antiguas potencias o por conflictos en los que subyacían luchas étnicas o religiosas.
¿Qué supuso la mera transcripción de normas occidentales en los países musulmanes? Que, lógicamente, no se puede tratar de implantar un ordenamiento –con sus correspondientes instituciones (juzgados y tribunales, Parlamento elegido democráticamente, Gobierno, Tribunal Constitucional, Defensor del Pueblo, partidos políticos, etc.)– si al mismo tiempo no se aceptan los principios y valores que inspiraron aquel conjunto de leyes, con todas sus consecuencias: soberanía nacional, división de poderes, libertad religiosa, igualdad entre hombres y mujeres, derecho a la vida y a la integridad física o moral, separación Iglesia-Estado… Elementos que encajaron mal con la ley islámica.
En los años 70, el proceso de occidentalizar a los países musulmanes durante el periodo colonial dio paso a otra fase de islamización de una sociedad que no concebía el Islam tan sólo como una religión sino como un sistema político y de gobierno que, después de intentar emular los valores europeos, se apartó de aquellas instituciones y normas que le eran ajenas, volviendo a su tradición y a sus costumbres, como modelo de su orden social y moral.
Este regreso a los orígenes se vio agravado por otros acontecimientos históricos que aún están recientes y sin cicatrizar: La creación del Estado de Israel, en 1948; las contundentes derrotas sufridas por Egipto, Siria, Jordania, Iraq y El Líbano en las sucesivas guerras arabo-israelíes (Suez, Seis días, Yom Kipur, etc.); el enquistamiento del conflicto palestino y, finalmente, las dos Guerras del Golfo –Irán contra Iraq e Iraq invadiendo Kuwait, con la posterior ocupación aliada del territorio iraquí–. Todo ello, acabó minando, especialmente, al nacionalismo árabe de Oriente Próximo, radicalizando la postura de numerosos grupos que empezaron a buscar el regreso a esa utopía de comunidad islámica llamada Umma.
8. Las Constituciones (Dustur) de los Países Musulmanes
Con la llegada de la independencia, la estructura jurídica de muchos de aquellos jóvenes Estados se inspiró en el modelo occidental –repúblicas o monarquías– algo que se reflejó en sus leyes fundamentales más antiguas:
– La Ley Orgánica de Túnez, de 1861 –la primera que se promulgó en un país musulmán– comenzaba con una declaración de los derechos fundamentales de los tunecinos (en España, para que nos hagamos una idea, esta declaración no se redactó hasta la Carta Magna de 1869, ocho años más tarde);
– La Constitución non-nata de Siria (1920) previó la división de poderes y la libertad de cultos, estableciendo que todos los sirios tenían los mismos derechos y obligaciones por ser iguales ante la ley (una idea innovadora, teniendo en cuenta las tradiciones jurídicas islámicas);
– En 1923, a pesar de no tener ninguna tradición parlamentaria, Egipto aprobó su primera Constitución inspirada en la de Bélgica; estableció un sistema bicameral, enumeró los derechos y deberes de los egipcios y garantizó la libertad para practicar otros cultos distintos al Islam… pero el rey acabó concentrando tantas prerrogativas en sus manos que, en 1930, fue sustituida por una nueva Carta Magna (aún más monárquica).
– La primera constitución iraquí dedicó catorce artículos a establecer los derechos y libertades civiles, en 1925;
– En 1945, el preámbulo de la Ley Fundamental de Yakarta (Jakarta Charter) incluyó la filosofía indonesia de los cinco principios –o “Pancasila”, en sánscrito– como forma de unificar el mayor país musulmán del mundo (con 240.000.000 de habitantes): 1) Creencia en un Dios Supremo (se decidió incluir el término “Dios” en lugar del inicial “Alá”, para garantizar la libertad religiosa; algo fundamental en un crisol de miles de islas donde la inmensa mayoría musulmana convive con importantes minorías animistas, cristianas, budistas e hinduistas); 2) Respeto al ser humano; 3) Unidad del país, 4) Democracia basada en las deliberaciones de los representantes del pueblo y 5) Justicia social, compartiendo el bienestar entre todos, de forma equitativa; protegiendo a los débiles y garantizando el imperio de la justicia.
