Bases para la protección al consumidor del siglo XXI: El caso boliviano

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Inevitablemente, la discusión acerca de la necesidad de una protección jurídica al consumidor tiene su génesis en la percepción de un individuo en estado de vulnerabilidad y aislamiento que se enfrenta al poder de un mercado en busca de la satisfacción de sus más básicas necesidades y que, en esa situación de inferioridad derivada de su falta de información, es sujeto de aprovechamiento por parte del proveedor, razón por la cual requiere de una urgente tutela de sus derechos e intereses. Ultimamente, y sobre todo en los países desarrollados, se concibe a este mismo individuo como un sujeto más dinámico, con un mayor poder adquisitivo y presencia en el mercado, que compra para satisfacer nuevas expectativas y necesidades, capaz de ser un agente determinante en una economía totalmente globalizada.

Entonces, cabe preguntarnos ¿qué es lo que ha cambiado?… ¿cómo ha cambiado?… ¿continúa siendo necesaria la protección del consumidor bajo este parámetro?… Trataremos de responder estas interrogantes a lo largo de este análisis que no pretende ser exhaustivo sino más bien ilustrativo. No obstante, podemos adelantar que lo que ha cambiado es el contexto al que se enfrenta y por su puesto que todavía requiere ser protegido y siempre será así pero las normas de protección deben estar conectadas con la realidad, ya no es suficiente la fijación de precios topes para los productos o servicios de la denominada “canasta familiar” o el control de la cantidad o peso de éstos.

El fundamento original y continuo de la globalización económica es el comercio y su liberación, capaz de vincular productores y consumidores geográficamente distantes, a veces estableciendo relaciones de identificación y otras de interdependencia entre ellos.

Ya para principios de siglo, las empresas habían desarrollado sistemas eficientes que buscaban extender flujos de capital, transporte y comunicaciones hacia diversas economías con el objetivo de expandir mercados por todo el mundo y apropiarse de la fuerza de trabajo. Además del desarrollo de la tecnología, se concibe al capitalismo como indiscutible vehículo de la globalización económica porque sus instituciones tales como mercados financieros, producción, trabajo contractuado, propiedad alienable, etc. facilitan los intercambios salvando las distancias físicas.

Cada vez es más evidente la organización del comercio mundial en una serie de bloques comerciales en competencia (ASEAN, Unión Europea, NAFTA, T.L.C., MERCOSUR, etc.) que buscan eliminar las barreras comerciales entre sus miembros. Esto indica claramente que existe una fuerte interdependencia económica global, incluso Estados Unidos con una economía considerada grande y fuerte ya no puede seguir confiando en sus mercados domésticos para alcanzar su seguridad económica (Walters, 1995).

El adelanto y desarrollo tecnológico han posibilitado grandes flujos de información y comunicación a todos los niveles de la sociedad, que han revolucionado los mercados monetarios y los de consumo posibilitando la realización de transacciones y la trasferencia de capitales en cuestión de segundos con sólo oprimir un botón. A este fenómeno se le ha sumado la desmasificación de la sociedad, la vuelta a la heterogeneidad y con ella los cambios en el mercado, en los gustos de los consumidores, en los modos de producción, en la demanda y en la forma como las empresas han debido organizarse para hacer frente a la globalización, afrontar los cambios que se dan en el mercado como consecuencia de haber salvado distancias y tiempo, así como evitar la crisis en las empresas.

A medida que se va dejando atrás la era industrial, los esfuerzos se despliegan hacia una sociedad más diversa. La economía supersimbólica de hoy sirve a una sociedad desmasificada. Todo, desde las formas de vida y los productos hasta las tecnologías y los medios de comunicación se están volviendo más heterogéneos. El nuevo sistema acelerado para la creación de riqueza depende del intercambio de datos, información y conocimiento. Si no se intercambia conocimiento, no se crea riqueza (Toffler, 1990).

Las actuales organizaciones empresariales han reconocido la importancia que tiene satisfacción de las necesidades, demandas y expectativas de los consumidores, ahora considerados como un conglomerado más bien heterogéneo que han revolucionado el mercado de nichos, éstos se pueden hallar en cualquier parte del mundo y pertenecer a cualquier cultura. Es este sujeto quien determina lo que se vende, cómo y cuánto y, más allá de esto, gracias a los flujos de información (informática) que ha reducido las llamadas asimetrías de la información, se ha convertido en el diseñador del bien o servicio mediante las pautas que transmite con su comportamiento en el mercado.

