Algunas particularidades de los pleitos familiares. (Virreinato del Rio de la Plata – 1785-1812)

I. Introducción

“Del estrépito del foro sería consiguiente mi deshonor”, se lamentaba un marido preocupado por el qué dirán, a su poco juiciosa esposa, respondiendo a la norma cultural que prescribía la necesidad de circunscribir los conflictos familiares al ámbito doméstico. Sin embargo, y ante el incumplimiento de los deberes y derechos familiares, fueron frecuentes los pleitos entre los integrantes del grupo familiar: cansados del olvido de los deberes conyugales y paternofiliales y superando los prejuicios, hombres y mujeres plantearon ante los estrados judiciales, el abandono material y moral, la falta de respeto, el castigo físico, la infidelidad y la ausencia.

Es que cuando las disposiciones legales que establecían las obligaciones que pesaban sobre marido y mujer o entre padres e hijos, no tenían su correlato en la vida cotidiana, la disputa podía llegar al foro. En este terreno puede constatarse si un marido o un padre se excedía en sus facultades disciplinarias, si cumplía con sus obligaciones alimentarias, si una esposa asumía sus deberes, o si un hijo reverenciaba y respetaba a su progenitor tal como se lo ordenaban las leyes en vigencia.

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Atendiendo a las particularidades de los pleitos familiares, las justicias hicieron uso de ciertos recursos tal vez menos utilizados en otro tipo de contiendas: las audiencias conciliatorias, las promesas de enmienda y buen trato formuladas por las partes y la reconciliación de marido y mujer.

Los expedientes judiciales son, al mismo tiempo, el terreno en el que las partes dan cuenta de la celebración de tratados matrimoniales, de licencias y de negociaciones extrajudiciales y constituyen asimismo el espejo a través del cual se pueden analizar otras cuestiones tales como la oficiosidad y el derecho a ser oído en el proceso, el valor del ejemplo y el papel de las justicias en los pleitos familiares.

En consecuencia, el objeto del presente trabajo consiste en analizar algunas particularidades de los pleitos que se plantearon entre los integrantes de la familia rioplatense, en el período de actuación de la Segunda Audiencia de Buenos Aires, primer justicia letrada del Río de la Plata (1785-1812); para concluir con unas reflexiones extraídas de las actuaciones, y que giran alrededor de la postergación del cumplimiento de los deberes y derechos familiares, el fin perseguido en este tipo de pleitos y una visión acerca de la familia ante los estrados judiciales.

Para la elaboración del presente trabajo, se tomaron como fuente los expedientes judiciales que se conservan en el Archivo General de la Nación y en el Archivo Histórico de la Provincia de Buenos, entablados entre los cónyuges y entre padres e hijos, y que consistieron en reclamos por alimentos, restitución de la esposa o del hijo al hogar, malos tratamientos, separación de bienes, depósito, juicios de disenso, arresto y otros.

Somos conscientes de que los pleitos entre los integrantes del grupo familiar no son el único medio para analizar este tipo de relaciones y pronunciarse acerca del cumplimiento o no de los deberes y derechos exigidos por el ordenamiento jurídico. Y ello porque la litis siempre refleja una sola faceta: la irregularidad, el apartamiento, el desajuste. Sin embargo, para el historiador del derecho la queja expresada a través del expediente judicial , no obstante traslucir un sólo aspecto, constituye una de las fuentes más apropiadas para estudiar el cumplimiento o el olvido de las obligaciones impuestas desde la legislación.

II. Viabilidad de las demandas en cuestiones de familia

El punto de partida de este trabajo consiste en analizar si el derecho de la época permitía a los integrantes del núcleo familiar, denunciarse ante los estados judiciales y si la cuestión variaba según se tratara de pleitos entre marido y mujer y entre padres e hijos.

Los pleitos por cuestiones de familia no parecen haber sido patrimonio exclusivo de una sóla clase social y en el Virreinato del Río de la Plata se desenvolvieron entre individuos pertenecientes a las clases medias y bajas, constituyéndose en actores y demandados, profesionales como jueces, escribanos y contadores, estos últimos de la Real Renta de Tabacos; comerciantes, militares y artesanos [1] .

II. 1. Entre marido y mujer

Era principio general que los cónyuges no podían demandarse en juicio. Así lo habían ordenado las Partidas, cuando decían que siendo marido y mujer “una compañía que ayunto nuestro señor Dios, entre quienes deue siempre ser verdadero amor e gran avencia[2]”, “pues los defectos que los cónyuges pueden perdonarse recíprocamente nadie puede acusarlos”, agregaba Gregorio López en sus glosas[3]. Sin embargo, las mismas Partidas autorizaron que uno pudiera demandar al otro, que le devolviese aquello que había tomado de lo suyo sin razón, o que le enmendase de otro tanto.

Entre las causas que se podían entablar, estaban las de adulterio y traición. Gregorio López, al comentar esta ley, sostenía que podía la mujer poner demanda contra su marido, cuando se tratare de pedir el divorcio por sevicia, o malos tratos, o de reclamar alimentos, restitución de dote y otras causas semejantes.[4].

Nuestra praxis judicial nos demuestra que los cónyuges hicieron uso de la facultad de demandarse mutuamente, y que no les faltaron motivos para pleitear por toda una serie de cuestiones, como el divorcio (consecuencias civiles de los entablados ante la Curia), malos tratamientos, sevicia, división y partición de bienes, reintegros al hogar conyugal, depósitos, etc. .

II. 2. Entre padres e hijos

En principio, podían acusar todos los que no estaban exceptuados de hacerlo por alguna disposición legal[5].

Atento a que “es razón natural que los hijos tengan reverencia y honren a sus padres y a sus madres y los ayuden, y no les hagan contiendas nin pleytos, aduziendolos en juyzio”[6], no podía el hijo convenir en juicio al padre en cuya potestad estaba “sino por causa de peculio castrense, ó por otra querella, precedida licencia del Juez”[7].

Sin embargo, había casos en los que el hijo que estaba en poder de su padre lo podía demandar. Esto podía suceder si el padre le denegase los alimentos, si lo castigase demasiado, o le aconsejase “que hiciese alguna maldad”[8].

Cuando el hijo se emancipaba, lo podía emplazar en juicio con autorización del juez[9].

No obstante, si de la demanda que entablara el hijo contra el padre pudiese resultar “muerte o perdimiento de miembro o enfamamiento”[10], el juez no podía otorgar la venia para demandar al padre, se tratara de un hijo menor o de un emancipado.

A través de nuestra praxis judicial encontramos varios casos de demandas efectuadas por hijos que pedían se los sacara del poder de sus progenitores por ordenarles incurrir en inconducta, o porque sus padres les facilitaban o empeñaban “a que sean malos de sus cuerpos”[11] .

En consecuencia, tanto marido y mujer como padres e hijos acudieron frecuentemente ante los estrados judiciales, para denunciar el incumplimiento de los deberes familiares.

II. 3. La oficiosidad en los pleitos de familia.

Cabe ahora preguntarse si los pleitos por cuestiones de familia debían ser entablados necesariamente por un integrante contra otro, o si la gravedad de las obligaciones que estaban en juego daban lugar a una iniciación de oficio por las autoridades encargadas de velar por su cumplimiento.

Desde la prespectiva que ofrecen nuestros expedientes, abundan las causas entabladas de oficio contra los amancebados, que aparecen caratuladas como “ilícita amistad”, “escándalo” o “amancebamiento”, es decir contra aquellos que estaban unidos de hecho y en los que ambos eran casados, ambos solteros o uno de ellos era soltero y el otro era casado, variando la actitud de las justicias según el estado civil de quienes estaban involucrados en los desórdenes[12].

Otro ejemplo de pleitos que no eran iniciados exclusivamente por los interesados directos, lo constituyen los juicios por bigamia, los que no siempre eran entablados por un cónyuge contra otro, sino que podían iniciarse de oficio por todo aquel que tuviera noticia cierta y segura de la existencia del delito[13].

