No[1] ha existido últimamente tema jurídico tan álgido como la prisión preventiva. La doctrina más especializada ha tenido una ardua tarea para torcer la interpretación jurisprudencial en cuanto a la correcta aplicación de este instituto. Desde tiempo atrás se han enarbolado proclamas referentes a la preservación del principio o estado de inocencia, y a que la prisión antes de la condena resulta un contrasentido jurídico incompatible con el Estado de Derecho. La investigación dogmática en el campo de la prisión preventiva ha aglutinado, con leves matices, a todas las opiniones calificadas sobre la materia. Se han unido en una sola voz manifestándose enérgicamente en contra de la transformación de la prisión preventiva en una pena anticipada. Si bien la doctrina moderna se ha encargado de diferenciar claramente entre los fines procesales y los sustantivos[2], la práctica jurisdiccional ha tardado bastante, y aun continúa haciéndolo, en reconocer estos parámetros como los adecuados para fundar la prisión cautelar sin chocar con el tamiz constitucional.
La introducción de parámetros eminentemente procesalistas como los son la posibilidad de fuga o entorpecimiento de las investigaciones, han movido los cimientos jurisprudenciales firmemente arraigados en el monto de la pena y la peligrosidad o alarma social, como criterios exclusivos a mensurar. Esta incesable lucha por concluir en un análisis correcto de las normas procesales, que parta de la Constitución Nacional hacia estas y no viceversa, le ha costado más de un dolor de cabeza a algún juez tildado peyorativamente de “garantista”. Pero más tarde que temprano la justicia federal se ha pronunciado en el mentado fallo plenario “Díaz Bessone” imponiendo una interpretación a la Excarcelación que ha venido a dar un salto de progreso en el estudio de la cuestión.
Los caprichosos requisitos sustentados en el monto de la pena conminada en abstracto y la presunción iure et de iure contenida en las normas de rito, han dado paso a una interpretación más acorde al espíritu Constitucional (que no siempre coincide con el de la sociedad) y que nos enfrenta a una exigencia Estatal acorde a su rol persecutor. Es el Estado quien debe acreditar la verificación objetiva de los peligros procesales si pretende coartar la libertad del ciudadano sometido a proceso. El fallo plenario, que ya había encontrado antecedentes en causas como “Barbará” y “Macchieraldo” de la CNCC, o “Chabán” en la CNCP, vino a equilibrar la dicotomía existente entre la proclama doctrinaria y la interpretación jurisprudencial del derecho constitucional de permanecer en libertad durante el proceso. Esa única finalidad procesal que justifica la detención cautelar no sólo surge de la adecuada interpretación del principio de inocencia, sino que también se extrae del contenido literal de normas de jerarquía constitucional contenidas en Tratados Internacionales de Derechos Humanos.
Sobre los parámetros constitucionales antes señalados me detendré exclusivamente en el último, el cual si se quiere constituye la génesis distintiva entre la Prisión Preventiva y la Pena.
Sabido es que la aplicación de una pena le viene autorizado al Estado bajo ciertos requisitos, uno de ellos, y si se quiere el más trascendente, es que sobre el imputado haya recaído una sentencia condenatoria y que esta haya pasado a autoridad de cosa juzgada. Toda privación de libertad anterior a la verificación de la cosa juzgada participa del espectro de las medidas de coerción cautelares.
Ahora, poniendo el acento en la exclusividad de la pena como medida coercitiva, se presenta una dicotomía dogmática innegable, una, la pena, no puede ser la otra, la prisión preventiva; toda vez que entre ellas existe un límite fatal; la cosa juzgada.
La Prisión Preventiva, conforme el actual estado dogmático de la cuestión debe ser un medio y no un fin en sí misma, de interpretación restringida, excepcional, solo aplicable cuando se verifiquen objetivamente peligros procesales, y por sobre todo, no debe constituir un adelantamiento de pena. Sin embargo, el encarcelamiento preventivo funciona en la práctica como pena anticipada, sobre todo con el beneplácito de nuestra ley procesal que por su deficiente redacción ha permitido una interpretación restrictiva, hipotética, y por ello, contraria a la Constitución y a las normas internacionales que regulan la materia con jerarquía constitucional. Gracias a ello, el imputado queda casi en la misma situación que un condenado pero sin juicio, sin respeto por el trato de inocencia, sin acusación, sin prueba y sin defensa, cuando, constitucionalmente, la situación debería ser la contraria. Como afirma PASTOR, “la posibilidad de aplicar una pena sin sentencia es una violación de garantías fundamentales muy tentadora: esta pena anticipada no necesita cumplir con las exigencias (acusación, defensa garantizada y amplias facultades probatorias) que el Estado de derecho impone para la procedencia de la pena”[3]
Sobre la diferenciación entre la prisión cautelar y la pena subyace la impronta constitucional que obliga a dar trato de inocente a quien no ha sido condenado con sentencia firme pasada a autoridad de cosa juzgada. El principio de inocencia, o estado de inocencia en una conceptualización que me seduce más, constituye la piedra de toque del Estado constitucional de Derecho, límite sobre el cual el poder punitivo no puede avanzar.
