El sistema procesal utilizado
por el Tribunal se centraba en la investigación, juzgamiento y sanción del
delito de herejía. Los inquisidores, en cumplimiento de su función, hacían el
papel de jueces. No era necesario que existiese denuncia o acusación; podían
inquirir, investigar, cualquier indicio razonable que los llevase a sospechar
la existencia de personas o grupos heréticos. El procedimiento inquisitivo fue
la resultante de una lenta evolución histórica:
“Es, propiamente, una
creación del derecho canónico, aparecida a lo largo de un período de tiempo que
puede situarse entre finales del siglo XII y mediados del XIV, con el objeto de
salvar la insuficiencia punitiva del viejo proceso acusatorio mediante el
otorgamiento de una mayor iniciativa al juez a la hora de entablar e impulsar
el procedimiento en las causas criminales.
Con arreglo al procedimiento
acusatorio, la acción judicial se sustanciaba no entre el representante público
y el presunto culpable, sino entre este último y una persona privada que iniciaba
y sostenía la acción judicial. En el proceso penal acusatorio, desde este punto
de vista, se seguía el mismo criterio que en el procedimiento civil, pudiendo
decirse que en aquel el acusador desempeñaba el papel de demandante, al
corresponderle no sólo iniciar el proceso, sino buscar y llevar al mismo los
medios de prueba dirigidos a convencer al juez y acarrear la condena de
presunto culpable, de acuerdo con un principio procesal con arreglo al cual se
encomendaba a los particulares la represión de los delitos.
Sin embargo, la rigidez del
proceso acusatorio determinaba en muchos casos su ineficacia punitiva, y ello
acarreó su inaplicación progresiva cuando la mayor abundancia de delitos hizo
necesario adoptar criterios represores más sistemáticos. Así, puede decirse que
en los reinos europeos de finales del siglo XIII el procedimiento acusatorio
apenas era ya utilizado, lo que no fue óbice para que siguiera siendo
considerado durante largo tiempo, al menos teóricamente, como el procedimiento
criminal por excelencia.
La sustitución del procedimiento
acusatorio por un instrumento procesal más eficaz se verificó inicialmente en
el campo de la jurisdicción eclesiástica, donde, desde finales del siglo XII,
fueron apareciendo toda una serie de innovaciones dirigidas a potenciar una
intervención del juez cada vez más activa y autónoma en las causas criminales
por delitos eclesiásticos. Entre estos nuevos instrumentos procesales ocupa un
papel preeminente la actuación «inquisitiva» (de inquisitio: búsqueda), con arreglo a la cual al juez le bastaba
para iniciar sus actuaciones con que la autoría del hecho delictivo constase de
modo público y notorio. El considerable mayor grado de eficacia punitiva de
esta nueva modalidad de proceso penal permitió que en la práctica se
convirtiese en la más usual, no sólo en el ámbito canónico, sino en el de la
jurisdicción ordinaria, en una tendencia que ha llegado hasta nuestros
días”[1].
Los procedimientos estaban
normados por las instrucciones de Torquemada y Deza, las cuales fueron
complementadas en la gestión de Fernando de Valdés. Las del primero,
constituyeron la compilación inicial de las normas del Santo Oficio. Fueron
dadas cuando el Tribunal apenas contaba con cuatro años de existencia y su
funcionamiento era irregular, aunque ya se diferenciaba de su precedente
medieval. Por entonces, el ingreso de la Inquisición a un lugar determinado no suponía el
establecimiento de un tribunal permanente en la zona sino la intervención
directa de los inquisidores. Concluido el encargo terminaban sus funciones. La
historia del Tribunal muestra como una constante la tendencia a abandonar el
carácter sumario original de este tipo de procedimientos con la finalidad de
dar mayores garantías a los enjuiciados. Esto se traduce en el aumento de los
requisitos para iniciar los procesos, lo que hizo que a partir de mediados del
siglo XVII resultara cada vez más frecuente el cierre de los expedientes
inquisitoriales antes de la apertura del juicio.
La actuación del Tribunal tenía
cinco fases: el sermón de la fe, el edicto de gracia, la libre presentación de
los arrepentidos, las denuncias y los procesos. En 1488 se celebró en
Valladolid una reunión de inquisidores y personal asesor del Santo Oficio que
realizó algunas aclaraciones a las instrucciones anteriores. Entre estas se
señaló que los tribunales de distrito debían consultar al Consejo las causas
que no podían resolver, lo cual era una manifestación de la tendencia
centralizadora y uniformizadora que caracterizó al Tribunal ya que, inicialmente,
los inquisidores subalternos habían realizado sus acciones con suma libertad
generando procederes distintos. Cabe añadir que por lo general los tribunales
inquisitoriales se ciñeron escrupulosamente a la normatividad entonces vigente.
“Lo primero que conviene
señalar a este respecto es que los tribunales del Santo Oficio observaron con
fidelidad absoluta el procedimiento penal tal y como había sido diseñado por la
normativa canónica y desarrollado por la doctrina del derecho común”[2].
Etapa previa
Una de las características
propias del procedimiento inquisitorial era que, antes de iniciar sus
actuaciones procesales, los inquisidores debían pronunciar el sermón de la fe. Después de este comenzaba un período
de gracia en el que se permitía a los herejes confesar voluntariamente sus
culpas sin más sanción que una simple penitencia. La lectura del sermón se
llevaba a cabo en día domingo, con la asistencia de los párrocos y de
representantes de las órdenes religiosas establecidas en el lugar. Dicho sermón
se dedicaba íntegramente a resaltar la fe católica, exhortando a los
concurrentes a ayudar en su defensa. Seguidamente, se procedía a dar lectura al
edicto de gracia, el cual fue denominado, a partir del siglo XVI, edicto de la
fe[3]. En ellos se explicaba las formas de
reconocer las herejías para que el común de la gente las pudiera diferenciar y,
en caso de tener conocimiento de que se hubiesen cometido hechos similares, los
denunciasen. Toda persona que tuviera conocimiento de un acto de herejía estaba
obligada a denunciarlo aunque los protagonistas hubiesen sido sus padres,
cónyuges, hermanos o hijos. El móvil principal que originaba la mayoría de las
acusaciones era que el silencio, en estos casos, era entendido como indicio de
complicidad. Por otro lado, según las instrucciones de Torquemada, el falso
denunciante debía ser sancionado con sumo rigor.
Los edictos de la fe incluían
una síntesis minuciosa de los ritos y costumbres de los judaizantes,
musulmanes, luteranos, alumbrados, solicitantes en confesión, bígamos,
adivinos, supersticiosos, poseedores de libros prohibidos, etc. La Inquisición
también utilizaba edictos cuando se establecía un nuevo tribunal o si algún
hecho especial lo requería. Estos concedían un plazo determinado de tiempo,
generalmente de 30 a
40 días, durante los cuales los herejes se podían presentar a confesar sus
culpas haciéndose acreedores únicamente a sanciones leves. Los edictos no
tuvieron una aparición repentina sino más bien correspondían a la conjugación
del perdón y la penitencia, dentro de la tradicional benignidad de la Iglesia. Uno de los
beneficios más importantes, obtenidos por los que habían sido reconciliados en
el período de gracia, era el mantener la propiedad de sus bienes; y, desde el
punto de vista material, sólo perdían sus esclavos los cuales, por el hecho
mismo de la reconciliación, quedaban liberados.
Las reconciliaciones eran
públicas, ante los inquisidores, el notario y dos o tres testigos; además de lo
cual se registraban por escrito. En ellas se sometía a los penitentes a un
“juramento en forma de derecho”, el mismo que servía para avalar las
confesiones ya realizadas así como para reforzar la veracidad de las respuestas
dadas a los interrogantes planteados por los inquisidores. Si el procesado no
se había presentado dentro del período de gracia sino después de su
vencimiento, pero tal demora se había debido a un impedimento de fuerza mayor,
los inquisidores actuaban benévolamente. Lo esencial del acto era que tanto la
declaración realizada como el arrepentimiento manifestados fuesen verdaderos.
De no ser así, previa demostración de comisión de perjurio, los inquisidores
procedían en su contra con rigor.
Entre los principales medios con
que contaba el Tribunal para perseguir a los herejes, además de los mencionados
edictos, cabe añadir los siguiente: la visita, el espionaje y los propios reos.
Las visitas eran efectuadas por los inquisidores; de ser posible, una vez al
año en cada poblado. En realidad, se tornaban más esporádicas, entre otras
razones, porque los gastos corrían por cuenta de sus propios peculios hasta
que, durante la gestión del Inquisidor General Quiroga, esta situación se
modificó. En las visitas, los inquisidores publicaban el edicto de la fe que,
además, era leído todos los años desde el púlpito con ocasión de las fiestas
pascuales. Este acto era suficiente para que el Santo Oficio reuniese datos que
le permitieran comenzar a actuar ya que, si alguien que tenía conocimiento de
una herejía no la denunciaba quedaba sujeto a la pena de excomunión mayor. Ello
originaba que las personas piadosas confesasen aquello que entendían
relacionado con la materia.
“Entre 1550 y 1560, Jean
Pierre Dedieu calcula que un inquisidor pasa por lo menos la tercera parte de
su tiempo de «ejercicio inquisitorial» en visita, y las cuatro quintas partes
de las sentencias se pronuncian durante la visita. Esta aparece, pues, como la
pieza maestra del funcionamiento de la Inquisición durante los dos primeros tercios del
siglo XVI.
El inquisidor está presente en
todas partes; se le ve actuar, utiliza sus poderes; la Inquisición se
convierte en una realidad concreta a ojos de la gente. Es tanto más
impresionante cuanto que no vacila en atacar a los notables. De 1525 a 1560 el tribunal de
Toledo se dedica a una caza sistemática de inhábiles convocados durante las
visitas. De este modo la visita demuestra ser el mejor instrumento de
propaganda del Santo Oficio: en parte, como el auto de fe, está rodeada de una
solemnidad y de una pompa destinadas a impresionar a la muchedumbre que ve a
todos los notables plegarse a las órdenes del inquisidor.
Sin embargo, hacia 1560
asistimos a un nuevo cambio. Las instrucciones del Inquisidor General Valdés en
1561 arrebatan toda autonomía al inquisidor de visita: sólo puede juzgar los
casos leves. El proceso sustituye a la acción inmediata y ejemplar que consiste
en juzgar en el lugar”[4].
En las visitas se recogían las
testificaciones que, una vez analizadas, eran derivadas a los correspondientes
tribunales. Durante el transcurso de aquellas sólo se procesaban los delitos
menores. Las personas acusadas no eran detenidas, salvo en los casos de delitos
graves y si resultaba presumible su fuga. Generalmente se iniciaban a fines de
enero o comienzos de febrero y se prolongaban hasta marzo, coincidiendo con la
cuaresma: época de arrepentimiento, confesión de culpas, penitencia,
recogimiento y reflexión; sin duda, días propicios para hacer inquisición. Para
hacer frente a los egresos que demandaba las visitas, Quiroga dispuso que se
otorgase una bonificación especial a los inquisidores de distrito y a sus
acompañantes, compensación que sólo se hacía efectiva si aquella era realizada.
Debemos agregar que las visitas
servían también para vigilar la conducta de los herejes ya sancionados y
reconciliados, velando por el estricto cumplimiento de las penas impuestas por
el Tribunal. Para ello se solicitaba su opinión al familiar y al párroco del
lugar, buscando obtener información veraz que permitiese objetividad en la
evaluación. Concluida la visita se redactaba un informe sobre la misma, el cual
era remitido al Consejo. Cuando la población se hallaba dispersa en poblados
demasiado pequeños y numerosos, imposibilitando la presencia del inquisidor en
cada uno de ellos, este se instalaba en la ciudad más importante y desde allí
dirigía los edictos a los pueblos de la zona a través de los sacerdotes,
quienes realizaban su lectura el primer día de fiesta de guardar y luego los
publicaban en las iglesias.
Las visitas de navíos eran
dirigidas por el comisario, quien concurría acompañado por el notario, un
familiar y algunos soldados. Primero tomaban juramento al maestre de la nave
acerca de su lugar de nacimiento, residencia y profesión de fe. Después
revisaban tanto la embarcación y mercaderías como a la tripulación. Si todo era
conforme se procedía a la descarga del caso[5].
Antes de que la nave regresara a su país de origen o se dirigiera al siguiente
puerto era controlada para evitar el egreso ilegal de moneda. Estas visitas
fueron normadas, según acuerdo de la
Suprema con el Consejo Real, en 1579. El Santo Oficio era la
primera institución en realizar las inspecciones a los buques, aunque cabe
destacar que el Consejo de Guerra tenía igual prioridad por razones de estado.
Todas las naves eran inspeccionadas cuidadosamente, fuesen nacionales o
extranjeras.
La Inquisición hacía uso del espionaje empleando a los
familiares para investigar situaciones poco claras o sospechosas así como a
personajes sobre los que hubiese dudas de su actuar. Su sistema era semejante
al de la policía de investigaciones de nuestro tiempo. Otra fuente de
información eran los propios presos a los cuales se les solía pedir que
denunciaran a sus cómplices. En caso de que estos se negaran se les podía
aplicar, en situaciones extremas, el tormento denominado in caput alienum. El Tribunal evitaba proceder con precipitación al
recibir una acusación por el lógico temor a errar en sus apreciaciones. Por
ello no solía actuar sobre la base de meros indicios sino después de haber
recibido varias denuncias y reunido pruebas. Las pesquisas preliminares se
realizaban en total reserva para evitar dañar el prestigio del sospechoso. La
prisión preventiva era dispuesta por los inquisidores, a pedido del fiscal,
para los casos que implicasen la comisión de delitos graves y sólo cuando el
hecho fuese comprobado por las declaraciones de al menos cinco testigos. El
Tribunal en materia de supersticiones debía comportarse con sumo cuidado, no
debiendo entrometerse en juzgarlas si no exhibían indicios manifiestos de
herejía. Las instrucciones de 1500 establecían la distinción entre blasfemia
herética y blasfemia hija de la ira y del mal humor, la que nada tenía que ver
con la herejía propiamente dicha. En este último caso no debía intervenir el
Santo Oficio.
Etapa indiciaria
A) Primeros indicios
Concluido el período de gracia
los inquisidores procedían a iniciar las actuaciones procesales contra los
presuntos herejes. El proceso podía presentar dos formas: por denuncia o por
encuesta[6].
La primera se daba cuando los inquisidores actuaban sobre la base de la
declaración hecha por alguna persona contra un sospechoso. Esta se realizaba,
bajo juramento y en presencia de dos testigos, ante el notario del Tribunal.
Luego de finalizada, se pedía al testigo que jurase guardar secreto de lo
tratado. Producida la acusación se procedía a completar la prueba de testigos.
Ante todo, preguntaban al propio denunciante si existían otras personas que
conociesen de los mismos hechos; si la respuesta era positiva se les citaba
para interrogarlos, en forma general, acerca de si tenían algo que declarar en
lo tocante a la fe. Como en numerosas oportunidades estos no sabían qué
responder, se comenzaba a precisar los hechos para facilitar sus respuestas.