La forma tradicional y burocrática de protección tuvo cabida dentro de una sociedad masificada y homogeneizada con un mercado predecible anticipadamente que operaba bajo otros paradigmas macroeconómicos. Ahora, la tecnología y la informática, y su efecto, la aceleración del cambio hacen que tanto proveedor como consumidor tengan suficiente conocimiento respecto de las tecnologías, mercados, distribuidores, monedas, tipo de interés, preferencias y todas las demás variables empresariales que hacen al mercado altamente perecedero.

Estas realidades determinan la necesidad de repensar la forma en que los países han estado enfrentando las demandas de los propios consumidores por protección, ahora debemos pensar en modelos que prevean situaciones nuevas y se adapten a las normas del derecho comparado a fin de ser consecuentes con las políticas de comercio exterior. No podemos desconocer que la propuesta de mercados abiertos y globalización no implica la ausencia de conflictos que ahora pueden llegar a tener connotaciones globales.

Muchos de los gobiernos, en una estrategia por captar la credibilidad de los agentes económicos para la implementación de las reformas en sus políticas económicas impulsan la entrada en vigencia de normas de protección a los consumidores que no contienen los mecanismos mínimos para hacerlas válidas, limitándose a reconocer ciertos derechos a esta categoría. Aún más dramático es el caso de aquellos en que ni siquiera se ha llevado una propuesta a los legisladores. Si bien es cierto que en la gran mayoría de los países latinos más de la mitad de la población pertenece a la clase empobrecida o marginal, la cual apenas y con mucho esfuerzo puede llegar a cubrir ciertas necesidades de sobrevivencia, y cualquier medida que se adopte de protección al consumidor debe ser acorde a esta realidad, no es menos cierto que la globalización ha planteado el desafío a la ciencia del derecho a incorporar y reconocer la existencia de instituciones hasta hace poco desconocidas pero que participan en las nuevas formas en que se presentan las relaciones de consumo.

Hasta mediados de la década de los años ochenta –al igual que en muchas otras economías latinoamericanas- había operado en Bolivia una política económica basada en el Capitalismo de Estado, dentro de la cual éste tenía un rol protagónico en el manejo de la economía y la sociedad a través de la regulación de los mercados, los precios y el sector externo.

El Estado realizó inversiones públicas en infraestructura, servicios y energía, además creó varias empresas estatales consideradas estratégicas. Estuvo encargado de la generación de empleos, de la educación, la salud, la creación de la seguridad social y la construcción de viviendas de carácter social (Bolivia, 1992).

Con la adopción de esta política económica se esperaba que la explotación de la fuerza de trabajo y la concentración del excedente económico en algunos grupos sociales generarían ahorros suficientes para ser canalizados hacia la inversión que derivaría en un acelerado crecimiento económico especialmente orientado hacia la exportación (Bolivia, 1984 – 1987).

Se trataba de un modelo destinado al fomento de las industrias que producían bienes para el mercado interno por lo que se promulgaron disposiciones legales en las que se prohibía la importación de determinados artículos similares a los de producción nacional bajo el fundamento de que el Estado tenía el deber de crear las condiciones favorables necesarias para el desarrollo de la industria nacional, garantizándoles un mercado interno.

Innegablemente, la intervención paternalista del Estado facilitó dicho proceso de acumulación, sin embargo no tomó en cuenta su orientación y su alto costo social desatando en graves problemas de consumo que afectaron a la generalidad de los consumidores no sólo de los sectores de escasos recursos sino también de los privilegiados.

Si bien con la política económica de tipo Capitalismo de Estado los consumidores se vieron relativamente beneficiados en el sentido de que su nivel de vida mejoró gracias al aumento en la distribución del ingreso, y a la dotación de la infraestructura  social, paulatinamente se produjo un deterioro de las instituciones nacionales y los elevados niveles de ineficiencia estatal postergaron la provisión de los servicios básicos provocando una recesión económica y el debilitamiento del aparato productivo que produjo una incontrolable hiperinflación que, en el ámbito general, desató la insuficiencia salarial, el desabastecimiento de los productos  de primera necesidad, el desempleo, el subempleo y un creciente sector informal e ilegal de la economía.

