Sumario: 1. Derecho de autor y derechos conexos: ¿identidad o interrelación? 1.1 Principales teorías en torno a la naturaleza jurídica de los derechos de artistas intérpretes y ejecutantes 1.2 Facultades morales y patrimoniales de los artistas intérpretes y ejecutantes 2. Obra musical y artistas intérpretes o ejecutantes 3. La protección jurídica de los músicos en el contexto legal cubano 3.1 La posición de la Ley 14/77 en cuanto a los derechos conexos 3.2 La particular prestación personal de los músicos. Su contratación laboral 3.3 Los beneficios económicos previstos por la Resolución 61/93, la Resolución 76/93 y la Resolución 42/97 del Ministerio de Cultura, en cuanto a los artistas intérpretes y ejecutantes. 4. A modo de conclusiones.
1. Derecho de autor y derechos conexos: ¿identidad o interrelación?
La creación artística, científica, literaria, ha estado siempre presente en la historia de la humanidad, en mayor o menor medida y de acuerdo al desarrollo general alcanzado en cada etapa de su evolución, si bien el reconocimiento jurídico de la especial relación del autor con su obra aparece en época tardía, si comparamos su origen legislativo con el de otros derechos subjetivos reconocidos al hombre, ya sea en el orden personal o en el patrimonial. Ese reconocimiento legal del derecho de autor, como se sabe, se vincula esencialmente al avance tecnológico, de modo que es a raíz de la invención de la imprenta de tipos móviles por Gutenberg, a mediados del siglo XV, que aparecen las primeras regulaciones al respecto, como privilegios de impresión, primero, concedidos a impresores y libreros que habían invertido económicamente en la reproducción de libros, como verdaderos derechos autorales más tarde, reconocidos a los creadores de las obras, que habían invertido talento, sensibilidad, conocimiento, habilidad y tiempo en su realización. Así, en los albores del siglo XVIII emergen a la palestra jurídica las primeras normas que reconocen el derecho de autor, ya sea en el ámbito del sistema angloamericano, a través del llamado copyright, ya en el ámbito del sistema latino, con una concepción dirigida en lo fundamental a la protección del autor persona física y a las obras originales que éste crea, trasladando a aquellas la impronta de su personalidad. En 1886, el Convenio de Berna se erige como el principal instrumento internacional que regula la materia, realizando desde entonces un proceso de armonización entre ambos sistemas y procurando, en todo caso, establecer criterios mínimos de protección uniforme a los autores.
¿Quiénes son “autores” y, por tanto, titulares originarios de tal derecho?
La creación de una obra original es el único título atributivo de la condición de autor, predicado real y no derecho[1], que no sufre los embates del tiempo ni puede transmitirse por ninguna vía, ni debe estar sujeto a requisitos formales o de otra índole para su reconocimiento.
Para crear obras intelectuales, se necesita intelecto. No puede haber “obra del espíritu” sin espíritu, y ya se sabe que éste es privativo del género humano, el único con aptitud para sentir, pensar, entender, analizar, expresar, realizar, en definitiva, el acto de creación. Por ello sólo la persona natural o física, utilizando términos jurídicos, puede ser acreedora de la condición de autora. No es posible, en ningún caso, ni siquiera a través de la utilización de una fictio iuri, comunicar el atributo de la autoría a una persona jurídica, por mucho que ésta haya fomentado, contribuido o coordinado el proceso creativo de la obra.
Que sólo pueden crear las personas físicas es algo tan obvio que parece innecesario proclamarlo, se aviene naturalmente a la propia esencia de lo humano y no admite controversias. Es una noción prejurídica que refleja lo que ocurre en la realidad objetiva. Sin embargo, es conveniente dejarlo sentado porque sirve de presupuesto al reconocimiento que de ello se deriva, que es un derecho que corresponde al autor, derecho que puede ser lesionado, desconocido o usurpado por terceros y que las leyes deben proteger.
En el Convenio de Berna no se define de forma expresa al término autor, limitándose a disponer en su artículo 15 quiénes son las personas legitimadas para hacer valer el derecho que de tal condición se deriva. No obstante, subyace en el texto convencional que su sentido es el de identificar con esa denominación a la persona natural, como se deduce de la noción de obra que enarbola (artículo 2), los criterios adoptados para la protección (artículo 3) y, sobre todo, el reconocimiento del contenido moral del derecho de autor, que subsiste incluso luego de haber transferido sus facultades patrimoniales y de expirar su existencia personal (artículo 6 bis) y el establecimiento del plazo de duración de las facultades patrimoniales tomando generalmente como base la vida del autor y un número de años que se computan a partir de su fallecimiento.
La condición de autor, pues, nace del acto de creación, lo que implica la realización de una obra intelectual de carácter original, una obra del espíritu que se produce mediante una técnica determinada, es decir, la expresión personal del creador en torno a ideas novedosas o no, puesto que tal originalidad puede radicar en la concepción de la obra o en su ejecución, o en ambas fases de su realización. Se discute en doctrina si la apreciación de tal originalidad debe basarse entonces en criterios subjetivos u objetivos, sin que exista acuerdo en tal sentido ni tampoco un reflejo uniforme en las diferentes legislaciones y en la jurisprudencia.[2] Prima, no obstante, la opinión que desecha la novedad absoluta como elemento determinante en la ponderación de lo “original” y considera que es la impronta del autor, en sentido subjetivo, el parámetro a tomar en consideración, por más que a veces resulte de difícil apreciación.[3]
Los artículos 7 y 8 de la Ley cubana de Derecho de autor reconocen la protección que se dispensa a distintos tipos de obras, las unas originarias, derivadas las otras, en catálogo abierto que permite la incorporación de otras no enumeradas allí, como resulta usual en las leyes sobre la materia, siguiendo el modelo del Convenio de Berna. Se destaca que tales obras “entrañan una actividad creadora de sus autores”, lo que manifiesta el requisito de la originalidad, en vocación subjetiva, previsto por el legislador. Así, sólo es autor aquél que con su actividad creadora produce una obra científica, artística, literaria o educacional, según disponen los propios preceptos mencionados, marcando con ello su ámbito de aplicación.
