1.- La reforma del Derecho civil español en 1981.
La ley 30/1981, de 7 de julio, supuso un profundo cambio en la regulación del Código civil español en materia matrimonial. Tras ella, se puede defender que el matrimonio es para el derecho civil español, la unión tendencialmente perpetua entre un varón y una mujer resultante del consentimiento emanado con las formalidades legalmente previstas y creadora de un vínculo jurídico orientado a lograr una comunidad de vida en aras del mutuo desarrollo personal.
Concebido el matrimonio canónico como consorcio para toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole (canon 1055 Código de Derecho Canónico de 1983) y cuyas propiedades esenciales serían la unidad e indisolubilidad, el matrimonio civil nacido de la reforma de 1981 va a coincidir con el concepto canónico en lo relativo al bien de los cónyuges y a la unidad (exclusión de la poligamia), pero va a separarse del mismo al institucionalizarse la disolubilidad matrimonial mediante el divorcio y, al menos en apariencia, en lo que respecta a la generación de prole.
Con la disolubilidad del matrimonio por divorcio se pone fin a una de las que se consideran por la doctrina canonista y algún sector de la civilista como cualidades del matrimonio en cuanto que institución natural. Para el Código civil, el proyecto de vida en común que comienza con las nupcias ha de ser inicialmente de por vida, no siendo posible la prestación de un consentimiento condicional o a término (art. 45 párrafo 2 CC tiene por no puesta esa condición o término), pues las uniones transitorias adolecen de una radical inestabilidad que las convierte en indignas de la protección del ordenamiento jurídico. Cuestión distinta es que si ese proyecto de vida en común fracasa, pueda ser disuelto y que, de esta manera, sea posible el inicio de nuevos proyectos conyugales.
Por su parte, la desaparición del bien de la prole parece desprenderse de la supresión de la impotencia como impedimento matrimonial[1], lo que pondría de manifiesto, de un lado, que la sexualidad habría desaparecido del modelo legal de matrimonio (el matrimonio no implica necesariamente la relación sexual entre los cónyuges, aunque ciertamente esto sea lo más frecuente) y, de otro lado, que la obtención de prole no sería un fin objetivo del matrimonio civil. No obstante, estas afirmaciones merecen ser matizadas cuando no cuestionadas.
En primer lugar, porque quedan aún reminiscencias de esta vinculación entre matrimonio y prole en la fijación de los 14 años como edad núbil mínima, por debajo de la cual es imposible el matrimonio: límite de edad inspirado en el criterio de la madurez sexual o reproductiva.
En segundo lugar, porque siempre quedaría abierta la posibilidad de adopción por parte de los cónyuges, de modo que, aunque el cónyuge fuese impotente y el matrimonio mantuviese una relación asexualizada, esos esposos podrían obtener descendencia. Argumento que se consolidaría con la Ley 35/1988, de 22 de noviembre, de técnicas de reproducción asistida, donde también se conectaría matrimonio y prole, ya que a pesar de la falta de relación sexual que pueda existir entre los cónyuges por causa de la absoluta impotencia de uno de ellos[2], la obtención de descendencia sería posible por dos vías: 1) fecundación heteróloga, mediante el recurso a material genético de un donante anónimo, pese a lo cual la filiación quedaría determinada ex lege respecto del marido si éste otorgó previamente su consentimiento al uso de esa técnica; 2) fecundación homóloga, mediante la extracción de esperma de los testículos del marido y la implantación en el útero de la mujer o directamente en el óvulo femenino. Téngase en cuenta que impotencia no es sinónimo de esterilidad y que el impotente puede no padecer ni azoospermia (ausencia de espermatozoides) ni ni oligozoospermia (insuficiente cantidad o falta de movilidad de los espermatozoides). De lo que se deduce que en el matrimonio de un impotente puede faltar la relación sexual (y aún así ello estaría supeditado a la definición que diésemos de ésta) pero no necesariamente falta la procreación y menos áun el acceso a la filiación.
Y en tercer lugar, porque aunque se admita el matrimonio de una persona incapacitada para procrear, ello no significa que estructuralmente el matrimonio deje de estar concebido y orientado a la procreación. La prueba de ello es que en 1981 el matrimonio es la unión de hombre y mujer (así se desprende de la interpretación del ius connubii del art. 32 CE en función de la Declaración Universal de Derechos Humanos y de los tratados y Acuerdos Internacionales suscritos por España –criterio interpretativo preferente según el art. 10.2 CE-), exigencia de heterosexualidad que sólo cabe entenderse como fruto de la complementariedad sexual a efectos reproductivos.
Una cosa es que una persona concreta, el impotente, no pueda tener descendencia y otra muy distinta que, por ello, entendamos que el matrimonio como institución de Derecho civil deje de estar orientado a la prole y a la perpetuación de la especie. La incapacidad sexual y en su caso procreativa del impotente no le impide contraer matrimonio, al igual que también pueden contraer matrimonio quienes adolezcan de esterilidad o quienes por su edad no puedan ya concebir hijos, lo cual demuestra lo poco novedoso del cambio introducido en 1981 al modificarse la valoración jurídica de la impotencia. Y es que el matrimonio, incluyendo el nacido de la reforma de 1981, exige estructuralmente una potencialidad procreativa (por eso es cosa de hombre y mujer), pero no una posibilidad actual de los concretos cónyuges ni de consumar (el sexo deja de ser esencial al matrimonio) ni de procrear y menos aún una voluntad en éstos de obtener descendencia.
