1. Planteamiento. La opción "consumerista" de la Directiva 93/13/CEE
No cabe duda que buena parte del protagonismo del Derecho de contratos actual está siendo acaparado por el supuesto de la contratación por adhesión o mediante el empleo de cláusulas predispuestas. Por ello, el proceso unificador que se está desarrollando en materia contractual en la Unión Europea no puede desatender este aspecto.
La Directiva 93/13/CEE del Consejo de 5 de abril de 1993, sobre cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores, optó por someter a control todas las cláusulas contractuales predispuestas -que no hayan sido objeto de negociación individual (art. 3)-, aunque no se trate propiamente de condiciones generales, pero circunscribe su ámbito de aplicación a los contratos celebrados entre un profesional y un consumidor, entendido éste como persona física que actúa con un propósito ajeno a su actividad profesional (art. 2). En este sentido, el art. 1.1 establece que el propósito de la presente Directiva es aproximar las disposiciones legales, reglamentarias y administrativas de los Estados miembros sobre cláusulas abusivas en los contratos celebrados entre profesionales y consumidores. Al delimitar la noción de consumidor, sigue criterios que pueden considerarse comúnmente aceptados, aunque ha de destacarse la exclusión de las personas jurídicas de dicha noción.
La opción político-legislativa asumida por la Directiva supone la exclusión de su ámbito de aplicación tanto de los contratos celebrados entre particulares o, si se prefiere, entre consumidores, como de las relaciones negociales entabladas entre profesionales. Como se ha advertido, la Directiva "parece haber querido conciliar dos modelos de protección: uno de ellos -modelo alemán-, trata de llevar a cabo una protección de todo contratante, incluidos los empresarios, frente a las condiciones generales de la contratación; el otro -modelo francés-, pretende proteger a los consumidores frente a todo tipo de cláusulas abusivas, incluidas las que no son condiciones generales de la contratación. El resultado final ha sido una norma que no protege a todo contratante, sino sólo a los consumidores, ni frente a todo tipo de cláusulas abusivas, sino solamente frente a las que no hayan sido negociadas individualmente"[1].
Lo cierto es que la opción de la Directiva no es novedosa, pero supone dejar sin regulación específica y, por tanto, sin protección específica, el indudablemente importante ámbito de relaciones contractuales entre profesionales que se rijan por medio de condiciones generales.
Las razones de por qué, tratándose de cláusulas abusivas, la regulación se mantiene en sede de la legislación sobre protección al consumidor, pueden ser varias[2]:
– por razón de la idea de "efectividad de la protección del consumidor" defendida por parte de la doctrina
– porque se entiende que sólo cabe regular específicamente el desequilibrio contractual cuando existe un consumidor
– a la luz de una valoración política realista del potencial armonizador europeo en el ámbito del Derecho contractual
– por razón del limitado alcance de la competencia legislativa comunitaria en la materia, conforme al art. 100.A TCEE.
2. Razones para ampliar la protección a los profesionales
En todo caso, la opción de limitar el control frente a las cláusulas predispuestas a los supuestos en que intervienen consumidores, es criticable desde diversos puntos de vista:
1.- Resulta injusto sustraer del ámbito protector de la ley a sujetos que, pese a su condición empresarial, se hallan igualmente necesitados de tutela. Con ello, se desatiende una necesidad de protección de carácter general -la necesidad de protección de los adherentes-. Y ello sucede, en buena medida, porque se está confundiendo la tutela del consumidor con la necesidad de proteger al adherente contra la libertad de facto en el diseño del contrato por parte del predisponente. No cabe duda de que el uso de condiciones generales provoca que el predisponente pueda gozar de una "superioridad funcional" respecto del adherente, el cual se encuentra en una situación de debilidad contractual, con el consiguiente riesgo de abuso y de desequilibrio entre derechos y deberes. Esa situación de desequilibrio funcional y jurídico de la que se beneficia el predisponente, puede acentuarse en el supuesto en que el adherente sea un consumidor, pero lo cierto es que está presente en todo contrato de esta naturaleza, con independencia de la cualidad que posea el adherente[3]. La imposibilidad de negociar el contenido del contrato ya predispuesto por la otra parte, convierte en "parte débil" a todo adherente, con independencia de que sea consumidor o empresario.