En lo que respecta al pedido de restitución de la esposa al hogar conyugal podía entablarse a pedido de parte o de oficio. Asimismo, y en el marco de las relaciones paterno-filiales, la restitución del hijo que anduviese por su voluntad, “vagando por la tierra” y no queriendo obedecer a su padre, permitida por las Partidas, podía ser a pedido de parte o de oficio[14]

III. El juez competente en cuestiones de familia

Los tribunales eclesiásticos eran competentes en las cuestiones matrimoniales, atribución que tenía su fuente en las Partidas, al referirse a las “franquezas han los clérigos en judgar los pleytos spirituales”. Esta incumbencia fue reafirmada cuando el Concilio de Trento consagró el matrimonio como uno de los siete sacramentos. Por lo tanto, unidos los cónyuges por el vínculo del matrimonio, no podían separarse sin el juicio de la Iglesia[15].

Eran los tribunales religiosos los que intervenían en todos los pleitos conexos y derivados del matrimonio, tales como impedimentos, disensos, nulidades, divorcios, alimentos, tenencia de hijos, restitución de dotes, etc.

Sin embargo, por una Real Cédula dictada por Carlos III el 22 de marzo de 1781, y dirigida a las autoridades indianas,se dispuso que los jueces eclesiásticos, cuando entendieran en causas matrimoniales de divorcio u otras semejantes y ocurrieran en eelos los de alimentos, litis expensas o restitución de dote, no pudieran ni debieran mezcalrse en el conocimiento de éstas, porque “siendo temporales y profanas, eran propias y privativas de los magistrados seculares, a quienes incumbía la formación de sus respectivos procesos” Esta disposición fue el resultado de un proceso de recorte de las facultades de los tribunales eclesiásticos en los pleitos de familia, debido a que, según Ismael Sánchez Bella, “en las cuestiones de prestaciones de alimentos, litis expensas o restitución de dote, falta enteramente la espiritualidad de que pueda conocer y en que pueda fundar a su favor la jurisdicción eclesiástica”

En consecuencia, los litigios entre los integrantes del núcleo familiar se sustanciaban ante alcaldes ordinarios de primer y segundo voto, oidores, fiscales, gobernadores, virreyes y todos los que administraban justicia[16]..

Y es que atento lo “estrechas” que eran las providencias del rey para que los casados vivieran en su unión conyugal, se encargaba a virreyes y justicias que compelieran a hacer vida maridable a los casados[17], tarea que debía ser efectuada inmediatamente, remitiendo preso al marido si la fianza no asegurase el mandato[18]. De todas las justicias, la Audiencia era considerada la que más propendia a la paz y conciliación de todos, y “a quien corresponde hacer se observe la union de los matrimonios que ha prevenido la religion y las leyes”[19].

En ejercicio de su jurisdicción, estos funcionarios impusieron a los cónyuges el deber de cohabitar, a la mujer la obligación de obedecer al marido, a éste a alimentar a la mujer y a ambos cónyuges a respetarse y cumplir con el deber de fidelidad. Si era la mujer la que se había separado del marido, se la intimaba a que lo siguiera[20], cuidando de no manejarse con una conducta irregular [21], fijándosele un plazo para hacerlo[22]. También se entendia que la autoridad pública debía corregir que un marido permitiera que su mujer se ausentara a otro pueblo, compeliendo a la pareja a la unión, “que no esta en sus manos disolver”[23]. Otras veces, ambos cónyuges eran objeto de advertencias, encomendándose las justicias unas a otras, estar a la mira de la conducta de los dos, apercibiendolos que en lo sucesivo vivieran “en la union correspondiente a su estado”[24].

Existieron sin embargo otro tipo de magistrados que prestaron oídos sordos a las quejas que se les acercaban, fundados en un cierto “determinismo” que regiría las relaciones conyugales, y que consistía en aceptar con resignación las alternativas derivadas del connubio. Conforme con estas convicciones, a veces expresadas[25] y otras subyacentes, el abandono material y moral, el maltrato o la separación, eran inevitables.

Partes, jueces y letrados estaban de acuerdo en que era propio de las “altas facultades” de los funcionarios, tomar las disposiciones oportunas para la unión de los matrimonios[26].

El oidor juez de casados

Tal como lo señalamos precedentemente, las cuestiones familiares merecieron una consideración especial en la legislación castellana, existiendo un organismo como la Audiencia con facultades para regular este tipo de relaciones, perfilándose un funcionario como el oidor juez de casados, cuya tarea específica era la de reunir las parejas que no convivían.

A fin de que tuviera efecto la voluntad de la Corona, de que los casados en España y residentes en Indias, fueran enviados de vuelta a hacer vida con sus mujeres, se ordenó que en las audiencias, nombraran los virreyes, un oidor o alcalde, que con especial comisión, averiguara qué españoles residían en sus distritos, casados o desposados, y los hiciera enviar sin dilación[27].

Tal parece haber sido el origen del “oidor juez de casados”, cuya actuación no surge claramente de las leyes, pero tal pueda justificarse como una de aquellas múltiples funciones con que se investía a los oidores. “Rasgo particular de nuestras audiencias”, los oidores, según Ruiz Guinazú, no eran como en España, tan sólo jueces ocupados en el procedimiento y sentencia de los pleitos, sino que la ordenanza de cada audiencia y varias reales ordenes y cedulas, les asignaban tareas variadas y de importancia, poniendo como ejemplo de las juez de la Santa Cruzada, de bienes de difuntos u otros [28] .

También encontramos alguna referencia al oidor juez de casados, en una nota dirigida por el Fiscal Jose Marquez de la Plata al virrey, en la que, aludiendo a las funciones que eran ajenas a su ministerio, mencionaba la de “juez de reunion de casados”, entre las que se partían o turnaban por vía de comisión entre los sucesivos oidores de las reales audiencias[29].

Asimismo por el artículo 17 de las Ordenanzas para la Real Audiencia de Buenos Aires, en los casos que acaecieran fuera de las cinco leguas, la audiencia podía proveer jueces comisión para que entendieran e hicieran justicia, y era en estas circunstancias donde tal vez pudiera haberse desempeñado el oidor juez de casados.

IV. Algunas particularidades de los pleitos de familia

Las especiales características de las relaciones familiares determinaron que los pleitos entablados entre sus integrantes se desenvolvieran en el medio de ciertas modalidades que tal vez estaban ausentes en otros tipos de litigios.

En este sentido, asistimos a las audiencias conciliatorias convocadas por las justicias, a la promesas de enmienda y buen trato formuladas por las partes, a la reconciliación de marido y mujer plasmada en el pleito, o a la referencia, en el marco de la controversia, de ciertas circunstancias previas o simultáneas al litigio, como la celebración de tratados matrimoniales entre cónyuges, las licencias y las negociaciones extrajudiciales.

IV.1. La conciliación

En algunas ocasiones, las justicias convocaban a las partes a una audiencia, con el objeto de que éstas últimas depusieran enconos, y evitar de esta manera el inicio de un pleito o lograr su finalización.

Más circunscriptas a las relaciones conyugales, todos los magistrados hicieron uso de este procedimiento: el gobernador intendente[30]; el oidor juez de provincia[31], el alcalde ordinario de primer voto[32] y el de la Santa Hermandad, lo que nos lleva a pensar que no constituyó atribución exclusiva de un determinado tipo de justicia.

Esta medida, parece haber sido tomada en especial en los pleitos sobre alimentos[33] y de solicitud de depósito de la mujer[34]. Desde la doctrina, Febrero afirmaba que era útil en los pleitos por malos tratamientos[35].

Una vez que el juez tomaba la decisión de hacer concurrir a las partes a una audiencia, los hacía comparecer por medio del escribano. Esta citación se podía llevar a cabo en cualquier etapa del proceso. Comenzada la audiencia, se levantaba el acta correspondiente, en la que se dejaba constancia del intercambio de opiniones entre uno y otro consorte, de la participación del juez y del acuerdo celebrado, si lo había[36].