Se refiere además a la condición de autor en su artículo 11, señalando en la primera parte del precepto que la misma corresponde a “aquel que haya creado una obra”. La técnica utilizada por el legislador es deficiente y perturbadora en este caso, como ya se ha planteado en el contexto jurídico cubano más de una vez,[4] pues el pronombre que intenta definir al autor no es específico y podría hacer dudar en cuanto a su aplicación restrictiva sólo a la persona natural, aunque considero que es este el recto sentido y alcance de la ley, toda vez que, como ya se afirmó, la creación sólo es atribuible al ser humano y se deduce, además, del contenido general de la norma. El proyecto de Decreto – Ley que sustituirá la vigente Ley sobre la materia, no obstante, esclarece este particular y destaca que sólo la persona física que crea la obra tiene la condición de autora, en franca correspondencia con el principio que en tal sentido informa al sistema jurídico latino de Derecho de autor, del que somos parte.
Los llamados derechos conexos aparecen más tardíamente, no se reconocieron en la primitiva etapa del derecho de autor, ni preocupó a los artistas intérpretes y ejecutantes la ausencia de normas específicas que protegieran sus actuaciones, interpretaciones y ejecuciones, contentándose con el favor del público y la remuneración que por diferentes vías recibían al realizar sus actividades. En muchas ocasiones, además, coincidían la condición de autor y la de artista, de modo que parecía que el derecho autoral cubría como un manto protector tanto la creación como la interpretación o ejecución de la obra.
Como afirma Lipszyc, se observa un marcado paralelismo entre las causas que propician el reconocimiento legal de los derechos conexos y el derecho de autor, en virtud del desarrollo tecnológico. Así como la imprenta permitió la reproducción de libros en grandes cantidades y se hizo posible que la utilización de la obra escapara de la custodia de su autor, así el fonógrafo, la cinematografía y la radiodifusión hicieron factible que la interpretación y ejecución, inconcebibles de forma separada de la persona del artista hasta ese entonces, a partir de ese momento pudieran conservarse y difundirse con independencia de éste.[5]
Y si la relación del creador con la obra literaria resultó protagónica en el reconocimiento del derecho de autor, la relación del artista intérprete o ejecutante con la obra musical ocupa el lugar central en el reconocimiento de los derechos conexos, frente a las afectaciones que sufrieron en su situación cuando se perfeccionan la técnica del cilindro y del disco fonográfico, que desplazan la actuación “en vivo” provocando consecuencias desoladoras para esos artistas, que comienzan a reclamar protección a través de las organizaciones profesionales. Sin embargo, a pesar de las fuertes reclamaciones, sólo se logran tímidos esbozos de protección en algunas leyes nacionales, concretándose un sistema legal más amplio sólo cuando a la lucha se suman sectores económicos más fuertes: los productores de fonogramas y los organismos de radiodifusión. Así, en 1961 ve la luz la Convención de Roma, que cumple en el orden internacional un papel similar al Convenio de Berna para los autores, si bien extendiendo arbitrariamente la protección a otros titulares, distintos de los artistas, que no realizan una verdadera actividad intelectual, sino una labor asentada en aspectos fundamentalmente industriales y comerciales, esto es, como ya se apuntó, los productores de fonogramas y los radiodifusores.
Las expresiones derechos conexos, correlativos o afines engloban bajo una denominación común categorías jurídicas verdaderamente disímiles. Bastaría con observar las grandes diferencias subjetivas y objetivas que resaltan entre un intérprete y un productor fonográfico o entre este último y un organismo de radiodifusión, para rechazar todo posible indicio de proximidad o afinidad entre ellos. Y es que en realidad, como bien plantea Antequera Parilli “los derechos conexos no son conexos entre sí pues cada uno de ellos tiene su propia naturaleza, objeto, características y protección legal, sino que el elemento vinculante es el de ser conexos o vecinos con el derecho de autor”.5
Esa inoportuna regulación en un mismo cuerpo legal internacional, que se trasladó también a diferentes legislaciones nacionales, unida a la orfandad doctrinal sobre la materia y la disparidad en el tiempo de aparición, han incidido, en opinión de Martín Villarejo, que comparto, en las dificultades que se aprecian en cuanto al reconocimiento de la naturaleza intelectual de tales derechos y en la terminología que resulta usual para referirse a los mismos.[6] Debe entenderse que, en el caso de los artistas intérpretes y ejecutantes, definidos por la propia Convención de Roma en su artículo 3 como “todo actor, cantante, músico, bailarín u otra persona que represente un papel, cante, recite, declame, interprete o ejecute en cualquier forma una obra literaria o artística”, estamos en presencia de derechos de verdadera naturaleza intelectual, no subordinados a los derechos de autor sino convergentes con estos en muchos aspectos. Así, explica Rogel Vide que no existe una supeditación de unos derechos a los otros, sino derechos distintos de los distintos creadores, colocados a nivel de igualdad y semejantes todos, en su esencia. ”La similitud tiende a devenir identidad si se tiene en cuenta que, a la postre, los derechos de que se habla son prácticamente los mismos, como no podía ser de otra manera, cambiando sólo y según los casos sus titulares (…) Lo importante, en efecto, es saber cuáles sean las facultades que los integran, facultades que, tanto para autores como para intérpretes, son de índole moral – identidad e integridad, fundamentalmente – y de índole patrimonial – reproducción, distribución y comunicación pública, en lo esencial. Si los derechos, las facultades son iguales, lo que difiere – a la postre y tan solo, como he dicho – son los titulares de los mismos, autores y otros creadores, como los intérpretes.”[7]
En todo caso, se acepte o no una verdadera identidad entre estos derechos, lo innegable es que nada justifica que exista detrimento de unos respecto a los otros y están indudablemente interrelacionados de forma estrecha, pues no puede haber interpretación o ejecución sin que exista una obra previa, obra que se debe al autor, pero a la que aporta elementos creativos el artista, con su individualidad y originalidad en cada caso. Ellos son, en definitiva, los que permiten al público disfrutar de las obras, “los que dan la cara”, en palabras gráficas de Fernández – Santos[8] refiriéndose a los actores y actrices de la obra cinematográfica, pero que pueden trasladarse y seguir siendo exactas, en sentido figurado, para cualquier interpretación o ejecución artística.