El matrimonio con una persona impotente o esteril puede, a lo sumo, ser anulado por error en las cualidades personales del otro cónyuge (art. 73.4º CC). Nótese que el efecto no es la nulidad de pleno derecho, sino la posibilidad de anularlo, que se desvanece –convalidando el matrimonio- si los cónyuges viven juntos durante el año siguiente al desvanecimiento del error (art. 76 CC). En todo caso, la causa de nulidad no será la vulneración del bien de la prole (civilmente inexistente) sino el vicio de la voluntad derivado del error[3].
2.- Vaciamiento del contenido institucional del matrimonio civil
La reforma de 1981 supuso un hito en la secularización del matrimonio. El concepto canónico y el concepto civil de matrimonio, hasta entonces presididos por semejantes valores y principios, comienzan una existencia separada. Si a ello le añadimos que el sistema matrimonial español se caracteriza por un único matrimonio (el civil) con una pluralidad de formas de celebración (la civil, la canónica, o la establecida por otras confesiones firmantes de los Acuerdos de 1992 con el Estado español), podemos concluir que a cualquier contrayente se le aplica el modelo matrimonial sentado por el Código civil[4]. Es por ello que cualquier cónyuge, con independencia de que haya contraído matrimonio en el Juzgado o en la Iglesia, podrá solicitar el divorcio si su relación matrimonial fracasa y concurren las causas legalmente previstas.
Desaparecida la indisolubilidad, atemperada la exigencia de fidelidad[5], matizada la potencialidad procreadora y negada la necesaria orientación a la obtención de prole, el matrimonio en Derecho civil español experimenta un vaciamiento no tanto en el contenido del matrimonio (puesto que efectos jurídicos existen y no son pocos, tanto personales –v.gr. causa de opción por la nacionalidad española para el cónyuge extranjero- como sobre todo patrimoniales) sino más bien en los objetivos hacia los que tiende.
Separado del modelo canónico del que toma inspiración, comienza una existencia autónoma marcada por la indefinición acerca de su finalidad y acerca de su sentido actual[6]. El matrimonio deja de ser visto como el único referente fundacional de una familia y como el garante del relevo generacional y del correcto desarrollo y armónico crecimiento de las nuevas generaciones. La nueva regulación no pretende garantizar la estabilidad del matrimonio como institución y sólo en el sentido expuesto (con reservas, pues) sirve para garantizar el nacimiento de nuevos individuos. El matrimonio se convierte así en una institución al servicio del individuo y de su desarrollo como persona, con la consiguiente preeminencia de los aspectos más subjetivos.
Esa pérdida de sentido institucional se traduce en un cuestionamiento cada vez más frecuente no sólo de para qué casarme sino incluso de para qué sirve el matrimonio. A este panorama se suman quienes tienen vedado el acceso al matrimonio, que se preguntan por qué no pueden casarse con quien desean. Esta realidad social permite explicar ciertas modificaciones jurisprudenciales y legales acaecidas en los últimos tiempos o de próxima aprobación y que afectan a la institución matrimonial.
3.- Relativización del actual modelo matrimonial.
3.1. Dimensión subjetiva: quienes pueden contraer matrimonio.
Para el vaciamiento en el contenido tradicional del matrimonio y para su definitiva configuración como una institución al servicio exclusivamente del libre desarrollo de la personalidad (no ya célula fundamental de la sociedad –publificación del matrimonio y del Derecho de familia- sino marco de desarrollo personal del individuo) es necesario un cambio en la perspectiva subjetiva del matrimonio, que ponga en tela de juicio la tradicional regulación acerca de quienes pueden contraer matrimonio contenida en los arts 46 y 47 CC español.
Esa pretendida caracterización actual del matrimonio permite cuestionar algunas de sus notas hasta ahora indiscutibles: en concreto, la exigencia de heterosexualidad, monogamia y exogamia[7].
3.1.1. La exigencia de heterosexualidad. El matrimonio del transexual y el matrimonio del homosexual.
Tradicionalmente el matrimonio es cosa de hombre y mujer. Pese a que tanto los diferentes textos internacionales (art. 12 CEDH, art. 16 DUDH de 10 de diciembre de 1948, art. 23 del PIDCP Nueva York 16 de diciembre de 1966), como tampoco el art. 32 CE, no hablan del derecho del hombre y de la mujer a contraer matrimonio entre sí, resulta bastante evidente que una recta interpretación histórica, teleológica y sistemática de los mismos nos lleva a considerar la heterosexualidad como un requisito esencial del matrimonio en el que pensaban dichos textos.
A. Transexualidad. La posibilidad de un matrimonio entre personas del mismo sexo comenzó a plantearse en España tras la despenalización de las operaciones de cirugía transexual por Ley Orgánica 8/1983, de 25 de junio. Con el precedente en el ámbito europeo del caso Rees (STEDH de 17 de octubre de 1986), en el que se negaba que hubiese vulneración del art. 12 CEDH al impedir el matrimonio del señor Rees (biológicamente hombre y externamente mujer) con otro señor[8], el Tribunal Supremo español va a tener ocasión de pronunciarse en varias ocasiones, STS 2 de julio de 1987, STS 15 de julio de 1988, STS 3 de marzo de 1989 y STS 19 de abril de 1991, sentando una doctrina según la cual se ha de permitir la rectificación registral del sexo para lograr que jurídicamente nadie permanezca con un sexo no querido y que no se corresponde con la consideración social de dicha persona.