A consecuencia de ello, la población experimentó insostenibles situaciones de distorsión en los precios de los bienes y servicios sobre todo los destinados a cubrir las necesidades básicas y de mayor consumo. El escenario económico ante la hiperinflación se prestó para la realización de actividades especulativas y una evidente disminución en la calidad y cantidad de los productos ante una fuerte presencia de prácticas monopólicas.

Frente a tal situación, el gobierno tuvo que asumir medidas tendentes a asegurar el normal abastecimiento de artículos de la “canasta familiar” -en defensa de la economía nacional- mediante el control del alza excesiva en los precios a través de la fijación de precios máximos y control de costos por parte de cada ministerio en su ramo.

En afán de dar cumplimiento al mandato constitucional de regular el ejercicio del comercio y la industria, y en un afán de combatir el agio, la especulación y el ocultamiento, el gobierno procedió al congelamiento de los precios de los bienes destinados a satisfacer necesidades básicas para que no sean desvirtuados, siendo el Ministerio de Finanzas, a través del Tesoro General de la Nación, el encargado de subvencionar los montos resultantes de dichos congelamientos.

Asimismo, se creó la Junta Nacional de Abastecimiento Popular y varias Juntas Departamentales y Vecinales con la finalidad de defender la economía popular, procurar la normalización del abastecimiento y ejercer un control sobre los precios, el aprovisionamiento y distribución de los artículos considerados básicos.

La adopción de todas estas medidas trataban de paliar el problema pero con un enfoque de corto plazo. La única alternativa para recuperar la estabilidad económica del país era reducir la intervención del Estado y dejar a las fuerzas del mercado la solución de las distorsiones para abrir paso al desarrollo y crecimiento económico. Es así que, en agosto de 1985 se promulga el D.S. 21060 y con él se implanta la Nueva Política Económica basada en la restitución de los mecanismos de precios, la aplicación de un programa de liberación de los mercados (libertad de exportación, importación, producción y puesta en circulación de bienes y servicios) y una redefinición de los roles de los agentes públicos y privados de la economía y la sociedad.

Se logró contraer la economía y abastecer los mercados con una diversificación de ofertas, una mejor distribución de éstos, el control de la inflación, la unificación cambiaria respecto de la estabilización económica y, para bienes y servicios en los que el Estado tenía monopolio en la provisión de los mismos, se dispuso que los precios sean incrementados significativamente a niveles internacionales y con referencia al dólar.

No obstante, la aguda crisis económica arrastrada y el posterior proceso de estabilización y ajuste afectaron los niveles de ingreso y consumo de la mayoría de la población profundizando las inequidades sociales, toda vez que la privatización de las actividades económicas del Estado y la apertura de mercados derivó en una mayor concentración del ingreso y una disminución de la producción provocando el desempleo en la mayoría de la población.

Los más afectados en esta transición de economía cerrada a una liberal fueron, sin lugar a dudas, los consumidores, quienes bajo el régimen del capitalismo de Estado o bien no encontraban el producto deseado ni su sustituto, o la calidad o cantidad no era la adecuada. Paradójicamente, en un sistema de libre mercado, puede que las posibilidades económicas del consumidor no sean suficientes para cubrir sus necesidades básicas debido a las connotaciones macroeconómicas que estos cambios implican.

Debe tenerse en cuenta que el consumo no sólo se reduce cuando los bienes y servicios encarecen o baja la calidad, sino también cuando el ingreso de los hogares se reduce como efecto tanto de la disminución de los salarios como del desempleo, en consecuencia, la presencia de los consumidores en el mercado  como demandantes con poder adquisitivo, tiende a reducirse cada vez más (Landeretche, 1989).