1.1.Principales teorías en torno a la naturaleza jurídica de los derechos de artistas intérpretes y ejecutantes
La determinación de la naturaleza jurídica de los derechos conexos precisamente centra su punto más álgido en las discusiones que pugnan por considerarlos derechos autónomos o derechos que pueden encontrar cabida, pese a algunas especificidades, en otras configuraciones normativas, ya sean propiamente autorales, civiles o laborales. De este modo, aunque no es el propósito ni habría suficiente espacio y tiempo para agotar esta temática en el presente trabajo, vale recordar, al menos en lo esencial, las principales posiciones teóricas al respecto:
La primera de ellas, sin que se trate de un orden cronológico, es la que asimila los derechos de artistas intérpretes y ejecutantes al derecho de autor, pero no en el sentido arriba apuntado, destacando el carácter creativo tanto de la actividad autoral como de la interpretativa, sino considerando a esta última como equivalente a una “nueva obra”, entendiendo algunos que en determinados tipos de obras, como las musicales, al ser imprescindible la participación del intérprete para que estas sean recibidas por el público, estamos en presencia de obras en colaboración o, cuando menos, debe considerarse al artista autor de obras derivadas, que serán aquellas que interpreta o ejecuta aportando su impronta personal, como adaptador de la obra primigenia. Los principales argumentos que se esgrimen en oposición a esta teoría es que afectaría a los derechos de los autores y además que no podrían reconocerse tales derechos en cabeza de aquellos intérpretes que no aporten originalidad en su quehacer, pues aquella es requisito sine quanon para la protección autoral.[9]
Otra posición doctrinal es la de aquellos que consideran los derechos del intérprete o ejecutante como derechos de la personalidad, donde se involucran el nombre y la imagen, incluyendo la voz, lo que permite puedan defender la actividad que realizan de cualquier ingerencia no autorizada por ellos. Sin embargo, los derechos inherentes a la personalidad, que sin duda tienen los artistas como cualquier persona, no serían lo suficientemente específicos para proteger sus prestaciones personales y, especialmente, no servirían para fundamentar las facultades patrimoniales que deben integrar normalmente sus derechos.[10]
Destacan también las llamadas teorías laboralistas, que fundan los derechos de intérpretes y ejecutantes en el derecho del trabajo, pues su actividad representa el producto del trabajo de los artistas y tienen derecho a reivindicar su pleno valor económico, tanto de las prestaciones que realizan directamente frente al público como de aquellas otras utilizaciones que, mediante fijación o radiodifusión, permiten las nuevas tecnologías. Empero, la concepción laboralista no respalda atinadamente el aspecto moral de los derechos que se comentan, carente de contenido patrimonial o económico y vinculado estrechamente a la actividad creativa, intelectual, personal del artista.[11]
En la actualidad, goza de mayor favor en la doctrina, las legislaciones y la jurisprudencia la teoría que reconoce autonomía e independencia a los derechos de artistas o ejecutantes.[12] En esta línea de pensamiento, afirma Martín Villarejo sobre este particular que los derechos intelectuales del artista presentan rasgos similares a los que se reconocen al autor, pero también caracteres que los diferencian. “El autor concibe y configura la obra, mientras que el artista la conforma e interpreta de una manera personal, propia e individual que la hace diferente a la interpretación que otra persona pueda hacer de ella. Es esta interpretación única la que el ordenamiento jurídico protege.”[13]
Esta posición que toma en cuenta la especificidad y autonomía de los derechos del artista, es la que entiendo más acertada. Permite integrar al contenido de los derechos conexos que se le reconocen tanto facultades de carácter moral, como de carácter patrimonial o económico.
1.2.Facultades morales y patrimoniales de los artistas intérpretes y ejecutantes
Las facultades morales y patrimoniales que se reconocen generalmente a estos titulares de derechos conexos, guardan semejanza con aquellas que forman parte del contenido del derecho de autor, como más adelante se verá, pero recaen sobre un objeto distinto, esto es, no la obra en sí, sino la prestación personal del intérprete o ejecutante, es decir, las creaciones realizadas por el artista con un carácter personal. En este sentido, señala Colombet que los derechos en cuestión gozan de vida autónoma, ligada a la personalidad del artista, pero que aunque su actividad sea creativa no recaen sobre la obra, ni sobre parte de ella, si bien la interpretación no puede disociarse de la obra interpretada.[14] Así, con Martín Villarejo cabe argüir que los derechos de los artistas encuentran su fundamento en la consideración de que son creadores intelectuales de su propia interpretación. “Los artistas, con su actuación personal, no sólo coadyuvan a creación de la obra, sino que, además, la concretan formalmente, de tal suerte que existe una conexión íntima entre la actuación artística y la propia persona del artista, conexión que supone las importantísimas variaciones que experimentan las obras cuando cambian los artistas que las interpretan. Es precisamente en este instante cuando se perciben los rasgos de la personalidad dejados por los artistas en las diferentes interpretaciones de las obras.”[15]
En cuanto a las facultades morales que se reconocen en cabeza de los artistas respecto a sus interpretaciones o ejecuciones personales, se consideran de carácter esencial, absoluto, inalienable e irrenunciable. La mayoría de las leyes nacionales reconocen el respeto al nombre o paternidad y el respeto a la interpretación. Respecto a la primera facultad mencionada, el nombre del intérprete o ejecutante debe aparecer unido a la creación intelectual que realiza, de modo que figure o se mencione en los anuncios o difusiones que se realicen de sus actuaciones, aparezca en las portadas de los discos, en los programas de las obras teatrales, en los créditos de las obras audiovisuales, etc. En cuanto a la segunda, se configura como respeto al interés del artista y como respeto a la integridad de la interpretación en sí misma. Así, siguiendo a Moraes en lo esencial, señala Lipszyc[16] que debe protegerse la personalidad y prestigio del artista, salvaguardando la deformación, modificación, alteración o transposición a otro soporte material de la fijación de una interpretación. La Ley española, TRLPI de 2006, por ejemplo, dispone en el apartado primero de su artículo 113: “El artista intérprete o ejecutante goza del derecho irrenunciable e inalienable al reconocimiento de su nombre sobre sus interpretaciones o ejecuciones, excepto cuando la omisión venga dictada por la manera de utilizarlas, y a oponerse a toda deformación, modificación, mutilación o cualquier atentado sobre su actuación que lesione su prestigio o reputación”, añadiendo luego en el apartado segundo que será necesaria su autorización expresa, durante toda su vida, para que la actuación pueda ser doblada en su propia lengua.