Otros países, en cambio, se distanciaron de aquella apariencia de Derecho Occidental y ya, en 1926, Arabia Saudí proclamó que las leyes del reino deberían dictarse en armonía con el Corán y la Tradición. Posteriormente, las constituciones de Kuwait (1962), Qatar (1970), los Emiratos Árabes Unidos (1971) y Bahréin (1973) consideraron a la charía como fuente normativa. Desde entonces, los emiratíes tiene prohibidos los partidos políticos y no se convocan elecciones; Kuwait tardó en reconocer el derecho al voto de las mujeres hasta 2005; Arabia Saudí aún prohíbe la libertad de los cultos distintos al islam; Gambia o Argelia tipifican como delito, con pena de prisión, las relaciones homosexuales y Nigeria condena a muerte –por lapidación– a las adúlteras.
Hoy en día, el rechazo a una legislación laica, completamente ajena al hecho religioso, hace muy difícil que el Corán –y los hadices– dejen de ser la fuente suprema de estos ordenamientos, en lugar de una Carta Magna, como sucede en el ámbito occidental.
9. Los Derechos Universales
Probablemente, este es el punto más conflictivo si tenemos en cuenta que el origen de estos derechos es una construcción eminentemente occidental. En este caso, cabría preguntarse si Occidente ha logrado universalizar su propio código moral al resto del mundo y si esas normas pueden aplicarse a las sociedades musulmanas aunque éstas no las compartan.
Muchos autores (Sinaceur, Drisi Alami, Elizabeth Ann Mayer, etc.). consideran que los Derechos Humanos sí que son compatibles con el Derecho Islámico porque, aunque la cultura jurídica del Islam no contiene una noción similar, la riqueza de su sistema de fuentes normativas sí que permitiría darles cabida. A esta posibilidad, el filósofo argelino Mohamed Arkoun la denomina “bricolaje ideológico”. Se refiere a que el lenguaje coránico es eminentemente simbólico, lo que significa que también sería “adaptable”.
En cambio, un segundo conjunto de estudiosos (Arzt, Sayid Qutb, Hassan Al-Banna o Aklí Shariati) enfatizan que el pensamiento islámico difiere en muchos puntos –e incluso contradice– los Derechos Humanos reconocidos internacionalmente cuando todos los derechos y deberes son otorgados por Alá; es decir, cuando tienen un origen divino y, por lo tanto, no son inherentes al ser humano.
Estos obstáculos ¿son un escollo insalvable en el camino hacia la identificación de un núcleo común de principios y valores? La solución radica en la interpretación que se haga de la charía y en su aplicación, más o menos estricta, y esto depende de cada país islámico. En este punto, es importante recordar que, aunque todos los musulmanes formen parte de la misma comunidad (Umma) y el Islam puede ofrecer la imagen de una religión uniforme, poco tienen que ver, entre sí, los países de la Liga Árabe (como Jordania, Túnez o Libia) con Turquía, Irán, las naciones del Indostán (Pakistán o Bangladesh), el crisol de Indonesia, el África negra (Malí, Uganda o Togo), la europea Albania o las comunidades musulmanas de China.
A pesar de todo, en el Islam sí que existe una Declaración de los Derechos Humanos –específica– que se promulgó durante la 19ª Conferencia Islámica celebrada en El Cairo el 5 de agosto de 1990; una declaración alternativa a la aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948 –imitándola en la forma aunque, en el fondo, contenga diferencias esenciales, como ahora veremos– que venía a poner fin al discrepante punto de vista islámico sobre su redacción, expresado por el ulema paquistaní Al-Maududi cuando afirmó que “Ningún individuo, familia, clase o raza puede ponerse por encima de Dios. Sólo Dios es el legislador y sus mandamientos constituyen la ley del Islam”.
Esta visión islámica de los Derechos Humanos –cuyo objetivo esencial es anteponer el hecho religioso a cualquier otra consideración– establece que “observarlos es signo de devoción y descuidarlos o transgredirlos es una abominación de la religión” (prólogo in fine).
Como “la humanidad entera forma una sola familia unida por su adoración a Alá y su descendencia común de Adán” (Art. 1.a), todos los seres humanos tienen la obligación de creer en Dios y ninguno podrá reclamarse agnóstico, ateo o animista (pecados muy graves, como ya tuvimos ocasión de mencionar); reafirmando que “el Islam es la religión indiscutible” (Art. 10) y condenando las teorías darwinistas, al descender todos de Adán.