Para la realización de los procesos se necesitaban tres testificaciones claras
y creíbles pero, en la mayor parte de los casos, los inquisidores esperaban a
tener varias más, habiéndose dado juicios en que testificaron más de 150
personas. Esto se mantuvo hasta los últimos días del Tribunal, lo que motivó que
sus detractores lo acusasen de negligencia -como lo hizo el diputado Villanueva
en las Cortes de Cádiz- por no parecerles que fuese lo suficientemente
riguroso.
La segunda forma se daba cuando,
sin existir denuncia, había un rumor fundamentado en alguna localidad sobre
actos contrarios a la fe, habiendo sido esto confirmado por personas honradas y
entendidas en la materia. De ser así, un notario redactaba un documento en
presencia de dos testigos.
El Tribunal no actuaba por
denuncias anónimas, a las cuales otorgaba poca o ninguna importancia, sin
considerarlas mayormente. Intentaba evitar ser influido por odios o enconos
personales como lo demuestra el hecho de que, en pocas oportunidades, los reos
pudieron probar la animadversión de sus acusadores quienes, frecuentemente,
eran sus amigos más íntimos, cuando no, los propios cómplices de su extravíos.
Las pruebas, antes de ordenarse
la detención, se entregaban a los calificadores, quienes solían ser teólogos o
expertos en Derecho Civil o Canónico. Estos actuaban como censores para
determinar si los cargos constituían alguna forma de herejía. En este último
caso, el fiscal redactaba una orden de arresto y el acusado era inmediatamente
detenido. Se consideraba indispensable la existencia de indicios claros para
culpar a alguien de hereje. No bastaba, por ejemplo, que un judeoconverso
estuviera circuncidado, era necesario que constara claramente que lo había
hecho después de haberse convertido al cristianismo[7];
aun en este caso tenía que constar que lo había hecho por motivos religiosos.
La Inquisición sólo detenía sospechosos cuando los
indicios resultantes de las investigaciones parecían concluyentes. Si se
hallaba que las pruebas resultaban falsas se les ponía inmediatamente en
libertad. Los juicios se iniciaban a petición escrita del fiscal a los
inquisidores, señalando a una determinada persona como infamada y testificada
del delito de herejía. El documento en referencia concluía solicitando un
mandamiento para que el alguacil procediese a detener al presunto hereje.
B) Confirmación de sospechas
Los indicios reunidos en la
etapa informativa no se consideraban prueba suficiente para iniciar un proceso
si no eran antes confirmados fehacientemente. Para ello se realizaban las
investigaciones pertinentes, se reunían las declaraciones de los testigos así
como las demás pruebas a que hubiera lugar. Después del examen minucioso de los
testimonios reunidos por el fiscal los inquisidores decidían si se archivaba la
investigación o si había lugar a proceso. En este último caso, se dictaba la
citación o el mandamiento de detención contra los presuntos herejes.
Desde mediados del siglo XVI,
los inquisidores de distrito enviaban las informaciones reunidas a la Suprema antes de disponer
la citación o detención del sospechoso y, por ende, del inicio del proceso en
sí, para que esta dispusiese lo conveniente.
A) Citación o detención
El juicio en sí se iniciaba con
la citación o detención del presunto hereje. Cuando ocurría lo primero la
citación se realizaba por vía notarial. Ello tenía por finalidad la
concurrencia del interesado ante los jueces inquisidores, sin necesidad de ser
detenido, con el objeto de despejar las dudas existentes en torno a su
conducta. En el segundo caso, los inquisidores otorgaban al alguacil del
Tribunal un mandamiento judicial ordenando la detención del sospechoso. Dicho
funcionario, en aplicación estricta de tal disposición, lo entregaba al
carcelero. Este último los encerraba en celdas donde permanecían incomunicados.
B) Secuestro de bienes
El secuestro de bienes se
realizaba paralelamente a la detención, debido a que las propiedades de los
herejes podían pasar a la corona. Antes de proceder al mismo, se efectuaba un
detallado inventario de todas las propiedades muebles e inmuebles del presunto
hereje. El encargado de realizarlo era el receptor quien concurría acompañado
del alguacil y los respectivos escribanos. El receptor administraba tales
bienes y, en su caso, disponía la enajenación de los mismos. Como terceras
personas podían aducir o tener derechos sobre los bienes en mención, en el
momento de producirse el secuestro el receptor debía pregonar para que todos
los pretendientes, en el plazo de un mes, presentasen sus respectivos reclamos.
Apertura del proceso
A) Interrogatorio inicial
Debía ser llevado a cabo por el
inquisidor o su sustituto, en presencia de dos religiosos y de un notario. Para
ello, el reo era citado dentro de los ocho días siguientes a su
encarcelamiento. Estando este presente, el alcaide lo llevaba ante los
inquisidores quienes, al tomarle el juramento de estilo, le solicitaban que
respondiese con la verdad. El notario se encargaba de levantar el acta de las
declaraciones efectuadas.
A partir de las instrucciones de
Torquemada se insiste en la realización del interrogatorio inicial al reo,
antes de la lectura de la acusación en su contra, para facilitar su confesión.
Esto ocasionó que muchos herejes confesasen de motu proprio, permitiendo con ello el cierre del proceso sin
haberse abierto las etapas acusatoria y probatoria. Cuando el reo no confesaba
voluntariamente los inquisidores lo interrogaban con carácter preliminar antes
de comunicarle la causa de su detención. Los inquisidores optaron por amonestar
a los detenidos para que confesasen -antes de realizar cualquier otro acto
procesal- hasta en tres oportunidades distintas. Sólo si al cabo de la tercera
el reo persistía en su negativa a declarar se iniciaba el trámite acusatorio.
Los interrogatorios empezaban
con la pregunta referente a la identidad del procesado, la que este debía
contestar señalando sus ancestros posibles de recordar. Su posible ascendencia
judía o islámica lo hacía más sospechoso por tratarse probablemente de falsos
conversos. También inquirían si había estado en otros países -particularmente
protestantes- o tenido algún vínculo con herejes. Si el reo era extranjero o
procedía de alguna ciudad herética se convertía en muy sospechoso de herejía.
Luego examinaban su forma de vida e instrucción religiosa, su conocimiento de
las principales oraciones católicas tales como El Padre Nuestro, el Ave María,
El Credo, el rezo del Santo Rosario, etc. No conocerlas debidamente aumentaba
las sospechas en su contra.
Seguidamente, se le preguntaba
si conocía los motivos de su detención. Si la respuesta era negativa se le
indicaba la existencia de indicios según los cuales habría llevado una conducta
contraria a la fe católica. Tras ello lo interrogaban para que respondiese
acerca de lo hecho o dicho contra la
Iglesia y la religión, a cambio de lo cual le ofrecían
proceder misericordiosamente con él. Se le advertía que sólo declarase la
verdad pues, en caso contrario, sería sancionado con rigor.
El primer examen se realizaba
dando un trato benigno al procesado, dejándole entender que conocían los
hechos, instándole a confesión para que no perdiese su honor, recobrase su
libertad y volviese al lado de su familia. Si no se obtenía la confesión y los
testimonios en su contra eran insuficientes, aunque existiesen indicios
razonables de culpabilidad, los inquisidores podían usar algunos ardides
─como fingir que conocían detalladamente los hechos─ para terminar
insistiendo en apremiar la confesión. Otra forma de conseguir su objetivo era
interesarse por el detenido y por el trato que había recibido en el Santo Oficio.
Agotados los anteriores recursos podían utilizar a un amigo o conocido del reo
-inclusive a alguien que habiendo sido hereje hubiese abjurado sus errores-
autorizándole a visitarlo para que hablase con él buscando su confesión y
arrepentimiento.
Fueron raros los casos en que
los procesados confesaron rápidamente los hechos o actos de que se les acusaba
y de los que había testimonios en su contra. Generalmente se presentaban como
buenos cristianos, tratando de hacer coincidir sus proposiciones con las de la Iglesia. Gradualmente
iban haciendo confesiones presentando sus excusas por no haberlas realizado
desde el inicio. Ante ello, los inquisidores actuaban con astucia para lograr
la confesión completa del reo, la que era indispensable para brindarle el
perdón.
En algunas oportunidades los
acusados se reconocían como responsables de actos contra la fe católica en cuyo
caso, unos días después, los inquisidores les solicitaban ratificarse en sus
declaraciones. Generalmente los detenidos sólo se acusaban de hechos de escasa
o ninguna gravedad por lo cual los inquisidores les requerían, en moniciones
sucesivas, nuevas confesiones. Si el reo se mantenía en su negativa se iniciaba
la etapa acusatoria.
Por lo que respecta a los reos
que sí confesaban plenamente, sus procesos se abreviaban en forma notoria. El
fiscal procedía a verificar la confesión, luego de lo cual presentaba sus
conclusiones. A su vez, los consultores podían revisar lo actuado, después de
lo cual los inquisidores dictaban sentencia. Debido a la actitud de
arrepentimiento mostrada por el encausado esta solía ser benigna. Esta primera
serie de audiencias concluía en la llamada primera monición, en la cual se
suplicaba al acusado a que por amor a Dios examinase su conciencia y declarase
si tenía que añadir algo a su confesión. Luego seguían, en las siguientes
audiencias, otras dos o tres moniciones y, después de la última, se le
comunicaba que el fiscal tenía una denuncia en su contra.
B) Fase acusatoria
a) Lectura del acta acusatoria
La siguiente fase se iniciaba
con la lectura de la acusación a la cual debía responder el procesado
detalladamente. Comenzaba con la declaración formal del fiscal quien acusaba al
inculpado de que, siendo católico, había abandonado a la Iglesia convirtiéndose en
hereje. Después, se especificaban los diversos puntos de la acusación para lo
cual se precisaban, por escrito y en forma minuciosa, los cargos que el fiscal
había acumulado contra el sospechoso. Se omitían los nombres de los testigos y
aquellas circunstancias que pudiesen identificarlos. Esta forma de proceder
buscaba evitar que, por temor a represalias, los testigos se viesen impedidos
de acusar a los herejes, lo que constituye un antecedente de las normas de
protección de testigos en el derecho contemporáneo. La razón de esta reserva se
basaba en la necesidad que tenían de dar al testigo garantías contra las
probables represalias de los acusados[8]. No está demás añadir que este proceder
no fue inventado por la
Inquisición pues, desde tiempos anteriores, era admitido en
el derecho civil para aquellos casos en que existiesen las mismas razones de
seguridad o la imposibilidad de la prueba, si es que no se procedía con sigilo.
Seguidamente, continuaba otra
parte más genérica que tenía por objeto incluir en el proceso aquello que se
descubriese como producto de la labor inquisitorial, evitando así las
formalidades de una nueva acusación que podría retardar más el caso. Se añadía
la petición del fiscal de que se le aplicasen las penas más graves, incluyendo
la relajación y confiscación de bienes para así, en cuanto se descubriesen
nuevos cargos, se hiciese innecesario otro proceso. Algunos autores creen ver
en esto la intención de amedrentar al reo, forzándole a una confesión total y
completa de sus faltas y errores. Lo cierto es que no pasaba de ser una mera
amenaza ya que la sentencia se daba según las pruebas reunidas y no constituía
más que una formalidad. A través de la lectura del acta acusatoria los
inquisidores podían proceder contra el presunto hereje con todas las
consecuencias jurídicas que se derivaban de las pruebas reunidas. Sin embargo,
los inquisidores seguían intentando obtener la confesión del reo, para lo cual
lo inquirían al concluir la lectura en mención.
A continuación, se tomaba al
procesado el juramento de derecho[9],
luego de lo cual se daba inicio al interrogatorio. Para ello se le repetían por
partes las acusaciones, dejándole responder debidamente. Pasado el tiempo
reglamentario se interrumpía la audiencia repitiéndose las preguntas tantas
veces como fuera necesario hasta que culminase el interrogatorio. Las
respuestas eran anotadas inmediatamente en forma detallada. El acta de
acusación era entregada al reo para que la llevara a su celda y pudiese leerla
con detenimiento, a fin de que indicase si tenía algo que añadir u observar.
b) Designación del abogado defensor
Las personas conducidas ante la Inquisición
tenían a su disposición un conjunto de medios para su defensa. Los tratadistas
de la época consideraban propio del derecho natural conceder a los procesados
posibilidades reales de poder ejercerla. Con tal fin, se les permitía contar
con la ayuda de un abogado, así como realizar la presentación de testigos de
abono y efectuar la tacha de los testigos de cargo. La intervención del abogado
se daba a partir de la negación realizada por el procesado de los cargos que se
le imputaban. En tal sentido, solicitaba que el Tribunal le asignase un abogado
y un procurador que le ayudasen a ejercer su defensa[10].
A partir de mediados del siglo XVI los abogados de los presos eran considerados
como funcionarios del Santo Oficio, dependiendo de y trabajando para los
inquisidores. Después de nombrarlos, estos últimos esperaban unos días antes de
ponerlos en contacto con el encausado, en espera de que tal tiempo le sirviese
para recapacitar y confesar. Luego de algunos días se sacaba al reo de la
prisión y, en presencia de su abogado y procurador, se repetía la lectura de la
acusación así como el interrogatorio. Si persistía la negativa del reo en torno
a los cargos que se le imputaban, el procurador recibía oficialmente el
traslado del acta acusatoria. En ningún caso se negaba a los detenidos el
derecho de nombrar a sus defensores. Inclusive, cuando los reos se negaban
reiterada y expresamente a que se les nombrase un abogado defensor, los
inquisidores procedían a nombrar uno de oficio.
Los abogados sólo se podían
reunir con el reo -en presencia de los inquisidores- para coordinar lo relativo
a su defensa, lo cual los llevaba a analizar las acusaciones al detalle para no
dejar sin clarificar ningún aspecto. El escrito producto de estas reuniones se
presentaba en una audiencia especial. En él se desarrollaban con tecnicismo de
fórmulas las declaraciones ya manifestadas por el reo al responder a la
acusación. El defensor intentaba, por su parte, presentarlo como un buen
católico, negando las denuncias contra su protegido. En la parte final de su
alegato insistía en la buena reputación del acusado y en sus obras piadosas.
