I. Introducción
El Derecho penal internacional, desde que en 1998 se adoptara en Roma el Estatuto de la Corte Penal Internacional, se encuentra en el epicentro de la atención de muchos de los que dedican su estudio a diversas ramas del Derecho, las cuales se encuentran ciertamente vinculadas con esta disciplina jurídica, que toma cada vez más fuerza: el Derecho internacional, el Derecho penal, el Derecho internacional humanitario así como el denominado Derecho de los Derechos Humanos. Tal atención es sin duda comprensible por cuanto es a partir de ese momento histórico que puede hablarse de la existencia de un verdadero Derecho penal internacional que cuenta finalmente con un tratado internacional de carácter multilateral que lo contiene de manera integral (pues tipifica crímenes internacionales, consagra las formas de responsabilidad por tales crímenes y establece el proceso que ha de seguirse para imponer la pena a quienes corresponda), así como porque sólo desde entonces se tiene a un específico órgano jurisdiccional internacional encargado de aplicar las normas que lo conforman, como lo es la creada Corte Penal Internacional, con sede en La Haya, Países Bajos, y que se pusiera en marcha formalmente en el año 2003, luego de entrar en vigor su Estatuto el día 1° de julio del año 2002, al haberse reunido un total de sesenta (60) ratificaciones, tal y como se exigía para los mencionados fines, y habiéndose superado, desde el año 2005, el número hito de las cien (100) ratificaciones, incluida entre ellas la del Estado venezolano, lo que evidencia el importante respaldo y acuerdo existente en torno a la necesidad de este instrumento internacional.
Ahora bien, en el presente análisis se ha querido abordar una temática que resulta de especial relevancia para el Derecho penal internacional, como lo es la responsabilidad de los superiores a la luz del Estatuto de la Corte Penal Internacional, para lo cual, sin embargo, se considera necesario analizar sucintamente algunos aspectos introductorios para obtener una mejor comprensión de la cuestión bajo estudio.
Así, es imprescindible, antes de pasar al punto central de estas reflexiones, señalar que el Derecho penal internacional se configura en la actualidad como una disciplina jurídica o un sector del Derecho, en el que, como su denominación lo indica, confluyen tanto el Derecho penal como el Derecho internacional, debiendo decirse, en cualquier caso, que tiene un carácter eminentemente punitivo, puesto que en definitiva se trata de la descripción de conductas a las que se denomina crímenes internacionales y la asignación de sanciones penales a quienes incurran en tales comportamientos, por lo cual se puede afirmar que se trata de ofrecer protección a determinados bienes jurídicos y castigar a quienes afecten dichos bienes jurídicos, algo que, en el ámbito interno o doméstico, es llevado a cabo justamente por el Derecho penal cuyas normas, igualmente, tipifican delitos y establecen penas.
En este orden de ideas, y siguiendo la definición que se ofreciera en otra oportunidad, puede sostenerse que el Derecho penal internacional es “aquel sector del ordenamiento jurídico que se compone de normas punitivas internacionales, que tipifican crímenes, establecen penas y determinan la responsabilidad penal de los individuos, con el objeto de salvaguardar los más vitales bienes jurídico-penales de la humanidad, ante la posible impunidad de su lesión” (RODRÍGUEZ MORALES, 2005), definición ésta que reafirma el carácter punitivo que tiene el Derecho penal internacional.
Así las cosas, es imperativo advertir que, tratándose de normas que tipifican crímenes internacionales y amenazan la comisión de los mismos con una pena, principalmente privativa de libertad, debe tenerse especial precaución en la aplicación de las mismas, como quiera que se debe evitar la arbitrariedad y la violación de garantías fundamentales a la hora de pretenderse el castigo de una persona, siendo que, de lo contrario, se sujetaría a cualquier ciudadano a la incertidumbre y al desconocimiento de sus derechos, pudiendo llegar a vulnerarse nada más y nada menos que la libertad, y teniendo que decirse en cuanto a ello que, ciertamente, la libertad, después de la vida, es lo más sagrado que puede tener un ser humano y sin ella la vida social resultaría impensable.
Por tal motivo es que el Derecho penal internacional actual ha tomado directamente del Derecho penal doméstico o interno, una serie de principios fundamentales que han de ser respetados también en ese ámbito, por lo que el conocimiento de la dogmática penal, concretamente, de lo que se conoce como la “parte general” del Derecho penal, cobra especial relevancia para esta disciplina jurídica, siendo que muchos de sus conceptos han sido trasladados a la misma.
Esto, por su parte, puede constatarse en la propia evolución histórica del Derecho penal internacional, que en alguna medida ha sido la historia del ensayo y el error, y de allí que la conformación actual del mismo sea reflejo en diversos aspectos de las críticas formuladas a experiencias previas de justicia penal internacional, paradigmáticamente y como hito de tales antecedentes, los juicios llevados a cabo en el Tribunal Militar Internacional de Nüremberg tras la Segunda Guerra Mundial, que fueron sometidos a la crítica por vulnerar determinados principios penales fundamentales en el castigo de los grandes criminales de guerra nazis (entre tales principios, de manera insistente, el de la irretroactividad de las normas penales, y desde el punto de vista procesal, la garantía a ser juzgado por un juez natural e imparcial).
