“…Las instituciones jurídicas no son soluciones universales a determinados problemas sino intentos históricos de dar una respuesta jurídica a problemas cuya raíz es a veces -no siempre- universal; intentos circunstanciados, porque utilizan los valores, técnicas y conocimientos de cada época determinada a fin de encontrar una solución mejor y más adecuada a las circunstancias. El problema puede existir a través de las épocas (relativamente, sólo en su gran silueta, porque en sus formas concretas el planteamiento del problema también varía a lo largo de la historia); pero definitivamente las respuestas y soluciones que se proponen al problema dependen de las ideas, medios y circunstancias de cada época…”[1]
En este trabajo, como un intento más por tratar de encontrar un mejor camino a seguir, planteamos una nueva perspectiva acerca del análisis de un tema que va más allá de un simple correlato del artículo 1531 de nuestro Código Civil. Artículo que, como veremos, encierra problemas que trascienden el supuesto de hecho sobre el cual se construye, involucrando instituciones económicas y jurídicas de suma importancia, las mismas que han sido estudiadas desde diferentes ópticas pero que a lo largo de la historia han ido cambiando y con ellas la sociedad y el Derecho que las ordena. En lo que a nosotros respecta, no pretendemos hacer un análisis profundo de todos los elementos involucrados en el tema, pero si analizar determinados aspectos que consideramos revisten una especial importancia o presentan problemas de interpretación o de aplicación.
El artículo 1531 en su primer párrafo dice: “Si el precio de una transferencia se fija parte en dinero y parte en otro bien, se calificará el contrato de acuerdo con la intención manifiesta de los contratantes independientemente de la denominación que se le dé”. Estamos frente a un caso particular de transmisión de bienes, en que la posibilidad de elegir entre un contrato de permuta o de compraventa dependerá en primera instancia de la manifiesta intención de las partes, al margen de la denominación que le hayan dado al negocio; es decir, la configuración del contrato debe ser de tal manera que no exista duda acerca del tipo contractual que ellas han elegido pues, de lo contrario, la calificación que ellas le otorguen no tendrá mayor significado ni trascendencia jurídica que la de un simple título.
En el segundo párrafo dice: “Si no consta la voluntad de las partes, el contrato será de permuta cuando el valor del bien es igual o excede al del dinero; y de compraventa, si es menor”; es decir, como lo expresamos en un inicio, si la determinación del tipo contractual no es clara, ya sea porque las partes creyeron hacer un contrato de compraventa y le pusieron el título de “compraventa ” pero, por el contenido del contrato y de su intención manifiesta, se deduce que en realidad se trata de un contrato de permuta, entonces en aplicación, de manera supletoria, de este segundo párrafo se determinará de la siguiente manera: si el valor del bien resulta equivalente al valor de la prestación dineraria, el valor es de permuta; si el valor del bien es mayor al de la prestación en dinero, el contrato es también de permuta, y si el valor del bien resulta menor al de las prestaciones en dinero, el contrato es de compraventa.
Con relación a la calificación del contrato en atención a los contratantes, José Luis Marino Hernandez, tratadista argentino manifiesta: “ (…) para calificar un determinado contrato de compraventa o de permuta, en puridad de criterios habría que atender primordialmente a la real intención de las partes, al ánimo serio que les ha movido a realizar la transacción. Si éste ha sido esencialmente la obtención de una determinada cantidad en metálico, lo cual suele ir unido a la intención de lograr un concreto lucro proveniente de la plusvalía del objeto transmitido o a transmitir, parece entonces debería calificarse el contrato, sin duda alguna, como compraventa. Por el contrario, si esta intención crematística no existe, o existe pero con un carácter podríamos llamar secundario; si lo que realmente hay es una clara voluntad de acomodar dos anhelos adquisitivos de dos cosas concretas y determinadas, cuyos propietarios se ponen en relación, lo que de ello resulta, también a las claras, es un contrato de permuta (…)” [2]
Dice Gutiérrez [3] que se impone un criterio cuantitativo de prevalencia, según el cual el importe en dinero será mayor o menor que el valor asignable a la cosa que junto con aquel ha de pagarse, para reputar que se trata, en uno y otro caso, de una compraventa o una permuta.