Esta primera defensa era más formal que real puesto que aún se desconocían las
declaraciones de los testigos. Al final de la primera fase del proceso, tanto
el fiscal como el reo o su representante declaraban que no tenían nada que
añadir con lo cual quedaban definidas ambas posiciones. La actuación del abogado
se hallaba limitada por dos condiciones: no debía poner cavilaciones ni
dilaciones maliciosas; y, si descubría que su defendido era culpable, debía
informar tal hecho a los inquisidores y abstenerse de seguir ejerciendo su
defensa. Los honorarios del abogado debían ser pagados de los bienes
secuestrados al acusado.
c) Contestación de la acusación
Luego de producida la nueva
lectura del acta acusatoria los inquisidores otorgaban un plazo, normalmente de
nueve días, para que el presunto hereje contestase la acusación. La respuesta
se realizaba por escrito y en ella el acusado solía negar los cargos en su
contra; asimismo, solicitaba el sobreseimiento del proceso, su libertad
personal y el levantamiento del secuestro de sus bienes. En algunas oportunidades
el encausado admitía alguno de los cargos, mientras en otras los defensores
supeditaban la respuesta al traslado de todos los elementos del proceso. Este
primer escrito de defensa era más formal que real pues se limitaba a negar las
imputaciones cuya falsedad debía demostrarse en la etapa probatoria
subsiguiente. Después de la presentación del escrito de defensa, el fiscal
podía considerar conveniente contestar el alegato planteado en él, antes de
concluir y pedir el recibimiento del proceso a prueba; o -cuando la defensa
había logrado desbaratar las acusaciones- presentar una réplica, la que a su
vez facilitaba la presentación de una dúplica por parte del reo. El fiscal
también podía solicitar a los inquisidores que, en vista de haberse negado el
sospechoso a admitir los cargos en su contra, se procediese a la apertura del
período probatorio.
La publicación de testigos se
iniciaba con la lectura del documento que contenía las acusaciones sin ningún
tipo de explicación; seguidamente, se volvía a repetir pero por partes, dejando
al reo el tiempo suficiente para responder a cada punto como lo estimase
conveniente. Esta parte del proceso podía durar muchos días pues los
testimonios solían ser numerosos y cada uno constaba de diversos elementos.
Cuando el procesado concluía sus respuestas recibía una copia de las mismas
para revisarlas minuciosamente junto con su abogado. Redactaba luego el segundo
escrito de descargo el cual era el de mayor importancia por constituir la
defensa propiamente dicha.
Etapa probatoria
La etapa probatoria se iniciaba
con una sentencia interlocutoria de prueba por la cual los inquisidores
declaraban finalizada la anterior etapa procesal y otorgaban a las partes un
plazo, regularmente de nueve días, para presentar sus pruebas. Los principales
medios empleados eran la prueba testifical y la confesión. La primera, incluía
los testimonios de cargo y de abono; la segunda se podía producir en cualquiera
de las etapas del juicio e, inclusive, antes de su apertura. Su consecuencia
inmediata era dar fin al proceso, permitiendo pasar a la etapa decisoria.
A) La prueba de testigos
La presentación de pruebas la
solía iniciar el fiscal con sus testigos de cargo, a los cuales previamente se
les sometía a juramento para que declarasen solamente la verdad. Su testimonio
era tomado de manera reservada e individualmente. Cada testigo era interrogado
sobre los asuntos que estaban contenidos en el escrito acusatorio del fiscal.
Los inquisidores hacían constar expresamente la conveniencia de mantener en secreto
las identidades de los declarantes para prestarles las seguridades que los
pusiesen a salvo de cualquier represalia. Sólo podían asistir al
interrogatorio, además de los testigos, los inquisidores, el notario, el
alguacil, el receptor u otros oficiales del Santo Oficio. Los testigos
concluían su declaración afirmando la veracidad de lo manifestado, después de
lo cual se les preguntaba si el acusador actuaba por odio o animadversión
contra el supuesto hereje. Los interrogatorios se caracterizaban por su
objetividad y para su realización, entre otras consideraciones, se tenía en
cuenta lo siguiente:
– Era
obligatorio que los testigos fuesen examinados en presencia de los
inquisidores.
– Los
testigos debían realizar la ratificación de sus declaraciones. En tal acto no
podían estar presentes los oficiales que habían participado en el
interrogatorio sino solamente los inquisidores y otros religiosos.
– Las declaraciones debían quedar asentadas
debidamente en los libros y registros del Santo Oficio.
Al respecto, las instrucciones
de Torquemada señalaban que las ratificaciones se exigiesen especialmente en
los procesos en que la condena al reo se basaba únicamente en declaraciones de
los testigos de cargo, sin haberse obtenido la confesión del acusado. Inicialmente
se volvía a citar a todos los testigos con la intención de que se reafirmasen
en sus declaraciones, lo que se hacía en presencia del inquisidor y de dos
personas honestas. Sólo se tomaba en cuenta a los testigos que se ratificaban
en la prueba definitiva.
El proceso sufría dilaciones
tanto por la ratificación de testigos -que muchas veces vivían en zonas
alejadas- como por las declaraciones de los reos, quienes solían embrollar más
aún el juicio. Los testigos que habían declarado falsamente contra el acusado,
por alguna animadversión o interés personal, se convertían en merecedores de la
misma sanción que hubiese recibido la víctima de su calumnia. En algunas
oportunidades los fiscales se limitaban a presentar como prueba de sus
acusaciones los testimonios extraídos de otros procesos inquisitoriales. En
estos casos lo habitual era que se recogiese al menos un extracto
individualizado de la declaración de cada testigo de cargo en un documento
denominado “publicación”. Excepcionalmente también podía suceder que
en los expedientes sólo se colocasen los nombres de los testigos, la fecha de
su declaración y el folio de registro inquisitorial en que estaba inscrito su
testimonio.
Cuando concluía el
interrogatorio de los testigos de cargo el fiscal declaraba ante los
inquisidores que no presentaría más testimonios, por lo que consideraba
conveniente que se hiciese publicación de los mismos. A partir de las reformas
de Torquemada la publicación se refiere únicamente a las pruebas del fiscal,
mientras la presentación de los descargos de la defensa se realizaba en la
etapa posterior. Al producirse la publicación se agravaba la situación jurídica
del sospechoso al considerarse que no colaboraba con la rápida solución del
proceso. Aun así, este tenía las garantías necesarias para demostrar su
inocencia si aportaba suficientes pruebas de la misma. En cambio, de
demostrarse su culpabilidad, se haría merecedor de una sanción enérgica. Por
ello, antes de realizarse la publicación de las pruebas, los inquisidores
advertían al procesado de que aún podía confesar sus faltas con efectos
atenuantes sobre la sentencia.
La publicación se verificaba,
generalmente, a pedido del fiscal y previa aceptación expresa de la defensa,
requisito sin el cual los inquisidores no accedían a ella. Una vez otorgada no
se corría traslado inmediato de los testimonios de cargo a los defensores sino,
más bien, se volvía a intentar la confesión voluntaria del acusado. Para ello
se le sometía a un nuevo interrogatorio, el cual se realizaba basándose en los
cargos incluidos en los testimonios reunidos en su contra. Si el procesado
persistía en negar las acusaciones los inquisidores procedían formalmente a
trasladar las pruebas reunidas por el fiscal a los abogados del reo para que
preparasen su defensa. Cuando los testimonios eran numerosos, sólo se incluían
extractos en el acta de publicación.
El acusado podía solicitar
audiencia a los inquisidores durante el desarrollo del juicio cuantas veces lo
considerase conveniente. La defensa debía basar su actuación en la prueba
testifical reunida por el fiscal. A los procesados les resultaba difícil tachar
a los testigos que los denunciaban debido a que sólo conocían el tenor de las
denuncias en su contra, sin comunicárseles en ningún momento la identidad de los
autores de las mismas. Esta se les ocultaba para proteger a los testigos contra
las posibles represalias de los parientes y amigos del reo[11].
A pesar de ello en numerosos procesos la defensa logró tachar los testimonios
presentados contra el procesado, llegando a identificar plenamente a los
autores de las acusaciones y a explicar el motivo de su animadversión. Contra
la opinión común la mayor parte de las acusaciones no provenían de los enemigos
personales del reo sino más bien de las personas más allegadas al mismo, sus
propios compañeros de herejías, lo mismo si se trataba de judíos, protestantes,
alumbrados, hechiceros, etc. Todo ello hacía muy difícil a los reos poder
probar la enemistad de aquellos a los que siempre consideraron personas de su
entera confianza.
La defensa, por su parte, en el
plazo que los inquisidores le otorgaban para verificar la prueba -generalmente
de nueve días- debía presentarles una relación de preguntas con carácter previo
a la lista de testigos de abono. Dichos interrogantes debían planteárseles
durante su interrogatorio. Recién después de la presentación de la lista de
preguntas la defensa entregaba una relación de testigos de abono, los que
debían de declarar a favor del acusado. En ella se especificaban las preguntas
que debían realizarse a cada uno de estos, los cuales eran citados por los
inquisidores. Presentes en la fecha indicada y previo el juramento que los
obligaba a contestar con la verdad a las preguntas que se les hiciesen, eran
interrogados por separado. Adicionalmente, la defensa solía presentar un
escrito refutatorio de los cargos formulados al supuesto hereje.
El interrogatorio de tachas se
presentaba en la forma siguiente: primero, la defensa entregaba una lista de
preguntas y luego una relación de las personas a interrogar; sólo eran
entrevistados los testigos cuya identidad era descubierta por el acusado. En
algunos casos, la tacha de testigos se realizaba antes de la presentación de
los cargos por el fiscal. De resultar acertada la relación presentada por el
procesado la validez de las declaraciones en su contra podía quedar anulada o
disminuida. En este último caso, si eran insuficientes las pruebas para decidir
su inocencia o culpabilidad, el reo podía ser sometido a un nuevo
interrogatorio. En algunas ocasiones la defensa presentaba un segundo
cuestionario para los testigos de cargo o para ser respondido por una nueva
relación de testigos de abono. Sus respuestas también se registraban
debidamente. Este instrumento probatorio solía ser de gran eficacia, pues la
cantidad y calidad de los testigos de abono que presentaba la defensa era un
argumento importante a su favor. A partir de las instrucciones de Torquemada la
prueba de testigos perdió parcialmente su importancia en la definición de los
procesos, por cuanto dichas normas implicaron una marcada tendencia a basar las
sentencias en las confesiones de los reos y a valorar más las declaraciones de
los testigos de abono.
El primer acto formal de la
defensa era la presentación de un escrito en el que se contestaban en forma
general las acusaciones realizadas por los testigos de cargo, sin tachar a
ninguno de estos. Cuando el procesado no quería defenderse o aceptaba haber
cometido los hechos de los que era acusado pero rechazaba su carácter
delictivo, limitaba su respuesta a esta declaración de carácter formal. Del
escrito en mención se corría traslado al fiscal, al cual los inquisidores
otorgaban un plazo de tres días para que realizase las observaciones
pertinentes. Tras la actuación probatoria de la defensa, tanto el fiscal como
los defensores podían solicitar la ampliación de pruebas. Para ello el primero
solicitaba una prueba de abono de sus testigos y los segundos un plazo para
llevar a cabo las tachas correspondientes.
En los procesos posteriores a
las reformas de Torquemada aparecieron algunas innovaciones relacionadas con la
presentación de la prueba de testigos por la defensa. Una de ellas consistía en
la presentación de una segunda prueba de abonos, por medio de la cual la
defensa intentaba demostrar la veracidad de sus declaraciones anteriores. Otra
modalidad probatoria fue la “prueba de indirectas”, por la que se
intentaba demostrar, por vía testifical, la falsedad de algunas de las
afirmaciones incluidas en los testimonios reunidos por el fiscal. De lograrse
tal demostración, se dejaba seriamente comprometida la credibilidad del
testigo. La prueba de indirectas se utilizaba antes de las tachas y abonos o
simultáneamente.
El procesado tenía a su
disposición otros medios de defensa para probar la falsedad de las denuncias en
su contra; entre ellos, la presentación de objeciones contra los jueces,
procedimiento conocido como recusación. También podía alegar varias
circunstancias atenuantes como embriaguez, locura, extrema juventud, etc. La
etapa probatoria se cerraba con los escritos de conclusiones del fiscal y del
abogado defensor, con excepción de los casos en que los acusados confesaban. Si
se producía esto último los inquisidores fijaban un plazo para dictar
sentencia. Si la defensa otorgaba pruebas en descargo de las acusaciones
presentadas por el fiscal, los inquisidores daban a este la posibilidad de
replicar. De presentar el fiscal el escrito de réplica los inquisidores
concedían también un turno análogo a la defensa. Luego, declaraban concluida la
etapa probatoria y el proceso visto para su sentencia.
B) La confesión. El empleo del tormento
Dentro de la concepción de la
época, la
Inquisición tenía una intencionalidad claramente benefactora
al buscar obtener el arrepentimiento de los herejes y, por ende, la salvación
de sus vidas, honras, patrimonios y, sobre todo, de sus almas. Para ello se
esforzaba por obtener la confesión plena y total del acusado, prueba única e
indispensable de que tal arrepentimiento existía. Con tal intencionalidad en casos
extremos el Tribunal podía ordenar el empleo de la denominada cuestión de
tormento. Al respecto, hay que tener presente que la tortura era un
procedimiento común en los tribunales de la época y, en lo que respecta a la Inquisición,
esta no inventó ningún instrumento nuevo, más bien empleó los de uso general.
Al actuar de esta forma el Tribunal no hacía más que utilizar un método
entonces aceptado universalmente. El Derecho Romano lo prescribía para
investigar la veracidad del delito, sus posibles implicancias y los probables
cómplices; de allí pasó a formar parte de la legislación de los estados
europeos durante la Edad
Media. En sus inicios la Inquisición
medieval no había hecho uso del tormento hasta que fue autorizada por el Papa
Inocencio IV, en el año 1252, por medio de la bula Ad extirpanda. La Inquisición española siguió la práctica que,
reiteramos, era entonces habitual.
“La realidad en los
tribunales seculares era muy distinta: por una parte se convirtió en uso
habitual la costumbre de dar tormento a los reos inmediatamente después de su
detención, cuando, interrogados, no confesaran la comisión del delito. Un
contemporáneo de Simancas de formación teórica tan sólida y tan buen conocedor,
por propia experiencia, de la práctica
judicial castellana como Castillo de Bovadilla, no sólo justifica la tortura
del reo en la fase sumaria, cuando ni siquiera tiene conocimiento de los cargos
que se le imputan, sino que confiesa que
él la ha practicado así sin haber sido reprendido por ello…”[12].
Así resulta que, contrariamente
a lo que suele creerse -como Charles Lea[13]
y otros autores han demostrado- el Santo Oficio era más benigno en el empleo
del tormento que la mayor parte de los tribunales de entonces. De hecho jamás
era usado antes de la acusación fiscal pues el objetivo del Tribunal era
obtener confesiones voluntarias que demostrasen el cabal arrepentimiento del
sospechoso. Al respecto, Henry Kamen señala certeramente:
“Las prisiones secretas
estaban destinadas sólo para la detención y no para el castigo, y los
inquisidores tuvieron especial cuidado de evitar la crueldad, la brutalidad y
el maltrato. El empleo de la tortura, por lo tanto, no fue considerado como un
fin en sí mismo. Las instrucciones del año de 1561 no establecieron reglas para
su uso pero insistieron en que su aplicación debería ser de acuerdo a la
«conciencia y voluntad de los jueces nombrados, siguiendo la ley, la razón y
la buena conciencia. Los inquisidores
debían fijarse mucho de que la sentencia del tormento fuese justificada y precedida
de legítimos indicios». En una época en que el uso de tormentos era común en
los tribunales criminales europeos, la Inquisición española siguió una política de
benignidad y de circunspección lo que la favorecía al compararla con otras
instituciones. La tortura fue usada como último recurso y aplicada solamente en la minoría de casos. A
menudo el acusado era colocado «in
conspectu tormentorum», cuando la vista de los instrumentos de tortura
podía provocar la confesión”[14].