La audiencia tenía por objeto conciliar a las partes, “por el bien y la paz de los cónyuges”[37], y por medio de él, el juez persuadía a marido y mujer a unirse nuevamente en matrimonio y enterrar sus diferencias.

Los funcionarios convocantes parecen haber estado más preocupados por las esposas que por los maridos, ya que utilizaron la conciliación para persuadir a mujeres sobre cuya conducta pendía alguna sospecha. Así, el gobernador intendente hizo comparecer a la mujer acusada de “escandolosa y licenciosa via”, convenciéndola que siguiese a su marido y se uniera en él en vida sociable[38], y a la que, a raíz del abandono material y los malos tratamientos, había separado voluntariamente de su esposo, ordenándole se uniera a él nuevamente[39].

La audiencia resultaba un éxito si se lograba que los cónyuges superaran sus diferencias, y se comprometieran a cumplir con sus obligaciones.

En ocasiones, la audiencia también servía para que se asentaran en ella clásulas de avenimiento, en las que por ejemplo, se determinaba el origen de los bienes del matrimonio[40].

IV.2. Las promesas

Una vez trabada la litis, se ponían de manifiesto las exigencias de enmienda, por parte de la justicia, dirigidas a actores y demandados o el pedido a los cónyuges y padres de celar la conducta y vigilar la educación de su familia. Nos encontramos entonces con unos “compromisos”, a veces formulados por las partes, y otras impuestos por las justicias, que estaban enmarcados en la exigencia de la irreprochabilidad del comportamiento y cuyo objetivo era restringir el “exceso de libertad”, causa de todos los males[41]

Se trataba de promesas de enmienda o de reforma de las conductas cuestionadas, las que pueden ser divididas en aquellas que tenían como objetivo el buen trato en la relación familiar y las que estaban enderezadas a la enmienda de quienes eran considerados “transgresores” .

IV. 2. 1. Promesa de buen trato

En algunas ocasiones, el marido se obligaba a tratar a la mujer con moderación, sin excesos[42], con “la dulzura y suavidad que su mujer le profesaba”, [43]: a no ofenderla ni incomodarla[44]: o sencillamente, a “vivir como Dios le ordena”[45]. A veces esta promesa era reforzada con la exigencia de una caución juratoria[46].

IV. 2. 2. Promesa de enmienda

En otros casos, era la esposa la que se comprometía a mejorar su conducta, contenerse y no dar ocasión de disgustos domesticos con su marido, guardándole “el debido respecto y veneracion”[47], y a “vivir con modestia y recogimiento”[48].

Las obras literarias del período reflejan estas promesas, y en su pieza “El triunfo de la prudencia y fuerza del buen ejemplo”, Cristóbal de Aguilar presentaba a la dispendiosa Estupenda, formulando ante su marido el compromiso de reformarse en pro del bienestar de la familia[49].

Finalmente, hubo oportunidades en las que se exigió a ambos la promesa de enmienda, bajo el apercibimiento de que si no cumplían, se procederia contra sus personas y bienes[50].

En el caso de las relaciones extramatrimoniales, y atento a la preocupación de las justicias para que no trascendiera el mal ejemplo[51], finalizado el destierro a que el hombre había sido condenado, se ordenaba la reanudación de la vida conyugal, recomendándose a las partes a no dar motivo de escándalo, y a las justicias a estar a la mira de la conducta de los reos

Estos compromisos arrancados a las partes, y sobre cuya viabilidad ni siquiera las propias justicias estaban seguras, tenían su razon de ser en el disfavor con el que se miraban los pleitos familiares, los que eran percibidos como una molestia hacia el magistrado, que se fastidiaba de tener que recordar a mujeres descarriadas, maridos olividadizos, padres despreocupados e hijos rebeldes, acerca del acatamiento a las obligaciones familiares.

Y así, era necesario insistir en que “este tribunal queda a la mira de sus procederes”, recomendando a la hija que no diera motivo de censura y a la madre que celara los procedimientos de su hija[52], bajo apercibimiento de que si la madre no cuidaba de su familia y casa, también se la castigaría a ella

IV. 3. Los convenios

IV. 3. 1. En las relaciones conyugales

Elizondo afirmaba que así como los contratos podían celebrarse condicionados, también el matrimonio podía constituirse bajo ciertas cláusulas.

Nuestra praxis judicial nos muestra pleitos, si bien escasos, en los que los cónyuges hicieron saber la existencia de este tipo de convenciones, con carácter previo a la contienda judicial. En general, se presentaba en las causas en las que se pretendía imponer la obligación de convivir, y en los que se puede vislumbrar que las esposas habían pretendido asegurarse por anticipado, al momento de la celebración del matrimonio, que sus cónyuges no las sacarían del lugar de residencia para llevarlas a otro, fundado en el derecho del marido de fijar el domicilio del hogar conyugal[53]. Sin embargo, si bien la posibilidad de que la mujer concediera al marido licencia para sustraerse al deber de cohabitar no fue cuestionada, sí lo fue la facultad de pactar extrajudicialmente el lugar físico donde se asentaría el hogar conyugal.

La consecuencia más significativa de la aceptación de este tipo de convenios, era concretamente que el marido se comprometiera a no sacar a la mujer de su patria.

Torrecilla decía que pecaba gravemente la mujer que no quisiese seguir y acompañar al marido que se iba a otra parte, queriendo él llevarla consigo, salvo si hubiera precedido pacto en las escrituras del matrimonio, de que el marido no se iría a vivir a otro lugar[54]. Pero agregaba que si después le previniese justa causa que precisase al marido de dicha mutación, “como serian enemistades o enfermedad”, en tal caso estaría obligada la mujer a seguirle, no obstante del “sobredicho pacto”.

Elizondo afirmaba que la mujer debía seguir al marido “sin embargo de que hubiese pacto precedente al casamiento, de habitar en cierta poblacion, quando sobrevenga causa racional para variarle”[55].

Esta alternativa fue cuestionada por jueces, letrados y partes. Sin embargo, nuestra investigación nos llevó a la inusual sentencia que concedió permiso al marido para quedarse en su patria, reconociendo a la mujer el derecho de hacer valer el convenio por el que el esposo se comprometió a no sacarlo de la suya[56].

El tratado se celebraba por instrumento público[57], y podía prever cada detalle de la separación, si éste fuera el caso, o ser más general[58], en especial cuando se trataba de las licencias otorgadas por las esposas para que sus maridos se trasladaran al Nuevo Mundo[59].

La compulsa judicial nos llevó a encontrar un expediente en el que los cónyuges convinieron una separación voluntaria[60], así como causas en las que las partes hacían saber la existencia de convenios en los que las mujeres, por considerarse convenientemente asistidas, daban licencias a sus maridos para que pudieran residir en otra parte. En este último caso, la conformidad se prestaba también por instrumento público, y el fundamento de la separación de los cónyuges era que el marido podía mejorar su fortuna en otro lugar. El plazo podía ser fijado en la escritura[61], o la cónyuge podía reservarse anticipadamente, fijar el plazo a su voluntad[62].

También se pactaban por escrito los alimentos[63]; y siempre relacionados con el deber de convivencia, el compromiso del marido de trasladarse a la patria de la esposa[64]; y la promesa del consorte de no sacar a la mujer de su patria[65].

Frente a este abanico de promesas y renuncias, en el que se daba curso a los deseos y expectativas de parejas que por distintos motivos, no deseaban continuar la vida en común, es preciso preguntarse si era posible, por voluntad propia, disponer de derechos expresamente consagrados por la legislación, y en los que estaba interesado el orden público.

Mientras algunos no cuestionaban, junto a Elizondo, la viabilidad de las estipulaciones de no continuar la vida maridable contenidas en los tratados matrimoniales[66], otros sostenían que era ineficaz e inútil cualquier pacto en el que se defraudara la potestad del marido, y se ofendiera la autoridad privilegiada que tenía sobre la mujer[67].

