Sumario: I.- Los Derechos fundamentales y las garantías de legalidad ejecutiva y tutela judicial efectiva. II.- En búsqueda de criterios para limitar la actividad legal y reglamentaria: 1.- Introducción. 2.- El marco general de análisis. 3.- Una construcción con relación al ámbito penitenciario. III.- Algunas tensiones entre los Derechos fundamentales y la actividad legislativa y reglamentaria en el ámbito penitenciario. IV.-Conclusiones.
I.- Los Derechos fundamentales y las garantías de legalidad ejecutiva y tutela judicial efectiva
Uno de los pilares del Estado Constitucional y Democrático de Derecho consiste en reconocer a cada individuo un ámbito de libertad que le es inherente, y que está protegido contra las intervenciones provenientes del Estado y de las demás personas.
De acuerdo con ello, si entendemos que la libertad es – en una aproximación general y sin ánimo de adentrarnos en la riqueza del debate filosófico desarrollado en derredor de este concepto[1][2]– la aptitud de la persona para obrar sin coacciones, resulta plausible afirmar que ella puede manifestarse de diversas formas. En este sentido, es razonable decir que, según el ámbito de autodeterminación que proteja la inmunidad de coacción, la libertad puede adquirir expresiones físicas o sociales[3].
En el orden físico, la libertad de la persona es su capacidad de autodeterminarse en el tiempo y en el espacio sin restricciones que no provengan de justa causa. Desde esta perspectiva, ser libre equivale a no hallarse sometido a ninguna forma de impedimento para disfrutar de autonomía con el fin de moverse y de pleno arbitrio para escoger las opciones materiales de cotidianidad. La libertad física garantiza a toda persona el derecho a buscar el lugar donde permanecer y a escoger los sitios donde no quiere hallarse. En esta esfera se desenvuelven la libertad personal, la libertad de circulación y la libertad de residencia.
En su proyección social, la libertad es la potencia de la persona para decidir su particular proyecto de vida y para adoptar, entre las más amplias opciones legítimas, los comportamientos y actos que estime conformes a ese proyecto e idóneos para lograrlo. Asociados a este plano de la autodeterminación se encuentran, entre otros, el derecho al libre desarrollo de la personalidad, el derecho a las libertades de conciencia y religión, el derecho a la libertad de información, opinión, expresión, etcétera.
Quienes se encuentran cumpliendo una pena de prisión están sometidos a un régimen que restringe de manera rigurosa la libertad en su proyección física. Más específicamente: lo que ven afectado es – en palabras de Posada Segura – la libertad de abandono del centro penitenciario donde se está cumpliendo la condena[4].
El problema más grave, sin embargo, se vincula con la posible afectación de las demás proyecciones sociales de la libertad. Recuérdese que hemos mencionado, entre los derechos que pueden ejercitarse en ese ámbito (proyección social de la libertad) al derecho a un desarrollo personal. Este derecho, ha sido caracterizado en la doctrina italiana reciente por Ruotolo, como un valor que “permite interpretar correctamente el catálogo constitucional positivo individualizando, en la parte relativa a las libertades, su tendencial omnicomprensividad”[5]. Ello así, por cuanto, “el concepto de libertad previsto en la Constitución se presenta en los términos de una libertad positiva, entendida como autodeterminación del individuo en todas las direcciones posibles (civiles, ético-sociales, económico-políticas, etc.)”[6]. De allí que a su amparo se desarrollen dimensiones tan variadas como la de la libertad de crear una familia, la opción de ejercer la maternidad, el derecho a la sexualidad; etc.
En el ámbito penitenciario, frente a la posible afectación de estas expresiones sociales de la libertad, se hace indispensable construir mecanismos de protección que eviten desbordes ilegítimos. Y es aquí donde cobran relevancia dos garantías esenciales: la de legalidad ejecutiva y la tutela judicial efectiva[7].
En efecto, el estado de encarcelamiento “no significa que los derechos de la persona puedan ser totalmente descuidados, sino que […] las respectivas manifestaciones exteriores de esos derechos deben ser permitidas”[8] en caso de que no resulten contrarias a la esencia de la pena que se ejecuta. Como lo sostiene, en la literatura jurídica portuguesa, Pinto de Miranda Rodríguez: “[…] el recluso mantiene, durante la ejecución de la pena, la titularidad de los derechos fundamentales; […] la restricción de […] [esos] derechos, libertades y garantías […] tiene que operarse por vía legal […] y […] la ley sólo puede restringir esos derechos cuando la limitación sea ‘inherente al sentido de la condena’ o ‘impuesta en nombre del orden y seguridad del establecimiento’[…]” [9].
Por su parte, la vigencia de la garantía de legalidad requiere del fortalecimiento de la tutela judicial. Como tempranamente lo ha reconocido el Tribunal Constitucional español: “[e]s el Juez de Vigilancia Penitenciaria quién ha de velar por las situaciones que afecten a los derechos y libertades de los presos condenados al constituir un medio efectivo del control del principio de legalidad y una garantía de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos”[10].