2.- Los adherentes-profesionales no protegidos legalmente, tenderán, en buena lógica, a resarcirse de los riesgos transmitidos por los predisponentes y, en general, de las cláusulas abusivas sufridas, en las espaldas de los consumidores, transformándose tales cargas en un correspondiente aumento del precio aplicado al consumidor. Con ello, se frustrará finalmente el objetivo genérico de proteger al consumidor[4]. Frente a ello se puede defender que los "costes de protección del consumidor" pueden verse, al menos en teoría, absorbidos por la competencia de precios; además que se puede pensar que la propugnada inclusión de los adherentes-profesionales en el ámbito de aplicación habría podido impedir que sus predisponentes les transmitiesen los riesgos, pero no que estos monetizasen tales riesgos y los hiciesen caer sobre las espaldas de aquellos, con la consecuencia lógica de que estos adherentes-profesionales, a su vez, los transfiriesen a los consumidores. Pero todo ello conduce al final a pensar que estamos ante una necesidad de protección de carácter general[5].
3.- El argumento tradicional que defiende que los empresarios no necesitan protección al no estar en situación de inferioridad por disponer de mayor información y organización, se ha demostrado ser falso con carácter general. Basta pensar en la situación del profesional o pequeño empresario frente a la del gran empresario, en que la protección del primero se funda en las mismas razones que abonan la protección genérica de los adherentes. Aquel argumento era esgrimido por la sentencia del Tribunal de Justicia de las CC EE de 14 de marzo de 1991, al defender que quienes actúan en el sector del tráfico tomado en consideración y se lucran en él se consideran suficientemente protegidos por el conocimiento de su entorno, en el que por otra parte rigen las cautelas ordinarias establecidas por el Derecho de cada país.
En el dictamen sobre la propuesta de Directiva emitido por el Comité Económico y Social de la CEE el 2 de octubre de 1990 se insta a la Comisión "a que considere en un futuro muy próximo la posibilidad de prohibir las cláusulas abusivas en todos los contratos, independientemente de que éstos se celebren con consumidores o no, teniendo particularmente en cuenta los problemas experimentados por las PYME" (punto. 2.3.3). Sin embargo, no nos consta que desde la UE se hayan dado pasos esta dirección.
3. Soluciones en Derecho comparado
Lo cierto es que ante la ausencia de regulación comunitaria relativa a la utilización y control de condiciones generales en las relaciones entre profesionales, los Estados miembros gozan de libertad en este ámbito, lo que provoca que las regulaciones difieran bastante en su contenido. En todo caso, buena parte de los países han optado por establecer una regulación de carácter general no limitada a los contratos con consumidores. Destacan por su carácter general, y por ser modelo de otros ordenamientos: la regulación alemana contenida en la AGB de 1977, y apenas retocada por efecto de la Directiva comunitaria; y la inglesa Unfair Contract Terms Act de 1977, donde la incorporación de la Directiva ha generado la Unfair Terms in Consumer Contracts Regulations 1994.
En Portugal, la Ley 220/95 de 31 de enero, distingue dos listas de cláusulas contractuales prohibidas, según que se trate de relaciones entre empresarios o relaciones con consumidores finales.
Es de destacar el hecho de que diversos ordenamientos hayan aprovechado la incorporación de la Directiva para generalizar la regulación de las condiciones generales, hasta entonces limitada a los consumidores. No es el caso de Francia, en el que la Ley de 1 de febrero de 1995 sobre las cláusulas abusivas y la presentación de los contratos, que lleva a cabo la transposición de la Directiva comunitaria, mantiene la materia en sede de protección del consumidor, pero sigue la tendencia abierta por los tribunales franceses de ampliar la noción estricta de consumidor para abarcar también el consumo empresarial, es decir, dar la consideración de consumidores a los profesionales cuando realizan un contrato sobre un ámbito que "escapa a su competencia profesional"[6]
4. El régimen español: la Ley de Condiciones Generales de la contratación de 1998
El caso español es peculiar en todo caso, al crear un doble régimen jurídico en textos legales diferentes. Lo cierto es que la Ley de Condiciones Generales de la contratación de 1998, que es la que se aplica a todo adherente, no establece mecanismos de control de contenido, que es el más eficaz, por lo cual las condiciones generales empleadas entre profesionales siguen estando sustraídas a todo control sustantivo. La propia Exposición de Motivos, tras señalar que sólo se exige que las cláusulas no sean abusivas cuando se contrata con un consumidor, reconoce que "esto no quiere decir que en las condiciones generales entre profesionales no pueda existir abuso de una posición dominante. Pero tal concepto se sujetará a las normas generales de nulidad contractual", lo cual encuentra reflejo en el art. 8 de la ley[7].
La única razón esgrimida para ello, es que regular "la posición de abuso de Derecho entre empresarios es perfectamente sostenible…, pero hoy en día podría introducir un factor de rigidez no aconsejable desde una perspectiva de competitividad empresarial"[8]. Pero tal razón no parece suficientemente relevante, sobre todo, en la medida en que -siguiendo los dictados de la Directiva- no son objeto de control las prestaciones esenciales del contrato, por lo cual no se limita la libertad para fijar y negociar precios, lo cuál si afectaría a los márgenes comerciales y a la competitividad.