La duración de estas facultades es variable según las legislaciones, pero casi siempre está limitada en el tiempo, un número de años determinado, que según la Convención de Roma no podrá ser inferior a 20 años contados a partir de la actuación o de su fijación, si ha sido grabada en fonogramas, plazo que el Tratado de la OMPI sobre Interpretación o Ejecución y Fonogramas (WPPT) de 1996, extiende luego más allá de la muerte del artista, por lo menos hasta la extinción de los derechos patrimoniales. La Ley española vigente, TRLPI, luego de las modificaciones operadas por la Ley 23/2006 de 7 de julio, en el apartado tercero del precepto antes apuntado, artículo 113, amplía el plazo post mortenm anteriormente previsto, de 20 años a perpetuidad, para las facultades de paternidad e integridad de la actuación, reconocidas en el apartado 1. “Se consigue con esta ampliación, evitar el absurdo de que, por ejemplo, Paco Rabal o Marlon Brando, transcurrido ese plazo de 20 años desde su fallecimiento dejasen de figurar en los títulos de crédito de sus películas, como tampoco Cervantes deja de tener atribuida su autoría de El Quijote por más que hayan transcurrido 400 años desde que lo escribió.”[17]
En cuanto a las facultades patrimoniales, son de contenido económico y no están referidas a la retribución por la prestación de sus servicios artísticos contenida en los contratos de trabajo o de servicios u obra, que se estipulan de acuerdo a las normativas laborales o civiles, sino a la posibilidad que se reconoce al artista de autorizar o prohibir la fijación de su actuación, su reproducción o comunicación pública más allá de los términos contenidos en dicho contrato. Generalmente, en virtud de las normativas nacionales se someten a esa autorización del artista la fijación, reproducción y comunicación pública de su interpretación. Así se recoge también en la Convención de Roma de 1961. En este aspecto consideramos oportuno destacar, que los derechos reconocidos a los artistas en el Acuerdo sobre los ADPIC tienen el mismo contenido y alcance de las facultades intelectuales previstas hace 40 años en la Convención de Roma. Esta perfecta similitud nos resulta inquietante, si tenemos en cuenta que la propiedad intelectual no se comporta como una categoría jurídica estática, sino por el contrario, constantemente ha de atemperarse a las nuevas tecnologías. Es por ello que no se justifica que estos instrumentos jurídicos, entre los que laten más de 30 años de diferencia y un sinnúmero de noveles modalidades de explotación de bienes intelectuales, ofrezcan a sus beneficiarios idéntica protección. Eso sí, respecto a las interpretaciones o ejecuciones fijadas en fonogramas debemos señalar que se reconoce a los artistas, según se infiere del artículo 14.4, un nuevo derecho: el de autorizar o prohibir el arrendamiento o alquiler comercial al público del original o las copias de sus prestaciones artísticas fijadas en fonogramas. El alquiler es aquella modalidad de la distribución que se expresa en la transferencia temporal de la posesión de determinados bienes intelectuales. Es el acto mediante el cual el usuario o arrendador podrá disponer, por tiempo definido, de los ejemplares fonográficos contentivos de dichas fijaciones, comprometiéndose a cambio, a remunerar al titular de las mismas según lo pactado en el contrato de alquiler.
Convendría precisar que el mencionado artículo 14.4 no reconoce expresamente el derecho de alquiler a nombre de los intérpretes o ejecutantes, sino que nos remite al artículo 11, cuyas disposiciones relativas a los programas de ordenador “se aplicarán mutatis mutandis a los productores de fonogramas y a todos los demás titulares de derechos sobre fonogramas según los determine la legislación de cada miembro”. A nuestro juicio no quedan dudas, y no precisamente porque lo aclare nuestra legislación nacional, de que sobre un fonograma concurren disímiles derechos: los de su productor, los del artista cuya interpretación queda incorporada al mismo y los del autor de la obra interpretada y fijada, amén de las titularidades derivadas que puedan surgir. En consecuencia, el derecho de alquiler si bien no se reivindica de forma expresa a los artistas intérpretes y ejecutantes en la letra del artículo 14, aparece refrendado en esta disposición común a los artistas y los productores fonográficos.[18]
La fijación constituye el acto de incorporar sonidos, imágenes o ambos a un soporte, más allá de la realización en vivo de la actuación, para reproducirla, obtener copias y distribuirlas o comunicarla al público por diferentes vías. Sólo el artista puede dar autorización para dicha fijación y, en consecuencia, para su ulterior reproducción y distribución a través de la venta de las copias obtenidas, su alquiler o préstamo, siendo también un derecho exclusivo suyo, del artista, autoriza la comunicación pública de su actuación y el poner a disposición del público sus interpretaciones fijadas. La autorización debe otorgarse por escrito, como requisito de forma ad probationem. También tendrá derecho a percibir remuneración por copias privadas, por la puesta a disposición interactiva de las interpretaciones artísticas fijadas, su comunicación pública distinta a la anterior y su alquiler.[19]Así se regula, por ejemplo en los artículos 107, 108 y 109 del TRLPI de España.