Resulta claro que la tortura no
se utilizaba en todos los procesos ni tampoco en la mayoría de los mismos. Las
investigaciones contemporáneas -manejando abundantes fuentes documentales- han
calculado que, en España, fue empleada en aproximadamente un 5% de los casos;
mientras que en las colonias indianas su utilización fue menos frecuente. En
los juicios de la época de Torquemada casi no se utilizó. A partir del segundo
tercio del siglo XVI se le aplicó con mayor frecuencia, mientras que en el
siglo XVII su empleo disminuyó y de hecho en el siglo XVIII casi desapareció[15].
“Las historias
espeluznantes de sadismo imaginadas por los enemigos de la Inquisición
sólo han existido en la leyenda”[16].
Las
instrucciones de Torquemada regularon detalladamente el uso del tormento como
instrumento procesal. Estas señalaban que las sentencias, tanto absolutorias
como condenatorias, debían basarse en la confesión del reo. Por tal motivo se
aceptaba que si el procesado no confesaba de manera voluntaria, los
inquisidores podían intentar obtener su declaración por la fuerza. Sin embargo,
antes de emplear el tormento estaban obligados a presionar a los acusados para
que confesasen voluntariamente mediante consecutivos interrogatorios. Solamente
se podía aplicar la tortura a los reos que hubiesen sido debidamente
testificados como para ser declarados culpables. El acusado era sometido a
tormento sólo si los delitos que se le atribuían previamente estaban
semiplenamente probados y siempre que los inquisidores y el ordinario del lugar
estuviesen de acuerdo en la conveniencia de su empleo. Las instrucciones de
Valdés establecieron que dicho procedimiento debía ser ordenado mediante la
respectiva “sentencia de tormento” la cual, a su vez, era pronunciada
en presencia de los inquisidores y el ordinario quienes, para evitar excesos de
los verdugos, debían estar presentes durante su ejecución.
Cuando concluía la prueba de
testigos y habiendo sido aprobada la aplicación de la tortura, leíase al reo la
respectiva sentencia. Este tenía el derecho de apelar a la Suprema, a cuyo efecto le
ayudaba su abogado. No obstante, en la práctica, tal recurso surtía efecto
pocas veces, sea porque los tribunales provinciales no lo consideraban
procedente o la Suprema
solía ratificar lo actuado. Seguidamente se efectivizaba la sentencia. Los
encargados de aplicarla eran los verdugos del Tribunal pero, antes de su
realización, el médico debía examinar al reo para dictaminar si podía soportar
la prueba. No se hacían distingos de posición social, sexo o edad; el reo sólo
podía ser eximido por su confesión o si su estado de salud no lo permitía.
Después de emitirse el auto de
sometimiento a tortura el sospechoso era conducido a la cámara de tormentos. A
ella, además del reo, ingresaban los verdugos, un notario y los inquisidores.
Antes de comenzar la sesión, estos últimos amonestaban al procesado para que
confesase la verdad, advirtiéndole que de no hacerlo tendrían que someterlo a
tormento y que, si algún daño se le causaba, sería solamente por su obstinación
en negarse a confesar. Si el procesado se mantenía en su negativa, después de
estas advertencias, comenzaba la sesión. Al inicio del suplicio los
inquisidores disponían que el procesado fuese desnudado en su presencia. Al
mismo tiempo le advertían al verdugo que no ocasionase el mutilamiento de los
miembros ni la efusión de sangre. Mientras los verdugos desvestían al reo los
inquisidores le pedían que dijese la verdad para evitar el daño que se le
podría ocasionar. En muchas oportunidades el reo confesaba ante la simple
presencia de los instrumentos de tortura. Por el contrario, si el reo persistía
en su negativa, se iniciaba el suplicio.
El tormento se basaba en el
principio de producir dolores agudos sin causar heridas ni daño corporal de
consideración. Por esta época, aunque en diferente forma y grado, era común en
todos los países del mundo la aplicación de la tortura. Por ejemplo, en el
procedimiento criminal alemán la tortura incluía la dislocación de miembros o
el descuartizamiento; cosa igual ocurría en Inglaterra y el resto de Europa. Por
su parte, las torturas que más empleaba la Inquisición
española eran el cordel, el potro, el castigo del agua y la garrucha.
Por lo general el tormento se
iniciaba con el empleo del cordel para lo cual el reo era colocado en una
especie de mesa, sujetándosele a ella muy fuertemente. Después de esto se daba
vueltas al cordel sobre sus brazos comenzando por las muñecas. Antes y durante
el tormento el inquisidor lo incitaba a confesar y si persistía en su negativa
disponía que se ajustaran aún más los cordeles y así sucesivamente; primero en
un brazo y luego en el otro. En algunas oportunidades se llegaba a varias
vueltas sin haber obtenido la confesión del sospechoso. Si el tormento del
cordel había sido inútil se solía continuar con el del agua, que a su vez se
combinaba con el castigo del potro. En cuanto al primero, estando el reo echado
sobre una mesa de madera, totalmente inmovilizado, se le colocaba sobre el
rostro un lienzo muy fino denominado toca, sobre el cual se vertía agua
lentamente lo que le impedía respirar. De cuando en cuando se interrumpía el
castigo para solicitarle su confesión. Por lo que al potro se refiere este
consistía en una tabla ancha sostenida por cuatro palos, a manera de patas, en
medio de la cual había un travesaño más prominente. Sobre este se ubicaba al
procesado, dejando su cabeza y piernas algo hundidas. Seguidamente, se le
colocaban dos garrotillos en cada extremidad. Si no confesaba se le iba
ajustando, uno por uno, cada garrote. En
menor proporción se utilizaba la garrucha. El reo era atado con las manos en la
espalda y lo elevaban utilizando una soga y una polea, luego lo dejaban caer en
forma violenta, deteniéndole antes de que tocase el piso; ello le producía
dolores agudísimos. Como parte de este tormento podía añadirse a los pies
alguna pesa con lo que el dolor se hacía mucho mayor.
Cuando el tormento podía poner
en peligro la vida del reo, era suspendido inmediatamente. También se suspendía
si este realizaba alguna confesión. La tortura en la Inquisición
española no podía exceder una hora y cuarto de duración y sólo se empleaba en
una oportunidad por el mismo motivo. Según sus causas procedían dos tipos de
tormentos:
a) Tormento in
caput proprium
Era el que se empleaba para
obligar a confesar al reo en lo referente a su propia causa.
b) Tormento in
caput alienum
Era utilizado para que un reo
declarase como testigo en un proceso ajeno. Solamente se empleaba cuando el reo
se negaba a informar sobre los hechos que los inquisidores, por las demás
pruebas que tenían reunidas, daban por seguro que aquel conocía.
Para que las declaraciones
realizadas por los reos bajo tormento tuviesen validez tenían que ser
libremente ratificadas días después. Si el acusado se desdecía el delito no
quedaba “cumplidamente probado”. La no ratificación del reo lo
liberaba de la pena a que se hubiese hecho merecedor. Entonces los inquisidores
debían obligarlo a abjurar públicamente de los errores por los que había sido
infamado y sospechoso. En estos casos la pena era reducida a alguna penitencia,
actuándose benignamente. Las ratificaciones se iniciaban con la lectura de las
declaraciones realizadas bajo tormento por el acusado, a quienes los
inquisidores preguntaban si era verdad lo sostenido. El tormento también podía
ser aplicado cuando el reo se contradecía notoriamente en sus declaraciones o
había confesado lo suficiente como para sospecharse su culpabilidad sin que su
confesión fuese lo suficientemente completa como para justificar una sentencia
condenatoria.
Procesos especiales
A) A ausentes (contumacia)
Este tipo de procesos se
iniciaba con la declaración del fiscal ante los inquisidores señalando la
existencia de alguna denuncia o rumor acusatorio contra el supuesto hereje, lo
que lo llevaba a solicitar que fuese citado por edicto. Los inquisidores, a su
vez, pedían al fiscal que los rumores estuviesen avalados por declaraciones de
testigos u otras pruebas. Si tales requisitos eran cumplidos los inquisidores
citaban por edicto al acusado. Este era leído a través de un pregón pronunciado
en la plaza principal del último lugar en que hubiese residido el ausente.
Adicionalmente se enviaba una notificación notarial a su último domicilio y se
fijaba el edicto en la puerta principal de la respectiva parroquia. El citado
tenía un plazo de treinta días, dividido en tres términos de diez días, al
final de cada cual el fiscal ratificaba la no comparecencia del inculpado.
Transcurridos estos plazos el fiscal daba lectura al libelo de denunciación.
Tras la lectura del escrito los inquisidores citaban al encausado para que
contestase los cargos en su contra en un plazo de tres días. Cumplido este el
fiscal lo acusaba nuevamente de rebeldía y los inquisidores procedían a abrir
el período de pruebas. El fiscal presentaba a los testigos de cargo, en conformidad
con los procedimientos ya explicados. Los inquisidores volvían a citar al
ausente para que respondiese a los testimonios en su contra. Vencido este nuevo
plazo el fiscal solicitaba a los inquisidores que lo tuviesen por rebelde. La
fase probatoria concluía con la solicitud del fiscal para que el procesado sea
notificado a fin de que se apersone a hacer los correspondientes descargos.
Luego de esto los inquisidores daban por concluido el procedimiento y fijaban
un plazo para dictar sentencia.
Producida la condena del
acusado, por el voto unánime de los miembros de la junta de revisión, se
realizaba una nueva citación notarial al procesado, primero en la sala de
audiencias de los inquisidores y luego en el último domicilio conocido del
encausado. Si este seguía sin aparecer el fiscal solicitaba la promulgación de
la sentencia. Los ausentes eran condenados a la pena de muerte pero,
lógicamente, por el hecho mismo de no haberlos podido ubicar, sólo se relajaban
sus estatuas. Adicionalmente se les aplicaba la excomunión mayor y la
confiscación de sus bienes.
El que una persona fuese
condenada en estatua, es decir quemada en efigie, no significaba que si se le
hallaba o se presentaba voluntariamente se le tuviese que ejecutar. En tal
caso, tendría que ser sometida a un proceso en regla. Un ejemplo es el juicio a Manuel Ramos, quemado en
efigie por el tribunal de Lima en el auto de fe del 13 de marzo de 1605, quien
fue apresado tres años después, siendo entonces enjuiciado y absuelto.
Las instrucciones de Torquemada
modificaron la realización de estos procesos. En ellas se establecía que
los acusados debían ser citados por
edicto, el que, después de haber sido pregonado, debía fijarse en la puerta de
la iglesia principal del último lugar de residencia conocido. Había tres
opciones: la primera, citando a los acusados para que se defendiesen so pena de
incurrir en excomunión mayor. En este caso, de no aparecer el sospechoso, los
inquisidores ordenarían al fiscal que acusase su rebeldía. Si durante un año mantenía
tal conducta era declarado “hereje en forma”. La segunda, se daba
cuando el delito cometido por el ausente se podía probar cumplidamente. En tal
caso se citaba al encausado por medio de un edicto en el que se le concedía un
plazo de 30 días. Los inquisidores tenían la obligación de citar reiteradamente
a los ausentes en cada una de la etapas del proceso hasta la sentencia
definitiva. La tercera forma consideraba el delito que no estaba cumplidamente
probado. Comenzaba con la promulgación del edicto dirigido al acusado,
instándole a que se presentase a purgar canónicamente los errores que se le
atribuían, so pena de darlo por convicto. Otra opción prevista por las
instrucciones era la posibilidad de que los ausentes se presentasen durante el
período de gracia, en cuyo caso serían admitidos a reconciliación, con la
consiguiente benignidad.
B) A difuntos
La Inquisición, al igual que los tribunales reales en los
delitos graves -como la traición contra el soberano- estaba facultada no
solamente a juzgar personas vivas sino también, si es que existían pruebas
contundentes de su culpabilidad, a fallecidas[17].
Tales procesos se iniciaban con la petición del fiscal por la que solicitaba a
los inquisidores la publicación de un edicto contra la memoria y fama del sospechoso,
dirigido a sus hijos, herederos u otras personas que pretendiesen defender su
prestigio y bienes. Los inquisidores, después de pedir al fiscal la información
reunida al respecto, accedían a su solicitud. Para ello citaban por edicto a
los interesados en asumir la defensa, salvo que se conociese los nombres de sus
hijos o herederos, en cuyo caso se realizaba una notificación notarial
personal; de no ser así, los inquisidores nombraban un defensor de los
intereses del difunto.
Seguidamente, el fiscal daba
lectura al acta acusatoria, de la que se corría traslado a la defensa para que
presentase el escrito de descargo. Este solía ser calificado por el fiscal a
fin de declarar oportuna o no su admisión antes del período probatorio. Luego
continuaban los mismos procedimientos utilizados en los juicios
inquisitoriales. La condena de un difunto conllevaba la quema de sus restos, su
excomunión y la confiscación de sus bienes. A todo esto se añadían las
inhabilitaciones de los hijos por línea materna e hijos y nietos por línea
paterna. Cuando la sentencia era absolutoria se restituía al acusado su buena
fama así como la conservación de sus bienes por sus hijos o herederos.
Conclusión
del procedimiento
La
culminación de la etapa probatoria y la apertura de la fase final del proceso
se realizaba de manera formal, pidiendo ambas partes el cierre del
procedimiento y el dictado del veredicto.
A) Revisión del proceso
Concluida la etapa probatoria,
los inquisidores trasladaban el proceso a una junta de asesores -cuya misión
era hacer la revisión total de lo actuado- quienes determinaban si todo el
procedimiento había sido efectuado correctamente. Después de ello emitían un
dictamen sobre la inocencia o culpabilidad del acusado, veredicto sin el cual
los inquisidores no podían dictar sentencia. A partir de las instrucciones de
Torquemada se generalizó esta práctica: la inocencia o culpabilidad de los
procesados no era fijada por los inquisidores sino por sus asesores. Así, los
primeros vieron reducidas sus atribuciones a dirigir los procedimientos y los
segundos a determinar las responsabilidades.
Los asesores eran tanto
religiosos como civiles, especialistas en Teología o Derecho. El número de
miembros de la junta de asesores era variable, llegando en muchos casos hasta
diez. La relación de sus integrantes aparecía detallada en las actas de los
procesos y muchas veces incluía a los inquisidores. Cuando se condenaba a un
procesado a muerte, la decisión debía ser tomada por unanimidad. Si uno solo de
los asesores votaba en contra no se le sentenciaba a tal pena. Esta es una de
las razones que explica por qué, a partir de las instrucciones de Torquemada,
se redujo el número de condenados a muerte. En las sentencias que no incluían
tal pena el veredicto se decidía por mayoría simple. Con el tiempo se
generalizó la remisión de las actuaciones a la Suprema.