El trato que debe dársele a quien está acusado de un delito es el mismo que se le debe dar a quien no lo está, no existiendo otra interpretación posible a este status jurídico. Por ello desde el punto de vista teórico la dicotomía se hace más evidente entre la privación de libertad cautelar y la pena, ya que la primera se le impone a un inocente. En nuestro país, la formulación constitucional del principio de inocencia fue superada por la interpretación que entiende el reconocimiento de esta garantía como el derecho a ser tratado como un inocente, hasta tanto una sentencia firme declare lo contrario. En definitiva, la evolución de la buena doctrina ha impuesto que el concepto de principio de inocencia haya sido superado por el concepto de estado de inocencia.
Sobre estas precisiones podemos afirmar que la Prisión Preventiva no es una Pena. Ahora bien, como puede notarse existe una absoluta dicotomía dogmática entre un instituto y el otro. Esta dicotomía se evidencia, por ejemplo, en los fines que persigue una privación de libertad con fines cautelares y la pena. La pena, dogmáticamente hablando, no es un castigo en sí, sino que constituye un tratamiento de re sociabilización encaminado a re insertar en el tejido social a quien ha delinquido. Así lo establece la Ley de Ejecución Penal (Ley 24.660), toda vez que en su art. 1º textualmente expresa que la ejecución de la pena privativa de libertad, en todas sus modalidades, tiene por finalidad lograr que el condenado adquiera la capacidad de comprender y respetar la ley procurando su adecuada reinserción social, promoviendo la comprensión y el apoyo de la sociedad. Por ello el fin expiatorio debe desecharse del análisis dogmático de la pena privativa de libertad. Esta dualidad dogmática viene impuesta por la Constitución y los Tratados internacionales como compromiso ineludible del Estado.
Por ello en un análisis teórico podemos afirmar que la prisión como modalidad de sanción Estatal que priva a las personas de su libertad ambulatoria tiene dos hemisferios bien marcados, por un lado se encuentra la Prisión Preventiva como medida de coerción cautelar solo aplicable de manera restrictiva y ante la observancia o verificación de ciertos peligros procesales; y por el otro la Pena, como sanción que el Estado impone a quien, luego de un Proceso Penal regular, ha sido condenado mediante una sentencia que ha pasado a autoridad de cosa juzgada.
Resta desentrañar, a partir de este breve análisis dogmático de ambos institutos, si la realidad institucional de la prisión (preventiva o verificada como pena) se condice con la dicotomía dogmática expresada, y si la extensión de los postulados teóricos son verdaderamente comprobables en la realidad institucionalizada de privación de la libertad ambulatoria.
Adelantamos que la postura no puede ser otra que negativa. La institucionalización de la privación de libertad no distingue un tipo de prisión de otra, e incluso, el condenado quien no es ya inocente, posee mayores garantías que quien es todavía inocente y se encuentra privado de su libertad.
Debemos señalar como punto de partida las coincidencias entre la institucionalización de una forma de privación de libertad y la otra. Para comenzar, quien tiene a su cargo la custodia del condenado y del procesado es casi siempre la misma fuerza de seguridad. El Servicio Penitenciario, sustituido en algunas provincias por la Policía Administrativa, es quien custodia tanto al procesado como al condenado. Por lo que el criterio en el trato de uno y otro no puede diferir, ya que teniendo en cuenta la rotación de turnos de esta fuerza de seguridad, aquel celador que cuido del condenado hoy, mañana seguramente intervendrá en el traslado de algún procesado.
Por ello no podemos negar que institucionalmente el organismo encargado de sociabilizar al condenado es también quien custodia al procesado. La cárcel no sociabiliza, es el personal penitenciario quien sociabiliza y sabido es que su formación dista de este aspecto, siendo mas una fuerza de contención y represión que re sociabilizadora o educativa. Por ello en este aspecto no existe diferencia institucional que pueda sustentar la dicotomía entre prisión cautelar y condena. En definitiva, desde el punto de vista de la custodia del privado de la libertad, no existe diferencia institucional que marque la dualidad entre inocente y no inocente.