Ripert [4], por su parte, expone que en el caso de la permuta con compensación es raro que las cosas permutadas tengan un mismo valor, por lo que es necesario recurrir a la compensación, la misma que consiste en una suma de dinero que pagará el copermutante que recibe el bien más importante. En principio esto no altera la naturaleza de este contrato. No obstante si la compensación es tan importante que la suma de dinero puede ser considerada como el objeto principal de la obligación de una de las partes, el contrato deberá ser tratado como una venta mal calificada y la prestación de la cosa en especie dada por el deudor de la compensación no sería más que una dación en pago por una parte del precio. Es decir, se aplica a priori la calificación objetiva de las prestaciones, sin importar la intención de las partes contratantes.
Sostiene Puig Peña[5], que el Código español prevé esta situación de acuerdo con dos criterios, uno objetivo y otro subjetivo. Al primero se refiere el artículo 1446 al decir que “si el precio de la venta consistiera parte en dinero y parte en otra cosa se calificará el contrato por la intención manifiesta de los contratantes”. Es pues, necesario acudir a la intención de las partes, y afirma, como: Manresa, Castán y Pérez González y Alguer, que no es lo mismo la intención que la denominación. Las partes pueden considerarlo permuta pero, en realidad, deberá merecer la calificación de compraventa. Por esto, la calificación provisional que las partes le otorguen no es suficiente ni decisiva por sí sola, pero quedará acreditado este designio de sustraer este negocio a la regulación jurídica de la permuta y someterlo a la compraventa, caso en el cual la intención debe prevalecer. Si la intención de estas partes no se exterioriza o no se acredita, entonces entrará a tallar el criterio objetivo, al que se refiere el párrafo segundo del mismo artículo, al decir que al no constar la intención “se entenderá por permuta si el valor de la cosa dada en parte del precio excede al del dinero o su equivalente, y por venta, en el caso contrario”. [6]
Como el objetivo de este trabajo no pretende hacer un análisis ni de los origenes doctrinarios ni de los legislativos del artículo expuesto, sino específicamente tocar un punto que consideramos trascendente, el precio, como elemento presente en todas las transacciones comerciales, nos limitaremos a hacer un análisis integrador, por el cual pretendemos relacionarlo con las instituciones jurídicas que se ven involucradas.
EL PRECIO
Esta forma de unir dos contratos que por su naturaleza son distintos, obedece, entre otras razones, a la interpretación que se ha hecho sobre el precio. Muchos creen que precio es igual a dinero, por tanto su origen es el mismo. Sin embargo, como veremos, en la antigüedad si bien es cierto no existía el dinero esto no quiere decir que no existía el precio, pues el comercio propio de un pueblo organizado que, ante sus carencias, busca establecer relaciones de intercambio con los demás trae como consecuencia necesaria la aparición de un valor de mercado.
En Roma, al tener en sus inicios una economía eminentemente agrícola, centrada en el domus, que constituía una comunidad de vida y de trabajo del grupo familiar encabezado por el paterfamilias, surge el mercado de animales agrícolas, entre los cuales destacaban el ganado ovino y el bovino, que permitían un intercambio y una renovación constante de los animales, los mismos que eran utilizados en las labores agrícolas; estos constituían la pecunia; asimismo se utilizaba el metal informe, llamado aes rude, aes signatum. En ambos casos eran bienes susceptibles de intercambio y préstamo, adecuados para constituir unidades de medida y de valor económico. La pecunia comienza así a adquirir su sentido de dinero que dará lugar a la economía monetaria y a la obligación pecuniaria.[7]
Para entender mejor nuestro parecer respecto al precio, proponemos el siguiente ejemplo:
· En el pueblo A, un gramo de oro es intercambiable por treinta kilos de arroz.
· En el pueblo B, por cincuenta kilos de arroz.
· En el pueblo C, por veinte kilos de arroz.
Entonces, el valor de este metal varía de acuerdo con el lugar donde se haga la transferencia, es decir en cada pueblo habrá un mercado que ha determinado un valor a este tipo de bien, obedeciendo a criterios como la escasez, la necesidad, la utilidad, etc. Así, podemos decir que al existir un valor de mercado, un valor objetivo, estamos ante un precio.
Luego, distinto será el caso en el cual Zoila recibe, como legado de su abuelo, un anillo de oro, el mismo que sus hermanos anhelan tener como recuerdo; así, desde los diversos lugares en donde residen, le ofrecen a cambio lo siguiente:
· El que vive en el pueblo A, cuarenta cabezas de ganado.
· El que vive en el pueblo B, ciento cincuenta cabezas de ganado.
· El que vive en el pueblo C, cien cabezas de ganado.