En otros casos, se aceptaba la celebración de los tratados matrimoniales, pero se autorizaba a una de las partes a desligarse de ellos, mediando justas causas[68].

Una consideración especial merece el tratamiento legal que se le dio al pleito en el que los cónyuges quisieron hacer valer la escritura de separación total y personal de lecho y cohabitación, a la que hicimos referencia más arriba. El Fiscal en lo Civil, Manuel Genaro de Villota, sostuvo que no era un documento de que pudieran hacer uso las partes para fundar sus respectivas solicitudes, porque constuía un mal ejemplo; porque causaba un perjuicio a la costumbre, y en definitiva, porque era nulo en razón de haber sido otorgado contra la determinación de una ley a la que no se podía voluntariamente renunciar. Siguiendo el dictamen de Villota, se resolvió que no sólo era diametralmente opuesto a todos los derechos, sino inductivo de un pernicioso ejemplo, perjudicial a las buenas constumbres, y de ningún valor en el fuero interno y externo, concluyendo que así se autorizaban los excesos de la mujer, y no se ponía remedio por el marido[69]. En consecuencia, se decidió negarle efectos jurídicos a la escritura.

Hubo también pleitos en los que ambos consortes hicieron saber la existencia de un instrumento público por el que se obligaban a guardarse lealtad, a pesar de no convivir[70]; así como convenios en los que los cónyuges se sustrajeron al débito conyugal alegando la enfermedad de ambos[71].

IV. 3. 2. En las relaciones paterno filiales

También entre padres e hijos hubo un espacio para que sus integrantes convinieran determinadas cuestiones, y así, en relación a las elecciones matrimoniales de los hijos, hubo padres que otorgaron su permiso para que su hijo contrajera matrimonio conforme su voluntad, con anterioridad o simultáneamente a la contienda judicial [72].

IV. 4. Las licencias

Dentro del marco de discrecionalidad concedido a las partes, debemos mencionar las licencias que otorgaban las esposas a los maridos para sustraerse a la obligación de convivir.

La rigidez de las normas legales fue atemperada por otras disposiciones que permitían prolongar la separación temporal de los conyuges, si la mujer concedía licencia, la que sólo podía ser dada en casos expcecionales, y previa justificación de las razones.

La doctrina también había advertido de la necesidad de atenuar la severidad de las leyes. Elizondo expresaba el principio general de que “no se admitan memoriales o instancias algunas de hombres casado en solicitud de las plazas y destinos de ambas Americas, sin escritura formal de las mujeres, dandoles licencia para aquellas solicitudes, obligandose a seguirlos, lograda que sea la colocacion de los maridos”[73].

La consulta de expedientes nos demuestra que las licencias fueron bastante frecuentes y que fueron aceptadas por las justicias, siempre que de ellas surgiera que la esposa estuviera satisfecha de la conducta de su esposo, que no tuviera queja alguna de él [74] ; y en definitiva, que se demostrara que estaba bien asistida[75]. Alguna mujer “quedando agradecida por haberla socorrido en algunas ocasiones, y haberse portado bien”, justificaba la separacion por los “crecidos intereses” que tenía el marido en el lugar de su residencia, lejos de ella: y en la necesidad de permanecer un tiempo más “para que pueda recoger sus caudales y factura y tener tiempo de vender las mismas, que lleva de la ciudad”[76].

La licencia generalmente se concedía por instrumento publico, y en éste se fijaba el plazo durante el cual la mujer consentía en que el marido no viviera con ella. Se trataba de períodos bastante prolongados, y en uno de los casos compulsados, la esposa otorgó un término de cinco anos, el que fue reducido judicialmente a tres[77].

IV. 5. La negociación extrajudicial

Los pleitos por cuestiones familiares también reflejan las gestiones previas y simultáneas, efectuadas por sus integrantes para evitar la contienda judicial, y en este orden de ideas algunas veces sus miembros dan cuenta de que la llegada a los estrados judiciales es el resultado del fracaso de gestiones extrajudiciales, encaminadas a solucionar las diferencias domésticas y evitar la temida trascendencia pública del conflicto.

Nuestra praxis judicial nos muestra un marido preocupado por “el qué dirán”, dando cuenta de que había tratado de acudir a los medios extrajudiciales para reterner a la mujer “porque del estrépito del foro sería consiguiente mi deshonor” [78]

También padres e hijos llegaban a la instancia judicial, tras inútiles tratativas de alguna figura de peso, allegada a la familia, y daban cuenta a las justicias de en qué habían consistido las negociaciones extrajudiciales. Sin embargo, no siempre se reconocía la existencia de estas tratativas[79], y entonces, la actitud del hijo podía variar, desde las súplicas y los ruegos[80], hasta la formal y poco conciliadora demanda[81].

IV. 6. La reconciliación

Otra forma de acusar recibo de las inquietudes de las partes lo constituía la reconciliación efectuada en los estrados judiciales y en este orden de ideas, cabe preguntarse acerca de la razón por la cual marido y mujer volvían sobre sus pasos, introduciendo esta figura tan particular.

Tal vez los pleitos entre cónyuges constituyan uno de los escenarios en los que se debaten las miserias humanas, en los que el individuo llega a divulgar sus sentimientos más íntimos, donde finalmente confronta sus expectativas con la realidad que le toca vivir. Y así, empapado de ese estado de animo, acerca sus quejas a la justicia, y en medio de demandas y contestaciones, vistas y traslados, transcurren largos meses y años. Es probable que una compensación economica, o por que no, nuevamente el amor, movieran a algunos de nuestros litigantes a intentar la reconciliacon.

Febrero afirmaba que en las causas de divorcio no se admitía la conciliación para el efecto de separarse los cónyuges, pero sí para avenirse y vivir reunidos[82].

En este tipo de causas, se esperaba que los cónyuges “mantuvieran una conducta enteramente cristiana, de continencia y abstinencia” durante la separación, y se instaba a las parejas a prepararse para su eventual reconciliación, con la esperanza de que “con el transcurso del tiempo se borren las impresiones que ahora influyen en los ánimos de los consortes”, y que éstos “reflexionando cristianamente sobre los vínculos que los ligan y sobre el bien de sus hijos, se reunirán en su matrimonio”[83].

Es por ello que se decretaba un divorcio temporal, que implicaba para ambos cónyuges un “compás de espera” con el objeto de constatar luego, con el transcurso del tiempo, si cesaba la sevicia y los cónyuges podían volver a cohabitar armoniosamente. En estos casos, el provisor o juez eclesiástico “hacía todo lo posible por reconciliar a la pareja”, exhortándolos desde el estrado y en entrevistas privadas a recordar los “honorables fines del matrimonio”, sus “piadosos deberes” hacia los hijos y las convenciones sociales.

Nuestra praxis judicial nos muestra reconciliaciones en pleitos en los que la esposa reclamaba alimentos al marido,[84], en los pedidos de depósito[85], y en las solcitudes de reintegro de la esposa al hogar conyugal[86].

El avenimiento podia instrumentarse por escrito[87], o en juicio verbal[88] y las partes podian concurrir a la audiencia personalmente[89], o por apoderado[90].

Se llegaba a la reconciliación, previo arreglo de cuestiones económicas, como la determinación del origen de los bienes del matrimonio[91], y el levantamietno del embargo trabado por la esposa sobre los bienes del marido[92], u otras de índole afectivo, como la condonación mutua de los agravios e injurias causados[93].

El objeto del avenimiento era “la paz y quietud de los consortes, y a la educación y subsistencia de los hijos” y evitar las “perjudiciales y deplorables” consecuencias que regularmente nacían de estas separaciones[94]. Se tenía en consideración el número de hijos[95].

La reconciliación no parece haber inspirado demasiada confianza a las justicias, las que opinaban que “las personas de baja esfera se reconcilian con la misma facilidad con que se improperan”.