Actualmente, con la introducción de nuevas políticas derivadas de conceptos tales como desarrollo sostenible y globalización de la economía, que vienen a reforzar el modelo, Bolivia se está enfrentado al reto de superar la pobreza de los grupos inferiores para garantizarles un derecho al consumo aunque sea mínimo pero suficiente para reivindicar su dignidad, reto que podrá ser alcanzado si se pone en práctica todo un mecanismo jurídico destinado a desarrollar la solidaridad y trabajo conjunto de la sociedad civil, el sector comercial y el estado, destinado a satisfacer las necesidades básicas de los consumidores y sus posibilidades de acceso económico, partiendo del marco legal impuesto por la Constitución Política del Estado la cual reconoce como fundamental el derecho a la vida, salud y seguridad, y en relación con las ramas del derecho penal, civil, comercial y administrativo.

A partir de la Ley de Capitalización (1994) y Ley de Descentralización (1995), el Estado ha asumido un nuevo rol y régimen jurídico-económico para la consolidación del modelo, incentivo de la oferta y la demanda en un mercado de libre competencia, y para atraer capitales privados que impulsen el crecimiento económico nacional.

De ser ente productor y distribuidor, el Estado se convierte en el regulador y fiscalizador a fin de garantizar la eficiente prestación de los servicios considerados básicos para la población que hasta entonces estaban a su cargo. A este efecto se crea el Sistema de Regulación Sectorial (Ley del SIRESE, 1994) que opera a través de una Superintendencia General y un  Superintendencia para cada sector de telecomunicaciones, electricidad, hidrocarburos, transportes y aguas.

El objetivo esencial de este sistema es regular, controlar y supervisar las actividades de los sectores mencionados, asegurando que operen eficientemente, procurando que todo habitante tenga acceso a dichos servicios y protegiendo no sólo los intereses de las empresas prestadoras de los servicios sino también a sus usuarios.

En consecuencia, el SIRESE tiene la función de verificar que las actividades de las empresas capitalizadas sean beneficiosas a la población para lo cual se debe promover la competencia y eficiencia en las actividades del sector que le corresponde, investigar la existencia de conductas monopólicas, anticompetitivas y discriminatorias; verificar que la prestación del servicio sea el adecuado; aprobar y publicar precios y tarifas; y conocer y procesar las denuncias y reclamos presentados por los consumidores.

Sin embargo, el consumidor o usuario de éstos servicios no se siente protegido por este sistema de regulación, más por el contrario asegura que este ente fue creado con la intención de proteger los intereses de las empresas capitalizadoras quienes operan en el mercado siguiendo una legítima lógica empresarial de lucro. Esta susceptibilidad se hace más evidente ante el aumento exagerado de tarifas, deficiencias en la prestación de los servicios poco tolerables y dudas sobre la medición y lectura del consumo.

Para dar cumplimiento a la tarea de protección al consumidor de los servicios de telecomunicaciones, hidrocarburos, electricidad, transportes y aguas, recientemente se ha puesto a disposición de los clientes Oficinas del Consumidor (ODECO) de estos servicios y otras están en pleno proceso de instalación, tanto en las empresas distribuidoras como en la respectiva superintendencia de cada sector.

Los reglamentos decretados para el funcionamiento de estas oficinas, que se constituyen en las primeras instituciones de protección a los consumidores establecen los procedimientos para la atención de las reclamaciones de los consumidores en las oficinas del distribuidor, reparación de daños causados a artefactos e instalaciones por fallas en la calidad técnica de suministro, habilitación el Libro de Quejas; y atención de reclamaciones de consumidores ante las oficinas de la Superintendencia de cada sector. Esto significa que, ante cualquier eventualidad, el consumidor debe acudir a la ODECO de la empresa distribuidora del servicio respecto del cual tiene la queja, ésta se registra en un formulario y justo aquí se inicia todo un trámite administrativo y burocrático para el consumidor afectado. En caso de que el reclamo no sea satisfecho por la empresa distribuidora, entonces tendrá que apersonarse a las Superintendencia correspondiente previo registro en el Libro de Quejas para continuar con el trámite y lograr una respuesta satisfactoria a su problema.

Frente a los incrementos de tarifas, se cuenta con la posibilidad de recurrir las resoluciones que los aprueben haciendo uso del Recurso de Revocatoria ante la Superintendencia Sectorial. La condición para invocar este recurso es que sea interpuesto por cualquier persona natural o jurídica o por los órganos competentes del Estado cuando hayan sido perjudicados en sus legítimos intereses o derechos.