Precisamente el desarrollo del Derecho penal internacional ha tenido que lidiar con esas críticas, por lo demás acertadas si no quiere configurarse un “Derecho” que no conozca de limitaciones y garantías, lo que ha incidido en que el instrumento más importante en el momento presente sobre Derecho penal internacional, a saber, el Estatuto de la Corte Penal Internacional, esté concebido desde una perspectiva garantista, respetuosa de los principios penales fundamentales, que ha tomado para sí, dedicando en tal virtud todo un conjunto de disposiciones a los mismos (así, la Parte III, cuya denominación es “De los principios generales del Derecho Penal”).
En este orden de ideas, entonces, debe decirse en estas líneas introductorias que, como parte de esa idea de limitación del poder penal que debe ir inherente a toda normativa punitiva (y el Derecho penal internacional, según se ha dicho, tiene ese carácter), se encuentra la necesidad de contar con una actividad científico-dogmática que permita desentrañar el sentido de las normas, poniendo de relieve, por ejemplo, los elementos que debe reunir un comportamiento para que pueda ser calificado efectivamente como un crimen internacional, puesto que la sola norma no es suficiente para ello y no se explica por sí sola, con lo que el instrumental teórico de la denominada teoría del delito, desarrollada ampliamente en el Derecho penal doméstico o interno, es de suma utilidad también para el Derecho penal internacional.
En el marco de esa construcción teórica que es la teoría del delito aparece el tema de la responsabilidad de los superiores a la luz del Estatuto de la Corte Penal Internacional.
II. La regulación del artículo 28 del Estatuto de Roma
Dentro del tema de la responsabilidad penal individual en el Estatuto de Roma, destaca por su importancia la denominada responsabilidad de mando o responsabilidad del superior, estableciéndose en este instrumento una regulación que merece ser analizada con algún detenimiento. Efectivamente, en el artículo 28 del Estatuto se consagra la responsabilidad penal de los superiores, lo que es frecuente en este tipo de crímenes en virtud de la magnitud y la organización, más o menos compleja, que se requiere para su comisión. En tal sentido, es pertinente recordar que los crímenes internacionales son llevados a cabo, por lo general, a expensas o al amparo de los aparatos estatales, de forma tal que se constata un papel protagónico de personas que tienen a otras bajo su mando u órdenes (incluyendo, aún más, a Jefes de Estado o de gobierno), resultando por ello imperioso que se establezca su responsabilidad cuando tales crímenes son ejecutados, comúnmente por quienes se encuentran en los rangos jerárquicos inferiores.
La responsabilidad de mando o responsabilidad de los superiores, entonces, ha sido tema de preocupación del Derecho penal internacional desde sus primeras experiencias, toda vez que se ha puesto en evidencia la participación decisiva de superiores, tanto civiles como militares, en la realización de actos criminales, particularmente en el marco de conflictos bélicos. Así, por ejemplo, cabe observar que la idea de constituir de un tribunal internacional ad hoc en 1474, tenía como fundamento la intención de declarar la responsabilidad penal de Peter Von Habenbach, quien precisamente comandó la ejecución de diversas acciones criminales al sitiar la ciudad de Breisach. Es de esta manera como, desde aquel momento, la responsabilidad del superior ha sido de relevancia para el Derecho penal internacional, a lo que se enlaza el que en éste, como se ha visto ya en este trabajo, no tenga ninguna validez como eximente el cargo oficial de la persona, lo que permite que superiores civiles y militares puedan ser castigados por los crímenes internacionales que hayan cometido.
Valga la oportunidad para resaltar que actualmente la responsabilidad de los superiores es plenamente aceptada y ha sido reconocida repetidas veces; así, la misma se encuentra consagrada, entre otros instrumentos internacionales, en la Convención (IV) de La Haya de 1907 (artículo 1 del Reglamento), el Proyecto de Código de Crímenes contra la Paz y la Seguridad de la Humanidad (artículo 6), así como en los Estatutos del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (artículo 7.3) y Ruanda (artículo 6.3), evidenciándose la relevancia de este tipo de responsabilidad en el Derecho penal internacional.
Ahora bien, resulta importante aclarar que los superiores pueden ser penalmente responsables bien por ordenar la ejecución de los crímenes, es decir, por una conducta activa (a lo que se alude en el subparágrafo b del artículo 25.3, aunque de forma innecesaria respecto a este supuesto); bien por no evitar la ejecución de los mismos por sus subordinados o no haber ejercido un control apropiado sobre éstos, es decir, por una conducta omisiva (conforme al artículo 28); de manera que tanto por acción como por omisión puede generarse la responsabilidad del superior.
En el caso de la responsabilidad por acción (o comisión) del superior, por haber ordenado que los crímenes sean ejecutados por sus subordinados, es preciso hacer referencia a la denominada autoría mediata por dominio de la voluntad en virtud de aparatos organizados de poder, a lo que ya se ha hecho alusión en este mismo trabajo. Efectivamente, dicha forma de dominio del hecho ha cobrado notoriedad al ser utilizada por la jurisprudencia para hacer penalmente responsables a los superiores jerárquicos que se valen de un aparato organizado de poder para concretar los crímenes mediante sus inferiores, quienes se constituyen como instrumentos de los mismos con tal finalidad.
Los superiores civiles y militares, entonces, pueden aparecer como autores mediatos de los crímenes internacionales ejecutados por sus subordinados en el marco de una maquinaria articulada que es la que hace posible su comisión sin necesidad de dejar en manos de los perpetradores directos la decisión autónoma de llevar a cabo la acción delictiva, lo que fundamenta que quien tiene el dominio del hecho es precisamente el superior, quien tiene a sus órdenes o bajo su mando a uno o más subordinados.