Desde la perspectiva que ofrece el pleito entablado ante la justicia eclesiástica, Silvia Arrom ha sostenido que es probable que la mayoría de las parejas obtuvo del litigio lo que esperaba, es decir, tener una excusa para vivir separados, aunque fuera mientras duraba el pleito de divorcio, “parecería que los que desistieron del juicio siguieron separados informalmente” y “rara vez se encuentra información posterior sobre las parejas que desistieron del juicio”. En este orden de ideas, en opinión de la misma autora y siempre circunscripto a los estrados religiosos, “tampoco existen indicios de que los jueces eclesiásticos hubieran empleado su autoridad para pedir la reunión y cohabitación” de los cónyuges, ni tampoco de que hubieran “tratado de determinar si marido y esposa continuaban viviendo separados”[96]

IV. 7. El derecho a ser oído

Si bien en la mayoría de los pleitos por cuestiones de familia, se cumplió con el derecho del demandado a ser oído, hubo casos en los que no se respetó esta prerrogativa.

La compulsa de expedientes nos llevó a encontrar juicios en los que la esposa demandaba alimentos al marido, y en los que se fijaron alimentos sin habérsele dado traslado al marido[97]y con respecto a los pleitos entre padres e hijos, hemos visto pleitos en los que los progenitores solicitaron la reclusión del hijo, y en los que el primer magistrado condenaba al hijo a la cárcel, inaudita parte[98].

Por su parte,en aquellos litigios en los que los padres pedían la restitución del hijo, hubo magistrados que ordenaron el retorno sin sustanciación de la prueba, fijando el plazo para efectuarlo [99]

V. Algunas reflexiones acerca de los pleitos familiares

Del contraste entre el ideal de familia delineado a través de la legislación y la doctrina, con la realidad que le tocó vivir a actores y demandados de este tipo de contiendas, de los planteos de cada uno de ellos ante los estrados judicales, de las soluciones a las que se arribó en cada caso particular, podemos efectuar una serie de consideraciones acerca de la posibilidad de diferir el cumplimiento de los deberes familiares , la trascendencia del conflicto,  el fin perseguido y el papel de las justicias ante este tipo de situaciones.

V.1. La postergación del cumplimiento de los deberes y derechos familiares

Los deberes y derechos emergentes de las relaciones familiares respondían en general a necesidades que no admitían dilación. En este sentido, algunos maridos y esposas, buscaron otras alternativas para sustraerse, aunque fuere momentáneamente, al rigor de los preceptos que ordenaban volver a convivir.

Es por ello que a veces los maridos reclamados solicitaban un plazo de prórroga para reunirse con sus mujeres, proponiendo períodos que iban desde los tres meses[100] y hasta los ocho años, fianza mediante[101]; arriesgaban un término o sugerían el que “el regulado arbitrio del juez juzgara necesario”[102]. Las mujeres, a su turno, también admitían la dilación, otorgando licencias bastante largas para aceptar la separación de sus maridos [103].

Sin embargo, toda postergación que no tuviera causa justificada estaba mal vista, y por ello se consideraba que la dilación en el pleito de divorcio generaba peligros[104]

V. 2. La preocupación por el qué dirán en los pleitos de familia

La contienda judicial nos muestra una familia preocupada por el “qué dirán”, que se esfuerza por circunscribir el conflicto dentro de los límites del hogar y evitar la divulgación de las disputas[105]. Y así un padre sostendrá que permitir que trasciendan las rencillas paterno-filiales implicaría dar a conocer la falta de educación y crianza de los miembros de la familia y tal vez hasta la prostitución de sus integrantes, produciendo escándalos mayores. Ese mismo padre concluirá afirmando que a veces es preferible callar los excesos para evitar males mayores[106] .

Los integrantes de este núcleo rioplatense sienten que la inconducta de uno perjudica a toda la familia[107] y que la ventilación ante los tribunales de esos mismos excesos daña a todos sus partes[108] . En razón de ello, no todos estaban dispuestos a ofrecer al público sus intimidades, encontrando maridos que se resistían, alegando que “entablar instancia de divorcio es publicar los excesos” de la esposa, “por las malas ideas que pudiera ofrecer a los que le favorecen y le dan la mano”[109], mientras que algunos maridos, sin embargo, solicitaban la restitución de sus esposas, alegando que la vuelta a la morada familiar servía para “evitar todo escándalo y dar que hablar a las gentes menos reflexivas”  [110].

Sin embargo,  esa preocupación por el qué dirán, movía al marido a litigar ya que la conducta privada de la mujer determinaba que él se viera “lleno de escándalo a los ojos del público” [111], mientras que una hija denunciaba “inquietudes, vulneración de mi crédito y mi reputación con diversas especies indecorosas a mi buena fama” [112]

Las esposas a su turno, reprochaban a los maridos haber comprometido la estimación y honradez de ellas “para con todo el pueblo”[113]; por haberlas despojado de su buena fama “ese don aún más apreciable que la propia vida”[114]; por haberlas “cargado de oprobios y ultrajes más injuriantes a una mujer honesta”; y en definitiva, “por vulnerar la fama y nombre” de ellas ante los magistarados y a la vista pública[115]

Ambas partes trataban de preservar ante todo el buen nombre y decoro familiar: “cuidado con la conducta, y no dar que hablar en la calle, pues no ignoras que el mayor sentimiento que me podías dar es el que nadie tenga qué decir con razón”[116], decía un marido preocupado por el qué dirán a su esposa, mientras hacía saber que había tratado de acudir a los medios extrajudiciales para reterner a la mujer “porque del estrépito del foro sería consiguiente mi deshonor”[117]

Conscientes de la necesidad de preservar las intimidades familiares, sólo se pedía el divorcio cuando el matrimonio era insufrible y muchos litigantes daban cuenta de que se habían resistido inicialmente a dar ese paso “por guardar las apariencias”, para “proteger el honor de la familia” y “para no dar escándalo a mis infelices hijos”.

En cuestiones de familia cobraba especial significación el valor del ejemplo. Las justicias eran conscientes de la trascendencia de cada una de sus decisiones en la conducta posterior de las partes y de la sociedad, y en la necesidad de evitar la proliferación de prototipos objetables. Por eso insistían: “Con cuánto cuidado debe procederse en esta causa, por el asiento de su decisión, como que en ello deja un ejemplo a la posteridad que puede influir por los más graves inconvenientes en la religión y en el estado…pues la miseria de nuestra naturaleza parece que más continuamente nos mueve a la imitación de la malicia[118]. La misma voluntad de desterrar el mal hábito guiaba las decisiones judiciales cuando se sostenía en un caso, que si el que la mujer viviera separada de su marido fuera tolerable, eso sería “abrir margen a toda mujer que estuviese mal hallada en la sujeción de su marido…para contener la malicia de las que se valen de tales antecedentes para evadirla[119]. Y por ello ponían especial cuidado en preservar la intimidad de las desaveniencias en las relaciones conyugales y en guardar el buen nombre de sus protagonistas, ordenándose tachar en el expediente el nombre de la mujer casada, archivar secretamente la causa y amonestar a los implicados para que evitaran la mala nota[120].

La conducta publica y privada de la pareja era valorada a la luz del ejemplo, ya que se consideraba que los desórdenes y las discusiones conyugales “no solo perjudican el publico ejemplo sino que tambien son enfermedades civiles que en oprobio de la dulce armonia maridable forma el mas perjudicial contagio de la desunion”[121].  Por ello la justicia intimó a una esposa denunciante de sevicias, a que “arregle en lo sucesivo la conducta privada de su familia y cabeza a quien debe sujetarse, y la publica relativa al buen ejemplo que debe dar a todos”[122].