En caso de que el recurso de revocatoria sea denegado, queda expedita la vía del Recurso Jerárquico ante la Superintendencia General. La Resolución de esta autoridad agota el procedimiento administrativo, pudiendo intentarse nueva acción ante la vía jurisdiccional contenciosa.

Seguramente se pensará que es muy apresurado atrevernos a hacer una evaluación o siquiera un comentario acerca de la eficiencia del SIRESE, no obstante un primer acercamiento nos lleva a identificar que este sistema fue creado después del proceso de capitalización por lo que la mayoría de las compañías se resistieron a implementarlas; aún existe un número considerable de usuarios que no sabe a dónde acudir a reclamar pues la información acerca de su ubicación así como del procedimiento a seguir fue poco y mal difundido, y lo que es más preocupante es que en la primera instancia del proceso, se juega una suerte de juez y parte. Aún siendo optimistas sobre la eficiencia de este sistema, sólo cubre los servicios de electricidad, transportes, aguas, telecomunicaciones e hidrocarburos.

La presencia del interés público que caracteriza la presentación de los servicios llamados públicos, intereses que por su naturaleza son difusos o colectivos, es lo que obliga a que cualquier servicio sea prestado de manera efectiva para que llene las expectativas que tiene el consumidor a cerca de lo que significa cubrir su necesidad, en este aspecto juega un rol preponderante el Estado a través de la administración pública, sin embargo, tratándose de temas de consumo la eficiencia en su respuesta se traduce en la brevedad en la ésta puede llegar. Justicia que tarda en llegar deja de ser justa.

La ciencia jurídica, en constante transformación, hoy en día se enfrenta a situaciones que le impulsan al reconocimiento de un nuevo sujeto de derecho fuera de la persona física y la jurídica. Este tercer sujeto ya no va a ser un conglomerado de personas, todas con el mismo interés común, convergente y difundido entre ellas (Cagnoni, 1988).

Si por intereses vamos a entender aquellas ventajas de que gozan varios individuos en virtud de las cuales se establece entre ellas alguna solidaridad circunstancial (Cabanellas, 1974), convenimos con la definición de Carnelutti (citado por Landoni Sosa, 1991; p.90) quien afirma que habrá intereses de grupo “cuando la situación favorable a cada uno para la satisfacción de una necesidad suya, no pueda determinarse sino en virtud a otras idénticas situaciones favorables a los demás miembros de un determinado grupo”.

Siguiendo esta lógica, los intereses de los consumidores y usuarios son difusos o colectivos toda vez que pertenecen a toda la categoría en general y a nadie en particular razón por la cual, al pretender invocarlos de manera individual a momento de acceder a la justicia o hacerlos válidos, nos tropezamos con una situación de desventaja claramente identificada, derivada del poder de negociación de las partes tanto físico como económico, por lo que sus derechos son constantemente vulnerados por prácticas engañosas.

Además, cuando se trata de intereses difusos, o bien nadie tiene derecho a remediar el daño al interés grupal, o bien el interés de cada cual es demasiado pequeño para inducirlo a emprender una acción. Por otro lado, de manera individual se cobraría sólo por el daño causado a un consumidor y no el total causado a toda la categoría y en consecuencia el proveedor no se vería afectado y podrá continuar con su actividad.

Ahora bien, a pesar de que entre interés difuso e interés colectivo no existe distinción aparente puesto que la titularidad de ambos pertenece al mismo grupo de sujetos, preferimos establecer una distinción, aún a riesgo de ser poco prácticos o inexactos.

Así, siguiendo a Pellegrini Grinover (citada por Landoni Sosa, 1991; p.91) son intereses colectivos “aquellos intereses comunes a una colectividad y a ella solamente cuando exista un vínculo jurídico entre los componentes del grupo” (Ej. Consumidores heterogéneos). En cambio, los intereses difusos, aunque se trata de intereses igualmente grupales, no están fundados en un lazo jurídico (Ej. Consumidores homogéneos). Queda claro que el referido vínculo jurídico propio de los intereses colectivos puede ser entre los miembros del grupo o con la parte contraria.

Los problemas que aquejan a los consumidores y que se evidencian al momento de acceder a la justicia, son comunes tanto cuando se trata de la jurisdicción administrativa como cuando se refieren a la jurisdicción civil o penal.