El contenido de los 25 artículos se caracteriza por una redacción en la que “se afirma negando”, haciendo difícil que se puedan compaginar los diversos preceptos: mientras el Art. 6.a) establece que “la mujer es igual al hombre en dignidad humana y tiene tantos derechos como obligaciones”, el párrafo b) del mismo artículo indica que “sobre el varón recaerá el gasto familiar, así como la responsabilidad de la tutela de la familia”. No debemos olvidar que el Corán establece que “los hombres tienen autoridad sobre las mujeres en virtud de la preferencia que Dios ha dado a unos sobre otros” (4, 34); en la práctica, esta desigualdad se manifiesta en numerosos momentos de la vida: un musulmán puede casarse con una “infiel” pero, en cambio, una mujer musulmana sólo puede contraer matrimonio con un hombre que también profese esta religión; el varón puede tener varias esposas (admite la poliginia) pero la mujer sólo puede casarse con un marido (no permite la poliandria); en una herencia, los hijos masculinos heredan dos veces más que sus hermanas; y, en un juicio, el testimonio de una mujer como testigo no equivale al de un hombre; etc. Probablemente, en la Alta Edad media, la situación de las mujeres musulmanas fuese infinitamente mejor que la de sus coetáneas europeas (al poder disponer de sus propios bienes o llegar a divorciarse; algo impensable en aquel tiempo en el Viejo Continente) pero, desde entonces, la evolución de Europa resulta incuestionable, igual que la discriminación que, hoy en día, aún sufren las mujeres en el Islam.
Prácticamente toda la parte dispositiva de la Declaración de 1990 gira en torno a la expresión “de acuerdo con lo estipulado en la charía”. La educación de los hijos, la capacidad legal, la libertad de circulación, el derecho a la propiedad, la libertad de expresión, etc. dependen de que se contradigan los principios de la ley islámica, lo que pone de manifiesto que no se distingue entre lo religioso y lo jurídico (penal, civil, mercantil, etc.) a lo largo de toda la declaración. Según el Art. 2.a) “no es posible suprimir una vida si no es a exigencias de la charía”; abriendo la posibilidad de infligir castigos físicos o de ejecutar a ciudadanos cuando la Ley Islámica prescriba duros castigos físicos –e incluso la muerte– para delitos considerados graves como el adulterio, la apostasía o la ofensa a la dignidad de Mahoma.
El Art. 22.b) es muy significativo al establecer que “todo ser humano tiene derecho a prescribir el bien, y a imponer lo correcto y prohibir lo censurable”; es decir, un concepto islámico de la moral pública que, en teoría, facultaría a todo musulmán para exigir que se cumpliesen los preceptos religiosos en ausencia de una autoridad legal.
10. Los Límites “Hudud”
Como la comunidad de creyentes musulmana debe llamar al bien “ordenando lo que está bien y prohibiendo lo que está mal” (Corán 3, 104), cuando se transgreden los límites –Hudud– que Alá le ha impuesto al hombre, éste puede sobrepasarlos y cometer algunos delitos: unos serán contra los derechos de Dios (como apostatar, asesinar, fornicar en adulterio o rebelarse) y otros contra los derechos de terceros (robando o calumniando a otros hombres). Al cruzar esos límites y llevar a cabo una conducta prohibida, el culpable debe ser castigado.
Cada cierto tiempo, los medios de comunicación europeos suelen hacerse eco de noticias que proceden de determinados países musulmanes (en especial: Irán, Sudán o Nigeria) informando sobre penas atroces en las que se amputó la mano a un ladrón, se ahorcó a un homosexual, se lapidó a una mujer adúltera o se decapitó a un asesino.
Estos castigos “hudud” se pueden explicar –que no justificar– por el momento en el que se fueron configurando el Corán y el Hadiz: a mediados del siglo VII, Arabia era un territorio inhóspito, con multitud de tribus enfrentadas entre sí, muy inseguro para el comercio de las caravanas y con dos estados vecinos demasiado poderosos (los imperios Bizantino y Sasánida). En ese momento histórico y geopolítico, si los árabes querían divulgar su nueva fe y constituirse como un Estado único y fuerte, el Islam debía contar con una disciplina basada en normas férreas, de ahí que estableciera unas penas tan duras. Lo difícil, para una mentalidad occidental, es comprender cómo esas normas medievales pueden continuar en vigor en pleno siglo XXI en algunas sociedades musulmanas. Por establecer un paralelismo, ¿alguien se imagina que en España se aplicaran, hoy en día, las penas que previó el “Liber iudiciorum” de los visigodos –también del siglo VII– donde la pena de muerte por asesinato se podía conmutar por la desorbitación de los ojos o el falso testimonio conllevaba amputar la lengua?