B) Compurgación
Tras la calificación realizada
por los asesores inquisitoriales en ciertos casos, en cumplimiento de la misma,
se dictaba la sentencia. En otros, en cambio, el veredicto de los asesores
requería que, antes de emitirse el fallo definitivo, los inquisidores
procediesen a realizar algún acto previo[18]. El acusado era sometido a compurgación cuando
las pruebas en su contra resultaban insuficientes para dictar sentencia. Por
medio de la compurgación el reo conseguía su absolución si rechazaba, bajo
juramento, los cargos presentados en su contra. Esta etapa estaba normada en
forma detallada. Se ordenaba a través de una sentencia interlocutoria en la
cual se solía disponer dos penas distintas. De estas, se aplicaría una, según
el reo lograse o no obtener los testimonios a su favor. Se concedía a la
defensa un plazo prorrogable para que presentase a los compurgadores. Si el
acusado no colaboraba con los inquisidores para realizar la compurgación estos
podían darla por no realizada, imponiendo al encausado la pena más severa
dispuesta por los asesores. Estos últimos, determinaban el número de testigos
compurgadores que debía presentar el reo, variando según la gravedad de las
sospechas. La relación de compurgadores era aprobada por los inquisidores antes
de citarlos.
El acto en sí se iniciaba con la
presentación del procesado y sus testigos, procediendo aquel a reconocer a
estos así como a reafirmar su voluntad de ser compurgado por ellos. Luego se
daba lectura a las acusaciones y se tomaba juramento al acusado para que
declarase la verdad. Seguidamente, los inquisidores preguntaban al reo si se
declaraba inocente y, después de la respuesta, lo enviaban a su celda. Después
de ello los inquisidores recibían el juramento formal de los compurgadores de
decir solamente la verdad. Luego, separadamente, preguntaban a cada uno de
ellos acerca de si creía que el acusado había dicho la verdad. Si los
testimonios de los compurgadores eran favorables se entendía que el reo había
aprobado la compurgación, por lo cual los inquisidores le impondrían la más
leve de las penas propuestas por los asesores.
C) Sentencia
Después de los escritos de
conclusiones del fiscal y la defensa, en caso de que el voto de los asesores
resultase adverso, los inquisidores leían el veredicto en presencia del
procesado. Las sentencias podían leerse en privado -lo que ocurría cuando era
absolutoria- o en público, en el curso de un auto de fe o de un autillo. El
notario era el encargado de realizar la lectura. Luego los inquisidores
pronunciaban de modo solemne la fórmula “así lo pronunciamos e
declaramos”.
Si el reo era declarado inocente
se le comunicaba inmediatamente, a través de la respectiva sentencia absolutoria,
la cual solía ser breve. En ella el Tribunal expresaba que, al no haberse
probado las acusaciones del fiscal, el procesado quedaba libre después de haber
jurado mantener el secreto sobre las actividades del Santo Oficio. Justamente
este carácter reservado del proceso inquisitorial así como, en general, de las
actividades de la institución, generaba una mezcla de temor, curiosidad e
intriga en la sociedad, dando margen a las más descabelladas historias en la
intimidad de los hogares.
Cuando surgía el peligro de un
grupo herético organizado, en alguna localidad, el Santo Oficio solía ser más
severo. Pasado ese momento recuperaba su conducta habitual al considerar
superada ya la amenaza para la fe y la tranquilidad pública. Las sentencias se
basaban principalmente en:
1. La confesión del acusado;
2. La no comparecencia;
3. La tacha de testigos.
La condena a muerte se perdonaba
a todos aquellos que se mostraban arrepentimiento y confesaban, conmutándose
por otras penas. Muchos procesos posteriores a la reforma de Torquemada
concluyen sin sentencia, tan sólo con el veredicto de la junta de revisión. En
otros juicios, la razón del fallo se hace constar en forma sumaria, dejando la
motivación principal incluida en el veredicto de los asesores. Eymerich definió
con precisión los posibles veredictos de los inquisidores:
1. Si
no se habían hallado pruebas concretas de la culpabilidad del procesado este
tenía que ser absuelto.
2.
Cuando no existían pruebas formalmente acusatorias pero sí indicios:
Si se
sustentaban en rumores se debía someter al reo a una compurgación;
Si el
acusado se había contradicho en sus declaraciones los inquisidores podían
someterlo a tormento para despejar las dudas en torno a su inocencia o
culpabilidad.
3.
Cuando los indicios eran más consistentes -más o menos inculpatorios- debían
condenarlo a que abjure como sospechoso de herejía leve, fuerte o violento.
4. En
las oportunidades en que existían pruebas concretas, se procedía a imponer las
respectivas sanciones canónicas. La gravedad de las mismas dependía del
arrepentimiento o persistencia del reo así como de que fuese o no reincidente.
Veredictos y penas
Los veredictos y las penas se
basaban en la demostración de la inocencia o culpabilidad de los procesados así
como -en el segundo de los casos- en la gravedad de los delitos atribuidos. De
sentenciarse la inocencia, el encausado era absuelto mientras que de fallarse
su culpabilidad los inquisidores señalaban las sanciones correspondientes. Cabe
añadir que tanto las de carácter físico -azotes, prisión, destierro o muerte-
como las de carácter económico -pago de alguna multa o confiscación de bienes-
eran las mismas que aplicaban los tribunales civiles no sólo de España sino de
cualquier otro país europeo. La particularidad inquisitorial en esta materia,
se manifestó en las penas de carácter espiritual: reprimendas, abjuraciones,
reclusión para ser instruido en la fe, comparecencia durante un auto de fe en
hábito de penitente, suspensión de los clérigos en su ministerio o degradación
de las órdenes religiosas, etc.
A) Absolución
Aunque en sí no era una pena,
por ser uno de los veredictos posibles de la sentencia la vamos a incluir y
explicar previamente. Constituía la declaración, por parte de las inquisidores,
de la inocencia del procesado. Se otorgaba cuando este -considerando su
confesión, las evidencias de los hechos presentados por el fiscal y las
declaraciones de los testigos- no resultaba culpable de los delitos que se le
imputaba.
B) Abjuración
Se denominaba así al acto por el
cual el procesado se retractaba de las creencias contrarias a los dogmas
católicos que se le atribuían. Tal acto se realizaba antes de la imposición de
cualquier otra pena. Solamente se exceptuaba a los absueltos y a los condenados
a ser entregados al brazo secular. La abjuración se efectuaba antes de que se
produjese la lectura pública del veredicto condenatorio. En algunas
oportunidades el acto abjuratorio era impuesto en una primera sentencia por la
cual el reo era admitido a reconciliación, siempre y cuando rechazase los
errores que motivaron su proceso. Después de ejecutada la abjuración se le
imponían, mediante la sentencia definitiva, las sanciones correspondientes.
Existían los siguientes tipos de abjuraciones:
a) Abjuración de
levi
Se aplicaba a aquellos
procesados contra los cuales se habían hallado sospechas leves de haber
hereticado. Ese tipo de abjuración podía ser público o privado, dependiendo de
si las sospechas sobre la conducta del reo hubiesen trascendido o no a la
población. Las abjuraciones privadas se realizaban en la sala de audiencias del
Tribunal, mientras que la públicas se efectuaban en el transcurso de la misa
dominical. Inmediatamente después de la abjuración el reo quedaba en libertad.
Si reincidía en la herejía era condenado como relapso.
b) Abjuración de
vehementi
Este tipo de abjuración era
impuesto cuando existían sospechas vehementes de herejía sin haberse llegado a
probar totalmente las mismas. En este caso, se imponía al reo otras penas
adicionales: prisión por tiempo determinado, vestir el sambenito durante la
ceremonia de abjuración, pago de alguna multa, etc.
c) Abjuración de formali
Era impuesta cuando los
procesados, mostrándose arrepentidos, confesaban haber incurrido en actos
propios de herejes o haber sostenido proposiciones heréticas. Se le agregaban
otras penas.
d) La retractación
Se realizaba cuando se
condenaban una serie de proposiciones consideradas heréticas por los
inquisidores y de las cuales el procesado se había hecho sospechoso. En estos
casos los enjuiciados hacían abjuración de tales proposiciones.
C) Penas pecuniarias
Eran graduadas según la calidad
del delito y la fortuna del reo. La principal pena de carácter pecuniario era
la confiscación de todos los bienes del procesado. Se efectuaba en los casos de
herejes persistentes, relapsos y condenados a cadena perpetua; en los otros
casos, la sanción incluía la imposición de multas las que, si no eran
canceladas, daban lugar a la confiscación de los bienes del procesado hasta por
un monto equivalente a la deuda.
D) Penas privativas de la libertad
Las celdas eran de diferentes
tipos y a ellas se enviaba a los procesados según la gravedad de sus delitos.
Durante el proceso, las más agradables se asignaban a los sospechosos de haber
cometido faltas leves, mientras que las más lóbregas se reservaban para los
casos más graves. Los condenados por faltas graves incluían en su respectiva
sentencia algún período de internamiento en las celdas del Tribunal o en el
lugar que este determinase; por ejemplo, los inquisidores podían señalar por
prisión las casas de los condenados[19].
A los condenados a cárcel
perpetua[20]
se les sometía a un régimen penitenciario indulgente. Sin embargo, esta pena
conllevaba la confiscación de todos los bienes del sentenciado así como el
impedimento para que los hijos y nietos pudieran poseer o ejercer dignidades y
oficios públicos. A esto se añadía la prohibición de utilizar distintivos que
indicasen posición social tales como llevar trajes de seda y joyas, portar
armas, montar a caballo, etc. La única forma de exonerarse de estas
inhabilitaciones era a través de la compra de una dispensa. Asimismo, un alto
porcentaje de penas de prisión era conmutado por sanciones de carácter
penitencial.
Las celdas secretas eran
cárceles preventivas que se utilizaban, solamente, durante el proceso. Deben su
nombre a que en ellas el reo permanecía incomunicado hasta el dictado de su
respectiva sentencia. Asimismo, el Tribunal utilizaba para el cumplimiento de
sus sentencias las denominadas celdas públicas o de penitencia. La prisión
secreta a la que iba a parar el procesado era un lugar más desagradable que la
casa de penitencia, en la que sería encerrado si llegaba a ser condenado a
encarcelamiento. A pesar de ello es innegable que los calabozos no eran antros
de horror como ha sostenido una campaña mal intencionada destinada al
desprestigio del Tribunal. De hecho, los reos de la Inquisición
eran mucho mejor tratados que los de las prisiones reales. Por ello, en
numerosas oportunidades, presos comunes fingieron cometer delitos de herejía
tan sólo para lograr ser trasladados a los locales del Santo Oficio. A los que
estaban en las cárceles públicas se les permitía recibir visitas de sus
familiares más cercanos. La comida era proporcionada de manera regular y adecuada,
cierto es que a sus propias expensas, incluyendo pan, leche, frutas, carne y
vino. Los detenidos debían llevar consigo la cama y el vestuario que
utilizarían. Los gastos de los pobres eran cubiertos por el Tribunal. Las
prisiones inquisitoriales eran las mejor organizadas de su época, admitiéndose
que eran limpias, holgadas y provistas de ventilación y luz. En líneas
generales, el trato era tolerable y muy superior al de las celdas civiles.
Según
las normas inquisitoriales en las celdas públicas los presos casados, por
ejemplo, podían recibir a sus cónyuges y hacer vida marital. Se les permitía a
los condenados realizar labores productivas a fin de que lograran ganar su
sustento diario. En la época de auge de la Inquisición el
sentenciado no estaba colocado en celdas individuales pero en la etapa de
decadencia la situación cambió radicalmente debido a la poca cantidad de
procesados.
En líneas generales se puede
decir que la
Inquisición contó con prisiones adecuadas para el
cumplimiento de sus funciones. En algunas de las principales ciudades de España
utilizó castillos fortificados, los que tenían celdas muy seguras. El tribunal
de Zaragoza residía en Aljafería, el de Sevilla en Triana (en 1627 se trasladó
dentro de la ciudad) y el de Córdoba en el Alcázar. En todos estos edificios
los calabozos estaban en buenas condiciones, lo que nos explica por qué las
celdas de la
Inquisición se consideraban menos duras que las prisiones
reales. Ante la contundencia de los hechos y contra la falsa imagen sostenida
por la interesada leyenda negra sobre el Santo Oficio, autores totalmente
adversos al Santo Oficio como Guy Testas, han terminado reconociendo:
“Sin embargo, un médico
examinaba regularmente a los detenidos. Estaba previsto un presupuesto
suficiente que garantizara una nutrición decente a los prisioneros: pan, vino,
leche y carne. Podía obtenerse que algunos prisioneros gozaran de determinados
regímenes alimenticios, y los parientes podían hacer llegar al inculpado una
comida más refinada y abundante. El detenido tenía con que escribir para
preparar su defensa y entretener sus ocios”[21].
Otra pena privativa de la
libertad utilizada por la
Inquisición española era el denominado castigo de galeras,
establecido por disposición real ante la escasez de mano de obra para tales
labores -indispensables para la comunicación marítima, sobre todo con las
colonias hispanas- y para la seguridad del reino. La Inquisición
medieval nunca la utilizó. Sus orígenes se remontan a los tribunales seculares
de la época, los que solían condenar a algunos delincuentes a galeras, por
períodos de tiempo variados, incluyendo la cadena perpetua. Por disposición del
Rey Fernando el Santo Oficio también comenzó a emplearla pero, a diferencia de
los tribunales civiles, jamás se condenó a reo alguno a un período superior a
los diez años. A mediados del siglo XVIII, el Tribunal dejó de emplear esta
sanción.
E) La pena de muerte
“La relajación se hacía con base en que el Tribunal
no condenaba a nadie a muerte, pues hacía lo posible por salvarlo, puesto que
era su fin principal, y al no lograr el arrepentimiento del inculpado no le
quedaba más remedio que entregarlo al brazo secular para que el Estado lo
juzgara conforme a las leyes civiles”[22].
El factor determinante para que
se produjese una condena a muerte era la persistencia del hereje en el error.
Esta pena podía ser conmutada si se producía el arrepentimiento del procesado,
aunque fuese de última hora e inclusive si se encontraba camino del suplicio.
Si sucedía así, las autoridades civiles debían devolverlo a los inquisidores,
quienes realizaban un proceso de comprobación dirigido a verificar la
autenticidad de tal conversión. En él se exigía al reo que hiciese la denuncia
inmediata y voluntaria de sus cómplices; asimismo, que mostrase su disposición
a perseguir a la secta a la cual había pertenecido. Luego se le pedía la
abjuración de estilo. Si realizaba todo esto satisfactoriamente los
inquisidores le conmutaban la pena de muerte por la de prisión perpetua. En el
caso opuesto, si la conversión era disimulada, el reo era devuelto al brazo
secular para que aplicase la condena ya dictada anteriormente. A los relapsos o
reincidentes no se les otorgaba una conmutación de última hora. Sólo debían ser
relajados los penitentes relapsos y los impenitentes. Sin embargo, los reos
cuyos delitos hubiesen sido probados en forma contundente -a pesar de lo cual
se habían negado a confesarlos en el transcurso del proceso- podían hacerse
merecedores de la condena al quemadero. En tales casos con sólo cambiar de
actitud podían salvarse de sufrir tal pena, aun en el momento mismo de la
ejecución. De ser así, eran condenados a prisión por algún tiempo determinado.