La duración de las facultades patrimoniales que integran el derecho conexo atribuido a los artistas intérpretes y ejecutantes está limitada en el tiempo, o sea, se reconocen un número de años determinado, que según la Convención de Roma no puede ser inferior a 20, contados a partir del final del año en que se realizó la fijación o simplemente la actuación, si no fue fijada, plazo que el ADPIC y el Tratado de la OMPI sobre Interpretación o Ejecución y Fonogramas (WPPT) de 1996, extienden a 50 años, con igual criterio de inicio del cómputo. El TRLPI de España acoge este plazo de duración de las facultades patrimoniales del artista, en su artículo 112, estableciendo como el dies a quo del cómputo el primer día de enero del año siguiente al de la realización de la actuación fijada o desde su lícita divulgación.
2.Obra musical y artistas intérpretes o ejecutantes
La obra musical, al decir de Lypszyc, comprende todo tipo de combinaciones originales de sonidos, con o sin palabras, en las que se fusionan el ritmo, la armonía y la melodía, siendo sobre esta última sobre la que recaen los derechos exclusivos del autor, pues la melodía, que es una sucesión coherente de notas a partir de la cual se desarrolla la obra, simple o compuesta, con independencia de su acompañamiento, es la que constituye, en cada caso, una creación formal. Así, sólo habrá plagio de una obra musical cuando hay apropiación de su melodía, en aquello que tenga de original y para apreciarlo el juez tendrá que asesorarse de un especialista o experto conocedor de de música.[20]
Las composiciones musicales aparecen en todas las leyes nacionales sobre Derecho de autor dentro del catálogo de obras protegidos, dada su enorme gravitación cultural, su omnipresencia e importancia económica; sin embargo, resulta curioso que a pesar de ello no se enuncien en las diferentes expresiones generales que se utilizan para indicar el objeto de protección de esta materia, como ocurre con las obras literarias, artísticas y científicas. Ello se explica por la propia autora antes citada, siguiendo a Uchtenhagen, por el hecho cierto de que en el siglo XIX, especialmente en la época de la fundación de la Unión de Berna, era la protección de la obra literaria la que se colocaba en el centro de interés, sólo después de la radio, la televisión, el disco, la película sonora, la grabación audiovisual, la emisión por cable y por satélite, fue ganando la música el lugar preponderante que hoy tiene en la evolución del derecho de autor[21] y, sobre todo, en los derechos de los artistas intérpretes y ejecutantes.
En la obra musical, como en la dramática, la coreográfica y la audiovisual, el artista ocupa un lugar trascendente. Sin él, la obra no llega al público, no es posible su conocimiento o disfrute. No se trata aquí de un simple “auxiliar” o un mero difusor, sino de una pieza clave para el destino y el éxito de la obra misma, que en gran medida gozará o no del favor del público de acuerdo a la creación interpretativa que de ella se haga. La aparente contraposición que se ha tratado de establecer entre los derechos que corresponden a los intérpretes y ejecutantes y los que se reconocen a los autores tiene un trasfondo económico, más que jurídico, pues como ya se apuntó son derechos independientes que recaen sobre objetos distintos y tienen titulares diferentes. Incluso en el plano del mercado, como ha manifestado Martín Villarejo, se puesto en evidencia que el papel decisivo y hegemónico del artista inclina la balanza en las preferencias del público y los consumidores. “Prueba no exclusiva de ello es que las portadas de los discos o de las carteleras, o la promoción de ambos soportes, se articulan en base a la imagen y participación del cantante o del actor, no del guionista, director, editor o autor de la música (sin perjuicio de que en este último caso, en porcentaje considerado de supuestos, el cantante o el grupo musical suele ser también el autor de la letra y de la música, además de interpretarla).”[22]
En el ámbito internacional, la Convención de Roma y el WPPT de la OMPI de 1996 reconocen facultades morales y patrimoniales a los artistas musicales sobre sus interpretaciones, mientras que los ADPIC se refieren a derechos de corte patrimonial, pero la protección a sus necesidades no se garantiza con ello y a tenor de intereses económicos, como ya se ha dicho, su posición frente a los autores y más aún frente a los productores de fonogramas y los radiodifusores, es desfavorecida. En ese contexto, afirma Rivero Hernández, hay que dotar a los artistas intérpretes y ejecutantes, los menos protegidos, de mecanismos jurídicos eficaces para defender su actividad personal y sus intereses de toda clase. “No es cuestión, pues, de reconocimiento de su valor intelectual, de su prestigio artístico, donde cada uno está (suele estar) en su sitio; es cuestión de alcanzar una justa distribución de las elevadas ganancias que se generan a partir del trabajo de los intérpretes y ejecutantes en el marco de la explotación económica y de la poderosa industria audiovisual, y de proporcionarles instrumentos jurídicos ad hoc.”[23]
3.La protección jurídica de los músicos en el contexto legal cubano
La Ley 14/77 recoge en la enumeración de obras protegidas como originales en su artículo 7 a las obras musicales, con o sin letra, así como a las dramático musicales, las cinematográficas, televisivas y audiovisuales en general y las radiofónicas, dentro de las cuales juegan un importante papel las creaciones musicales. De igual modo, en el catálogo de obras derivadas que enuncia el artículo 8, se incluyen las adaptaciones y arreglos musicales. Sin embargo, nuestra Ley hace un mutis auténtico y absoluto respecto a los derechos que corresponderían a los músicos que interpretan o ejecutan las composiciones musicales.