Algunos de los atentados más comunes a los derechos de los consumidores son los que derivan del desequilibrio en el poder de negociación cuando se presentan los denominados contratos de adhesión, si bien la misma adhesión se traduce en la manifestación de la voluntad, puede importar un vicio del consentimiento cuando al consumidor no se le ofrece otra alternativa  que adherirse cuando el servicio o bien (homogéneo) es distribuido o prestado con carácter monopólico.

En este sentido, acudimos a la autonomía de la voluntad como principio fundamental en materia contractual incorporado en toda legislación civil, entendido como que las partes pueden determinar libremente el contenido de los contratos que celebren, con la posibilidad de realizar contratos diferentes a los estipulados en el Código Civil. La voluntad debe ser expresada de manera verbal o escrita cuando la ley no exija determinada solemnidad.

Este principio supone que los sujetos de derecho son libres de contratar pero en pie de igualdad y su importancia radica en la confianza que el consumidor deposita en el proveedor antes, durante y después de la realización del acto de consumo.

Se establecen como límites a este principio a los impuestos por ley y a la realización de intereses dignos de protección jurídica dentro de los cuales bien pueden ubicarse los de los consumidores. Mientras la primera limitación se refiere a los requisitos de forma y de fondo que deben cumplir los contratos para su eficacia y validez y a ciertas normas prohibitivas establecidas en las normas civiles, comerciales y laborales; la segunda comprende a las limitaciones establecidas por el orden público y las buenas costumbres.

Asimismo, se dispone que el contrato debe ser ejecutado de buena fe y obliga no sólo a lo que se ha expresado en él sino también a todos los efectos que deriven conforme a su naturaleza, según la ley, o a falta de ésta según los usos y equidad. No olvidemos que en todo contrato se presume la buena fe, y esto significa que el proveedor informe correctamente a los consumidores, ser claro en la expresión y la redacción, procurar el equilibrio en las prestaciones durante la celebración del contrato, y prestar su colaboración en el cumplimiento de lo comprometido. El principio de buena fe marca los límites dentro de los cuales es lícito ejercer los derechos delineando lo que es un abuso de derecho (Ordoqui Castilla, 1988).

Frente a la desnaturalización que sufren los contratos de adhesión, toda vez que son constantemente aprovechados para imponer cláusulas abusivas en contra del consumidor, contamos con la fórmula civil que indica que “las cláusulas dispuestas por uno de los contratantes o en formularios organizados por él  se interpretan, en caso de duda, a favor de la otra parte contratante. Asimismo, la renuncia a derechos sólo es valida si es clara, expresa y concreta.

En cuanto a la responsabilidad civil, nuestras normas responden a un criterio subjetivo con una responsabilidad basada en la culpa, es decir que, “quien con un hecho doloso o culposo, ocasiona a alguien un daño injusto, queda obligado al resarcimiento”. Para que el obligado pueda liberarse no sólo debe invocar sino demostrar el caso fortuito o fuerza mayor.

Sin embargo, la práctica nos muestra que esta norma casi nunca es invocada por el consumidor porque el interés económico afectado individualmente considerado resulta ínfimo y no justifica el sometimiento a procedimientos prolongados y costosos sobre una sola persona.

Como respuesta a este problema se debe estudiar la posibilidad de incorporar una disposición de control preventivo de los contratos como opera en el  caso de los contratos de seguro sometidos a aprobación previa de las condiciones generales por la Superintendencia de Seguros.

A manera de ilustración, en una encuesta efectuada el año pasado a un número reducido pero representativo de consumidores en la ciudad de La Paz -realizado con fines únicamente investigativos propios, pero que reúne todos los requisitos metodológicos de validez y confiabilidad- menos de la mitad de los informantes declararon que iniciaría una acción judicial en caso de que el engaño en el consumo provocare un daño considerable, a criterio del propio consumidor, en su salud o economía. Así obtuvimos datos de que el 46% iniciaría una acción judicial frente al 54% que no lo haría porque se siente indefenso, cree que los procesos son muy lentos y no tiene tiempo, o no tiene dinero para someterse a gastos judiciales. Ahora bien, nos queda la interrogante de la magnitud del daño para que el consumidor lo considere y reaccione.