El Tribunal no condenaba
directamente a muerte a ningún reo. En tales casos las sentencias
inquisitoriales dirían “entregado al brazo secular” o “relajado
al brazo secular”. Tal acto consistía en la entrega formal de los reos
pertinaces por los jueces inquisidores a los jueces reales ordinarios. La
justicia real les impondría las penas que señalasen las leyes civiles: muerte
en el quemadero. La entrega al brazo secular se realizaba a instancias del
fiscal, quien la solicitaba a los inquisidores. Es interesante resaltar que, a
partir de las Instrucciones de Torquemada, se impusieron cada vez mayores
restricciones para la adopción de la condena a muerte. De hecho sólo se
aplicaba excepcionalmente e iba acompañada de otras sanciones: la excomunión
mayor, la confiscación de los bienes del procesado y la inhabilitación de hijos
y nietos por línea paterna e hijos por línea materna para ocupar cargos
públicos, ejercer ciertos oficios, llevar vestidos de seda, joyas, portar armas
y montar a caballo. Debo agregar, en honor a la verdad, que la pena de muerte
en el quemadero no era exclusividad de la Inquisición
puesto que la justicia real la imponía en los delitos de sodomía, bestialidad y
adulteración de moneda.
Si después de leída la sentencia
a muerte el procesado se arrepentía, el Tribunal le cambiaba tal sanción por la
de prisión perpetua[23].
Sin embargo, si se trataba de un reincidente, como medida de misericordia se le
aplicaba el garrote y luego sus restos eran quemados. Bernardino Llorca
considera que en toda la historia del tribunal hispano fueron condenados a
muerte unos 220 protestantes, de los cuales una docena murió en las llamas.
Adicionalmente, según diversos autores, el número total de sentenciados al
quemadero en los tres siglos y medio de existencia del tribunal hispano -desde
1480 hasta 1834 en que fue abolido- fluctuaría entre mil quinientos y dos mil.
“Nosotros mismos hemos
visto a los inquisidores en varios casos, en el siglo XVII, hacer todo lo
posible por no quemar a un relapso o a un pertinaz que, según derecho, no
podían escapar al último suplicio. Se le bombardea con misioneros, se espera lo
que haga falta para darle tiempo a convertirse, sin hacerse ilusiones sobre su
sinceridad…
Actitud comparable a esa escena
que, a partir del siglo XVI, no tiene nada de excepcional: en el curso de un
auto de fe un condenado a las llamas cae a los pies del inquisidor proclamando
su conversión y arrepentimiento. Y el juez le hace levantarse, lo indulta in
extremis y lo vuelve a enviar a su celda donde se le mantiene en observación
unas semanas antes de reconciliarlo. Ciertamente hay la parte publicitaria,
porque el efecto sobre la multitud es inmenso. Pero estaba prohibido por el
reglamento.
Relativamente pronto, pues, el
Santo Oficio vacila en matar. En la mayoría de los casos graves la pena normal
es la reconciliación, con la confiscación de los bienes, esto último por lo
demás no siempre aplicado en la práctica, y la prisión perpetua. Pero,
atención, en lenguaje inquisitorial, perpetua quiere decir cuatro años como
máximo…”[24].
F) Otras penas
Entre las otras penas también
utilizadas por el tribunal hispano cabe señalarse el sambenito, la vergüenza
pública, los azotes, el destierro y las penitencias espirituales. Una de las
sanciones vergonzantes consistía en llevar puesto, por algún tiempo
determinado, el sambenito, túnica o escapulario de color amarillento, con una cruz
roja sobre el pecho y la espalda. Este era un distintivo infamante que luego de
cumplida la sentencia se colocaba en la parroquia del procesado.
La flagelación pública solía
ejecutarse el mismo día de la lectura de la sentencia. El reo salía montado en un
asno, llevando de la cintura para arriba solamente la camisa, con un dogal en
el cuello y mordaza, recibiendo en el trayecto la cantidad de azotes dispuestos
en la sentencia. En cuanto al destierro, se realizaba días después. También era
graduado a la gravedad de las faltas atribuidas al condenado, al que se le
podía desterrar: de la corte, de la ciudad, de la región, de la provincia o del
virreinato, etc.
Asimismo, existían diversas
sanciones espirituales tales como
asistir a peregrinaciones, guardar ayunos, rezar oraciones, acudir a
misa en calidad de penitente, etc. Cuando los sancionados pertenecían al
estamento religioso eran suspendidos en sus oficios por un tiempo determinado,
se les prohibía celebrar misa o se les recluía en un monasterio.
Sobre los descendientes de los
condenados a muerte o cárcel perpetua -hijos por línea materna e hijos y nietos
por línea paterna- recaían las inhabilitaciones. Estas les impedirían ocupar
cargos públicos y eclesiásticos en España y sus colonias. Asimismo, utilizar
prendas suntuosas tales como vestirse con sedas, lucir adornos de oro, etc.
Contrariamente a lo que se cree, la infamia también recaía sobre los
descendientes de los procesados en algunos juicios efectuados por los
tribunales civiles como, por ejemplo, cuando los jueces reales juzgaban a los
que consideraban traidores a la corona. Sin embargo, lo cierto es que el crimen
de herejía deshonraba a la persona que lo cometía y a sus familiares, tanto es
así que decirle a uno hereje era insultarlo gravemente[25].
Los autos de fe
“Entre las pruebas que
avalan el éxito histórico alcanzado en su cometido por el Tribunal del Santo
Oficio de España se halla la de su definitiva identificación universal con la
ceremonia a través de la que eran hechas públicas sus sentencias. En prueba de
la eficacia de tales métodos publicitarios, la impronta de su huella social ha
quedado grabada de modo indeleble, hasta el punto de que mucho más que el tan
denostado secreto procesal y a un paso del supuesto monopolio de la Inquisición en
el empleo del tormento como procedimiento judicial, el auto de fe con harta
frecuencia confundido con la ejecución en la hoguera de las penas capitales
impuestas a los delincuentes relapsos, se ha convertido para muchos
extranjeros, y en bastantes casos también para ciertos hispanos poco versados
en las cosas de nuestro pasado, en confuso sinónimo de actuación inquisitorial.
Y decimos que ello es prueba de la fortuna del método por cuanto fue
precisamente el auto el lugar y circunstancia que mejor contribuyó, a lo largo
del tiempo, a introducir en la conciencia de los súbditos de la Monarquía Católica
y de sus vecinos lo incuestionable de la eterna victoria sobre el error de la
verdad religiosa en que se sustentaba su programa político, en cuya prueba tenían
lugar aquellas ceremonias. El éxito del procedimiento inquisitorial se hacía
finalmente patente en forma de invencible miedo frente a su autoridad, tutora
de conciencias, bienes y famas. Sentimiento de miedo que soliviantaría primero
sesgadamente las sensibilidades de nuestros visitantes europeos, excesivamente
olvidadizos para con los espectáculos que rodeaban a las ejecuciones públicas
en sus propios países, y que más tarde se transformaría en el denuesto
caracterizado con que los políticos liberales dieron forma a la leña que de la Cruz verde caída hicieron en
folletos, discursos y controversias”[26].
En sí los autos de fe eran
ceremonias en las que se producía la lectura pública y solemne de las
sentencias dispuestas por el Tribunal de la Fe. Eran, pues, manifestaciones solemnes de la
religiosidad católica -religión única y oficial del Estado y del pueblo
español- en las que se reafirmaba la misma a través de la pública sanción a los
condenados por el Santo Oficio, sobre todo por el horrible delito de herejía.
Recordemos que el Tribunal dedicaba sus esfuerzos no sólo a investigar las
culpas de los sospechosos sino a extraer de ellos confesiones penitenciales.
Esto significa que el auto era esencialmente un acto de fe, una expresión
pública de penitencia por el pecado más grande de todos: el pecado contra Dios,
la herejía. Estrictamente no formaba parte del proceso, pues la suerte del reo
quedaba definida por el dictamen de los asesores de la junta de revisión. Su
importancia radicaba en dar trascendencia pública a las condenas, aumentando
así su eficacia. El hecho mismo de que el proceso tuviese un carácter secreto,
hacía indispensable la publicidad de las sentencias, para lo cual estas eran
leídas en presencia de los pobladores en el transcurso del auto de fe. Los
autos son una manifestación más de la naturaleza político-religiosa del Santo
Oficio hispano:
“Confuso como vemos el terreno de la religión y la
política, equivalentes con frecuencia a pecado y delito, no lo era menos el
fundamento -sacro en última instancia, como sacro era el del poder regio- de la
inexcusable vindicta que reclamaban ciertos delitos. Los más atroces ofendían
genéricamente a la Majestad
real como encarnación del estado, pero también a Dios por contravenir su ley.
La herejía, por su parte, fuera de su aspecto propio de rebeldía contra Dios y
su Iglesia, implicaba también en el fondo un atentado a la lealtad básica
debida al soberano, cuya fe servía de respaldo al buen gobierno de la
república, introduciendo el desorden y la discordia entre sus súbditos. Nada
tiene de extraño por todo ello que el ritual del castigo de los reos de delito
contra una u otra Majestad se ajustase a unos principios comunes y se
desarrollase siguiendo unos esquemas parecidos”[27].
Los puntos centrales del auto de
fe eran la procesión, la misa, la lectura de las sentencias y la reconciliación
de los pecadores. En las ciudades sedes de un tribunal de distrito se solía
reunir una cierta cantidad de sentenciados a diversas penas, solicitando la
licencia necesaria al Consejo de la
Suprema para celebrar el auto. Los preparativos y
expectativas de la población iban en relación con la trascendencia de los reos
que comparecerían en la ceremonia. En ocasiones especiales -el descubrimiento
de algún nuevo foco de herejía- la solemnidad era mayor. Un mes antes desfilaba
por las calles de la ciudad una procesión de familiares y notarios de la Inquisición
proclamando, a través de la lectura de un pregón, la fecha de la ceremonia. En
el mismo, además de anunciarse el acto, se invitaba a la población a que lo
presenciase a cambio de indulgencias. En el intermedio se realizaban los
preparativos propios del caso, se daban órdenes a los carpinteros y albañiles
para que alistaran el andamiaje para las tribunas, se preparaba el mobiliario y
el decorado. Asimismo, se procedía a
preparar las milicias que resguardarían la ceremonia. La noche anterior al auto
de fe se organizaba un desfile especial, conocido como procesión de las cruces
verde y blanca, en el cual familiares y otras personas llevaban los símbolos
del Tribunal hasta el sitio en que se iba a realizar la ceremonia. Estos eran
instalados en lo más alto del estrado y del cadalso respectivamente. En el
transcurso de esa noche se hacía el rezo de oraciones y se completaban los preparativos.
Quedaba de guardia toda la noche la milicia inquisitorial.
El día señalado para la
realización del auto, aún de madrugada, se procedía a la preparación de los
reos. Para ello, se les colocaba las vestimentas que deberían llevar durante la
ceremonia. Los inquisidores entregaban las órdenes respectivas al alcaide para
que conduciese a los sentenciados al lugar donde se celebraría el auto. A
primeras horas de la mañana comenzaba la ceremonia con el desfile de los reos
-escoltados por la milicia inquisitorial y elementos del estamento
eclesiástico- desde el local de la Inquisición hasta la tribuna preparada para
ellos. Delante iba la cruz alzada de la parroquia a la que pertenecía el
tribunal acompañada del clero y cubierta, en señal de luto, de un velo negro.
Cada reo iba acompañado por dos familiares del Santo Oficio. El orden en que
salían variaba pero generalmente era el siguiente:
1.
Estatuas de ausentes o fallecidos;
2.
Penitentes;
3.
Reconciliados;
4.
Relajados.
Por lo que respecta a su vestimenta,
esta se disponía según la respectiva condena:
1. Las estatuas
llevaban, cada una, un rótulo -con el nombre y delito de la persona que
representaban- coroza y sambenito. Las estatuas de difuntos, adicionalmente,
portaban unas cajas con los huesos de los condenados a la hoguera.
2. Los
penitentes, descubiertas las cabezas, sin cinto y una vela en la manos. Algunos
rodeaban su garganta con sogas en señal de que serían azotados o irían a
galeras.
3. Los
reconciliados, vistiendo sambenitos con grandes aspas.
4. Los
relajados, llevaban sambenitos con llamas y coroza o capirote.
Cerraban el cortejo las
autoridades civiles, con los funcionarios y familiares del Santo Oficio.
Durante el desfile estos últimos servían como escolta a los reos, mientras que
los inquisidores iban detrás llevando consigo su estandarte. En la plaza mayor
se levantaban dos tribunas. En una de ellas se colocaba a los reos, al
predicador y al lector de sentencias; en la otra -normalmente frente a la
anterior- habían asientos para las principales autoridades: la familia real,
incluido el rey; los inquisidores, miembros del ayuntamiento y del cabildo así
como otros personajes importantes del reino[28].
En el estrado destinado a los reos, estos eran colocados según la gravedad de
sus delitos: en la parte más alta los condenados al brazo secular, en el medio
los reconciliados y en la parte baja los penitentes. El pueblo espectaba la
ceremonia ubicado en tribunas de menores dimensiones y desde todos los rincones
de la plaza o los balcones de las casas vecinas.
El auto se iniciaba con el
juramento solemne de todos los asistentes de mantener la absoluta fidelidad a
la fe católica y al Tribunal. Si estaban presentes los miembros de la familia
real eran los primeros en prestarlo. Así, todo un pueblo y el propio estado
reafirmaban su compromiso religioso. Luego seguía el sermón, pronunciado por un
orador prestigioso. En él, acomodándolo a las circunstancias, se hacía ver lo
errores que conllevaba el alejarse de las creencias católicas. Continuaba, a la
señal de la campanilla del inquisidor decano, la lectura de las sentencias, la
cual ocupaba la mayor parte del día y se realizaba en el siguiente orden:
reconciliados en forma; fallecidos absueltos; ausentes fugitivos relajados en
efigie; fallecidos condenados a ser relajados y quemados en huesos; y,
relajados en persona. En el estrado principal, concluida ya la lectura de las
sentencias, se exigía a los reos que realizasen las abjuraciones del caso.
Luego, el inquisidor procedía a absolver a los penitenciados. Los condenados a
muerte eran bajados del estrado, tras lo cual el secretario inquisitorial los
entregaban al corregidor. Seguidamente, en procesión y hacia el quemadero, iban
las estatuas y los relajados. El auto y la ejecución de las penas se llevaban a
cabo en lugares distintos. La ceremonia solía culminar con la celebración de la
misa, dándose por concluido el auto de fe[29].