Ahora bien, esta respuesta al petitum se va a ver acompañada de una matización de los efectos de dichas sentencias. Obiter dicta se va a señalar que en realidad dicho cambio de sexo da lugar a una ficción de mujer o de varón, protegible por el Derecho pero que no significa una equiparación absoluta con el sexo pretendido, lo que se traduce en que no podrá realizar como mujer determinados actos o negocios jurídicos, principalmente el matrimonio.
La solución planteada por el Tribunal Supremo dio lugar a fuertes críticas doctrinales y a un seguimiento inicial por parte de la Dirección General de los Registros y del Notariado (Resolución 2 de octubre de 1991), que años después se tornaría en distanciamiento e inaplicación práctica, como se aprecia en las Resoluciones de 8 y 31 de enero de 2001, que admiten el matrimonio del transexual con persona de su mismo sexo biológico pero distinto sexo registral, sobre la base del ius nubendi, que se entendería vulnerado si no permitiésemos al transexual contraer matrimonio según su sexo registral y civil y según sus preferencias, que son las que a la postre han llevado a la rectificación registral del sexo.
El último hito en esta evolución en pro de la admisión del matrimonio de los transexuales de conformidad con su nuevo sexo biológico (y por tanto, el último ataque frontal a la exigencia de heterosexualidad en el matrimonio) lo dan las Sentencias del TEDH de 11 de julio de 2002, casos Goodwins contra Reino Unido e I. contra Reino Unido, en las que el Tribunal de Estrasburgo cambia de criterio y entiende que la negativa estatal a la rectificación de las menciones registrales de sexo solicitadas por transexuales que habían completado el tratamiento quirúrgico para su transformación sexual física, así como la negativa a autorizar un matrimonio conforme a su nuevo sexo biológico, constituyen una flagrante vulneración del Convenio de Roma, pues el margen de apreciación estatal a la hora de determinar quienes pueden casarse no debe suponer una vulneración del contenido mismo del ius connubii. Derecho a contraer matrimonio que, en la práctica, se vería negado si no permitiésemos al transexual contraer matrimonio con persona de su mismo sexo biológico y, actualmente, distinto sexo externo y registral[9].
Doctrina que ha sido recogida por la STS 6 de septiembre de 2002 para ratificar la necesidad de una plena reasignación sexual (procedimiento quirúrgico completado) a efectos de lograr la rectificación registral del sexo y del nombre[10]. Sin embargo, omite toda referencia a la proyección que dichas sentencias tendrán sobre la posición del Tribunal Supremo en materia de matrimonio del transexual, posición que necesariamente ha de cambiar, así como la actitud del legislador español, quien no puede seguir obviando los numerosísimos problemas legales derivados del cambio de sexo[11].
B. Homosexualidad. Con el precedente holandés (Ley 9 de 21 de diciembre de 2001) y enlazando con una Resolución del Parlamento Europeo de 8 de febrero de 1994, el Gobierno español ha presentado recientemente el Proyecto de Ley 121/000018 por el que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio (Boletín Oficial de las Cortes Generales 21 enero 2005). En él se propone la introducción en el artículo 44 del Código Civil de un segundo párrafo por el cual “el matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o diferente sexo”. Modificación con la que se pretende (Exposición de Motivos) “dar satisfacción a una realidad palpable[12], asumida por la sociedad española[13], y que se presenta necesitada de un marco que determine los derechos y obligaciones de todos cuantos formalizan sus relaciones de pareja”.
El objetivo principal es “acabar con una larga trayectoria de discriminación histórica basada en la orientación sexual de las personas[14], teniendo en cuenta que la realidad social española de nuestro tiempo deviene mucho más rica, plural y dinámica que la sociedad en que surge el Código Civil español de 1889, y que la convivencia como pareja entre personas del mismo sexo, basada en la afectividad, ha sido objeto de reconocimiento y aceptación social creciente, superando arraigados prejuicios y estigmatizaciones”.
Reforma que se fundamenta en que “la Constitución, al encomendar al legislador la configuración normativa del matrimonio, no excluye en forma alguna una regulación que delimite las relaciones de pareja de una forma diferente a la que haya existido hasta el momento y dé cabida a nuevas formas de relación afectiva” Y sobre todo en que esta opción por el matrimonio abierto a personas del mismo sexo entronca con “la promoción efectiva de los ciudadanos en el libre desarrollo de su personalidad (arts. 9.2 y 10.1 de la Constitución), la preservación de la libertad en lo que a las formas de convivencia se refiere (ar. 1.1 de la Constitución) y la instauración de un marco de igualdad real en el disfrute de los derechos sin discriminación alguna por razón de sexo, opinión o cualquier otra condición personal o social (art. 14 de la Constitución)”.
Llama ante todo la atención que una materia como ésta, tan evidentemente discriminatoria y retrógrada para el Gobierno español[15], se encuentre regulada en la inmensa mayoría de los países en el mismo sentido que el actual art. 44 CC. Con excepción de Holanda y Bélgica, el matrimonio entre personas del mismo sexo[16] no se encuentra previsto en ninguna legislación del mundo. ¿Cómo es posible semejante ceguera? A lo mejor porque la ceguera no es ajena sino propia.