La trascendencia pública de la relación era la vara que orientaba la conducta a seguir por las justicias durante la sustanciación de la causa y la que medía la aplicación de las penas. Por eso, el hecho de que el marido hubiera iniciado acción de adulterio, o las relaciones ilícitas que se desenvolvían a los ojos de toda la sociedad rioplatense de la época, o el escándalo, influían en la actitud de quienes debían administrar justicia. [123]

V. 3. El fin perseguido en los pleitos familiares

La praxis judicial nos demuestra que muchas veces, tras un reclamo puntual contra el incumplimiento de una determinada obligación familiar, se perseguían otros objetivos.

Así, por ejemplo, cuando las esposas reclamaban la vuelta al hogar conyugal de los maridos ausentes [124], en la mayoría de los casos, lo que en realidad perseguían era el cumplimiento del derecho-deber alimentario, la cesación de las relaciones extramatrimoniales y la separación de bienes.

Los pleitos por bigamia, por su parte, en primer lugar, eran oportunidad propicia para lograr una compensación económica ante el estado de indigencia[125] y de abandono material y moral.  En segundo lugar, atento a que, cumplida la pena se imponía al reo la obligación de volver adonde estuviera la primera esposa, a hacer vida maridable con ella[126], se lograba que el cónyuge ausente de su hogar, continuara una cohabitación interrumpida durante largos años. Algunos maridos se autodenunciaban con el objeto de abandonar a la esposa del momento y tener el apoyo institucional para regresar con la primera esposa, ya que sólo el primer vínculo era legítimo[127]. Es que imposiblitados los cónyuges de separarse por decisión propia-las normas canónicas y seculares impedían la separación voluntaria de los cónyuges- el viaje de España a Indias y viceversa, significó para algunos, la posibildad de sustraerse a un matrimonio constituído contra la voluntad de alguno de los cónyuges, o tal vez deteriorado a lo largo de la vida en común, constituyéndose en un sustituto del divorcio.

V. 4. El papel de las justicias en las relaciones familiares

Justicias capitulares, reales y Audiencia se mostraban guardianas de la armonía, quietud y paz familiar, de la superoridad del marido sobre la mujer y la inobjetabilidad de la conducta de la esposa[128], defensoras de la unión de los cónyuges, de la continuidad de la vida matrimonial y de la supremacía de la autoridad paternal.

Elizondo sostenía que “como no es posible darse separacion voluntaria de los conyuges sin escandalo, el qual estan obligados a evitar las potestades temporales, nace de estos principios su capacidad de conocer de solo el hecho de la reunion de los matrimonios separados o divertidos, sin perjuicio de la potestad eclesiastica”[129].

En consecuencia, las autoridades civiles y eclesiásticas tenían obligación de colaborar en la represión de los escandalos públicos, entre los que podían quedar comprendidos los litigios entre marido o mujer oentre padres e hijos.

Todos los funcionarios que administraban justicia se consideraban defensores de las relaciones familiares, por lo que vimos entendiendo en los litigios, a los oidores[130], alcaldes de primer y segundo voto [131], alcaldes de la Santa Hermandad[132], defensores generales de pobres [133], asesores, y hasta el mismísimo Sobremonte cuando era gobernador intendente de Córdoba[134].

Los valores que trataban de preservar eran la paz y quietud de la institución matrimonial [135]; la superioridad del marido sobre la mujer [136]:, la inobjetabilidad de la conducta de la esposa y el deber de respeto de los hijos. En algunas ocasiones, las justicias se preocupaban por la educación y subsistencia de los hijos “evitandose las consecuencias que regularmente nacen de estas separaciones”[137].

La conducta de la pareja y del resto de los integrantes del grupo, era vigilada bien de cerca: los funcionarios se encomendaban unos a otros, “estar a la mira de la conducta” de los matrimonios[138]: y a los conyuges “manejarse con prudencia y moderacion, absteniendose uno y otro de las discordias con que han molestado en los tribunales de justicia” [139].

Eran los magistrados los que debían poner remedio a los desórdenes, vigilando estrechamente el comportamiento de las partes[140], “poniendo quietud en las continuas discordias que motivan los recursos interpuestos[141]”, y en definitiva “evitando escandalos y proporcionando los remedios más suaves” para el establecimiento de la unión familiar[142].

Los pleitos familiares nos muestran unas justicias preocupadas por controlar que todas las partes cumplieran con sus obligaciones y convertidas en guardianas de sus propias decisiones

¿Qué modelo de familia tenían en mente alcaldes de primero y segundo voto, oidores, gobernadores, como para exigir el acatamiento a las obligaciones impuestas desde las sumas, los tratados y los manuales?. ¿Cuáles fueron los principios de los que estos funcionarios se consideraron portavoces? Es a través de estos autos interlocutorios o sentencias, cuando surge claro el concepto de familia que la práctica forense habia acuñado.

Para alcaldes de primero y segundo voto, oidores y gobernadores-intendentes, entre otros, la familia era el marco ideal para el desarrollo personal y la educación de los hijos. De ahí que pusieran el acento en la indisolubilidad del vínculo y que se minimizaran las peleas de todos los días.

El matrimonio, para las justicias, era una imposición perpetua, durante cuya vigencia la mujer debía aceptar todo, o casi todo, y el hombre hacer lo posible para convencerla, por las buenas o por las malas. Y cuando se encontraban con alguna mujer que se rebelaba contra la sumisión, la conminaban a que lo aceptara con resignación, diciéndole que ya que se había casado, “que se aguante[143]”.

Cuestionar el principio de la indisolubilidad del vínculo matrimonial, pretender empezar otra vida con un nuevo socio, era percibido como un pecado público. Y si algún funcionario tenía conocimiento de una transgresión de esta naturaleza, debía denunciarla[144].

Los litigios entre esposos eran mal vistos por los funcionarios, quienes los percibian como una molestia hacia el tribunal[145].

VI. Conclusión

Los reclamos planteados ante los estrados judiciales y sus respectivas soluciones, nos permitir acercarnos a la visión que justicias y partes tenían de la familia rioplatense de fines del siglo dieciocho y principios del siglo diecinueve.

En este orden de ideas, la praxis judicial nos muestra familias que consideran que ciertas cuestiones van más allá de las posiciones personales y sobre las cuales el grupo familiar tiene algo que opinar. Y es así como, a través de los juicios de disenso, por ejemplo, se percibe un deseo de presentar el tema de la elección matrimonial como un asunto que trasciende a la familia y que toca muy de cerca a la sociedad y al estado. Desde este punto de vista, contraer un matrimonio no deseado por el padre, excede al novio y a la novia, poniendo de manifiesto preocupaciones que aparecen en forma recurrente y que se relacionan directamente con la educación y la crianza de los descendientes, con la paz de las familias y de la sociedad, con el lustre y el orden jerárquico en la familias y hasta con la conservación de las ciudades y de los reinos[146] .

Se presentaba así al matrimonio como un asunto de estado, insistiéndose en que “dice relación al público y al estado, tanto en la conserbación del lustre de las familias, quanto en que la sociedad tenga unos individuos que vivan en paz y quietud, que su prole la crien y eduquen correspondientemente, y que sus manos las empleen y dediquen a aquellos ejercicios honestos que les produzcan lo suficiente para su subsistencia”[147]

Los pleitos de familia  dan cuenta de tensiones que no habían podido ser resueltas en el ámbito domestico, de eslabones interrumpidos, de cortocircuitos en la relaciones familiares.

Los protagonistas de estos pleitos no tuvieron prurito en enfrentarse en los estrados judiciales, en desenmascarar sus conflictos, en dejar que trascendieran diferencias preexistentes. Hubo maridos, que no dudaron en depositar o hacer arrestar a sus mujeres e hijos, en pedir la restitución al hogar paternal y en denunciar conductas objetables para la sociedad de la época, al tiempo que hubo cónyuges e hijos que no vacilaron en desenmascarar el desajuste entre el modelo y la realidad de todos los días.

Más allá de la superación o no de los prejuicios, queda el interrogante acerca de si las resoluciones judiciales pudieron poner punto final a las rencillas domésticas y lograr que reinara la armonía y paz familiar a la que tanto se aspiraba, contribuyendo así a lograr el ajuste entre derecho y realidad.