En una isla indiscutiblemente musical como esta, donde según el decir popular que acogió como título un viejo programa televisivo de participación, del que surgieron no pocas figuras artísticas hoy de renombre, “todo el mundo canta”, o toca un tambor o una guitarra, ¿a qué se debe el silencio del legislador en cuanto al reconocimiento de los derechos que le asisten a esos sujetos que aportan un resultado creativo para el goce del ser humano y para incrementar el acervo cultural de la nación? Muchas pueden ser las respuestas a esa interrogante y, quizás, ninguna exacta por sí sola. Pero cualquiera de ellas creo que se vincula, indiscutiblemente, a la posición del país y del legislador del 77 en cuanto a la propiedad intelectual en general y al escaso desarrollo alcanzado por los llamados hoy derechos conexos, que tratamos con anterioridad. Nótese que la Ley cubana de Derecho de autor data de diciembre de 1977, apenas 15 años después de la Convención de Roma, sin que la doctrina se hubiera detenido a examinar la cuestión y sin que aún se hubieran desatado en toda su magnitud los cambios socioeconómicos y tecnológicos que vivimos hoy, complicando aún más las relaciones entre autores, artistas e industrias culturales.
3.1 La posición de la Ley 14/77 en cuanto a los derechos conexos
Con el triunfo de la Revolución el 1 de enero de 1959, la Ley Fundamental de 17 de febrero de ese propio año, que sustituyó a la Constitución de 1940, conservó en su artículo 92 el postulado referido al goce de la propiedad exclusiva que disfrutaría todo autor o inventor sobre su obra o invención, con las limitaciones que señalara la ley en cuanto a tiempo y forma.[24] Se mantuvieron también vigentes la Ley de Propiedad Intelectual de 1879 y los artículos del Código Civil y del Código de Defensa Social que hacían referencia a esta materia.
Surge más tarde una nueva Ley Autoral, la Ley No. 860, publicada en la Gaceta Oficial de 11 de agosto de 1960, norma que no derogó expresamente la anterior legislación sobre derecho de autor y que tuvo una existencia efímera e intrascendente.[25]La Ley 1119 de 23 de agosto de 1966 deja sin efectos a la antes mencionada Ley 860/1960.
Varias declaraciones políticas del Gobierno Revolucionario en esta etapa indicaban una abierta tendencia a la abolición de los derechos de propiedad intelectual hasta ese momento reconocidos, si bien no se manifestaron en ningún instrumento legislativo propiamente.[26]
Se produce luego un extenso período de aparente silencio, pero de rica actividad cultural en el país. Así, en la década del 60 se crea la entonces llamada Imprenta Nacional de Cuba, antecesora del actual Instituto Cubano del Libro, el Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográfica, se fortalecen los grupos danzarios existentes y se constituyen otros nuevos, se desarrolla un vigoroso movimiento teatral en todo el país, florecen los grupos musicales de todos lo géneros; en pocos años, la obra de creación nacional tuvo sus propios canales para llegar al conocimiento del público. Los autores, por su parte, crecieron al calor de la constitución de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y de las escuelas de arte, como resultado de los planes educacionales que habían tenido como punto de partida una memorable campaña de alfabetización.
El 24 de febrero de 1976 se promulga nuestra Constitución Socialista, punto culminante del proceso de institucionalización en Cuba, que si bien no reconoce de manera expresa el derecho de autor, proclama que “el Estado orienta, fomenta y promueve la educación, la cultura y las ciencias en todas sus manifestaciones”[27], declaración que sirvió de base para la promulgación posterior de la Ley 14 de 1977, aprobada por nuestra Asamblea Nacional del Poder Popular en sus sesiones ordinarias del 22 al 24 de diciembre de ese año, que derogó la hasta entonces vigente y casi centenaria Ley de Propiedad Intelectual de 1879. Por primera vez un instrumento legal nacional fijaba las condiciones del reconocimiento del derecho de autor, basado en la coincidencia de intereses del creador con los de toda la sociedad, al expresar en su primer artículo la voluntad de brindar adecuada protección al autor, en armonía con los objetivos y principios de la Revolución cubana, señalando luego en su artículo tercero que la protección brindada al creador se subordina al interés superior que impone la necesidad social de la más amplia difusión de la ciencia, la técnica, la educación y la cultura en general, por lo que el ejercicio del derecho de autor no puede afectar tales intereses. En el momento en que se promulgó, no existían las mismas condiciones económicas y sociales de hoy en día, de ahí que, tal vez, no se necesitase regular este tipo de derechos. A raíz de los cambios que se sucedieron en la economía nacional y la constante preparación de los especialistas del sector, ha despertado en el contexto jurídico cubano la preocupación en torno a los derechos conexos.
Paradójicamente, si bien no aparecen reconocidos los derechos conexos de los artistas intérpretes o ejecutantes, si se reconoce un derecho de autor sobre las emisiones de radio y televisión y los filmes producidos expresamente para la televisión a las entidades emisoras que los realicen. A tales organismos de radiodifusión, cuya actividad industrial, organizativa y de difusión no tiene carácter de creación intelectual, no corresponde un derecho de autor, sino la titularidad de derechos conexos, respecto a los cuales no se pronunció el legislador. Nuestra Ley 14/77, en su Capítulo III, se refiere a los titulares del derecho de autor y, de manera general, como ya señalé, reconoce la condición de tal, según dispone en su artículo 11, dentro de la sección dedicada a la titularidad de las personas naturales, a “aquel que haya creado una obra”. Sin embargo, más adelante se incurre en la imprecisión indicada de considerar titular originario del derecho de autor a personas jurídicas en el caso de obras cinematográficas y se confunde incluso el derecho de autor con derechos conexos.