En consecuencia, se aboga por una solución homogénea que sea aplicable a consumidores y no consumidores, aprovechando las posibilidades abiertas por la legislación para incrementar la protección de los competidores y consumidores, sin incurrir en gravámenes irrazonables a los agentes económicos.
Por tanto, la regulación debe ser de aplicación a todos los adherentes, sin que esto signifique que deba tratarse a todos por igual. Una cuestión a abordar es si los requisitos que rijan la contratación con consumidores han de ser más rigurosos que los que rijan la contratación con quien no lo es.
En este sentido, merece prestar atención a la opción del legislador español de establecer una regulación general en materia de condiciones generales, aplicable a todo adherente, profesionales incluidos, pero formada únicamente por las reglas de interpretación y las llamadas reglas o requisitos de incorporación (o inclusión), sin prever ningún mecanismo específico que permita realizar un control del contenido de las cláusulas. Para la solicitud de nulidad de una cláusula de un contrato entre profesionales ha de acudirse a las reglas contractuales generales, sin que exista ningún criterio específico para declarar su abusividad en la LCGC. Tal opción resulta desafortunada, pues carece de justificación el aplicar el control de inclusión a los adherentes-profesionales y no el control del contenido. En puridad, debería ser al revés, podría prescindirse del primero pero no de este último. Y ello por la siguiente razón: si se mantiene el argumento tradicional de que los profesionales necesitan menos protección por disponer de mayor información y organización, y por su conocimiento del sector del tráfico en el que actúan, ello a lo que puede concluir es a pensar que no necesitan ser defendidos mediante los "requisitos de incorporación", ya que los mismos velan exclusivamente por la transparencia de la operación, y van dirigidos a tratar de que el adherente haya tenido la oportunidad de conocer y entender las cláusulas del contrato, aspecto éste que es el que menos debe preocupar tratándose de profesionales que se presume conocen bien el sector del tráfico en el que actúan. Es decir, que los profesionales tienen más recursos de todo tipo, en comparación con los consumidores, para conocer, entender y asegurarse de lo que firman, sin embargo, están tan indefensos como éstos frente a las cláusulas que resulten ser abusivas, porque tampoco tienen opción para discutirlas antes de la firma. Por ello, parece razonable entender que el control del contenido es tan necesario para el adherente-consumidor como para el adherente-profesional, porque la cláusula que se califica jurídicamente como abusiva, lo es objetivamente sin hacer distinciones.
Se puede objetar que frente a tales cláusulas abusivas, el empresario o profesional tiene más recursos para absorber o minimizar su impacto que el consumidor. Pero pensemos en el pequeño empresario, por ejemplo, en el agricultor, el comerciante o en un profesional de la fontanería, los cuales contratan como tales para el ejercicio de su empresa seguros, créditos, cuentas corrientes, etc. No cabe duda alguna que las necesidades de protección de muchos de ellos son iguales o mayores que las del consumidor medio, porque sus posibilidades de defensa frente a las cláusulas que les impongan un desequilibrio de derechos y deberes son las mismas o menores que las de cualquier consumidor medio.
Ello nos lleva a otro problema: resulta evidente que la posición de todos los profesionales no es la misma, y que unos están más próximos a la situación del consumidor que otros. Por eso, también cabría plantear la posibilidad de realizar alguna discriminación entre el grupo de profesionales a efectos de otorgar protección a unos -a los pequeños y medianos- y a otros no, en función de su necesidad de protección. Aunque esta solución podía ser razonable a nivel teórico, es indudable que en su aplicación se enfrenta a dificultades prácticamente insuperables. La principal, es la falta de criterios objetivos claros para establecer qué profesionales necesitan protección y cuáles no. El aspecto cuantitativo, con referencia al tamaño de la empresa podía ser un índice, pero entonces el problema sería cómo medir ese tamaño, y dónde poner el límite.
5. La Posible aplicación por analogía del control de contenido establecido para los contratos de adhesión con consumidores a otros supuestos no comprendidos.
A este respecto cabe recordar la solución adoptada por la jurisprudencia alemana al hacer extensiva a las empresas la protección prevista por la Ley para los consumidores, a través de la cláusula general contenida en el §9 de la AGB-Gesetz, concepto general que permite calificar como nula toda condición general que tenga carácter abusivo, aun cuando forme parte de contratos celebrados entre empresarios[9].
Pero desde luego, surge el inevitable riesgo de falta de uniformidad en su aplicación. Porque lo cierto es que cuanto menor sea la abstracción del criterio que permita el control de las condiciones generales, mayor será la eficacia del mismo, como así acredita la aplicación jurisprudencial de estos aspectos.
Profesor Titular de Derecho Civil – Universidad de Salamanca/Espanha
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