La doctrina del dominio de la voluntad en virtud de aparatos organizados de poder fue explicada y sistematizada por ROXIN, quien luego vería reflejada su influencia en diversas decisiones jurisprudenciales que han mantenido tal criterio al conocer de la responsabilidad de los superiores en diferentes casos. Una de las principales sentencias que recurren a esta modalidad del dominio del hecho es la recaída en el denominado Caso Eichmann, dictada por el Tribunal Regional de Jerusalén, y en la que se dejó señalado que “es la estructura de la maquinaria, que sigue funcionando con independencia de la pérdida del individuo, lo que hace que se destaque al comportamiento de los sujetos de detrás con respecto a la inducción, entrañando la autoría”[1], destacándose de esta manera que lo fundamental en el dominio de la voluntad en virtud de aparatos organizados de poder es la fungibilidad de quienes sirven de instrumentos de los crímenes; así, por ejemplo, si un soldado se niega a cumplir la orden de disparar, otro puede hacerlo, puesto que la existencia de la maquinaria organizada hace que dé lo mismo quién ejecuta finalmente la orden del superior.
Otro caso relevante de la jurisprudencia que se ha servido de la doctrina del dominio de la voluntad en virtud de aparatos organizados de poder ha sido el de los Comandantes de las Juntas Militares, conocido por la Cámara Federal del Crimen de Argentina en 1985. Al decidir, el tribunal argentino entendió que “el ejecutor de los hechos pierde relevancia, pues el dominio de quienes controlan el sistema sobre la consumación de los hechos que han ordenado es total”[2], condenándose a los comandantes procesados como autores mediatos de los hechos juzgados.
Resulta imperativo reiterar en este momento que cuando el subparágrafo b del artículo 25.3 del Estatuto señala que será penalmente responsable quien ordene la comisión de los crímenes, lo hace innecesariamente en lo que atañe a la responsabilidad del superior que imparte una tal orden, toda vez que ello se trata de una verdadera modalidad de la autoría mediata, ya prevista en el subparágrafo a del mismo artículo, pues resulta evidente que, por ejemplo, el comandante que ordena a su subordinado dar muerte a una persona, aparece como autor mediato de dicho crimen.
No obstante esto, cabe advertir la existencia de hipótesis en las que, aunque la persona ordena que se cometa el crimen, no es posible afirmar su autoría mediata en el hecho; así ocurre en los denominados delitos de propia mano tales como la violación, que, valga acotar, aparece prevista en el subparágrafo g del artículo 7.1 del Estatuto como una de las modalidades de los crímenes de lesa humanidad. De esta manera, tiene sentido el que se haya previsto la responsabilidad penal de quien ordena la comisión de un crimen internacional, como lo ha hecho el Estatuto, advirtiéndose en todo caso que, en cuanto a los superiores, éstos pueden responder tanto por haber dado la orden como por constituirse en autores mediatos del crimen cometido[3].
Debe observarse, a su vez, que el Estatuto de Roma ciertamente es compatible con la doctrina del dominio de la voluntad en virtud de aparatos organizados de poder, como quiera que el subparágrafo a del artículo 25.3 señala expresamente que se considera responsable a quien cometa el crimen de competencia de la Corte “por conducto de otro, sea éste o no penalmente responsable”, lo que significa que, aunque el instrumento utilizado (la persona que aparece como autor directo del crimen) sea, como en efecto es, responsable, no por ello puede dejar de considerarse la autoría mediata de quien se sirve de aquél para la comisión del crimen.
Prosiguiendo con el tema de la responsabilidad de los superiores, debe pasarse a analizar brevemente el supuesto regulado en el artículo 28 del Estatuto, que es el que propiamente se conoce en la doctrina como “command responsability”, y que aparece como una responsabilidad por omisión, como se verá de inmediato. En efecto, la responsabilidad de los superiores a que hace referencia el artículo 28 del Estatuto se configura cuando el superior no ejerce un control apropiado sobre las fuerzas bajo su autoridad y control efectivo, cometiéndose crímenes de la competencia de la Corte por parte de las mismas.
De esta manera, y a la luz de la disposición indicada, como señala AMBOS, “el concepto parece crear, por una parte, una responsabilidad directa por la ausencia de supervisión, y por la otra, una responsabilidad indirecta por las conductas delictivas de otros”[4], como lo son sus subordinados, por lo que es necesario distinguir esos dos tipos de responsabilidad (directa e indirecta) a efectos de no incurrir en confusiones al respecto, especialmente por cuanto hay que observar críticamente esa especie de responsabilidad indirecta que podría endilgársele a un superior civil o militar en un supuesto dado.
Se ha dicho antes que la responsabilidad del superior, conforme al artículo 28, se desprende de un comportamiento omisivo, como lo es la falta de control adecuado sobre las fuerzas subordinadas; al ser una responsabilidad por omisión, entonces, es necesario advertir que, a diferencia de la responsabilidad por acción o comisión del superior, no se trata ya de un supuesto de autoría mediata, como quiera que en las omisiones no es posible esta forma de autoría, al no existir el impulso que mueve al instrumento a cometer el crimen que se ha proyectado el hombre de atrás[5], por lo que lo que realmente se verifica es la autoría directa por la específica omisión castigada por el tipo penal, lo que ya deja entrever que en el presente análisis se considera ciertamente inadmisible la idea de una responsabilidad indirecta de los superiores.