Frente a esa concepción radical de algunos países, la idea de Justicia islámica aboga por no tener que llegar a aplicar esos castigos “hudud” tan severos, por que éstos sólo tendrían sentido en una sociedad idealizada, donde se castigara al ladrón cuando no hiciera falta robar porque todos los habitantes ya tuvieran cuanto necesitaran.
Esos límites “hudud” que Alá impuso a los hombres no se reflejan por igual en el Corán y en los hadices –primera y segunda fuente, respectivamente, del Derecho Islámico– ya que éstos incluyen penas más graves y, en ocasiones, castigos que el texto coránico ni tan siquiera menciona. Recordemos que los dichos y hechos del profeta –los hadices– vinieron a decir qué era lícito (Halal) o ilícito (Haram) en muchas facetas de la vida donde el Corán tan sólo había marcado una mínima pauta o existía una “laguna jurídica”.
El caso más elocuente es el de la lapidación. La sura 24, 2 del Corán dice: “Flagelad a la fornicadora y al fornicador con cien azotes cada uno. (…) Y que un grupo de creyentes sea testigo de su castigo”. Si esta aleya menciona antes a la mujer que al hombre es porque se considera que el delito de la fornicadora (Ziná) es más grave que el del varón, al poder quedarse embarazada. Como se lee, en este texto no se menciona la condena a morir lapidado, fueron los hadices los que basaron esta pena en unos precedentes de la vida de Mahoma sobre los que tampoco hay consenso y que la mayor parte de los ulemas rechazan. A partir de aquí, el rigorismo de algunas sociedades musulmanas –como la de los Estados norteños de Nigeria– no duda en matar a pedradas a las adúlteras, olvidándose de uno de los valores islámicos más importantes: la clemencia divina (Rahma) cuando “uno se arrepiente, después de haber obrado impíamente y se enmienda (…) Dios (…) castiga a quien Él quiere y perdona a quien Él quiere” (Corán, 5, 39-40).
En cuanto a las amputaciones, la sura 5, 38 señala que “al ladrón y a la ladrona, cortadles las manos como retribución de lo que han cometido, como castigo ejemplar de Dios”; posteriormente, los hadices –por establecer una comparación didáctica, como si fueran los reglamentos que desarrollan una ley– regularon hasta el importe de la cantidad mínima robada (medio dinar) a partir de la cual se cortaba la mano derecha o qué hacer con los reincidentes, a los que se les iría seccionando el pie izquierdo, la mano izquierda y el pie derecho. Hoy en día, la mayor parte de los ordenamientos jurídicos musulmanes han sustituido este atroz castigo por sus correspondientes penas tipificadas en Códigos Penales.
Para concluir, aunque muchas veces se puede percibir el Derecho Islámico como el conjunto de normas de una religión que amenaza los derechos y libertades de la cultura occidental; no debemos olvidar que ese Islam virulento sólo es una manifestación extremista que no se debe generalizar porque no refleja el sentir de todos los musulmanes. Una buena muestra de ello la tenemos aún bien reciente, desde finales de 2010, en las calles –sobre todo– de Túnez y Egipto, el pueblo ha iniciado un proceso de reformas que hace poco tiempo nos habrían parecido utópicas pero, sin embargo, son reales y se han vuelto imparables. Con miles de ciudadanos anónimos que no salen gritando consignas islamistas o llamando a la Yihad sino, simple y llanamente, pidiendo justicia, libertad y dignidad.
Probablemente, los habitantes de este planeta no seamos tan diferentes los unos de los otros y puede que las sociedades musulmanas también necesitaran tomar su propia “Bastilla” o derribar su particular “muro de Berlín”. Ojalá sea así.
Licenciado en Derecho, Máster en Integración Europea y doctorando por la Universidad de Valladolid (España). Director de la revista “Quadernos de Criminología”. Vocal de la Sociedad Española de Criminología y Ciencias Forenses (SECCIF).
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