En cuanto a la represión de conductas que afecten las relaciones de consumo, el derecho penal ofrece algunas figuras penales como delitos contra la economía nacional, la industria y el comercio y algunos otros considerados como peligros públicos que, a pesar de no ser normas directas de protección al consumidor, prevén ciertas conductas que pueden afectarles en su participación en el mercado. Decimos indirectas porque ninguna de ellas tipifica conductas referentes al lanzamiento de productos dañinos u ofrecimiento de servicios defectuosos o peligrosos que causen un menoscabo en los intereses de los consumidores.

Como ejemplo podemos mencionar a las figuras del agio en la distribución de productos de abastecimiento diario, materias primas o industriales y medios de producción; monopolio de importación, producción y distribución de mercancías con la finalidad de elevarlas artificialmente; fraude comercial cuando en lugar público se engaña al comprador entregándole una cosa por otra de tal manera que de no mediar el engaño no se realizaría la compra; engaño en productos industriales sobre su origen, procedencia, cantidad o calidad, hecho que más bien importa una falsificación  de la marca registrada; desvío de la clientela en beneficio propio o de un tercero valiéndose de falsas afirmaciones, sospechas, artilugios fraudulentos o cualquier otro medio de propaganda desleal; tenencia, uso y fabricación de pesas y medidas falsas; atentados contra la seguridad de los transportes y servicios públicos; delitos contra la salud pública consistente en la contaminación, envenenamiento o adulteración de aguas de consumo público, medicamentos o alimentos, comercialización de sustancias nocivas a la salud o bebidas y alimentos mandados a inutilizar, actos contra las normas de higiene y sanidad, provocar escasez de artículos alimenticios y medicinales; violar los medios de sanidad tanto en la actividad pecuniaria como agrícola, expendio o suministro de drogas o sustancias medicinales en especial, calidad o cantidad.

Finalmente se cuenta con el tipo de la estafa que sanciona la intención de obtener para uno mismo o un tercero un beneficio económico indebido, mediante engaño o artificios provocando error en otro, determinante para la realización de un acto de disposición patrimonial en perjuicio del sujeto en error o de un tercero.

No podemos desconocer que el derecho positivo vigente ha previsto la protección al consumidor aunque éste no haya sido el beneficiario directo, y en todo caso, desconozca la existencia de normas que, en aplicación de la lógica, lo protegen.

Sin embargo, haciendo hincapié en las normas penales, su inaplicabilidad resulta de varios factores, uno es el hecho de que en muchas de ellas no quedan claramente determinados los elementos constitutivos del tipo, tal el caso del fraude comercial y del engaño en productos industriales, figuras en las que previamente se debe evaluar el nivel cultural del consumidor afectado. En segundo lugar, no podemos obviar el problema aún no resuelto por la doctrina respecto a la responsabilidad de las personas jurídicas que caracterizan a los delitos denominados económicos, más aún si todas los tipos antes referidos reprimen la conducta de una persona física a quien se le priva de  su libertad. Y en tercer lugar, se  trata de intereses colectivos o difusos difíciles de reconocer lo que deriva en una impunidad que da crédito para continuar con éste tipo de acciones.

Ahora nos corresponde plantearnos la siguiente pregunta, ¿será necesario -y en todo caso suficiente- la promulgación de una ley especial de protección a los consumidores, para que sus derechos sean respetados, en las que se incorporen normas claras, entre otras, respecto a las modalidades de contratación en las relaciones de consumo, se tipifique conductas especiales con sanciones a personas colectivas como cierres de establecimientos y multas, considerar la inclusión de una responsabilidad de tipo objetiva y pasar a considerar al riesgo creado?.

Como el mismo consumidor advierte –recurrimos a la investigación antes referida-, sólo un 33% afirma que basta una ley para que sus derechos no sean vulnerados, en contraste sólo el 8% considera insuficiente su existencia. Sin embargo, el 35% estima que probablemente ésta sea suficiente frente al 13% que se inclina por una probabilidad negativa y un 11% responde no estar seguro.

Nótese que estamos hablando de un 77% que espera que además de normas específicas, sean otros medios los que garanticen el respeto a sus derechos como consumidores, y lo protejan frente al abuso del proveedor procurando equilibrar la situación aislada y vulnerable en la que se presentan al mercado.