En este caso, la valorización que se hace del bien obedece a un factor absolutamente subjetivo (el hecho de que perteneció a un familiar). A estos sólo les interesa el valor que, según ellos, representa dicho bien. Están dispuestos a obtenerlo a cambio de algo desproporcional a su valor ordinario (valor de mercado, valor objetivo o precio).
Cabe hacer una aclaración sobre por qué decimos que es una valorización subjetiva. Evidentemente estamos hablando de un bien muy singular, el mismo que tiene un valor distinto a uno de similares características materiales, pero que por su origen, cuestión meramente subjetiva, sobrepasa ampliamente su valor ordinario. Esto no es nada extraordinario. Un ejemplo lo constituyen las obras de arte, como un Picasso, donde su valor está determinado por el gusto, la fama, el lujo, etc. ¿Qué contestaríamos a la cuestión de si estamos o no frente a un mercado? Aunque no lo parezca, éste es un punto trascendental para entender si el precio es producto de una valorización subjetiva u objetiva. Como vimos, no hay duda de que el valor asignado a un Picasso, pese a obedecer a criterios muy subjetivos, es un valor de mercado, por tanto un precio. Ergo, nuestro caso que, en términos jurídicos, presenta una invitación a ofrecer (Zoila ofrece el anillo de su abuelo) y tres ofertas (las propuestas de sus hermanos), en términos económicos, nos ubica frente a una oferta y tres demandas, por tanto ante un mercado monopólico. Por esto la cuestión de si estamos ante un precio obedece a una apreciación subjetiva que debe ser analizada y diferenciada desde el punto de vista, de su pertenencia a un mercado.
De este modo, consideramos que la valorización subjetiva que realizan las potenciales partes de un contrato sobre sus prestaciones se volverá objetiva al ser revalorada por el ordenamiento en función al interés económico-social, utillizando las reglas de mercado.
Ahora aplicaremos lo dicho a los contratos que nos interesan. Para ello planteamos el siguiente caso: María compra un vaso con gaseosa y su amiga Luisa, una hamburguesa. María tiene mucha hambre y quiere la hamburguesa de Luisa, así que se acerca a ésta y le dice: “Dame tu hamburguesa y, a cambio, te doy un vaso con gaseosa”. Pero Luisa le pregunta: ¿Cuánto vale tu vaso con gaseosa? María le responde: “cuatro soles”. Aquella replica: “mi hamburguesa vale seis soles; si la quieres, debes darme la diferencia”. Entonces, Luisa le contesta: “Te doy además una barra de chocolate que vale dos soles”. Ante esto, María accede y ambas se despiden muy conformes ¿Tenemos, en este caso, una compraventa o una permuta? La respuesta es evidente. Es una compraventa porque estamos valorizando objetivamente las prestaciones; no interesa que no exista dinero de por medio, las cosas que se intercambian tienen un valor de mercado. En nuestro ejemplo, María era el comprador y Luisa, el vendedor. Así, resulta que la primera quiere adquirir de la segunda un bien a cambio de otros dos, los mismos que están valorizados económicamente. Entonces nuestro Código dirá que es un contrato sinalagmático y conmutativo, en el que predomina un criterio objetivo y la finalidad práctica de los contratantes.
Pero, en el caso de la permuta, sucede todo lo contrario. En ella prima el criterio subjetivo[8]. Así, tenemos que María encuentra a Luisa luego de haber adquirido un vaso con gaseosa y la hamburguesa. Camino a sus casas entablan una entretenida conversación, en la que se enteran de sus adquisiciones por lo que se prestan a realizar un intercambio, pues Luisa está sedienta y María siente mucha hambre. En las tratativas, María adicionalmente ofrece dar dos soles más porque las hamburguesas le gustan mucho y, además, porque le parece justo; luego alegremente se retiran muy conformes ¿Podría alguien decir que esto es una compraventa? En nuestra opinión, no. En ningún momento se han valorado objetivamente las prestaciones; es decir, no existe precio de por medio.