II.- En búsqueda de criterios para limitar la actividad legal y reglamentaria
1.- Introducción
Ahora bien, el principio de legalidad en tanto exige que la limitación de un derecho fundamental emane de una norma del congreso, sin duda, representa un avance. Empero, este criterio de validez formal no es, todavía, suficiente. Y no lo es por cuanto – como lo ha sostenido Ferrajoli – “el sistema […] sobre la producción de normas […] no se compone sólo de normas formales sobre la competencia o sobre los procedimientos de formación de las leyes. Incluye también normas sustanciales, como el principio de igualdad y los derechos fundamentales, que de modo diverso limitan y vinculan al poder legislativo excluyendo o imponiéndole determinados contenidos. Así, una norma – por ejemplo, una ley que viola el principio constitucional de igualdad – por más que tenga existencia formal o vigencia, puede muy bien ser inválida y como tal susceptible de anulación por contraste con una norma sustancial sobre su producción”[11].
Esta distinción es relevante por cuanto, la ley – y no pocas veces la actividad reglamentaria que a partir de ella se construye– limitan derechos de los internos apelando a expresiones cargadas de vaguedad.
En efecto ¿cuándo una restricción resulta “inherente al sentido de la condena”?; ¿cuándo puede considerarse “impuesta en nombre del orden y seguridad del establecimiento”?
Estas preguntas no son, en absoluto, ingenuas desde que su formulación se corporiza en conceptos que se caracterizan por su notoria indeterminación. Máxime teniendo en cuenta que, en no pocos casos, sectores corporativos (representados por los funcionarios penitenciarios) actúan como grupos de presión expertos que – al decir de Díez Ripollés – pueden “realizar importantes manipulaciones de los hechos a analizar y […] de las propuestas a formular, que pueden determinar notablemente el ulterior devenir legislativo”[12] y – agregamos nosotros – reglamentario.
Esta última apreciación es muy relevante desde que, en el ámbito penitenciario – y a pesar de las críticas tanto doctrinarias como de los innegables avances que se vienen plasmando en los desarrollos de los tribunales constitucionales europeos y latinoamericanos[13] – tiene, todavía, un fuerte arraigo la teoría administrativista de las relaciones especiales de sujeción. ¿Y cómo no ha de tener predicamento en la praxis penitenciaria esta doctrina – elaborada en alemania a partir de las obras de Laband y Mayer[14] – si, como lo refiere Reviriego Picón, recordando las enseñanzas de Martínez Escamilla, a través de su actuación “le aflojamos el corsé […] [al] principio de legalidad, de la reserva de ley y del respeto a las garantías de los derechos de los administrados?”[15].
Por eso resulta tan importante buscar criterios que permitan limitar la actividad legislativa y reglamentaria en la medida en que, bajo la vaguedad e imprecisión que subyace a la invocación de razones de orden y seguridad o de que determinada restricción resulta inherente al sentido de la condena, puedan afectarse derechos fundamentales de los internos.
2.- El marco general de análisis
Para quienes admiten la posibilidad de limitar legalmente el ejercicio de ciertos derechos fundamentales, constituye una preocupación recurrente la búsqueda de condiciones precisas que den un marco a esta actividad limitadora.
Con tal propósito, durante mucho tiempo, la teoría constitucional desarrolló la denominada cláusula del contenido esencial[16]. De hecho, diversos textos constitucionales europeos, expresamente aluden a este criterio. Así lo hacen, por ejemplo (y aún cuando con ciertos matices diferenciales), la Ley Fundamental alemana de 1949 (artículo 19, incisos 1º y 2º) y la Constitución española de 1978 (artículo 53, apartado 1°).
El funcionamiento de este principio se articula sobre la distinción entre un núcleo esencial del derecho, resistente a cualquier transformación y, por tanto, beneficiario de ese efecto específico de protección y una zona exterior al mismo que sí está expuesta a la evolución y al cambio; por lo que en ella no es aplicable el efecto específico de protección[17].
Sin duda, uno de los problemas más arduos que ofrece esta cláusula se vincula con el método de determinación del contenido esencial.
Los esfuerzos desarrollados en este sentido han sido muy variados. Por ejemplo, el Tribunal Constitucional español, en algunos de sus fallos, explicó este concepto indeterminado graficando la situación con la de dos círculos concéntricos; correspondiéndose con el más oculto o interno el contenido esencial o el ámbito nuclear de protección, y con el círculo exterior el contenido periférico o accidental del derecho. Respecto del primero (contenido esencial) se prohíbe cualquier afectación por cuanto significaría el vaciamiento de ese derecho; hipótesis que no se verificaría si la intervención legislativa se vincula con el círculo exterior.