Los problemas por los que atraviesan los consumidores son iguales para toda la categoría, quienes, independientemente de su estatus, ingreso económico y capacidad de gasto, requieren ser asegurados tanto en su salud como en su economía y patrimonio.

Analizados estos hechos, coincidimos con quienes afirman que la solución más adecuada a este problema de la difusidad y colectividad es aquélla de tipo mixto, articulada y flexible, que presenta a los  órganos sociales intermedios (Landoni sosa, 1991) que consiste en el trabajo coordinado del Estado a través de un ente exclusivamente creado para la protección del consumidor y la sociedad civil organizada en asociaciones de consumidores, hecho que llegará a convertirse en una protección ante todo preventiva garantizando la satisfacción de las necesidades de los consumidores y las de las generaciones futuras; y el acceso colectivo a la justicia a través del reconocimiento de las organizaciones de los consumidores para actuar en representación de sus asociados y del ente estatal en favor de la categoría.

Ambas instituciones deben centrar su actuación en el desarrollo de actividades destinadas a evitar ciertas conductas más que a reprimirlas, procurando armonizándolas con los intereses de los proveedores.

La reciente incorporación de la figura del Defensor del Pueblo en varios países latinos, abre la posibilidad de discutir en el ámbito legislativo la incorporación de las acciones de tipo colectivas en los órganos judiciales, toda vez que el Estado ya ha reconocido la existencia de derechos que deben ser tratados como pertenecientes a todo un conglomerado porque su invocación de manera individual coarta la posibilidad de hacerlos efectivos.

El que la Constitución Política del Estado establezca como uno de los derechos fundamentales el derecho a la vida, salud y seguridad, no significa que el Estado asuma, dentro de las relaciones de consumo, la única  tarea de proteger éstos derechos regulando solamente los precios de los mismos, considerando al consumidor como el ciudadano que adquiere bienes y servicios para la satisfacción de sus necesidades básicas, sin tomar en cuenta que en el día a día se tienen otras necesidades aparte de las de la alimentación, vivienda, vestido y educación. Además el consumidor requiere una protección a sus intereses patrimoniales y posibilidad de acceso económico por lo que no deja de tener única importancia el control de la cantidad (peso) y calidad de los bienes y servicios.

Los consumidores del nuevo milenio demandan una entidad de protección percibida como órgano autónomo que no reciba instrucciones de ningún poder estatal, que tenga la posibilidad de investigar cualquier violación a sus derechos y cuya figura de autoridad resida en la percepción moral transmitida por la persona sobre la cual recaiga la autoridad, sólo de esta manera se evitará susceptibilidades respecto al despliegue influencias políticas o preferencias en orden a beneficios económicos.

Cualquier política de protección a los derechos e intereses de los consumidores podrá ser efectiva si viene respaldada por el establecimiento de  un sistema coordinado de estos tres factores claves, concebidos como las condiciones sine qua non sería ilusorio pretender una verdadera protección a esta categoría, como lo son el reconocimiento a los consumidores organizados, establecimiento de una autoridad pública de protección y legitimación de sus derechos e intereses como difusos y colectivos; si además regula las nuevas modalidades del intercambio comercial (ventas electrónicas) y la responsabilidad de los fabricantes y de los agentes en la cadena de distribución (intermediarios o representantes de firmas extranjeras) para el caso de bienes y servicios importados.

BIBLIOGRAFIA CONSULTADA

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CODIGOS Y LEYES BOLIVIANOS:

– Constitución Política del Estado.
– Código Civil.
– Código de Comercio.
– Código Penal.
– Decreto Supremo 21060 29 de agosto de 1985.
– Ley de Capitalización Nro. 1544 de 1994.
– Ley de Descentralización Administrativa Nro. 1654 de 28 de julio de 1995.
– Ley del Sistema de Regulación Sectorial Nro. 1600 de 28 de octubre de 1994.
– D.S. 24043. 24 de marzo de 1997.
– D.S. 24504. 24 de marzo de 1997.
– D.S. 24505. 24 de marzo de 1997

 


 

Informações Sobre o Autor

 

Cristina Loza Candia

 

Comité de Defensa del Consumidor – CODECO/Bolivia

 


 

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