Por otra parte, resulta llamativo que se invoque una presunta vulneración del principio de igualdad, sobre la base de discriminaciones por razón de orientación sexual, cuando se pretende justificar la reforma. Tal principio aparece vulnerado, según doctrina reiterada de nuestro Tribunal Constitucional (STC 39/2002, 14 de febrero, STC 103/2002, 6 de mayo, STC 104/2004, 28 de junio, STC 186/2004, 2 de noviembre) cuando:
A.- La diferencia de trato no resulta objetivamente justificada. Según el intérprete de la Constitución, “no toda desigualdad de trato normativo respecto a la regulación de una determinada materia supone una infracción del mandato contenido en el art. 14 CE, sino tan sólo las que introduzcan una diferencia entre situaciones que puedan considerarse iguales, sin que se ofrezca y posea una justificación objetiva y razonable para ello. El principio de igualdad exige, así, que a iguales supuestos de hecho se apliquen iguales consecuencias jurídicas y, por tanto, veda la utilización de elementos de diferenciación que quepa calificar de arbitrarios o carentes de una justificación razonable. En suma, lo que prohíbe el principio de igualdad son las desigualdades que resulten artificiosas o injustificadas por no venir fundadas en criterios objetivos y razonables, de valor generalmente aceptado”.
B.- Falta de proporcionalidad entre la medida adoptada, el resultado producido y la finalidad pretendida. Y es que para que sea constitucionalmente lícita la diferencia de trato, se exige que “las consecuencias jurídicas que se deriven de tal distinción sean proporcionadas a la finalidad perseguida, de suerte que se eviten resultados excesivamente gravosos o desmedidos”.
A mi entender, la regulación actual del matrimonio como institución fundada en la heterosexualidad no responde a razones arbitrarias ni infundadas y tampoco de efectos desproporcionados, aunque este último criterio sea el más dudoso, pues la baja tasa de natalidad y la proliferación de nacimientos extramatrimoniales permitirían poner en duda la adecuación de estos resultados a la medida prevista (esto es, a la circunscripción del matrimonio a personas de distinto sexo). Si se quiere reformar el matrimonio y abrirlo a personas del mismo sexo, ello se deberá a que el legislador, haciendo uso de la facultad que le concede el art. 32 CE, decide modificar el régimen jurídico del matrimonio para adaptarlo a la realidad social y, sobre todo, para darle nuevos fines a la institución[17]. Ahora bien, ello no significa que la regulación actual resulte infundada ni arbitraria.
Los homosexuales no tienen impedida la celebración del matrimonio entre sí; lo que hasta ahora se impide en España es el matrimonio de personas del mismo sexo. Si un homosexual varón se quiere casar con una lesbiana, no encontrará obstáculo alguno, a diferencia de lo que sucederá si pretende contraer con otro varón. Y es que la orientación sexual (opción, criterio subjetivo ligado a las apetencias personales de cada momento) no es un problema. Lo es el sexo, la pertenencia biológica a uno u otro sexo (criterio objetivo en cuanto que ligado a la naturaleza humana).
Ha de partirse de que el Derecho civil no permite un matrimonio libre o a la carta. Una persona no puede casarse con quien quiera: del mismo modo que no no puede casarse con persona de su mismo sexo, tampoco puede hacerlo con su madre, con su hermano, con otra persona aún casada o con varias personas a la vez. Tales restricciones no resultan de suyo arbitrarias ni, por tanto, discriminatorias. Simplemente responden a un concepto y a una manera de entender la institución matrimonial que ha estado vigente en nuestra cultura jurídica desde hace siglos y que se ha caracterizado por entender el matrimonio como figura con la que se pretende institucionalizar las relaciones sexuales en cuanto que generadoras de descendencia, de donde procede el tradicional nexo matrimonio – procreación y la exigencia de heterosexualidad.
Es cierto que el matrimonio en Derecho civil español ha cambiado tras las profundas reformas experimentadas en 1981 y que, con base en esos cambios, el matrimonio se erige en cauce para el libre desarrrollo de la personalidad[18] y, como dice la propia Exposición de Motivos del Proyecto de Ley, consiste en “la convivencia como pareja entre personas …, basada en la afectividad”, siendo ésto lo que define a las relaciones que se pretende elevar a la categoría de matrimoniales. Pero no es menos cierto que se sigue basando también en la procreación, por tenue que sea esta tendencia.
El matrimonio no es sólo una herramienta al servicio del libre desarrollo de la personalidad de los cónyuges. De ser así, la negativa al matrimonio entre personas del mismo sexo (o entre hermanos, o en grupos) podría tildarse de irrazonable y por tanto de discriminatoria. El matrimonio se conecta también con la reproducción, aunque ésta no sea ya necesaria. Es al permitirse legalmente el matrimonio entre personas del mismo sexo cuando éste se convierte en una institución exclusivamente al servicio del libre desarrollo de la personalidad individual. La reforma legal proyectada no es, pues, una consecuencia ineludible de la adecuación al nuevo concepto de matrimonio. En realidad, es la creadora de un nuevo concepto de matrimonio, con el que se da un paso más en el proceso de distanciamiento del matrimonio como institución enraizada en la naturaleza humana.
Con la admisión del matrimonio entre personas del mismo sexo se rompe definitivamente el nexo entre matrimonio y reproducción[19]. Será un matrimonio con relación sexual (se institucionaliza la relación homosexual) y un matrimonio que podrá obtener descendencia mediante la ficción presente en toda adopción (si bien alterando el brocardo, de modo que adoptio non imitat naturam), pero también será un matrimonio que estructuralmente no servirá a efectos reproductivos ni de perpetuación de la especie. Permitirá reordenar las relaciones de filiación, como sucede en la adopción, pero no dar lugar a nuevos seres, al menos cuando se trate de relaciones entre dos hombres (no así entre dos mujeres, al ser posible la fecundación heteróloga) y mientras no se cambie el tratamiento jurídico de las llamadas “madres de alquiler”.