Por otro lado, indicamos que en Roma no siempre existió el dinero, pero sí otros medios que sirvieron para la valoración de los bienes. Es el caso de las reses y los metales informes. Entre estos últimos, se encontraba el dinero amonedado, que no era otra cosa mas que piezas de metal en forma de monedas, las cuales se intercambiaban pesándolas, previamente. Así, veamos lo subjetiva y equivocada que puede ser la apreciación del pago, ya sea en dinero o en especie; por ejemplo, si sólo apreciamos el valor del metal que conforman las monedas y hacemos un intercambio entre ellas, no estaremos considerando lo que realmente representan. Por ello, intercambiar cuatro monedas de un céntimo de sol por una moneda de un sol aparentemente es ilógico. Todos sabemos que dicha transacción no es equivalente porque tenemos presente, en todo momento, el valor que representan y nos son útiles en ese sentido mas no por el valor del metal mismo, por lo que podemos hablar tanto de una compraventa como de una permuta, sea la forma como estipulemos el contrato. Ello quiere decir que dicha transacción será una compraventa si la hacemos en función al valor del metal, con el cual están hechas las monedas, mas será una permuta o compraventa si lo hacemos en función al valor que representan dichas monedas. En este último caso, precisamente, existe una discusión acerca de cuál debe ser la calificación de dicha transacción.
Al respecto precisaremos que el dinero es una creación abstracta y artificial que el hombre ha encontrado para que le sirva como unidad de medida en el intercambio de las cosas, como unidad de valor a lo que todo se reduce. Ahora bien, la moneda será, entonces, el sustrato material y corpóreo de ese concepto abstracto que es el dinero; la moneda es la apariencia, el dinero es la realidad sustancial; el valor de la moneda está dado por lo que representa.[9]
En ese sentido decir que un intercambio de monedas, según el valor que representan, es una compraventa o permuta resulta un tanto polémico pues, como vemos, en realidad, el valor que representan es el objeto de la transacción; por tanto, el intercambio que realicemos puede ser calificado en ambos supuestos; pero nos inclinamos a decir que se trata de una compraventa, pues al fin y al cabo estamos hablando de un intercambio de valores equivalentes, con un precio implícito, por tanto, bajo una apreciación objetiva.
Así, podemos decir que el mercado actúa en dos planos distintos:
· Dará valores implícitos a determinados bienes que diferirán de su naturaleza, con el fin de hacer posible un intercambio más rápido y efectivo, por ejemplo: las monedas que representan un valor.
· Les dará valor a las cosas mismas, por ejemplo: el anillo que hereda Zoila, que para sus parientes tendrá un valor superior.
En ambos casos, estaremos ante un valor extrínseco a la naturaleza de dichos bienes; es decir, se trata de un valor originariamente subjetivo que al seguir las reglas que impone el mercado, se convertirá en un valor objetivo.
Diremos, entonces, que en determinado lugar, tiempo y modo, como resultado de la sobreposición de subjetividades (valoraciones subjetivas), utilizando las reglas del mercado, por el juego de la oferta y la demanda, se llega a establecer un valor óptimo al cual denominamos precio.
Algunos autores como Wayar[10], Planiol[11], Lafaille[12], Planiol y Ripert[13], Bonnecasse[14], Mazeaud[15], Gasca[16], Colín y Capitant[17], León Barandiarán[18] relacionan el precio inmediatamente con el dinero.
Pero otros como, Rezzónico[19], Rubino[20], Laurent[21], la Real Academia de Lengua Española[22], Sánchez Román[23] no hacen referencia en ningún momento al dinero sino, en algunos casos, se menciona el valor pecuniario, definición que por cierto sería la más correcta pues, como vimos, expresa su verdadero significado.
El dinero es, simplemente, una de las formas que el hombre ha inventado para reducir los costos de transacción para hacer más rápidas y eficientes sus tranferencias pues, como vimos, en la antigüedad el uso de bienes como medio de pago, poco a poco, fue resultando menos adecuado. Así, la permuta, que sirvió como medio de intercambio, en su real sentido, fue desapareciendo. La valorización absolutamente subjetiva que las partes hacían de sus prestaciones en el contrato de permuta tuvo que dejar paso a su sucesora: la compraventa.
El precio, entonces, no es igual al dinero. Es tan sólo una de las formas como se ve representado. El dinero es visto como uno de los medios más útiles para minimizar los costos de transacción y maximizar los beneficios que provienen del intercambio de bienes.
Por otro lado, si sabemos, además, que la valorización de los bienes puede establecerse de dos formas i) una de acuerdo sólo con una apreciación absolutamente subjetiva de las partes, ejercicio absoluto de la automia privada, y ii) la otra, obedeciendo además a factores externos que impone el ordenamiento, límites a la autonomía privada en favor del interés económico-social. Podemos concluir que si sólo intervienen las partes contratantes estamos ante un valor subjetivo, mas si intervienen, además, otros factores que impone el ordenamiento estamos ante un valor objetivo (precio). De esta manera, podremos también asimilar el concepto de la causa subjetiva[24] al valor subjetivo y la causa objetiva[25], al valor objetivo(precio).