La responsabilidad directa de los superiores, de este modo, se verificaría en virtud del incumplimiento del deber de mando o autoridad en lo que respecta al control adecuado de las fuerzas subordinadas, por lo que en verdad se trata de una omisión propia, al encontrarse tal deber previsto en las normas pertinentes y haciéndose responsable al superior que incumpla con el mismo directamente, tal y como ocurre, para colocar un ejemplo sencillo, en la omisión de socorro, en que se hace responder a quien encontrando a una persona herida haya omitido la prestación de su ayuda a esa persona, incumpliendo así con el deber de socorro impuesto directamente por la ley en tal supuesto.
Cabe afirmar igualmente que la responsabilidad de los superiores conforme al artículo 28 aparece como una responsabilidad a título de culpa o negligencia, ya que se trata precisamente de la falta de control adecuado o diligente de las fuerzas bajo el mando o la autoridad correspondiente, de manera que se configura un comportamiento negligente por parte del superior. Ciertamente, en este tipo de responsabilidad del superior se verifica la ausencia de una supervisión apropiada, lo que permite a los inferiores llevar a cabo los crímenes sin obstáculos ni consecuencias pues, como se verá, el superior tiene el deber, conformándose de tal modo ese control adecuado exigido, de prevenir o reprimir tales conductas criminales realizadas por las fuerzas bajo sus órdenes. Se trata, en definitiva, de una responsabilidad culposa, lo que aparece ciertamente como una excepción en lo que respecta a la responsabilidad por crímenes de competencia de la Corte que, salvo por este supuesto, es de carácter doloso.
Confirmando el deber que tienen los superiores en este ámbito, cuyo incumplimiento les acarrea responsabilidad penal, como se ha dicho ya, es importante observar que el artículo 87 del Protocolo Adicional I de 1977 a los Convenios de Ginebra, establece con meridiana claridad que se exigirá a los jefes militares, en cuanto se refiere a los miembros de las fuerzas armadas que están a sus órdenes y a las demás personas que se encuentran bajo su autoridad, que impidan las infracciones del Derecho internacional humanitario, imponiendo el deber a los mismos superiores de tomar las medidas necesarias para impedir esas infracciones y, en caso necesario, promover acciones disciplinarias o penales contra los autores de las mismas[6]. A su vez, el artículo 86 del mismo instrumento responsabiliza a los superiores por no impedir o reprimir la conducta ilegal de sus subordinados. De este modo, pues, se evidencia el fundamento normativo del deber de los superiores, cuyo incumplimiento por negligencia deriva en responsabilidad de acuerdo con el Derecho penal internacional.
Prosiguiendo con la cuestión de la responsabilidad de mando como responsabilidad culposa o por negligencia, es importante entrar a considerar si es posible aceptar la misma en cuanto tal, particularmente por la naturaleza dolosa de los crímenes competencia de la Corte, y si, a su vez, es posible afirmar la intervención de la justicia penal internacional respecto a conductas negligentes[7].
En cuanto a si se debe o no afirmarse la intervención de la jurisdicción penal internacional sobre comportamientos delictivos de naturaleza culposa, debe observarse que, en principio, ciertamente parece imperativo negar tal intervención, puesto que el Derecho penal internacional sólo debe ocuparse de las conductas criminales de mayor entidad y trascendencia para la humanidad, las cuales tienen un carácter evidentemente doloso, por lo que la responsabilidad del individuo en este ámbito debiera ser exclusivamente a título de dolo. No obstante esto, la responsabilidad de los superiores por falta de control diligente, se constituye, y debe constituirse, como una excepción en esta materia, ya que ciertamente la culpa o negligencia del superior en este supuesto es de tal gravedad que el Derecho penal internacional no puede quedarse de brazos cruzados, sino que debe actuar para prevenir y sancionar a aquellos superiores por su comportamiento negligente que hace posible la comisión de crímenes internacionales por parte de las fuerzas subordinadas. A su vez, hay que recordar que el Derecho penal internacional es complementario, por lo que intervendría ante la negligencia de los superiores cuando ésta no sea castigada por los sistemas nacionales, bien de carácter disciplinario, militar o jurídico-penal.
De otra parte, en lo que corresponde a la posibilidad de admitir la responsabilidad culposa de los superiores aunque los crímenes competencia de la Corte exigen el dolo, debe observarse que la argumentación esgrimida para negar dicha posibilidad resulta en un desacierto. En efecto, el hecho de que los crímenes que puede conocer la Corte, y que cometerían en el supuesto caso los subordinados, sean dolosos, no implica que no pueda hacerse responder al superior civil o militar por su negligencia en el control de tales subordinados, puesto que una tal responsabilidad debe entenderse como directa, ya que una responsabilidad indirecta, en la que se imputaran al superior los crímenes de los subordinados, es evidentemente inadmisible; es por ello que en el presente análisis se considera que esa denominada responsabilidad indirecta es insostenible y sólo puede hablarse de una responsabilidad directa del superior por la ausencia de supervisión adecuada de los inferiores bajo su mando o autoridad, es decir, por su negligencia, siendo entonces una responsabilidad culposa que nada tiene que ver con la exigencia de dolo respecto a los crímenes competencia de la Corte y que podrían cometer los subordinados en un caso dado.