El cumplimiento de las demás
sentencias se realizaba después -generalmente al día siguiente por la mañana- y
estaba a cargo de las autoridades civiles. Estas se encargaban de aplicar las
condenas a los sometidos a vergüenza pública, azotes, etc., para lo cual los
llevaban en procesión por las calles de la ciudad. Durante ella se ejecutaba la
pena. Un secretario de la
Inquisición, acompañado por otros empleados, presenciaba la
ejecución. Luego se enviaba a cumplir sus sanciones a los condenados a
destierro o prisión. Finalmente, una procesión realizaba la devolución de las
cruces verde y blanca a sus correspondientes santuarios y se disponía la
disolución de la milicia. Debido a lo complicado de la ceremonia, los autos de
fe tendían a ser muy costosos, lo cual constituyó una poderosa razón para
disuadir al Tribunal de celebrarlos con asiduidad. Los autos particulares o
autillos -que solían realizarse en la sala de audiencias, en la capilla del
Tribunal o en alguna iglesia- eran más sencillos y demandaban menor gasto. Cabe
destacar que para los autos de fe o autillos se reservaban las causas más
importantes, mientras las faltas leves eran sentenciadas directamente en la
sala de audiencias. René Millar, en cuanto a las razones que motivan la
publicidad de las sanciones, señala algunas importantes similitudes de la Inquisición con
las justicias reales:
“También era un elemento
importante en el proceso penal de la monarquía la publicidad de la sanción.
Incluso, con las diferencias del caso, la aplicación de las penas a grupos de
condenados a veces daba origen a una especie de espectáculo público que
guardaba cierta relación con los autos de fe. Esto se explica porque los
tribunales de las dos jurisdicciones consideraban que la pena tenía una función
eminentemente ejemplificadora”[30].
La solemne atmósfera religiosa,
alimentada por el espíritu de caridad, penitencia y piedad que predominaba en
los autos, propició en numerosas oportunidades la conversión, en el último
instante, de herejes obstinados. Quizá, algunos se convirtieron tan sólo por el
temor a ser quemados pero fueron más los que marcharon con alabanzas sinceras
en sus labios por la fe nuevamente encontrada.
Modificación del veredicto
A) Revisión de la condena
Las sentencias podían ser
conmutadas por los inquisidores -quienes tenían en esta materia una
discrecionalidad casi absoluta- aun después de producida su lectura pública. La
conmutación sólo procedía cuando el reo había sido admitido a reconciliación.
De no ser así, solamente el Consejo de la Suprema y General Inquisición, previa
ratificación del Inquisidor General, podría disponerla. El condenado la podía
solicitar, transcurrido cierto tiempo desde el comienzo del cumplimiento de la
sentencia. Los inquisidores, considerando la solicitud escrita del interesado y
su conducta personal, podían disponer la aplicación de una serie de penas
canónicas a cuya realización quedaba sujeta la suspensión de la primera
condena. También estaban facultados, en razón de una causa específica, a
ordenar la suspensión de la condena. De no ser concedida, el interesado podía
apelar ante la Suprema
y, por último, ante el Inquisidor General.
B) La apelación
Era
la solicitud de anulación de la sentencia impuesta por un inquisidor, mediante
el recurso a un juez de mayor jerarquía, alegando alguna irregularidad o
injusticia. Las apelaciones solían proceder cuando las sentencias se habían
basado en pruebas insuficientes o si involucraban a personas de notoriedad.
Podían interponerse por escrito en cualquier fase del proceso si se dirigían
contra una sentencia interlocutoria o al final del mismo si cuestionaban el
veredicto. Tanto la defensa como el fiscal estaban facultados a utilizar estos
recursos. Los inquisidores, a su entera discreción, podían admitirlos o
rechazarlos. Si la apelación presentada por la defensa era rechazada, esta
tenía la posibilidad de interponer el correspondiente recurso ante la Suprema.
“La frecuencia de las
apelaciones, al principio al Inquisidor General y más tarde a la Suprema, aumentó. Así no
podemos más que ratificar la opinión de Lea que considera que casi siempre la
intervención del Consejo llevaba a una suavización de la pena”[31].
Los índices de libros prohibidos
La censura ha sido una práctica
muy común, desde la antigüedad. A mediados del siglo XVI se acentuó su empleo
debido, en gran parte, al desarrollo de la imprenta la que dejó de lado a los
copistas amanuenses y propició la difusión de todo tipo de obras. La
multiplicación de publicaciones fue recibida por los estados con una actitud
dual, mezcla de entusiasmo y recelo. Por ello, apoyaban los aspectos culturales
pero ejercían control, en diferentes grados y formas, sobre los contenidos
ideológicos y políticos que directa o indirectamente afectasen a los
gobernantes. Por su parte, la
Iglesia tuvo que enfrentarse a los incesantes ataques de
Lutero y los demás dirigentes protestantes, quienes emplearon asiduamente la
imprenta para sus fines proselitistas en desmedro del catolicismo.
La censura propiamente
eclesiástica, entre sus primeros antecedentes, tuvo el establecimiento de la
licencia previa de impresión en la diócesis de Metz en 1485. El Papa Alejandro
VI, por su parte, la dispuso para las diócesis de Colonia, Maguncia, Tréveris y
Magdeburgo en 1501. Fue generalizada en la Iglesia Católica
por León X.
En España la licencia anterior a
la edición de las obras, por disposición de la corona, fue extendida a todo el
territorio. El Consejo Real fue absorviendo el manejo de esta facultad a pesar
de que los arzobispos de Toledo y Sevilla, al igual que los obispos de Burgos y
Salamanca, tenían atribuciones para extender este tipo de licencias según una
pragmática de 1502. El paso definitivo lo dieron las ordenanzas de la Coruña de 1554 que
reservaron tales actividades al Consejo Real. Así, la censura previa resultaba
manejada por el Estado. Como este tipo de permisos concedidos para la impresión
de una publicación resultaba insuficiente, porque muchos libros ingresaban a
pesar de no tener la licencia estatal ni la eclesiástica, se fue haciendo
necesaria la censura a posteriori y
el control de la circulación y difusión de los textos. Las actividades
inquisitoriales, por lo que respecta a esta materia, tuvieron sus inicios en
las primeras décadas del siglo XVI cuando el Inquisidor General Adriano de
Utrech prohibió la lectura de los escritos de Lutero. El Papa Paulo III en 1539
ratificó las facultades del Tribunal para proceder contra los lectores de
libros prohibidos. La censura de las obras de Lutero fue reafirmada por el
Santo Oficio en diversas ocasiones. También se prohibieron las de Huss,
Lambert, Malancton, Mustero, Wicleef, Zuinglio, etc. Con ello, la Inquisición se
limitó estrictamente a cumplir las prohibiciones ya decretadas con anterioridad
por el Emperador Carlos V en Flandes. El monarca también prohibió las obras
impresas desde 1519 en las que no figurase el autor, el impresor, el lugar y la
fecha de la impresión; así mismo, las imágenes injuriosas para la religión y la
moral pública. Las listas o relaciones de textos prohibidos constituyeron el
antecedente de los respectivos índices.
Los continuos ataques de las
sectas obligaron al Tribunal a redoblar esfuerzos para evitar los daños que
conllevaba la extensión de la herejía. En tal sentido, desde 1532 mandó
publicar edictos conteniendo la lista de los textos prohibidos la que era
colocada en las puertas de las iglesias. Para lograr el cumplimiento de sus
disposiciones la
Inquisición vigilaba a los libreros, inspeccionando
permanentemente sus establecimientos y controlando las bibliotecas públicas y
privadas. A mediados del siglo XVI las obras remitidas a tierras americanas
eran registradas en la Casa
de Contratación de Sevilla. En los puertos y fronteras el comisario de la Inquisición
controlaba los libros que ingresaban al reino.
Al interior de la Península Ibérica
existían otros controles. La censura, por ejemplo, se hizo más rigurosa a
partir de la Real
Cédula publicada por la Regente Juana el 7
de setiembre de 1558. En ella se prohibió la introducción de toda clase de
libros extranjeros traducidos al español y se obligó a los impresores a
solicitar las respectivas licencias del Consejo de Castilla. También se
ordenaron penas durísimas para el contrabando de libros prohibidos, las que
incluían la confiscación de las propiedades de los infractores y la aplicación
de la pena de muerte. La censura organizada por el Santo Oficio coexistió con
la de las autoridades reales y se expresó principalmente en la edición de
índices de obras heréticas. La censura inquisitorial hispana graduaba los
libros de acuerdo con la extensión de sus errores. En tal óptica, se tachaba
tan sólo algunas líneas de los escritos, se condenaba la obra completa o el íntegro
de las publicaciones.
Las sanciones eclesiásticas
fueron determinadas por el Pontífice Julio III quien decretó la excomunión de
los lectores de libros prohibidos. Así, el estado y la Iglesia unieron sus
esfuerzos en el combate contra la herejía y la acción disociadora de los grupos
subversivos, inspirados en la necesidad de defender la fe común y el orden
público. La
Inquisición, al tomar a su cargo la censura de libros, lo
hizo en cumplimiento de una función de competencia estatal no sólo en España sino
también en todos los demás países y no exclusivamente en esta época sino más
bien hasta en nuestros propios días. La censura eclesiástica continuó
existiendo paralela a la del estado y, aunque pueda parecer más importante la
segunda, de hecho el índice inquisitorial gozaba todavía de tal autoridad a
finales del siglo XVIII que sus dictados no podían ser ignorados fácilmente.
Desde mediados del siglo XVI las
listas de textos prohibidos se convirtieron en catálogos o índices. Los
primeros fueron los de la
Sorbona (1544 y 1547), los de la Universidad de Lovaina
(1546 y 1550), Luca (1545), Siena (1548) y Venecia (1549). Se supone que el
primer índice utilizado por el Santo Oficio peninsular data de 1547 siendo en
realidad una reedición del índice de Lovaina. El primer índice propiamente
hispano fue el de 1551. Los índices españoles eran controlados sólo por las
autoridades peninsulares, no guardando ninguna relación con el índice de Roma
que empezó a redactarse en el siglo XVI. No obstante, en numerosas oportunidades,
las listas españolas contenían obras también prohibidas por Roma. En 1583 se
publicó un Índice y expurgatorio cuyo
aspecto prohibitorio era una continuidad de los anteriores índices. Su novedad
radicaba en el aspecto expurgatorio: no se prohibía una obra sino algunas
frases, párrafos o partes de la misma lo que, previa corrección, permitía la
publicación del libro en cuestión. Fue elaborado por la Universidad de
Salamanca como producto de quince años de pacientes investigaciones[32].
En 1612 se publicó otro índice elaborado esta vez por una comisión de
especialistas en la materia. A partir de entonces los índices de libros
prohibidos fueron elaborados por las denominadas Comisiones del Catálogo.
En los índices figuraban las
biblias escritas en lenguas vulgares (hasta que se levantó tal prohibición en
1782) para evitar la difusión de versiones tergiversadas que podrían alimentar
el surgimiento de nuevas herejías. La censura general de biblias fue promulgada
en 1554 y fue preparada, principalmente, con la intervención de las
universidades de Salamanca y Alcalá. Sin embargo, las ediciones contenidas en
esta censura podían circular, siempre que hubiesen sido sometidas a la
corrección inquisitorial. Esta se limitaba a eliminar los comentarios o
añadidos. El fondo del asunto no era ni podía ser prohibir la Biblia, lo que nunca se les
ocurrió a los inquisidores por ser uno de los pilares básicos e indiscutibles
de la fe católica, sino la tergiversación interesada de la misma para
utilizarla contra la Iglesia.
El objetivo de la censura
inquisitorial era doble: por un lado identificar la herejía en autores, obras o
proposiciones, según fuera el caso; y, por otro, controlar la propagación de la
misma. Cabe reiterar que el índice de la Inquisición española -a pesar de ser
independiente del romano que promulgaban los pontífices- lógicamente mantenía
numerosos elementos comunes con el mismo. En ambos, se prohibían los libros de
los heresiarcas y líderes de secta tales como Lutero, Calvino y Zuinglio; en
cambio, se permitían las refutaciones ortodoxas a los mismos así como las
traducciones que hicieron los herejes sin exponer sus ideas. También estaban
vedadas las publicaciones hostiles a la religión cristiana como el Talmud, el
Corán, los libros de adivinación, supersticiones, nigromancia, etc. Por otra
parte, eran permitidos los Padres y Doctores de la Iglesia anteriores a 1515
y también los libros de los herejes antiguos, los de autores escolásticos,
inclusive Pedro Abelardo y Guillermo de Occam, con excepción de sus libros
contra Juan XXII. No mencionaban los índices a los filósofos de la Antigüedad ni de
la Edad Media
fuesen cristianos, árabes, judíos o de otras creencias. Estaban permitidos los
renacentistas italianos, inclusive Giordano Bruno, Galileo, Descartes, Leibnitz,
Tomás Hobbes, Benito Espinoza y el propio Bacon con algunas enmiendas. En
cuanto a los libros de ciencias la Inquisición española jamás prohibió a Copérnico,
Galileo, Newton, ni ningún científico serio. En letras también fue tolerante,
pues cabe recordar que la época de apogeo de la Inquisición fue
la de mayor desarrollo y progreso cultural de España. Podemos mencionar
numerosos ejemplos tanto del desarrollo intelectual, como del espíritu
científico y crítico peninsular, en el período en referencia, pues el
establecimiento del Tribunal coincidió con la época de oro de las letras
castellanas en los diferentes campos del conocimiento. Con justicia Menéndez y
Pelayo afirmaba:
“Nunca se escribió más ni
mejor en España que en esos dos siglos de oro de la Inquisición. Que
esto no lo supieran los constituyentes de Cádiz, ni lo sepan sus hijos y sus
nietos, tampoco es de admirar, porque unos y otros han hecho vanagloria de no
pensar, ni sentir, ni hablar en castellano. ¿Para qué han de leer nuestros
libros? Más cómodo es negar su existencia”[33].
Al respecto Tuberville,
refiriéndose a los defensores de la Inquisición sostuvo que:
“Les asiste también la
razón al repudiar la extendida opinión expresada en la frase de Prescott de que
España era un país «en tinieblas», y que en la época en que la Inquisición
tenía más poder, España era, a consecuencia de su intolerancia, un país de
ignorancia y obscurantismo. Esta idea es una grotesca parodia de la realidad, y
sólo puede basarse en el desconocimiento de los hechos, puesto que lo cierto es
que el siglo XVI es la época de mayor gloria de España, tanto en la esfera del
pensamiento como en la de la acción. Salamanca y Alcalá se contaban entre las
ilustres universidades de Europa. De los humanistas de Europa ninguno, salvo el
mismo Erasmo, fue más brillante que Juan Luis Vives, tan admirado por aquél.
Francisco Sánchez no fue menos distinguido. Francisco de Vitoria, predecesor de
Grocio, Domingo de Soto y Francisco Suárez, fueron los más grandes maestros en
la jurisprudencia de su tiempo, y este último «prodigio y oráculo de esta
época», como se le llamó, fue filósofo y teólogo. Hubo también destacados
pensadores entre los jesuitas españoles, como Molina y Fonseca. En las letras
clásicas, teología, filosofía y derecho, España dio algunos de los hombres más
originales y destacados del siglo. La época siguiente puede haber sido una era
de decadencia política; pero no fue una cultura decadente la que creó Don
Quijote, los más grandes poemas de Lope de Vega, los dramas de Calderón y las
obras maestras del Greco, Rivera y Velásquez”[34].