En otro aspecto no menos importante debemos señalar a la estructura edilicia de las prisiones como materialización de la semejanza entre las distintas formas de privación de libertad. No se encuentra diferencia alguna entre una Alcaidía, si se me permite el término vetusto, y una prisión de condenados. Debe tenerse presente que tanto las instituciones para condenados como para procesados (inocentes) comparten las mismas carencias de higiene, espacio y salubridad. Particularmente el caso correntino es un buen (o mal) ejemplo de eso. La unidad penal para procesados posee en sus instalaciones un pabellón para condenados de alta peligrosidad. Por ende no existe diferencia palpable que pueda enaltecer el principio de inocencia si el inocente y el culpable comparten el mismo edificio divididos por una sola pared ¿Cómo puede llevarse a la práctica lo expresado por la doctrina, si materialmente el inocente es alojado en las mismas instalaciones que el condenado? Por ello reafirmo que la dicotomía normativa o dogmática entre prisión cautelar y pena se transforma en coincidencia material dado el estado carcelario nacional.
Arribamos entonces a la conclusión que tanto la privación de la libertad, entendida como prisión preventiva o como pena de prisión, materialmente no difieren la una de la otra, dado que se hayan institucionalizadas de manera casi idéntica. Pero la cuasi identidad entre una y otra forma de privar de la libertad a un ciudadano los es en absoluto perjuicio del inocente, como explicare seguidamente.
No puede arribarse a otra conclusión más que, si la materialidad de la privación de libertad entre un inocente y un condenado es idéntica, ya el inocente lleva las de perder. Pero así y todo, normativamente el condenado cuenta con una ley de ejecución que le brinda la posibilidad de obtener beneficios respetando regularmente los reglamentos carcelarios. El condenado tiene la posibilidad cierta de cursar estudios, trabajar, y obtener un régimen de semi libertad que lo vaya insertando paulatinamente en el tejido social.
El procesado por su parte ni siquiera tiene la posibilidad de descontar tiempo en prisión por la profunda incertidumbre que pesa sobre él. Esta incertidumbre tiene su reflejo en la inseguridad jurídica que padece, y pese a que cuenta con los mismos beneficios conforme lo establece el art. 11 de la Ley 24.660 con la salvedad del régimen progresivo normado por el art. 7º de la misma ley, no existe una predisposición judicial marcada para brindar estos beneficios. Sabido es que resulta difícil que en la práctica los juzgados encargados de la instrucción de las causas penales, donde más tiempo se dilatan estas, sean proclives a aplicar la ley de ejecución a un procesado. Por ello es que caemos nuevamente en la conclusión de que el inocente se encuentra materialmente en peores condiciones que el condenado, y que desde el punto de vista jurídico también su situación se ve alterada in pejus.
Como palpa o evidencia su estado de inocencia el procesado, sinceramente me es difícil imaginarlo. La institucionalización de la privación de la libertad no distingue, como lo hace la norma, entre el inocente y el no inocente, estando ambos encerrados en el mismo o en similares lugares de detención.
Esta breve descripción de la realidad, lamentablemente divorciada de la propugna dogmática o teórica sobre el principio o estado de inocencia, esconde un trasfondo aun más nocivo, el cual representa la degradación de la dignidad humana que tanto la pena como la prisión cautelar provocan. El ingreso del individuo al sistema carcelario, tanto como inocente o como condenado, genera una pendiente resbaladiza hacia la pérdida total de la dignidad, el buen nombre y honor, la actividad laboral, las relaciones de familia, etc. Estas consecuencias destructivas provocan en el condenado un estigma imborrable que lo acompañara durante el resto de su vida. Empero, estas mismas consecuencias son padecidas por el privado de la libertad cautelarmente, con la agravante, que no justifica la situación indigna del condenado, de que éste es normativamente inocente.
Pese a que, jurídicamente, se puede distinguir la pena del encarcelamiento preventivo, – señala MAIER -tanto por sus fines como por su modo de realización, lo cierto es que este último, como la pena, representa una de las formas de encierro institucionalizado en nuestra organización social y, como todo encierro, produce efectos cuestionables en la persecución humana, muchas veces contrarios al fin que con él se persigue o desproporcionado respecto de él. Si el Derecho penal actual problematiza la privación de libertad como reacción frente al comportamiento desviado, con cuánta más razón el Derecho procesal penal debe cuestionarla como medio de evitar la frustración de los fines del procedimiento[4]. Al respecto, señala ZAFFARONI que “… en general se argumenta con remisión al proceso civil, para identificar la prisión preventiva con las medidas cautelares de ese proceso. Por supuesto que esto implica un formalismo que pasa por alto la diferencia entre limitación patrimonial y pérdida de libertad, olvidando que la primera es recuperable o reparable en la misma especie, en tanto que la devolución del tiempo es imposible (sin contar con los otros males que acarrea la prisionizacion)”[5].