A la luz de lo antedicho, debe admitirse la responsabilidad penal por negligencia de los superiores y debe considerarse como inaceptable una responsabilidad indirecta de los mismos en que se imputen a estos los crímenes cometidos por sus subordinados ya que, como lo comprende la doctrina penal mayoritaria que aquí se comparte, la responsabilidad penal es personal y el injusto, necesariamente, tiene que vincularse en forma personalizada al autor del crimen[8], pudiendo recordarse asimismo el llamado principio de no trascendencia de la pena, conforme al cual no puede infligirse ésta más que a la persona culpable del hecho punible[9].
Dicho esto, debe pasarse al análisis concreto de los extremos previstos en el artículo 28 del Estatuto para que pueda ser declarada la responsabilidad penal de los superiores, debiendo indicarse en primer término que la mencionada disposición ha establecido no sólo la responsabilidad de los superiores y jefes militares (artículo 28.1), sino que también se ha consagrado la responsabilidad de los jefes y otros superiores civiles (artículo 28.2), lo que es trascendental puesto que muchas veces no son militares quienes dirigen o están al frente de la comisión de los crímenes sino precisamente civiles, es decir, personas que no pertenecen a la jerarquía castrense, mayormente, agentes del Estado.
En efecto, el Estatuto de Roma constituye el afianzamiento de la doctrina de la responsabilidad de los superiores respecto a la cual se ha venido insistiendo, por ejemplo en el caso U.S. vs. Pohl et al, entre otros, en incluir a los jefes y superiores civiles, no limitando o restringiendo esta responsabilidad al ámbito militar, que sin embargo fue el que dio lugar a esta figura jurídica, y de allí que se hablara comúnmente de “responsabilidad de mando”, aludiendo justamente al comando de los superiores y jefes militares, de manera que la denominación en verdad acertada y coherente con la previsión del artículo 28 y la concepción actual es la de “responsabilidad de los superiores”, ya que éste término tiene una amplitud suficiente para incluir a los civiles.
En ese mismo sentido, cabe señalar que el propio Tribunal Militar Internacional para el Lejano Oriente o Tribunal de Tokio se pronunció acerca de la responsabilidad penal de los superiores civiles al considerar los cargos contra el Ministro de Relaciones Exteriores japonés para la época, Koki Hirota, encontrando que éste era culpable de haber incumplido su deber legal de tomar los pasos adecuados para asegurar la observancia y prevenir las infracciones de las leyes de la guerra, afirmando que fue negligente en sus obligaciones al no insistir ante el Gabinete gubernamental que se tomaran acciones inmediatas para poner fin a las atrocidades, concluyendo de tal forma que su inacción constituyó negligencia criminal[10], evidenciándose de esta manera la importancia de la responsabilidad de los superiores, no sólo militares, sino también civiles, por cuanto en muchos casos es en ellos en quienes recae el deber de impedir o reprimir la comisión de crímenes internacionales por parte de las personas que se encuentran bajo su autoridad.
De otra parte, se hace necesario observar que el artículo 28 del Estatuto distingue en cuanto a los requisitos exigidos para que se configure la responsabilidad penal del superior, dependiendo de que se trate de superiores y jefes militares, por un lado, o de superiores y demás jefes civiles, por el otro, toda vez que se quiso hacer más estricto el umbral de responsabilidad de estos últimos, particularmente en lo atinente al elemento subjetivo o mens rea, cuestión que fuera objeto de debate en los trabajos de proyección de este instrumento, llegándose finalmente a la regulación contenida en el mencionado artículo, sobre lo que se volverá posteriormente en el presente análisis.
Es imperativo referirse en este momento a los elementos comunes a la responsabilidad de los superiores tanto militares como civiles, de acuerdo a lo previsto en el artículo 28 y tomando en cuenta particularmente los pronunciamientos jurisprudenciales de los Tribunales Penales Internacionales para la ex-Yugoslavia y Ruanda, que constituyen un importante aporte al respecto, no sin antes recordar que, en lo que toca al elemento de intencionalidad debe hacerse una distinción dependiendo si se trata de superiores militares o civiles. En cuanto a los aspectos comunes o esenciales de la responsabilidad de los superiores, valga acotar, puede distinguirse, conforme al texto del mencionado artículo 28, entre el elemento objetivo (actus reus) y el subjetivo o intencional (mens rea), pasando a estudiárseles en ese orden.
De este modo, debe analizarse en primer lugar lo atinente a la definición de superior, esto es, el qué puede entenderse como tal, ya que de lo que se trata es justamente de determinar la responsabilidad de éste en virtud de su comportamiento negligente, valga decir, por no haber ejercido un control apropiado sobre sus subordinados, algo por lo que sólo puede hacerse responder precisamente a un superior, quien ostenta una posición de garante a ese respecto, la cual se deriva, como se ha visto ya, de esa obligación de supervisión o control adecuado, tal y como lo prevé el artículo 87 del Protocolo Adicional I a los Convenios de Ginebra anteriormente aludido.