Julián Juderías añadía con
respecto al papel e influencia que le cupo desempeñar al Santo Oficio, con una
mayor dosis de vehemencia y convicción pero no falto de razón, que:
“No creemos que influyó tampoco
de la manera que se dice en el desenvolvimiento intelectual de los españoles, y
no lo creemos por la razón sencilla de que los tres siglos de Inquisición
corresponden precisamente al período de mayor actividad literaria y científica
que tuvo España y a la época en que más influimos en el pensamiento europeo.
Todo eso que se suele decir de que nuestra intolerancia levantó una barrera
entre España y Europa son cosas que ya no creen ni los niños de la escuela. Las
traducciones de obras españolas de todo género que se hicieron en el
extranjero, hasta en las naciones más remotas, como Suecia y Rusia, demuestran
precisamente lo contrario. Tampoco creemos que la Inquisición
persiguiera a los sabios por ser sabios, ni que los merecedores de este nombre
perecieron en la hogueras inquisitoriales…”[35].
En cuanto a las formas de
circulación de los libros prohibidos señalaremos las siguientes:
1.
Instrumentos empleados:
Comerciantes
y vendedores ambulantes;
Eclesiásticos
autorizados y otras personas de la misma condición que en ocasiones o
sistemáticamente las prestaban a individuos no autorizados;
2.
Ocasiones especiales:
Por transmisión de herencia;
En las ventas de libros de
difuntos;
3. Medios:
Obras expurgadas que en realidad no lo
habían sido.
En lo que respecta a los
poseedores de libros prohibidos estos solían ser:
1.
Eclesiásticos autorizados por el Santo Oficio;
2.
Particulares, principalmente de la clase media, que contaban con la respectiva
licencia del Tribunal, así como otros que, sin tal condición, igualmente los
poseían;
3.
Mercaderes (hasta 1706 no existe ninguna mención de libreros en Indias);
4.
Libreros;
5.
Funcionarios de gobierno;
6.
Médicos.
Durante los primeros siglos de
funcionamiento del Tribunal predominaban las obras de carácter religioso
situación que cambió en la segunda mitad del siglo XVIII en que destacaron las
de carácter filosófico y político. Aun así la censura inquisitorial hispana
abarcó permanentemente los siguientes tipos de escritos:
1.
Heréticos: es decir aquellos que iban directamente contra la fe católica;
2.
Injuriosos: los contrarios a la
Iglesia, las autoridades eclesiásticas y las órdenes
religiosas;
3.
Políticos: los que eran, en alguna forma o manera, contrarios al monarca o al
reino;
4.
Supersticiosos: los que difundían supersticiones;
5.
Filosóficos: los contrarios a los dogmas católicos; y,
6. Los
elaborados por autores indiscutiblemente católicos, de los que sólo se
expurgaban algún o algunos párrafos que podían motivar interpretaciones dudosas
e incitar a la herejía.
Cabe destacar que la Inquisición
española no era enemiga de la cultura. Por el contrario, era una de las
principales conservadoras de la misma y de una civilización con marcada
mentalidad religiosa, producto de la propia historia española. El Santo Oficio
ayudó a conservar no sólo la Religión Católica sino, inclusive, sirvió para
promover la producción intelectual. Numerosos inquisidores fueron protectores
de los más importantes genios de entonces: fray Diego de Deza respaldó a
Cristóbal Colón; Cisneros, fundador de la Universidad de Alcalá
-editor de la primera Biblia políglota y de las obras de Raimundo Lulio- fue
protector de Nebrija, de Juan de Vergara, de Demetrio -el cretense- y de los
helenistas del renacimiento español; asimismo, Alfonso Manrique, se constituyó
en defensor de Erasmo; Fernando de Valdés, fundó la Universidad de Oviedo;
Bernardo Sandoval promovió a Miguel de Cervantes y Vicente Espinel. Por su
parte Lope de Vega fue familiar del Santo Oficio; Rodrigo Caro consultor; y, en
líneas generales, los funcionarios del Tribunal estuvieron entre las personas
más doctas de su época.
En el siglo XVIII la principal
actividad que quedaba al Santo Oficio -cuando era ya más que evidente su
decadencia- era la censura; sin embargo, ni siquiera esta estaba del todo bajo
su dominio. La
Inquisición era libre de publicar listas condenatorias de
libros pero la mayor parte de la verdadera censura estaba bajo el control del
Consejo de Castilla. El poder del Consejo para otorgar licencias le había sido
concedido por primera vez en 1544, lo que fue reafirmado en 1705 y 1728. Años
más tarde, Fernando VI reforzó los poderes de censura del Consejo de Castilla
haciéndolo absoluto e invariable respecto de todos los impresos.
La mayor diferencia que podemos
encontrar entre los primeros y los últimos índices del Tribunal radica en que,
en el primer caso, la principal preocupación se centró en los escritores
protestantes y otros herejes. Estos índices estaban llenos de nombres de
teólogos secundarios que habían incurrido en la censura. En el segundo caso, en
cambio, eran más políticos que teológicos y nos muestran al Tribunal actuando
principalmente como institución política, defensora del orden público.
Durante el reinado de Carlos
III, una cédula librada el 16 de junio de 1768 afirmó el control civil de la
censura y estableció reglas liberales por las que se concedió a los autores el
derecho a ser oídos antes de procederse a la censura de sus escritos. Además,
se permitía la circulación de estos hasta que se hubiera emitido el respectivo
dictamen. Sin embargo, todas las prohibiciones debían ser aprobadas previamente
por la corona. Finalmente, en 1773 se privó a los obispos del derecho de
conceder el imprimatur, el que se
reservó al gobierno. Por lo tanto, todo el aparato de control y censura pasó a
manos de seglares que, en general, solían ser intelectuales bien informados,
miembros del Consejo de Castilla.
Estas eran manifestaciones del
espíritu que alimentaban el despotismo ilustrado hispano. Además,
paralelamente, el desarrollo de las ciencias llevó a la multiplicación de las
concesiones de licencias para leer textos prohibidos.
“La difusión de textos
científicos así como las publicaciones de los nuevos descubrimientos médicos,
químicos, etc., hace que la mayoría de los profesionales médicos y
farmacéuticos de España, se inquieten e intenten participar de estos grandes
adelantos. Recurren por ello a la solicitud de esas licencias y bien con
carácter individual o con un sentido colectivo piden al Consejo de la Inquisición que
le sea lícita la tenencia de textos referentes a las últimas investigaciones de
sus respectivas áreas de trabajo”[36].
Los sangrientos sucesos
acontecidos en Francia, a raíz del estallido revolucionario, hicieron variar
esta situación. En 1789 Carlos IV, alarmadísimo por el giro que tomaban los
asuntos en el vecino país, llegó a la conclusión de que los principios
revolucionarios eran heréticos per se.
La Inquisición,
actuando rápidamente bajo este parecer, ordenó que todos los periódicos, al
igual que el resto de literatura subversiva proveniente del otro lado de los
Pirineos, fuesen entregados a sus representantes. Resulta evidente que la
intención principal de tales medidas era evitar que los desórdenes sociales y
las revueltas se extendiesen también a España. Así, fueron razones
esencialmente vinculadas a la defensa de la tranquilidad y el orden público
-razones de Estado o políticas- las que llevaron a revitalizar la censura en
sus diversas formas, incluyendo, por supuesto, la ejercida por el Santo Oficio.
Reiteramos, la
Inquisición no centró su censura en obras científicas, como
se suele creer comúnmente, pues el cristianismo no sólo no fue un obstáculo
para las ciencias sino sentó las bases de su desarrollo:
“Entenderlas solamente
partiendo de su separación de los poderes religiosos significa olvidarse de su
unión elemental con la forma de entender al mundo creado por el cristianismo.
Con su forma de pensamiento religioso por primera vez se presenta en la
historia una actitud espiritual, en la que el ardor de la vivencia emocional y
el rigor del conocimiento se amalgaman en una nueva unidad. El pensamiento
abstracto-teórico, que no había recibido impulso alguno en la cultura
politeísta, ante la simple visualización de los dioses, o que fue tratado con
desconfianza por el sentimentalismo de la vivencia religiosa, como en la Iglesia oriental, o que se
agotó en la especulación trascendente, como en el budismo, aquí por primera vez
recibió la magnífica tarea de formar el elemento de unión de aquel sistema
ordenado que abarcaba a Dios y al mundo. La escolástica emprendió la tarea de
crear aquella Summa, que debía
señalar su posición respectiva determinada en el universo a la naturaleza, a la
vida social, al Estado y a la economía. Con la adopción de principios de la
filosofía antigua el cristianismo medieval creó así aquella forma de
pensamiento abstracto-especulativa orientada hacia el todo del cosmos en la que
se basa nuestra ciencia moderna. Esta fundamentación es decisiva para su
entendimiento y no debería haber sido ocultada por la posterior independización
de los métodos. Jamás una simple
separación de ataduras religiosas habría ya puesto en movimiento este
desarrollo, si su suelo no hubiera sido preparado para ello. Así también sólo
en terreno del cristianismo occidental se llegó al desenvolvimiento de una
ciencia con orientación universal y determinada por lo teórico-racional. Hoy ya
no podemos ver a la ciencia como mero oponente de lo religioso. Más bien
encuentra ella misma su última condición original en aquella forma de pensar
cristiana metafísica de la que nacieron las ciencias empíricas en transición
continua”[37].
Notas:
[1] Aguilera Barchet, Bruno, El
procedimiento de la
Inquisición española, págs. 334-335.
[2] Gacto Fernández, Enrique, Observaciones jurídicas sobre el proceso inquisitorial, pág. 14. En
Levaggi, Abelardo, La Inquisición en
Hispanoamérica.
[3] Ver apéndices.
[4] Peyre, Dominique, La
Inquisición o la
política de la presencia, pág. 57.
[5] La revisión
se iniciaba cuando el buque llegaba al puerto y nadie podía entrar o salir de
él hasta que no se concluyese la inspección.
[6]
En el Tribunal de Lima las causas sólo se iniciaban por
delación. Al respecto véase el libro de René Millar Inquisición y sociedad en el virreinato peruano.
[7] Se consideraba normal que el judeoconverso
estuviese circuncidado pues era el rito de iniciación de la religión hebrea.
[8] Esta parte del procedimiento, constituía un defecto
desde la óptica de los acusados ya que dificultaba al reo ejercer una defensa
plena y lo dejaba a merced de posibles enconos y rivalidades personales.
[9] Se refiere al juramento de declarar con veracidad
ante las preguntas del fiscal.
[10] En los inicios de la Inquisición se
otorgaba al acusado plena libertad para escoger a sus abogados defensores pero,
después, el propio Tribunal fue el que los designó.
[11]
En los tribunales civiles ocurría cosa similar en los
delitos de lesa majestad humana así como cuando el procesado
era una persona poderosa que pudiese vengarse de los denunciantes.
[12] Gacto Fernández, Enrique, Observaciones jurídicas sobre el proceso inquisitorial, págs.
18-19. En Levaggi, Abelardo, La Inquisición en Hispanoamérica.
[13] Autor que, como hemos visto anteriormente, era
marcadamente adverso al Tribunal y, más aún, a la Iglesia Católica.
[14] Kamen, Henry, History
of the spanish Inquisition, artículo publicado en la revista Horizon a magazine of arts, vol. VII,
núm. 4, 1965. Traducido por Susy Crosby.
[15] René Millar
estableció -luego de estudiar más de trescientos casos- que en el Tribunal de Lima,
durante el siglo XVIII, hubo 7 torturados: María Flores, Juan Santos Reyes,
Pedro de León, Tomás de la
Puente Bearne, Juan Bautista Busuñet, Pedro Gutiérrez y
Antonio Navarro. Posiblemente se deba añadir al grupo a María Francisca Ana de
Castro. Al respecto véase Inquisición y sociedad en el virreinato peruano,
págs. 56-57.
[16] Kamen, Henry, La
Inquisición
española, pág. 188.
[17] En los casos de difuntos, las pruebas exigidas para
la apertura de los respectivos juicios tenían que ser lo suficientemente claras
como para determinar de antemano la absoluta culpabilidad del presunto hereje.
Fueron raros los juicios a difuntos en el Tribunal limeño.
[18] Tales actos previos podían consistir en un nuevo
interrogatorio al sospechoso respecto a algún punto que aún permaneciese
confuso o su sometimiento a una compurgación.
[19]
Numerosos penitenciados, por hechicerías y otros delitos, fueron enviados por
el Tribunal de Lima al hospital de la Caridad hasta que el Consejo de la Suprema se lo prohibió en
1718.
[20] La prisión perpetua, de tal, sólo tenía el nombre
pues su duración no excedía un máximo de 8 años, siendo por lo general de 2 a 4 años, según el
arrepentimiento mostrado y la conducta guardada.
[21] Testas, Guy; y Testas, Jean, La
Inquisición, pág. 80.
[22] Ávila Hernández, Rosa, El Tribunal de la
Inquisición y su estructura administrativa, pág. 59.
[23] La prisión perpetua duraba en promedio unos cuatro
años.
[24] Dedieu, Jean Pierre, Los cuatro tiempos de la Inquisición, págs. 38-39.
[25] Un peruanismo, vela
verde, utilizado para referirse a los herejes aún se emplea en sentido ofensivo. Véase Martha Hildebrandt, Peruanismos, págs. 432-434.
[26] Jiménez Monteserín, Miguel, Modalidades y sentido histórico del auto de fe, pág. 559.
[27] Jiménez Monteserín, Miguel, ídem, pág. 575.
[28] La presencia de estas personalidades tenía como
objeto ratificar ante los ojos del pueblo la unánime condena a la herejía por
parte de los distintos poderes.
[29] A los arrepentidos en el último momento, después
del dictado de la sentencia, se les aplicaba el garrote.
[30]
Millar, René, Inquisición y sociedad en
el virreinato peruano, págs. 87-88.
[31] Dedieu, Jean Pierre, Los cuatro tiempos de la Inquisición, pág. 37.
[32] Ello
demuestra los niveles de cooperación desarrollados entre la Inquisición y
la intelectualidad a través de las universidades.
[33] Menéndez y Pelayo, Marcelino, Historia de los heterodoxos españoles, tomo V, pág. 482.
[34] Tuberville, A.S., La
Inquisición
española, págs. 133-134.
[35] Juderías, Julián, La leyenda negra, pág. 92.
[36] Muñoz Calvo, Sagrario, Inquisición y Ciencia en la España moderna, págs. 213-214.
[37] Müller-Armack, Alfred, El siglo sin Dios, págs. 39-40.
Historiador, politólogo, diplomado en Museología y Museografía. Jefe del Museo de la Inquisición y del Congreso (Lima-Perú).
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