Pero, contradictoriamente a lo dicho, hoy en día, ante el interés económico-social en ambas figuras contractuales es, no menos evidente la imposición de un elemento común: el precio, el cual, como vimos, trasciende la esfera subjetiva de las partes, propia de la permuta, convirtiéndose ésta, forzosamente, en una compraventa con pago en especie. Lo único que la diferencia de la compraventa común es precisamente el pago en especie.
COMPRAVENTA VS. PERMUTA
Así tenemos que en la permuta el carácter equivalente de las prestaciones no es esencial, pues su apreciación es netamente subjetiva, lo que la hace particularmente diferente a la compraventa. Pero, al parecer, tal afirmación no es aceptada por nuestros juristas que, por desconocimiento o a drede, le niegan tal posibilidad. Como sabemos, nuestro legislador aplica las mismas normas de la compraventa a la permuta, por tanto el carácter esencialmente sinalagmático y conmutativo de la compraventa descarta el posible carácter aleatorio de la permuta.
Si entendemos que la causa objetiva de la compraventa, desde el punto de vista del vendedor, es la transmisión de la propiedad de un bien a cambio de un precio equivalente, entonces, las prestaciones, al ser valoradas objetivamente por las partes al momento de obligarse, deben ser equivalentes pues, como sabemos, nuestro Código, en la definición del acto jurídico, consagra la teoría objetiva de la causa[26]. El problema surge cuando queremos encontrar la causa objetiva de la permuta, que sería, desde el punto de vista de cualquiera de los copermutantes, la transmisión de la propiedad de un bien a cambio de otro, empero la valorización subjetiva que las partes hacen de sus prestaciones, que en principio, objetivamente hablando, no necesariamente debería ser equivalente, es revalorizada objetivamente por el ordenamiento.
Ahora bien, un contrato es conmutativo cuando las prestaciones que se deben las partes son inmediatamente ciertas, de manera tal que cada una de ellas, al momento de obligarse, puede apreciar de inmediato el beneficio o la pérdida que le ocasiona tal acto, mas será aleatorio cuando la prestación debida por una de las partes depende de un acontecimiento incierto que impide su valorización hasta su realización. Así, tenemos que el contrato de permuta visto en función de la teoría subjetiva de la causa es un contrato conmutativo, mas si lo vemos desde la teoría objetiva de la causa, éste se vuelve aleatorio, ya que la extensión de las prestaciones dependerá de la calificación posterior que les otorgue el ordenamiento.
Nos encontramos ante una contradicción entre lo que debía ser y lo que es. Si consideramos la teoría subjetiva de la causa, propia de la permuta, este contrato es conmutativo, pero si consideramos la teoría objetiva de la causa, que consagra nuestro Código, estaremos ante un contrato aleatorio puesto que se presumirá que las partes, al momento de obligarse, no pudieron o no quisieron determinar el valor objetivo de sus prestaciones.
Así entendido el contrato de permuta, como un contrato aleatorio, nunca podríamos alegar la existencia de una lesión, pues el riesgo está implícito.
Entonces, nuestro Código, para evitar el posible carácter aleatorio del contrato de permuta, ha objetivizado la valorización subjetiva de las partes. Ha descartado la teoría subjetiva de la causa, propia de la permuta, por la teoría objetiva de la causa, que es la que ha consagrado, evitando así los posibles abusos y excesos que pudieran cometer las partes contratantes al interrelacionarse.[27]
CRÍTICA Y PROPUESTA
¿Qué ha hecho nuestro Código en el artículo 1531? Ha unido dos contratos, totalmente distintos en su esencia pues, como vimos, el carácter conmutativo de uno y el carácter aleatorio del otro hacen imposible confundirlos.
Hoy en día no podemos hablar de un contrato de permuta que obedezca a criterios absolutamente subjetivos pues existen otros criterios más trascendentes como la finalidad práctica, social y económica propia de todo acto jurídico.
Además, la utilidad económico-social que debe cumplir todo contrato es imprescindible para su existencia. En una sociedad civilizada como la nuestra, la totalidad de transacciones sobre bienes comerciables tiene un precio, que es inherente a la naturaleza de tales actos. Por ello tenemos instituciones públicas que se encargan de fiscalizarnos como Registros Públicos, SUNAT, Aduanas, La Municipalidad, El Poder Judicial, etc. En general, todo ser civilizado sabe que todo bien comerciable tiene un valor de mercado y que la administración o disposición del mismo le traerá consecuencias sociales, económicas y jurídicas.