Con la reforma proyectada sí que se puede decir que el matrimonio, como institución, no tiende a la obtención de prole, a diferencia de lo que acontecía en 1981 donde, pese a la supresión del impedimento de impotencia, la posibilidad (que no necesidad ad cassum) reproductiva estaba presente en la heterosexualidad. Si dicha reforma prospera sí que podremos decir que, al no haber tendencia a la prole “el matrimonio se transforma en la unión de dos personas que desean una vida en común, afectiva, sexual y socialmente hablando” [20], concepto en el que no tiene cabida la exigencia de heterosexualidad, por restrictiva.
Y lo cierto es que tiene serias posibilidades de prosperar, no sólo por razones de programa electoral y de compromisos adquiridos, sino porque en los últimos tiempos se está creando un caldo de cultivo favorable a dicha regulación. A tal efecto, además de algún precedente europeo como la ley holandesa 9, de 21 de diciembre de 2000 y de diversos pronunciamientos de Tribunales extranjeros[21], resulta especialmente relevante el artículo 9 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea del año 2000 (incorporada hoy en día al artículo II-69 del “Tratado por el que se establece una Constitución para Europa”) en el que “se garantizan el derecho a contraer matrimonio y el derecho a fundar una familia según las leyes nacionales que regulen su ejercicio”[22]. En la Explicación ofrecida al art. 9 de la Carta[23], tras reconocer que dicho artículo está basado en el art. 12 CEDH, se añade seguidamente que “Este artículo ni prohíbe ni impone el que se conceda estatuto matrimonial a la unión de personas del mismo sexo. Este derecho es por lo tanto similar al previsto por el CEDH, pero su alcance puede ser más amplio cuando la legislación nacional así lo establezca”.
Por su parte, el art. 52 apartado tercero de la Carta (artículo II-112, apartado 3 del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa) señala que “en la medida que la presente Carta contenga derechos que correspondan a derechos garantizados por el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, su sentido y alcance serán iguales a los que les confiere dicho Convenio. Esta disposición no obstará que el Derecho de la Unión conceda una protección más extensa”; para luego, en la Explicación al citado art. 52, afirmar que ese artículo 9 “abarca el ámbito del artículo 12 del CEDH, pero su ámbito de aplicación puede ampliarse a otras formas de matrimonio siempre que la legislación nacional las contemple”.
3.1.2. Exigencia de monogamia
Afirma la Exposición de Motivos del Proyecto de Ley ahora comentado que “el establecimiento de un marco de realización personal que permita … desarrollar su personalidad y sus derechos en condiciones de igualdad se ha convertido en exigencia de los ciudadanos de nuestro tiempo”, añadiendo luego que “la Constitución, al encomendar al legislador la configuración normativa del matrimonio, no excluye en forma alguna una regulación que delimite las relaciones de pareja de una forma diferente a la que haya existido hasta el momento, regulación que dé cabida a las nuevas formas de relación afectiva”.
Tales afirmaciones, referidas a “aquellos que libremente adoptan una opción sexual y afectiva por personas de su mismo sexo”, resultan a mi parecer perfectamente aplicables a todos aquellos cuya opción no sea la relación sexual, afectiva y convivencial entre dos personas sino en el marco de un grupo numéricamente superior.
En una Europa en la que el número de inmigrantes crece incesantemente, en la que se defiende la libertad y diversidad religiosa y en la que el número de musulmanes nacionales de Estados miembros es (o, sin duda alguna, será) similar o superior al de homosexuales ¿por qué no admitir otros modelos familiares como el poligámico musulmán? Si se pretende convertir el matrimonio en una fórmula de convivencia afectiva que implique ciertos derechos y deberes y que se oriente al libre desarrollo de la personalidad de los cónyuges, no se ve porqué estos han de ser 2 y no 3 o más.
La cuestión se planteó y fue resuelta en España por la DGRN en Resolución de 8 de marzo de 1995, diciendo que “no ha de importar que el marroquí, de acuerdo con su estatuto personal pueda, estando casado, volver a contraer matrimonio con otra mujer. En efecto, la legislación nacional aplicable según las normas de conflicto debe ser excluida cuando resulte contraria al orden público (cfr. art. 12.3 CC). Es indudable que el matrimonio poligámico se opone frontalmente a la dignidad de la mujer y a la concepción española de la institución matrimonial” (la cursiva es mía).
El rechazo de ese modelo matrimonial contrario a la monogamia se fundamenta, pues, en dos afirmaciones: atentado contra la dignidad de la mujer y no pertenencia a la concepción española dominante sobre el matrimonio. Ambos argumentos son perfectamente criticables y superables en sede legislativa.
El primero de ellos, mediante la permisión no sólo de la poligamia sino también de la poliandria, pues entonces no habría discriminación por razón de sexo sino, a lo sumo descompensación entre lo que dan los cónyuges. Algo así, como el “uno/a para todas/os y todas/os para uno/a” de la obra de Dumas, pero en versión matrimonial.