Así, pues, se hace necesario estudiar el concepto de superior, para lo cual debe hacerse referencia a la existencia de una relación entre superior y subordinado, lo que constituye el primer requisito de la responsabilidad de los superiores, siendo confirmado esto por la jurisprudencia penal internacional; como puede observarse, por ejemplo, en las sentencias Prosecutor vs. Kunarac (párrafo 395), de fecha 22 de febrero de 2001 y Prosecutor vs. Stakic (párrafo 457), de fecha 31 de julio de 2003, ambas dictadas por el Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia. De esta manera, hay que verificar en primer lugar que la persona de que se trate tenga bajo sus órdenes o autoridad a uno o varios subordinados, esto quiere decir, que se tenga control sobre éstos, constatándose así la existencia de un vínculo jerárquico que hace nacer en el superior el deber de supervisión de tales subordinados.
En cuanto a esa relación entre superior y subordinado, debe advertirse igualmente que no se requiere que la misma sea tal de jure, siendo suficiente con que de facto el superior tenga control efectivo de los subordinados, notándose que no siempre las cadenas de mando están legal o formalmente establecidas y que el hecho de haber sido nombrado comandante u otro cargo similar no implica necesariamente la existencia de ese control que determina la cualidad de superior. Para hablar de superior, entonces, se exige que la persona tenga el control efectivo de los subordinados, en el sentido de tener la capacidad material de prevenir o reprimir la comisión de los crímenes, tal y como lo han expresado las sentencias dictadas por el Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia en los casos Prosecutor vs. Delalic (párrafo 354) y Prosecutor vs. Blaskic (párrafo 300), entre otras.
A su vez, y como ya ha sido asomado, hay que apuntar que la responsabilidad de los superiores no se encuentra restringida a los jefes militares o, en otros términos, a las autoridades de las fuerzas militares, sino que también se extiende a los jefes o autoridades civiles, siempre teniendo en cuenta la existencia del control efectivo al que ya se ha hecho referencia, toda vez que es esto, y no la jerarquía militar, lo que determina que una cierta persona sea considerada superior. Es por tal motivo que el Estatuto de Roma, acertadamente, y recogiendo el estado del Derecho consuetudinario y la jurisprudencia penal internacional, ha consagrado tanto la responsabilidad de los militares como la de los civiles.
Ahora bien, en donde puede apreciarse un menor consenso es en lo atinente a la determinación del grado de control que ha de tener la persona sobre los subordinados a efectos de considerarle como superior de los mismos y en consecuencia endilgarle responsabilidad penal por el incumplimiento de sus deberes frente a estos. En este sentido, se discute si debe tratarse de un control tal que permita el castigo de los subordinados o si ha de verificarse una supervisión directa de los mismos que permita prevenir la comisión de los crímenes, si basta con la existencia de una relación entre superior y subordinado, entre otras posiciones; en definitiva, existen diversas interpretaciones al respecto que varían en cuanto al nivel de exigencia, mayor o menor, en cuanto a los poderes que debe ostentar la persona para calificarle como superior y afirmar la existencia de control efectivo.
En la jurisprudencia penal internacional pueden encontrarse las distintas posiciones a las que se ha aludido para hacer penalmente responsables a los superiores por haber tenido el control efectivo de sus subordinados. El primer caso al respecto muestra el bajo nivel de exigencia que fue requerido en ese sentido, lo que ha provocado que se le dirijan diversas críticas al mismo; en efecto, en el caso Yamashita juzgado por la Comisión Militar de los Estados Unidos en 1945 se castigó al General del ejército japonés Tomoyuki Yamashita haciendo uso de un criterio sumamente laxo, puesto que, aunque el mismo se encontraba lejos de las fuerzas bajo su mando e incomunicado, se estableció que debía haber controlado las operaciones militares de dichas fuerzas para evitar las atrocidades que éstas cometieron en Manila y otras provincias; de modo que parece haberse propugnado la mera exigencia de una relación entre superior y subordinado.
Por su parte, en el caso Roechling conocido por el Tribunal Militar de la zona de ocupación francesa en Alemania, se afirmó que para declarar la responsabilidad del superior resulta suficiente la mera influencia de facto, es decir, el solo poder de influir en las decisiones, lo que constituye ciertamente un criterio mucho menos restrictivo, puyes basta con esa mera capacidad de influir, criterio que fuera igualmente adoptado en el caso Hirota, al que ya se ha hecho referencia en este trabajo.
La sentencia dictada por el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia en el caso Prosecutor vs. Aleksovski (párrafo 78), no obstante, es bastante esclarecedora. Efectivamente, en la misma se advierte que el poder jerárquico constituye la verdadera base de la responsabilidad de los superiores, por lo que lo primero que ha de verificarse es que el superior tenga autoridad.
El superior, entonces, debe tener la capacidad de jure o de facto de dar órdenes para prevenir la comisión del crimen y para sancionar a los perpetradores, subrayando que el poder de sancionar debe interpretarse de forma amplia, puesto que en el caso de los civiles se constata que los mismos carecen de poderes sancionatorios o disciplinarios similares a los que ostentan los superiores militares, por lo que la capacidad de imponer sanciones se considera no esencial. Lo que puede exigirse, en tal orden de ideas, es la posibilidad de transmitir reportes a las autoridades apropiadas a los efectos de que éstas promuevan una investigación e impongan, de ser el caso, la sanción correspondiente.
Otro de los requisitos para que se configure la responsabilidad de los superiores está constituido por el hecho de no haber adoptado todas las medidas necesarias y razonables a su alcance para prevenir o reprimir la comisión de los crímenes o para poner el asunto en conocimiento de las autoridades competentes a los efectos de su investigación y enjuiciamiento (artículos 28.1.b y 28.2.c del Estatuto de Roma). Efectivamente, se exige que el superior haya incumplido con tal deber por cuanto se entiende que una tal omisión raya en la negligencia criminal, pues ese incumplimiento es el que permite la comisión de los crímenes por parte de los subordinados.