La Disposición Final Primera de esta Ley, consagra al Ministerio de Cultura como la autoridad competente para dictar las regulaciones y adoptar las medidas pertinentes a fin de garantizar el ejercicio del derecho de autor, en virtud de lo cual se dicta el Decreto No. 20 de 21 de febrero de 1978 con el objeto de crear el Centro Nacional de Derecho de Autor, órgano que asumiría en dicho Ministerio las funciones apuntadas. El status jurídico de los artistas intérpretes o ejecutantes ha sido preocupación del CENDA y el Ministerio de Cultura aún cuando no existe regulación expresa de los derechos conexos en la Ley, y se han dictado resoluciones que regulan diversos aspectos relativos a su actividad, como la representación artística, situación laboral, relaciones contractuales entre las instituciones culturales y los artistas e intérpretes. De ahí que se plantee por los estudiosos del Derecho de Autor que, aún cuando no existe una regulación formal de los derechos conexos de los artistas intérpretes o ejecutantes, sí aparecen determinados algunos aspectos que hacen pensar que se han reconocido ciertas facultades morales y patrimoniales equivalentes a los conocidos derechos conexos, de este tipo de titulares.
Así, por ejemplo, en tal sentido encontramos algunos preceptos de la Resolución 61 del Ministerio de Cultura de 7 de octubre de 1993, la Resolución 76 del Ministerio de Cultura de 16 de noviembre de 1993, la Resolución No. 42 del Ministerio de Cultura del 2 de junio de 1997, la Resolución No. 72 del 28 de septiembre de 1998 del Ministerio de Cultura y la Resolución Conjunta No. 1 del Ministerio de Cultura, el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social y el Ministerio de Finanzas y Precios, de fecha 8 de junio de 2001.
3.2 La particular prestación personal de los músicos. Su contratación laboral
La prestación personal de los artistas intérpretes o ejecutantes de las obras musicales reviste particular importancia para tales creaciones, que necesitan de los músicos para que el público pueda apreciarlas. El músico, ya sea cantante o virtuoso en la utilización de alguno de los múltiples instrumentos que emiten esos bellos sonidos que la humanidad disfruta, muchas veces es autor de la obra musical que interpreta o ejecuta, pero cuando no lo es contribuye de modo especial a su realización, de modo que no se trata de un simple auxiliar al estilo de determinados aparatos que sirven de “intermediarios” entre el autor y el público, sino de un creador intelectual que también pone al servicio de ese público, para su conocimiento y deleite, todo el talento, sensibilidad y habilidad que encierra su particular personalidad. Muchas veces el autor compone una pieza musical pensando de antemano en determinado intérprete, o elige un artista determinado para la ejecución de la pieza atendiendo a sus características y cualidades intrínsecas, si bien luego la obra musical puede pasar al acervo de otros intérpretes o ejecutantes. Es esa particular prestación personal la que normalmente el utilizador contrata para que la obra llegue al público.
En Cuba, el Instituto cubano de la Música, adscripto al Ministerio de Cultura, es la entidad rectora de la actividad relacionada con esta manifestación cultural en el país. Al Instituto se subordinan los Centros Provinciales de la Música y diferentes Agencias de Representación como la EGREM, BISMUSIC, ARTEX, poseedores de los llamados catálogos artísticos, conformados por las diferentes unidades artísticas que contratan, en virtud de evaluaciones previas que garantizan la calidad interpretativa de los músicos. Los Centros Provinciales de la Música y las Agencias suscriben con las unidades artísticas (intérpretes y ejecutantes, solistas o agrupaciones de diferentes formatos) los contratos de representación artística, en los cuales se establecen las condiciones de trabajo y las obligaciones que asumen las partes, con la particularidad de que casi todo lo previsto en el contrato, en función de proformas preestablecidas, forma parte también del Convenio Colectivo de trabajo que suscriben los artistas como trabajadores de cultura, está previsto también en el Reglamento Disciplinario del ramo y en otras normas genéricas establecidas para todos los trabajadores cubanos. La Resolución Conjunta 1/2001, del Ministerio de Cultura, el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social y el Ministerio de Finanzas y Precios establece las normas para el tratamiento laboral, remuneración y seguridad social de los artistas, teniendo en cuenta que se sigue la concepción laboralista en cuanto a derechos conexos. Esta disposición normativa regula la concertación de los contratos de representación artística entre las instituciones de la música y los espectáculos y los artistas. Los centros y agencias que representan a los artistas contratan a su vez con los empresarios extranjeros o entidades nacionales los servicios artísticos que prestarán los músicos intérpretes o ejecutantes y luego suscriben un nuevo contrato con estos para concretar las condiciones del servicio artístico previamente concertado, incluyendo el pago por las acciones específicas de que se trate.
Dentro de las cuestiones que se regulan en estos contratos se incluyen las referidas al diseño de la imagen artística del intérprete, incluyendo su nombre artístico, y su defensa frente a cualquier trato injusto o lesivo a sus intereses, particular que pudiera asimilarse a las facultades morales de paternidad e imagen que se contienen en los derechos conexos reconocidos internacionalmente a estos titulares. Aunque no hay alusión expresa a la integridad de la interpretación, se infiere también de las condiciones previstas en los contratos que los representantes velarán porque esta sea respetada.
3.3 Los beneficios económicos previstos por la Resolución 61/93, la Resolución 76/93 y la Resolución 42/97 del Ministerio de Cultura, en cuanto a los artistas intérpretes y ejecutantes.
3.3.1 Resolución 61 del Ministerio de Cultura de 7 de octubre de 1993[28]
La Resolución 61 dispone las bases sobre las cuales se aplicarán las medidas aprobadas para llevar a cabo los cambios en las relaciones económicas entre las instituciones y los artistas y creadores como resultado de la despenalización de la tenencia de divisas. En tal sentido, se hace referencia expresa a la comercialización de grabaciones musicales y la Resolución asume de forma expresa que “constituye práctica internacional el pago de royalties a una interpretación por la comercialización de sus fonogramas”, pronunciándose sobre los ingresos por royalties provenientes del exterior que el artista recibirá, de acuerdo a la proporción pactada en el contrato que a tales efectos debe suscribir con la agencia de representación correspondiente.