En cuanto al segundo argumento, se supera si tenemos en cuenta las propias palabras de la Exposición de Motivos, transcritas supra: “la Constitución, al encomendar al legislador la configuración normativa del matrimonio, no excluye en forma alguna una regulación que delimite las relaciones de pareja de una forma diferente a la que haya existido hasta el momento, regulación que dé cabida a las nuevas formas de relación afectiva”. La deliberada laxitud que se quiere atribuir al concepto de matrimonio y su acomodabilidad a la realidad social, impedirán hablar de un concepto rígido y atemporal de matrimonio para el Derecho español.
Es posible que la “concepción española dominante sobre el matrimonio” exija hoy en día la circunscripción del matrimonio a los miembros de una pareja, y no a los grupos superiores. En todo caso, resulta difícil negar que en el futuro, tras el concepto de matrimonio que se pretende implantar mediante la presente reforma, esa posibilidad pueda ser legalmente contemplada. Y cabría entonces plantearse si, en aras del libre desarrollo de algunas personas, del respeto de un derecho constitucional y de la propia coherencia con la fundamentación de la reforma legal, no hubiera sido procedente proponer también la supresión de la monogamia.
3.1.3. Exigencia de exogamia.
A tenor de lo visto, a partir de 1981 la relación matrimonial concreta no ha de estar necesariamente dotada de un componente sexual: al menos así sucederá en los casos de impotencia absoluta. La reforma proyectada en 2005 hace que el matrimonio no esté ineludiblemente vinculado a la procreación. De ser así, y si lo que se pretende no es sino una “relación y convivencia de pareja, basada en el afecto” que se erija en “cauce destacado para el desarrollo de la personalidad”, ¿por qué negar el matrimonio entre dos hermanos o entre un padre y una hija? Podrá decirse: porque se desea una correcta ordenación de las relaciones afectivas, sin confundir las relaciones familiares con las estrictamente conyugales.
Ahora bien, partiendo de ese concepto asexuado y totalmente abierto de matrimonio ¿puede el legislador imponer que una relación entre un padre y una hija, siendo ambos mayores de edad, discurra por los cauces del ordinario afecto paternofilial y no por los más propiamente conyugales? Si nos fijamos con detalle, el sentido que se pretende dar en la actualidad al matrimonio y las obligaciones que asumen los cónyuges al casarse no difieren en demasía del contenido jurídico presente en las relaciones familiares en general y paternofiliales en particular (aspectos asistenciales y alimenticios).
La diferencia principal radica en que el proyecto de ley ahora analizado, en la línea con lo previsto por las distintas leyes autonómicas de uniones estables de pareja, atribuye a la relación matrimonial una cierta afectividad sexualizada[24] que la diferencia de otras relaciones afectivas como las familiares o paternofiliales. Lo cual no deja de ser curioso, pues supone la vuelta a la exigencia de sexualidad en el matrimonio, exigencia en principio superada en 1981. La paradoja está servida: la afectividad matrimonial se caracteriza por ser sexualizada, pero al mismo tiempo cabe el matrimonio del impotente.
De exigirse ahora una afectividad sexualizada al matrimonio, podría entenderse la prohibición de la endogamia (impedimentos recogidos en los apartados 1º y 2º del artículo 47 CC) por razones eugenésicas. Ahora bien, cuestionado hoy en día por la Ciencia el argumento eugenésico (pues la posibilidad de transmisión genética a los hijos de enfermedades presentes en los padres es porcentualmente inferior a la no transmisión), ¿porqué no permitir contraer matrimonio a parientes, en aras del respeto de ese libre desarrollo de la personalidad proclamado por el art. 10.1 de la Constitución española?
3.2. Dimensión formal. Uniones de hecho y matrimonio.
Coetáneamente con diversas leyes autonómicas, han sido varias las tentativas a nivel nacional[25] para legislar el fenómeno de la convivencia extramatrimonial estable como forma de organización familiar alternativa al matrimonio y fundada, una vez más, en el libre desarrollo de la personalidad de los sujetos (STC 222/1992, de 11 de diciembre). Se ha hablado incluso de la presencia de un “derecho a no contraer matrimonio” como libertad de opción contenida en el art. 32 CE (ATC 156/1987, 11 de febrero) en relación con la libertad ideológica del art. 16 CE (STC 66/1994, de 28 de febrero).
Resulta hoy indiscutible que esas figuras se estructuran sobre el modelo matrimonial, tanto en lo relativo a su dimensión subjetiva (los impedimentos matrimoniales están presentes en la regulación de la pareja estable, con la excepción de la exigencia de heterosexualidad) como a los efectos de la vida en pareja, que tienden a identificarse, con mayor o menor éxito según las legislaciones, con los del matrimonio: derechos sucesorios, capacidad de adopción conjunta, responsabilidad solidaria frente a terceros por deudas derivadas del ejercicio de la potestad doméstica, tutela en caso de incapacidad, etc.
Un examen desapasionado y estrictamente jurídico de la materia permite afirmar que las uniones de hecho o parejas estables son concebidas como un tipo de matrimonios que presentan, sin embargo, dos notas diferenciales: 1) un aparente rechazo a someterse a una determinada forma de celebración[26]. Lo importante es la convivencia, no los formalismos y convencionalismos propios de la burocracia civil o eclesial; 2) un rechazo a someterse a un procedimiento de ruptura. Se busca, pues, que la ruptura sea libre y automática, pero sin someterse a la causalización, a la demora temporal y a los costes de los procesos de separación o divorcio.