Notas

[1] Archivo General de la Nación en adelante “AGN”, Legajo 182, Expediente 3,  en adelante primero el legajo seguido de un guión y a continuación el número de expediente, y AGN 187-7; Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, en adelante AHPBA (el número corresponde al legajo y al expediente). 7-5-14-53, 7-5-16-22 y 7-5-15-39.

[2] Partidas, Partida 3, título 2, ley 5. En adelante, sólo “P” (partida), “t” (título), “l” (ley).

[3] Gregorio LÓPEZ, “Las Siete Partidas del Sabio Rey D. Alonso el IX, con las variantes de más interés y con la glosa del Lic. Gregorio López”, Barcelona, Imprenta de Antonio Bergnes y Cía. ,1843, p. 974.

[4] LÓPEZ, ob. cit., T° II, p. 16.

[5] Antonio Xavier  PÉREZ Y LÓPEZ,: “Teatro de la Legislación universal de España e Indias, por orden cronológico de sus cuerpos y decisiones no recopilados, y alfabético de sus títulos y proncipales materias”. Madrid, MDCCXII, T° 10, p. 209.

[6] Juan SALA, “Sala Acondicionado, o Ilustración del Derecho Español”, T° I, París, Librería de D.V.Salva, 1844, p. 50 ; PÉREZ Y LÓPEZ, ob. cit., T° II, p. 127, conforme P. 3, t. 7, l. 4..

[7] PÉREZ Y LÓPEZ, ob. cit., T° 22, p. 196, T° 12, p. 12.

[8] P.3, tít. 2, ley 2; PÉREZ Y LÓPEZ, ob. cit., T° 10, p. 210/11.

[9] P. 3, tít. 7, l. 4.

[10] P 3, tít. 2°, l. 3. Apoyando las pretensiones de los hijos, nuestros tribunales sostuvieron que “el hijo, o la hija puede quejarse civilmente de los malos tratamientos, violencias, y consejos de su padre, o madre para salir de su poder, pero no de modo que les irrogue grave daño en la vida, en el cuerpo ni en la honra; y así si el juez entiende que la demanda que hace el hijo al padre, o a la madre es tal que pudiese nacer muerte, perdimiento de miembro, o difamación de éstos, no se la debe admitir”.

[11] AHPBA 7-2-99-12.

[12] Así, cuando los amancebados eran solteros, a pesar de que el pleito podía ser iniciado de oficio, en un caso que compulsamos, promovido por la Real Audiencia, el fiscal Márquez de la Plata sostuvo que para el simple concubinato entre solteros las leyes no tenían establecida pena determinada, y que por esto “no concurriendo circunstancias o calidad agravantes, no se sigue causa penal contra los reos, y la práctica es en estos casos amonestarlos por la primera vez apercibiendoles se abstengan de comunicarse bajo el apercibimiento de que en el caso de reincidencia serán castigados con la pena del marco, y destierrro por el tiempo, y la instancia que se tenga por conbeniente”. El tribunal hizo suyos los argumentos del fiscal, ordenando poner a los reos en libertad “siempre que no haya escándalo” (AHPBA 7-2-104-19).

[13] AGN 187-1; 213-34: 240-66; 249-10 ; AHPBA 7-1-8-23 y 5-5-78-26.

[14] P.4, tít.17, ley 10.

[15] P.4, tít.10, ley 7.

[16] Ismael Sánchez Bella, “Iglesia y Estado en la América española”, Ediciones Universidad de Navarra S.A., Pamplona, 1990, p. 197 y 208.

[17] AHPBA 5-2-17-9

[18] AGN 99-27  y 40-13

[19] AHPBA 5-2-17-9

[20] AGN 99-27  y 40-13

[21] AHPBA 5-3-43-19

[22] AGN 53-52

[23] AGN 138-25.

[24] AGN 61-18

[25] AGN Tribunal Civil, letra “M” N° 8, año 1811 (en adelante, sólo TC, seguido de la letra, el número y el año.

[26] AGN TC “L” 1 1802

[27] Recopilación de Leyes de Indias, libro III, tít. III, ley 59

[28] Enrique RUIZ GUIÑAZÚ, “La Magistratura Indiana”. Buenos Aires, 1916, p. 21.

[29] Abelardo LEVAGGI, “El virreintato rioplatense en las vistas fiscales de José Márquez de la Plata”, T° I, Buenos Aires, UMSA, 1988, p. 22.

[30] AGN 99-27 y 108-16

[31] AGN 99-27

[32] AGN TC “P” 1 1807

[33] AGN Espinosa c/Martínez s/alimentos

[34] AGN 99-27 ; 108-16 y 81-33; TC “P” 1 1807

[35] FEBRERO, o “Librería de Jueces, Abogados y Escribanos, Madrid, 1844, T° 7-8, p. 176

[36] AGN Espinosa c/Martínez s/alimentos.

[37] AGN 81-33

[38] AGN 99-27  y 108-16

[39] AGN TC “P” 1 1807

[40] AGN Espinosa c/Martínez s/alimentos. Francisco Antonio de ELIZONDO, “Práctica Universal Forense”, Joachin Ibarra Impresor de Cámara de Su Magestad, Madrid, 1774, T°1, p. 356.

[41] AHPBA 5-5-69-6 y 7-2-99-12

[42] AGN TC “G” Gonzalez Maria M., año 1801

[43] AHPBA 5-5-78-9

[44] AHPBA 5-5-78-9

[45] AHPBA 7-1-34

[46] AHPBA 5-5-80-31

[47] AGN TC “M” 8 1811 ; AHPBA 5-5-80-31

[48] AHPBA 7-1-34

[49] Antonio SERRANO REDONNET y Daisy RIPODAS ARDANAZ, “Cristóbal de Aguilar. Obras”, en Biblioteca de Autores Españoles, Ediciones Atlas, Madrid, 1985, Tomo I y II, p. XC.

[50] AHPBA 7-1-34

[51] AGN, 195-4 ; AHPBA 5-5-79-12 y 7-1-88-33. En un caso en el que un indio estaba amancebado públicamente con una viuda, el Fiscal José Márquez de la Plata, a través de una vista del 27 de mayo de 1803 sostuvo que “por ser el delito de amancebamiento uno de los que se numeran en clase de públicos, y que por las fatales consecuencias con que trasciende viciando la educación y honestidad publica hasta el termino de mayores desordenes, las leyes, y particulares disposiciones de su majestad, en todas edades, han recomendado con encarecimiento a las justicias territoriales (conminandolas por la omisión con penas pecuniarias) a las reales audiencias, chancillerias, y consejos la persecución de ese delito, encargando a los prelados el interés en su celo pastoral para amonestar, y aun da cuenta a las justicias, gradualmente, y que los fiscales promuevan el castigo por la vindicta publica”, aconsejando “se remita (al indio) a su pueblo y familia, con las prevenciones convenientes a las justicias del territorio por medio del señor gobernador de la provincia, haciéndose las que correspondan al alcalde de la vecindad de (la viuda) a fin de que este a la mira de la conducta de esta en lo sucesivo, y que para evitar las consecuencias del mal ejemplo, y educación de los hijos, y la disipación de los bienes de estos, estando como están por su orfandad cometidos bajo la real protección de vuestra alteza provea el alcalde desde luego de tutela, cura, y educación de personas y bienes con la formalidad que corresponde”. La Real Audiencia, siguiendo la opinión de su Fiscal, por auto del 4-6-1803, condenó al indio a “un año de presidio contando desde el día de su prisión con la calidad de que concluido se le restituya al lugar de su domicilio a hacer vida maridable con su mujer” y lo apercibió de que “en caso de volver a la otra banda de este río será castigado severamente”. También ordenó escribir “carta acordada al alcalde de la Colonia para que este a la mira de la conducta de la viuda, cuidando de la educación de sus hijos y de sus bienes” (AGN TC“M” 8 1811).