En cuanto a este requisito hay que examinar entonces si el superior incumplió con el deber impuesto en el sentido indicado. En tal orden de ideas, no puede considerarse responsable al superior si éste cumple con alguna de las siguientes condiciones, enunciadas de forma alternativa y no concurrente: 1) Tomar las medidas necesarias y razonables para prevenir la comisión de los crímenes; 2) Tomar las medidas necesarias y razonables para reprimir la comisión de los crímenes; o 3) Poner el asunto en conocimiento de las autoridades competentes para su investigación y enjuiciamiento. Cualquiera de estas tres condiciones puede ser satisfecha por el superior para considerar que ha cumplido con su deber; y ello debe ser entendido así porque no siempre el superior tendrá la posibilidad de prevenir la comisión de los crímenes[11], pero en cambio es posible que pueda reprimirla; y en ocasiones quizá no pueda tampoco llevar a cabo esa función sancionatoria, pero en cambio pueda avisar a las autoridades competentes. Hay que observar, en cualquier caso, y como ha sido explicado en la sentencia dictada por el Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia en el caso Prosecutor vs. Blaskic (párrafo 336), que no puede entenderse que se le otorga al acusado una serie de excusas facultativas para afirmar que ha cumplido con su deber como superior, por lo que habrá que analizar cada supuesto concreto; así, por ejemplo, si el superior sabía que sus subordinados cometerían los crímenes y no hizo nada para prevenir su comisión, será penalmente responsable, no pudiendo “arreglar las cosas” con la posterior sanción de tales subordinados.
Lo relevante de la conducta del superior frente a la comisión de los crímenes por parte de sus subordinados, a efectos de considerarla negligente, podría caracterizarse, entonces, como negligencia ante los crímenes, es decir, como especie de laissez faire, laissez passer (dejar hacer, dejar pasar), lo que evidentemente no puede ser admitido y por lo tanto ha de ser generador de responsabilidad. De este modo, tiene que verificarse, para que proceda la responsabilidad del superior, que éste no haya actuado conforme a su deber de prevenir, reprimir o denunciar, según se ha indicado.
Debe observarse asimismo que la disposición pertinente del Estatuto de Roma se refiere a la no adopción de las medidas “necesarias” y razonables”, por lo que es importante determinar qué puede entenderse por tales, para lo cual puede suscribirse lo sostenido por el Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia en la sentencia proferida en el caso Prosecutor vs. Blaskic (párrafo 333), en el sentido de que medidas “necesarias” son aquellas que se requieren para liberar al superior de la obligación de prevenir o reprimir en las circunstancias prevalentes al momento, mientras que medidas “razonables” son aquellas que el superior estaba en posición de tomar en las circunstancias prevalentes al momento.
Un requisito adicional, y que no ha sido tratado con profundidad por la jurisprudencia penal internacional, a diferencia de los anteriores, está constituido por el así denominado “requerimiento causal”. Hay que advertir, ante todo, que el mismo no ha ocupado ampliamente a los tribunales ad hoc, por cuanto se discute si verdaderamente puede entenderse como una exigencia que ha de cumplirse para que se configure la responsabilidad del superior.
En este orden de ideas, ha sido afirmado que no existe sustento suficiente para establecer la causalidad como elemento separado de la responsabilidad de los superiores, por lo que no tiene que ser probado un vínculo causal entre el incumplimiento del deber y los crímenes cometidos por los subordinados, y que la propia existencia de este tipo de responsabilidad demuestra la ausencia de un requerimiento causal adicional como integrante de la misma[12]. En efecto, no puede exigirse una relación causal entre el incumplimiento del superior y los crímenes de los subordinados ya que ello desvirtuaría la propia naturaleza de esta forma de responsabilidad, en que lo que se persigue castigar es la negligencia del superior, que ciertamente incrementa el riesgo de que se cometan los crímenes o queden impunes; aún más, si se observa que una de las maneras en que el superior puede incumplir su deber es la no adopción de medidas para reprimir los crímenes cometidos, es lógico colegir que se habla de hechos ya ocurridos, por lo que la falta de sanción no podría ser causante de los mismos, como si se tratase de una especie de “causa retroactiva”, lo que ciertamente no puede admitirse.
Lo que sí puede sostenerse en lo que corresponde a un tal requerimiento causal es que, ciertamente, ha de concretarse la comisión de los crímenes por parte de los subordinados, aunque no debe probarse que estos tienen una relación de causalidad con la omisión negligente del superior, pero en definitiva si es necesaria la existencia de tales hechos, puesto que de lo contrario, fácticamente, no podría conocerse ni demostrarse, o ello constituiría prácticamente una probatio diabólica, que el superior ha incumplido con su deber al no adoptar las medidas necesarias y razonables a que se ha hecho referencia, pues sin la existencia de los crímenes no habría algo observable que permitiese constatar esto.