¿Qué tenemos ante nosotros? Una relación en la que existe un afecto similar al matrimonial, un proyecto de vida en común, un ánimo de permanencia en ese proyecto y una apariencia matrimonial. Relación cuya apariencia externa es difícilmente distinguible de la que une a dos personas casadas. Son dos personas que pueden querer estar casadas y que de hecho (como si fuese una suerte de “matrimonio de hecho” o si lo prefieren “de hecho, un matrimonio”) sustantivamente viven como si lo estuvieran, pero que a priori rechazan la forma matrimonial (la llamada “cumplimentación de papeles”) y sus dificultades disolutorias (los procedimientos de separación y divorcio, con su sometimiento a plazos). Son matrimonios a los que les falta forma, constituyéndose por la mera convivencia, y a los que, en principio, les falta el compromiso de permanencia, que a la postre es el creador del vínculo jurídico.
Por lo que se refiere a la falta de forma, he dicho ya que las uniones de hecho pueden contar con ella y que las propias legislaciones así lo prevén. Cuestión distinta es que las formas no coincidan con las matrimoniales, emitiéndose un consentimiento ante persona distinta (el Notario o el Encargado del Registro de parejas estables) de la prevista en el Código civil para el matrimonio (artículos 49 a 60).
Pero es que además, la forma solemne no es la esencia del matrimonio. La forma aporta seguridad jurídica al matrimonio, evitando los matrimonios secretos (como sucedía antes del Decreto Tametsi de 1563) y garantizando la celebración del matrimonio y el momento a partir del cual comienza a regir el estatuto jurídico matrimonial. Sin embargo, el matrimonio no se puede reducir a una mera forma. Es más, entra dentro del margen de conformación del matrimonio, atribuido por el art. 32 CE al legislador, establecer la forma de celebración o incluso la ausencia de forma.
Por lo que se refiere a la falta de compromiso, ha de matizarse esta afirmación. Es cierto que dos personas que viven juntas sin estar casadas pueden en cualquier momento poner fin a su convivencia. Al no existir compromiso de futuro, no hay obligación de seguir viviendo juntas y por tanto son libres de dar por concluida su relación.
La pregunta es ¿acaso no existe esa misma posibilidad en el matrimonio? Aunque en el matrimonio exista compromiso y exista obligación de convivir ¿quien puede obligar a la mujer a seguir viviendo con el varón que la maltrata o que frecuenta los prostíbulos? ¿Cómo se puede imponer el cumplimiento de ese compromiso de vida en común cuando uno se niega, justificadamente o no, a seguir conviviendo?
Téngase en cuenta, además, que el régimen jurídico del matrimonio posibilita la solicitud de divorcio no sólo por mutuo acuerdo (previa separación y transcurso de un plazo) o por voluntad justificada de uno de los contrayentes (v.gr. sujeto pasivo de las infidelidades o malos tratos del otro) sino incluso por la voluntad unilateral e injustificada de una de las partes. El art. 86.4º del actual Código civil posibilita a cualquiera de los cónyuges solicitar el divorcio a los 5 años de la ruptura unilateral de la convivencia.
Por otra parte, ha de recordarse el Proyecto de Ley 121/000016, por el que se modifica el Código Civil en materia de separación y divorcio (BOCG-Congreso, 1 de diciembre de 2004 , Núm. 16-1). La supresión de causas y la supresión de plazos propuesta en este proyecto[27] ciertamente agiliza los trámites de ruptura, pero convierte en humo el vínculo jurídico y en pura entelequia el compromiso matrimonial. Todo ello, eso sí, en aras de que la “libertad, como valor superior de nuestro ordenamiento jurídico, tenga su más adecuado reflejo en el matrimonio” y de que éste pueda actuar como verdadero “cauce a través del cual los ciudadanos pueden desarrollar su personalidad”.
Cuando dicha reforma en materia de separación y divorcio sea aprobada, ¿en qué se diferenciarán las uniones de hecho de los matrimonios? En la dimensión subjetiva y en la dimensión formal. Una vez se apruebe el proyecto de reforma matrimonial para posibilitar el matrimonio entre persona del mismo sexo, ¿donde residirá la diferencia entre ambas figuras? En la forma. Dicho de otro modo, matrimonio y unión de hecho serán una misma institución a la que se accederá por caminos diversos. Es por ello que las reformas del matrimonio citadas en este comentario convierten en innecesaria la ley estatal de parejas estables. En vez de ésta, sería mucho más razonable una tercera reforma del matrimonio por la que se modificase lo relativo a la forma (con o sin formalidades externas) de constitución.
4. Conclusión
A mi parecer, el matrimonio no es un concepto previo al Derecho, sobre el que éste no pueda operar en absoluto. Antes bien, el concepto de matrimonio es, como todo en Derecho, el resultado de acotar un sector de la realidad social, en este caso profundamente enraizado en la naturaleza humana, y darle un tratamiento jurídico de conformidad con unos fines que se consideran de interés público o social.
Hay relaciones interpersonales que no interesan al Derecho: la amistad, el noviazgo[28], las relaciones esporádicas o la convivencia bajo un mismo techo de dos hermanos solteros, no son jurídicamente relevantes. Por el contrario, el matrimonio, relación interpersonal, sí que interesa al Derecho en cuanto que relación productora de efectos beneficiosos para la sociedad. Efectos consistentes en fomentar y ordenar la progenie y por tanto el relevo generacional; y, sobre todo, efectos consistentes en constituir el marco adecuado para el desarrollo del individuo y su correcta integración en la sociedad.