[52] AHPBA 5-5-69-6 y 7-2-99-12

[53] AGN 17-1  y TC “L” 1 1802 ; AHPBA 5-2-17-9

[54] Martín de TORRECILLA, “Suma de todas las materias morales”, 2a. Impresión, Madrid, 1696. To. II, Trat. III ;  Trat. III, Disput. II,Cap. IX, Secc. IV, p. 101.

[55] ELIZONDO, ob. cit., To. VII, No. 20

[56] AHPBA 5-2-17-9

[57] AGN 53-52 y TC “L” 1 1802 ; AHPBA 5-2-17-9

[58] AHPBA 5-2-17-9

[59] AGN 53-52 y 177-12

[60] Alegaron que tenían pactado “separarse y dividirse del uso de la vida maridable”. El motivo invocado: la tranquilidad de sus conciencias; su propio bienestar, evitando mayores perjucios en la salud de ambos; y el mejor servicio de Dios. La separación era total y personal, de lecho y cohabitación marital, sin poder exigirse el débito conyugal el uno al otro, y por un plazo de diez años, prorrogable si alguno de ellos así lo deseaba. La esposa volvería a su patria, y los gastos de conduccción estarían a cargo del marido, quien también se haría cargo de la obligación alimentaria, siempre que por las circunstancias de la vida, su fortuna no disminuyera de tal forma que tornara esa cláusula de ejecución imposible. La mujer podía llevarse sus bienes muebles, y ambos consortes podrían circular por donde quisieran. El deber de fidelidad se mantenía, y el marido daba licencia a la mujer para comparecer en juicio. Los sujetos de este insólito convenio iban más allá, declarando que nadie podría obligarlos a vivir juntos, y desistían de la ley general del derecho que prohibía semejantes renunciaciones (AGN TC “L” 1 1802).

[61] AGN 177-12

[62] AGN 53-52

[63] AGN R 15-5

[64] AGN 138-25

[65] AHPBA 5-2-17-9

[66] AGN C-17-7 ; AHPBA 5-2-17-9

[67] AHPBA 5-2-17-9

[68] En el expediente en cuestión, se declaró que no estaba obligado el marido a cumplir la condición de no mudar de domicilio, porque justas causas lo obligaban a verificarlo (AHPBA 5-2-17-9).

[69] AGN TC “L” 1 1802

[70] AGN TC “L” 1 1802

[71] AGN TC “L” 1 1802

[72] En el primer caso, una madre viuda había suscripto una autorización para que su hijo pudiera contraer matrimonio “con la persona que sea del agrado de su dicho hijo” (AHPBA 7-5-15-37) ; mientras que en el segundo el padre de la novia otorgaba y declaraba que “de su propio agrado y voluntad”, daba su consentimiento para que su hija “se case con el objeto de sus desvelos” (AHPBA 7-5-14-53).

[73] ELIZONDO, ob. cit., To. VII, No. 21.

[74] AGN 196-5

[75] AGN 177-12

[76] AGN 31-40

[77] AGN 196-5

[78] AGN 155-118

[79] “…el citado mi hijo nunca me a ablado de este punto como lo afirma” (AGN 182/32).

[80] “…mi señor padre se deniega a prestarme su consentimiento, sin que me hayan aprovechado repetidas suplicas y ruegos que le he hecho”. En este caso, el padre simplemente se negaba a acusar recibo de la solicitud filial previa a la instancia judicial, al tiempo que el hijo hacía saber que entre sus gestiones para lograr que el padre le otorgara la licencia, figuraba la intervención del Arcediano, mientras que el padre simplemente afirmaba que no habia sido consultado (AGN 182/3).

[81] “He exigido extrajudicialmente con la eficacia y efectividad posible de mi Sr. padre, quien absolutamente se ha negado a prestármelo” (AHPBA 7-5-16-23).

[82] FEBRERO, ob. cit., To. 5-6, p. 31.

[83] Silvia ARROM, “Las mujeres de la ciudad de México. 1790-1857”, Siglo XXI, México, 1988, p. 257/8

[84] AGN Espinosa c/Martinez s/alimentos

[85] AGN 99-27 ; AHPBA 7-1-34

[86] AGN A 16-8

[87] AGN 243-1/2

[88] AGN A 16-8  y 155-18

[89] AGN Espinosa c/Martinez s/alimentos

[90] AGN 243-1/2

[91] AGN Espinosa c/Martinez s/alimentos

[92] AGN 243-1/2

[93] AGN A 16-8

[94] AGN A 16-8

[95] AGN A 16-8

[96] ARROM, ob. cit., p. 276

[97] AHPBA 5-2-22-5

[98] AGN 120-30 y AHPBA 5-5-76-7

[99] AGN 249-21 y AHPBA 5-2-22-5

[100] AGN C-17-1

[101] AGN 110-16

[102] En este caso, se concedieron dos años, bajo fianza (AGN 110-16).

[103] En uno de los casos compulsados, la esposa otorgó un término de cinco años, el que fue reducido judicialmente a tres (AGN 196-5)

[104] “Prepara el peligro de la incontinencia respecto del marido, y un desorden en la libertad de ella”. (AHPBA 7-5-12-8)

[105] AGN A 16-8; G15-9 ; 40-16; 249-10; R 15-5  y TC P2 1807 ; AHPBA 7-1-81-y 7-2-104-12

[106] AHPBA 7-2-99-12

[107] AGN 120-30

[108] AHPBA 5-5-76-7

[109] AGN TC “L” 1800

[110] AGN 249-21

[111] AGN TC 1 1802

[112] AHPBA 5-5-69-6

[113] AHPBA 7-5-13-6

[114] AHPBA 5-5-78-9

[115] AGN TC “C” 1 1800 y TC “G” Gonzalez María M. 1801

[116] AGN 155-118

[117] AGN 155-118

[118] AGN 40-16

[119] AGN 126-10

[120] AHPBA 5-5-67-5

[121] AGN 14-20

[122] AHPBA 7-2-104-12

[123] AGN TC “G” 1 1802 ; AHPBA 5-2-22-2 ; 5-5-78-9 y 5-2-17

[124] AHPBA, 5-2-17-9 ; AGN 17 1 9-24; 88-16; 141-7; 138-25 y 21-19

[125] AHPBA 7-1-97-32

[126] AGN 191-3 y AHPBA 7-1-97-32

[127] Dolores ENCISO, “Bígamos en el siglo XVIII”.en “Familia y sexualidad en Nueva España”, Sep.80, Fondo de Cultura Económica, México, 1992, p. 267.

[128]AGN 16-8 ; 40-16  y 16-8

[129] ELIZONDO, ob. cit. T° III, p. 359.

[130] AGN TC “C” 1 1802; “G” 14-20 y AHPBA 7-2-104-12

[131] AGN “G” 14-20 y A 16-8

[132] AGN 249-10

[133] AHPBA 7-2-104-12

[134] AGN A 16-8

[135] AGN A 16-8

[136] AGN 40-16

[137] AGN A 16-8

[138] AGN A 16-8 y G 15-9 y AHPBA 7-2-104-12

[139]AGN 40-16

[140]AGN 249-10

[141].AGN R 15-5

[142] AGN TC “P” 2 1807

[143]ÄGN TC “M” 8 1811

[144]Recopilacion de Leyes de Indias, 1-7-14.

[145]AGN 40-16

[146] AGN 182-2; AHPBA 7-5-14-38 y 7-5-17-3

[147] AHPBA 7-5-16-27

 


 

Informações Sobre o Autor

 

Viviana Kluger

 

Abogada y doctora en Derecho por la Universidad de Buenos Aires.
Profesora en la Universidad de Buenos Aires, la Universidad
de San Andrés y la UCES , en los niveles de grado, posgrado y doctorado.
Coordinadora de la Gerencia de
Normas Comerciales de la Comisión Nacional de Comercio Exterior del
Ministerio de Economía y Producción de la República Argentina.

 


 

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