RUSCONI,[6] reflexiona de este modo, sosteniendo que “La prisión preventiva se ha convertido en una muestra absolutamente ilustrativa del modo en que el sistema penal ha divorciado el funcionamiento práctico del ejercicio del poder que administra y la enumeración y explicación de un conjunto de límites republicanos que pretenden que el derecho penal “lato sensu” pueda ser pensado como un sistema de resolución de conflictos que aporte alguna ventaja visible a la convivencia social.”
Siendo la prisión preventiva una medida cautelar, los caracteres de ésta han sido erróneamente asimilados por la doctrina al mismo instituto del derecho civil. Esta comparación deja de lado la mensuración de los intereses que se ponen en juego en uno y otro hemisferio del ordenamiento jurídico. La libertad no puede compararse a ningún bien patrimonial, y la solicitud de este tipo de medidas en el proceso civil genera la obligación del peticionante de ofrecer una contra cautela en salva guarda de los posibles daños que pueda ocasionar la medida, si ésta se hubiese pedido sin derecho. Sin embargo en el proceso penal el mecanismo es perversamente inverso, ya que quien debe ofrecer contra cautela para recuperar un bien cercenado por una medida cautelar del Estado es el propio imputado. Es decir que la contra cautela se le ofrece a quien ejecuto la medida cautelar; ya que sin mas es el imputado quien paga para gozar de su derecho.
No puede aceptarse que la diferenciación entre el procesado y el condenado este solo marcada por las señalizaciones de la prisión que distinga entre un pabellón u otro (Procesados/Condenados). Evidentemente este no ha sido el espíritu de la norma que obliga a imponer al acusado de un delito el trato de inocente. Hacer descender de la abstracción normativa a la realidad material el estado de inocencia es una tarea que la mayoría de los Estados modernos no han logrado satisfacer acabadamente. Un multiplicidad de factores pueden encontrarse para ello, pero el primordial, en mi humilde opinión, es que la sociedad sigue viendo la pena como expiación y no como tratamiento. La influencia de los medios masivos de comunicación abona este terreno proclive a la venganza más que a la estricta aplicación de la ley. Y la lucha por erradicar la impunidad comienza en los albores del proceso, cuando al inocente ya se le empieza a cobrar por adelantado la pena que la sociedad ya le impuso, y que un tribunal eventualmente impondrá.
La preconización de un trato de inocente a quien padece la prisión cautelar queda a medio camino de lograr que el imputado evidencie ostensiblemente ese trato por parte del Estado. Como evidentemente no puede abandonarse el principio o estado de inocencia por ser este un dogma democrático y republicano indisponible e irrenunciable, debe encontrarse un modo de privar al inocente de libertad sin generar las consecuencias que sufre, lamentablemente, el condenado. Consecuencias que, de mas no está decirlo, tampoco debería padecer éste último.
Por lo tanto y en vista de la forma en que el estado institucionaliza el castigo, podemos afirmar que la proclama normativa no encuentra cabida en una realidad tan cruda que no distingue entre el privado de libertad inocente y el condenado. Ante esta semejanza institucional debe abandonarse la idea de que el estado de inocencia pueda prevalecer en las circunstancias en que vive su encierro el procesado, y deberá echarse mano de alternativas de privación de libertad que realmente plasmen en su operatividad la dicotomía normativa entre el preso cautelar y el condenado.
Indagando entre las alternativas posibles de privación de libertad que respeten el estado de inocencia y que puedan diferenciarse de la institucionalización del castigo, evidencio como viable la prisión domiciliaria, toda vez que este instituto preservara suficientemente el estado de inocencia del procesado, y le permitirá como consecuencia de esto, evitar la erosión en su dignidad, buen nombre y honor (como de su actividad laboral o relaciones familiares) que inevitablemente causa la prisionizacion.
No podemos negar que siempre es preferible la libertad del imputado a cualquier forma de privación anticipada de un derecho, empero no se pueden trazar directrices generales abarcativas de la multiplicidad de casos en que puedan verificarse objetivamente peligros procesales que ameriten, razonablemente y por el tiempo necesario para neutralizar esos peligros, la privación de la libertad ambulatoria del inocente.
Es por ello y a manera de conclusión que no puedo dejar de advertir que la brecha entre las disposiciones normativas y proclamadas vehementemente por la doctrina a favor del trato de inocente del acusado, no encuentran un correlato justo en la materialización que el Estado hace de esa privación de libertad cautelar, las cuales se diferencian únicamente en nimiedades edilicias o geográficas que no alcanzan a colmar la exigencia constitucional.
Adscripto a la Catedra “A” de Derecho Penal Parte Especial; Facultad de Derecho – Universidad Nacional del Nordeste UNNE
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