Finalmente, debe apuntarse que el último requisito o exigencia de la responsabilidad del superior es el elemento de intencionalidad o mens rea, pudiendo reiterarse en este momento las consideraciones generales que ya se hicieran en este trabajo respecto al principio de culpabilidad y el elemento mental al que se refiere el artículo 30 del Estatuto de Roma, advirtiendo que la intencionalidad no puede presumirse y subrayando nuevamente que la responsabilidad de los superiores es una excepción a la exigencia general de la responsabilidad a título de dolo, siendo el único supuesto del Estatuto en que se admite una responsabilidad culposa. De igual modo, debe insistirse en que, respecto a este elemento de intencionalidad, debe distinguirse el grado de exigencia requerido en cuanto a los superiores y jefes militares y los superiores y otros jefes civiles ya que, como se verá, para unos resulta menor que para los otros.
Así, pues, respecto a los superiores y jefes militares el grado de intencionalidad que se exige es bastante lato, queriéndose con ello abarcar un mayor número de supuestos en los que puede hacérseles responder. De esta forma, se requiere que hubieren sabido o hubieren debido saber, según las circunstancias, que sus subordinados estaban cometiendo esos crímenes o se proponían cometerlos (artículo 28.1.a del Estatuto de Roma). Como se observa, no se exige necesariamente que el superior militar hubiere sabido, sino que basta con que hubiere debido saber de acuerdo con las circunstancias del momento, de la comisión de crímenes, con lo que se extiende su responsabilidad aunque el elemento intencional se configure de esa forma, es decir, culposamente.
En ese sentido, puede coincidirse con la opinión de AMBOS en cuanto que la inclusión de este criterio amplio o flexible de intencionalidad para el caso de los militares “se basa sobre el hecho de que el superior debe poseer información que le permita concluir que los subordinados están cometiendo crímenes”[13], por lo que se está imponiendo al superior militar un deber adicional de conocimiento ante la conducta de sus subordinados. Y es que, ciertamente, tiene que responsabilizarse al superior militar cuando hubiere debido tener conocimiento por cuanto, siendo quien comanda las operaciones y dirige a sus subordinados, se entiende que debe estar al tanto de lo que éstos hagan o dejen de hacer, no necesariamente de manera directa, sino también indirectamente mediante la información que tenga en el momento a ese respecto.
También en cuanto a este criterio lato de intencionalidad, el Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia ha indicado en la sentencia dictada en el caso Prosecutor vs. Kordic (párrafo 437), recogiendo la opinión de la Cámara de Apelaciones de ese mismo tribunal en el caso Prosecutor vs. Delalic, que debe afirmarse que el superior ha tenido razón para saber (had reason to know), es decir, que debió haber sabido, si estuvo en posesión de suficiente información como para tener noticia de la probabilidad o riesgo de comisión de actos ilegales por los subordinados. Esto ha sido reiterado recientemente por el propio tribunal para la ex-Yugoslavia en la sentencia dictada en fecha 21 de junio de 2004 en el caso Prosecutor vs. Strugar (párrafo 93).
Entretanto, el elemento de intencionalidad requerido respecto a los superiores y otros jefes civiles difiere del exigido en el caso de los militares, apareciendo como más restringido. En efecto, en lo que atañe a la responsabilidad de los superiores civiles se requiere como elemento mental el que tuvieren conocimiento o deliberadamente ignorasen la información de la comisión o pretensión de cometer esos crímenes por parte de los subordinados (artículo 28.2.a del Estatuto de Roma). De esta manera, sólo puede responsabilizarse a los superiores civiles si estos han sabido efectivamente o si hicieren caso omiso de informaciones que claramente pusieran de manifiesto lo que estaba sucediendo o sucedería, pero en cambio no puede exigírseles, como a los militares, que “debieran haber sabido”, por lo que en este caso es necesario demostrar que en efecto el superior sabía, incluyéndose el que tuviese informaciones claras al respecto.
Para finalizar, resta observar en cuanto al elemento intencional, tanto en el caso de los militares como en el de los civiles, que tal y como lo ha sostenido la jurisprudencia penal internacional, la posición de superioridad o de autoridad constituye per se un indicio significativo de que la persona que ostenta dicha posición tiene conocimiento de los crímenes cometidos por los subordinados[14], sin que ello llegue a constituir, valga advertirlo, plena prueba, por lo que habrá que concatenar tal indicio con otros indicios tales como la magnitud de los crímenes y su repetición, el lugar geográfico donde se han cometido respecto al lugar donde se encuentra el superior, entre otros.
Así, pues, se han querido hacer estas sucintas precisiones acerca de la responsabilidad de los superiores en el Estatuto de la Corte Penal Internacional, en el que se ha configurado la misma, a la luz de su artículo 28, como una responsabilidad por una omisión propia y que introduce la posibilidad de ser castigado por un comportamiento negligente, constituyéndose como la excepción al principio, establecido en el artículo 30 del propio Estatuto, conforme al cual sólo procede el castigo de los crímenes internacionales allí tipificado cuando fueren perpetrados dolosamente.
Abogado por la Universidad Católica Andrés Bello (Caracas, Venezuela). Postgrado Internacional de Perfeccionamiento en Ciencias Penales por la Universidad Central de Venezuela. Especialista en Derecho Internacional Humanitario por el Comité Internacional de la Cruz Roja. Profesor de Derecho Penal en la Universidad Central de Venezuela (2004-2007). Profesor de Derecho Penal Internacional en la Universidad Católica Andrés Bello (2003-actual). Autor de 8 libros y una veintena de artículos sobre diversos temas de Derecho penal, procesal penal y criminología. Acreedor de la Mención de Honor del Premio de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales 2004-2005 por su obra “El tipo objetivo y su imputación jurídico-penal”.
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