En épocas históricas en las que no existía un Estado provisor de servicios y de prestaciones para los ciudadanos, la protección de los más débiles –los hijos- había de realizarse en el marco familiar. Habían de ser sus consanguíneos quienes atendieran a sus necesidades. Y esa función asistencial quedaba reforzada si entre los autores de esa progenie existía un vínculo jurídico concebido como estable y perpetuo.
Surge así el concepto de matrimonio como forma de organización social. El matrimonio, pues, es objeto de regulación y de desarrollo en la medida que su existencia interesa a la sociedad. Así se entiende que el matrimonio sea objeto de regulación por el Código civil (arts. 44 y ss) y que, incluso, se eleve a derecho constitucional el ius connubii (art. 32 CE), dada su trascendencia.
Este interés social decae si la institución pierde sus caracteres específicos. Cosa que sucede cuando se configura como libremente disoluble (pues el vínculo deviene inestable y la fragmentación del marco familiar inevitable), y cuando deja de estar consustancialmente abierto a la procreación (pues deviene inapto para perpetuar la especie).
El art. 32 CE supone, a un mismo tiempo, la consagración constitucional de una institución de evidente interés social y la elevación a la categoría de derecho constitucional de la posibilidad de optar por una determinada manera de organizar la propia vida y por un marco donde crecer como persona[29]. En el art. 32 CE confluyen el interés público y el interés particular (al igual que en el art. 33 con su constitucionalización del derecho de propiedad y la fijación de sus límites), quedando obligados los poderes públicos a protegerlo y debiendo regularse su ejercicio sólo por ley que, en todo caso, respete el contenido esencial del derecho (art. 53.1 CE), lo que es tanto como decir de la institución matrimonial misma.
Pretender que el contenido esencial del matrimonio es la convivencia afectiva de dos personas en aras de su mutuo desarrollo personal implica vaciar de contenido el matrimonio. Una cosa es que el matrimonio se conecte con el libre desarrollo de la personalidad y otra muy distinta es que tan sólo sea una manifestación de dicho valor.
La ubicación del art. 32 CE en el Título I, Capítulo II, Sección segunda de la Constitución Española, denominada “de los derechos y deberes de los ciudadanos”, no implica una visión individualista del matrimonio y menos aún una facultad de configurar el matrimonio al gusto de cada sujeto. El derecho al matrimonio es el derecho a acceder a una institución con unos perfiles propios y perfectamente identificables, no un derecho individual a adecuar el contenido del matrimonio a los propios intereses.
Digamos que el matrimonio contribuye al libre desarrollo de la personalidad y encauza ese desarrollo mediante el contenido de la institución matrimonial. El matrimonio sirve para el libre desarrollo de la personalidad, pero no es servil para con el libre desarrollo de la personalidad. Afirmar lo contrario implica rechazar que el art. 32 CE pretendiese proteger el matrimonio como institución social y contradecir así la doctrina de nuestro Tribunal Constitucional (STC 184/1990).
El contenido esencial del matrimonio ha de radicar, pues, en algo más que esa convivencia y que ese objetivo de desarrollo personal. Su interés social radica también en su apertura estructural al nacimiento de nuevos seres, razón por la cual el matrimonio es heterosexual, hablando la Constitución, por primera y única vez en todo su texto, del hombre y de la mujer (en lugar de formulaciones más genéricas). Y por ello la heterosexualidad puede considerarse como inherente al matrimonio, formando parte de un contenido esencial en el que también estaría presente, tras la Constitución Española, la igualdad jurídica entre el marido y la mujer. Prescindir de la exigencia de heterosexualidad sería modificar una parte del contenido esencial de ese concepto de matrimonio que ha de ser respetado por la ley por exigencia del art. 53.1 CE. Sería, pues, una reforma de dudosa constitucionalidad.
La reforma del Código civil que se pretende realizar en España parte de una visión del matrimonio como institución que sirve primordialmente al individuo y a sus intereses y que sólo indirectamente, mediante el libre desarrollo de la personalidad como fundamento del orden político y de la paz social (art. 10.1 CE) sirve a la sociedad. La consecuencia lógica de ello es esa supeditación a la voluntad del individuo y esa pérdida de sentido transpersonal. Precisamente por este motivo resultaría hoy un sinsentido cerrar el matrimonio a personas unidas por vínculos estrechos de parentesco o a grupos de más de dos personas. El libre desarrollo de la personalidad habría de justificar que se adecuase la normativa matrimonial a este tipo de pretensiones.
Es cierto que la realidad cotidiana refleja un altísimo nivel de fracaso matrimonial y una cada vez menor tendencia procreadora en los cónyuges. El matrimonio actual no es el marco perfecto para el desarrollo de la prole, ni para la regeneración de la sociedad. Y dudo mucho, a tenor de esos datos sobre fracaso matrimonial, que sea el marco adecuado para el libre desarrollo del individuo. Pese a ello, es el mejor marco de los posibles y, en todo caso, es el marco previsto y protegido por la Constitución, lo que impide que legislativamente se desvirtúe el concepto de matrimonio.
Y eso será lo que sucederá si finalmente se aprueban los proyectos de ley previstos en materia matrimonial. La institución matrimonial, desde una perspectiva teórica y en el ámbito civil, quedó herida pero aún enhiesta en 1981. La regulación que se nos viene encima, en España y dentro de poco en otros muchos países, no será sino el tiro de gracia (en términos taurinos, “la puntilla”) al matrimonio. Una eutanasia legislativa, por mucho que se la revista de innovación de contenidos.
Doctor en Derecho.
Profesor Adjunto de Derecho Civil en la Universidad de Navarra/España
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