El inciso c) alude al contrato entre el productor de grabaciones y los artistas intérpretes, por la comercialización de las “cintas” en el exterior. Llama la atención que la norma sólo se refiera a intérpretes, no a los ejecutantes, si bien pudiera inferirse que se asume una posición englobadota de ambas figuras, a tenor de su restante contenido. Igualmente significativo resulta la única denominación que recibe el soporte material donde se fijará la interpretación, pues la cinta ha dado paso a otros múltiples soportes que son los que usualmente se comercializan actualmente, lo que denota un cierto rezago en el tratamiento de la temática, que deberá atenuarse con una interpretación extensiva del precepto.
El inciso d), por su parte, alude al contrato de exclusividad y/o a tiempo definido entre las instituciones comercializadoras de presentaciones artísticas en vivo y los artistas, por el cumplimiento de acciones comerciales en el exterior.
A tenor de esta Resolución, puede deducirse un reconocimiento tácito a ciertas facultades patrimoniales, como la reproducción y la comunicación pública, que normalmente integran los derechos conexos.
3.3.2 Resolución 76 del Ministerio de Cultura del 16 de noviembre de 1993[29]
Esta Resolución pone en vigor el sistema de contratación mediante el cual “se garantizarán las relaciones económicas entre las instituciones y los artistas y creadores a partir de la Resolución 61/93”. Establece, entre otras, las proformas para el contrato entre el productor de grabaciones musicales (fonograma) y los artistas intérpretes, por la comercialización de “cintas”[30] en el exterior (Anexo No. 5) y el contrato de exclusividad y/o a tiempo definido entre las instituciones comercializadoras de presentaciones artísticas en vivo y los artistas, por el cumplimiento de las acciones comerciales en el exterior (Anexo No. 6). Llama la atención el establecimiento de tales proformas contractuales en los correspondientes anexos, primero por la rigidez que imprimen al contrato y luego porque no se hace mención al valor concedido a la forma en estos casos. Si no se cumpliera el requisito formal y el contrato se celebrara por otros medios, ¿sería válido?. De no considerarse eficaz por ausencia de la forma impuesta, ¿debe considerarse nulo o simplemente anulable, a instancia de parte interesada?. ¿A qué se refieren las disposiciones décima y oncena, del anexo 6, cuándo prohíbe que alguna de las partes “denuncie” unilateralmente el contrato, salvo casos de incumplimiento por parte del artista? Será necesario acudir a lo dispuesto en el Código Civil para dilucidar la posible ineficacia del acto en cuanto al primer aspecto (artículo 67, en relación con el 312) y para la posible resolución por incumplimiento (artículo 306).
3.3.3 Resolución No. 42 del Ministerio de Cultura del 2 de junio de 1997[31]
Esta Resolución dispone el pago en moneda libremente convertible por concepto de derecho de autor literario y musical, a los autores cuyas obras se comercialicen en esa moneda en el Mercado Nacional, así como el pago de las regalías a los intérpretes y ejecutantes de las obras fijadas en los fonogramas. Como aspecto a resaltar, la norma utiliza el término intérpretes y ejecutantes, lo que denota un cierto acercamiento a la materia de los derechos conexos en el uso de denominaciones comunes al ámbito internacional. Así, se dispone que los músicos recibirán un 10%, a partir del 20% del precio mayorista, de cada disco, cassette o soporte musical vendido. Sin embargo, este beneficio económico no alcanza a sus herederos, que devengarán igual porcentaje de las ventas, pero en moneda, lo que implica una sensible diferencia que, a mi juicio, no tiene justificación legal.
4. A modo de conclusiones.
El derecho de autor y los llamados derechos conexos de artistas intérpretes y ejecutantes no se identifican, pero se interrelacionan estrechamente. Tienen en común las razones que propician su reconocimiento jurídico (avances tecnológicos que permiten una más amplia difusión y explotación económica de las obras y de las interpretaciones y ejecuciones artísticas) así como el objeto genérico de protección, que son las creaciones intelectuales; generan derechos intelectuales que en ambos casos están integrados por facultades morales y facultades patrimoniales, que deben ser reconocidas y respetadas. Difieren en cuanto a titulares (autores unos, artistas intérpretes y ejecutantes, los otros) así como en el objeto específico de protección, que serán las obras en el caso del derecho de autor y las prestaciones artísticas personales, para los derechos conexos. Ninguno ocupa un lugar preponderante o preferencial respecto al otro, no deben colisionar sino complementarse.
En el caso de las obras musicales, la prestación personal del artista intérprete o ejecutante es imprescindible para que la obra sea conocida, apreciada y disfrutada por el público. Sólo a través de ella se enriquece verdaderamente el acervo cultural de la humanidad. En Cuba, los músicos gozan de prestigio artístico y reconocimiento social, si bien prima la concepción laboralista respecto a la actividad que realizan. Se destaca el papel que juega el Instituto Cubano de la Música en la atención y protección jurídica a los artistas intérpretes y ejecutantes, no obstante, entendemos que sin abandonar la concepción socialista del artista – trabajador intelectual, estamos en condiciones de proveerlo de adecuados mecanismos jurídicos que aseguren o garanticen los aspectos morales y patrimoniales que resultan intrínsecos a su creación intelectual. Ellos aportan importantes elementos a la cultura de la nación con su quehacer, ¿acaso Bola de Nieve, Benny Moré, Elena Burke o Rita Montaner, por sólo citar algunos, no son y serán siempre expresión de cubanía, de cultura cubana, con sus interpretaciones, tanto como la Avellaneda, Lecuona o Isolina Carrillo con sus obras?
Profesora Titular de Derecho Civil en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana
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