La compraventa es una figura contractual muy amplia que perfectamente puede comprender muchas especies, entre ellas, “la compraventa con pago en especie”, en la cual lo que interesa es el precio en que se valora, precisamente, las prestaciones en especie.
La permuta no es un contrato en el que existe precio, es decir no hay un valor de mercado en las prestaciones. Si ello está claro, no es posible asimilar las normas de la compraventa a la permuta, pues sería contradictorio, por no decir absurdo.
¿Qué se pretende asimilando normas de la compraventa a la permuta? ¿Economía legislativa, tal vez o, simplemente, omitir una verdad evidente: la permuta no es trascendente en la sociedad actual?
Creemos que nuestro legislador debió cumplir el papel fundamental del derecho: adecuarlo al desarrollo de la sociedad. No necesitamos figuras jurídicas que se presten al abuso, no sólo por parte del estado sino, lo que es peor, en su propio perjuicio; pues, no es dificil suponer que en una sociedad donde domina el más fuerte económicamente es éste quien, a fin de cuentas, hará prevalecer sus decisiones, amparándose en el oportuno consejo de un astuto abogado.
De igual modo, aun actuando lícitamente, conforme lo ordena nuestra norma, no podemos realizar la finalidad de la misma. Para muestra, un caso real. En cierta ocasión realizando, nuestra práctica pre-profesional, surgió el siguiente caso: una empresa con sede en Lima quería ampliar una de sus sucursales en Piura. La casa vecina al local de la sucursal estaba en venta. Por otra parte dicha empresa era dueña de una casa localizada en la misma ciudad, pero en una zona distinta. El problema surgió cuando nos enteramos de que la casa vecina valía $ 50,000 mientras que la casa de la empresa, $ 30,000; pero, además, la primera era propiedad de una sociedad conyugal donde uno de los cónyuges recibió del otro un poder para realizar una compraventa. Bajo el amparo del artículo 1531, conforme al actual criterio, donde prevalece la segunda parte del mismo, esta transacción no es posible.[28]
Consideramos que hay tres caminos a seguir:
1. Si sabemos que la permuta es un contrato tanto conmutativo como aleatorio, en que las prestaciones no necesariamente son equivalentes, su determinación dependerá de la voluntad de las partes y luego del ordenamiento jurídico. Así, pretender adecuarla a las normas de la compraventa es imposible. Entonces, el supuesto de hecho del artículo 1531 nos permite un escape: respetar la intención manifiesta de las partes, que en todo caso podrán determinar cuál es la prestación principal o cuál es la accesoria. Si ello es así, decidirán libremente el carácter del contrato, independientemente del valor objetivo de las prestaciones ya sean éstas en dinero o en especie. Así, por lo menos respetaríamos la naturaleza de dicho contrato.
2. Otra opción es objetivar la valorización subjetiva de las partes, es decir desconocer la teoría subjetiva de la causa, propia de la permuta, por la teoría objetiva de la causa, que es la que consagra nuestro ordenamiento. Hay un sector que opina que la solución está en modificar dicho artículo, eliminando la primera parte, sobre la determinación del contrato en virtud de la intención manifiesta de las partes, considerando que la diferencia entre un contrato de permuta y compraventa sólo se determina según sea mayor el valor de las prestaciones, en especie o en dinero, respectivamente; pero esto no respetaría ni la naturaleza de la permuta ni del acto jurídico, pues se impone algo que no es propio de estas instituciones.
3. La última opción es, eliminar la permuta y, de esta forma, conseguiremos que se establezca como una especie de la compraventa, bajo la denominación de “venta con pago en especie”, en que evidentemente estaremos frente a un contrato donde las prestaciones serán equivalentes. A este contrato sí se le podrán adecuar todas las normas generales de la compraventa. Asimismo, eliminaremos las dudas que provoca el artículo 1531, ya que el pago en especie es valorizable en dinero, por tanto el carácter aleatorio que podía tener la permuta se habrá desterrado para siempre. Por último, nadie podrá cobrarnos doble tributación, ni mal interpretar el artículo 1531, ni confundir la naturaleza de la permuta. En general: seguridad jurídica.
Profesor de Obligaciones de la Pontificia Universidad Católica del Perú
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