El concepto recién ensayado nos conduce, en forma inevitable, a plantear las dos teorías desenvueltas en derredor a esta categoría; esto es: las tesis absoluta y relativa. La diferencia principal entre las teorías absolutas y relativas reside en que, “desde un entendimiento relativo de la garantía, no hay distinción entre ésta y el principio de proporcionalidad, toda vez que el contenido esencial queda reducido peligrosamente al hacerse depender de la justificación de la limitación. Por el contrario, desde una concepción absoluta, el contenido esencial permanece a toda costa inalterable con independencia de la justificación de la limitación, pues esa parte del contenido del derecho siempre es la misma, esto es, absoluta”.
Si se repasa la doctrina judicial de algunos tribunales constitucionales europeos – siguiendo sus líneas maestras y con el consiguiente riesgo que entraña toda generalización – podría decirse que, tanto el Tribunal Constitucional Federal alemán como el Tribunal Constitucional español se han pronunciado a favor de la teoría absoluta. Así, el Tribunal Constitucional alemán ha expresado, por ejemplo, que: “ni siquiera intereses dominantes en la comunidad pueden justificar una intervención en el núcleo absolutamente protegido de la configuración de la vida privada; ni cabe una ponderación de acuerdo con el criterio de proporcionalidad”[18].
No obstante lo dicho, Prieto Sanchís ha señalado que “en la teoría de los derechos fundamentales más reciente el aspecto clave de la actividad limitadora” se orienta “más bien a la necesidad de justificar cualquier medida o disposición restrictiva”[19]; con lo cual, y sin hacer abandono de la cláusula de contenido esencial, actualmente parecieran imponerse ciertas concepciones que tratan de armonizar las diferencias entre las teorías absolutas y relativas. En esa dirección, Häberle se ha mostrado partidario de la conjunción de ambas técnicas, pues considera que se ha de estudiar la garantía del contenido esencial abandonando posturas extremas; es decir: poniendo en relación la denominada teoría absoluta, para lo cual lo importante es un núcleo mínimo intangible de las libertades jurídico-fundamentales, con la teoría relativa basada en la indagación de existencia de otros bienes y valores constitucionales que justifican la limitación de los derechos fundamentales[20]. Esta propuesta, por lo demás, aparece ya con cristalización positiva en algunos textos constitucionales; cual es el caso del artículo 18, apartados 2º y 3º, de la Constitución portuguesa de 1976.
En lo que hace a nuestro ordenamiento jurídico, si bien no encontramos una cláusula tan explícita como la ofrecida por los sistemas extranjeros ya citados (esto es: Alemania, España y Portugal), esto no significa que aquellos desarrollos argumentativos no puedan ser aquí aplicados.
En este sentido, como lo ha demostrado Cianciardo[21], ya antes de la reforma constitucional de 1994, el principio de proporcionalidad se lo hacía reposar en el texto de los artículos 28 y 33 de la Constitución histórica; fundamentación que, con la incorporación de los distintos instrumentos de Derechos humanos que menta el artículo 75, inciso 22, 2ª cláusula, C.N., se torna aún más visible a través del artículo 30 del Pacto de San José de Costa Rica.
Hasta aquí nos hemos ocupado de los límites del legislador. Pero ¿qué sucede con la actividad reglamentaria de la administración?
En virtud de lo dispuesto por el artículo 99, inciso 2º, de la Constitución Nacional, el Poder Ejecutivo expide los “reglamentos que sean necesarios para la ejecución de las leyes de la Nación, cuidando de no alterar su espíritu con excepciones reglamentarias”. La última precisión de la norma constitucional importa afirmar – en palabras de Fernández Salmerón – que “el reglamento, en tanto que producto normativo esencialmente subordinado, debe respetar una serie de límites como requisito inexcusable para su validez”[22]; límites que, precisamente, se vinculan con el respeto a la jerarquía normativa y a la adecuación a los derechos fundamentales que surgen de la parte dogmática de nuestra Ley Fundamental y de los tratados de Derechos humanos que integran el bloque de constitucionalidad[23].
De manera tal que, como principio general, resultará inadmisible, desde una perspectiva constitucional, que a través de un decreto reglamentario se restrinja un derecho fundamental cuando la ley no lo ha hecho.
Igualmente, si una ley – respetando los criterios ya trazados (esto es la conjunción entre el respeto al núcleo esencial y a la proporcionalidad) – restringe un derecho fundamental, la norma reglamentaria no podrá intensificar, aún más, la limitación del derecho ya afectado. En tal sentido, quizá, uno de los aspectos más interesantes sea el de analizar sí, tales reglamentaciones, se adecuan o ajustan a la ley o si, por el contrario, la facultad reglamentaria, en algunos casos, la desborda en perjuicio de los derechos del interno.
El tema planteado no es, por cierto, patrimonio exclusivo del Derecho de ejecución penal. Es por ello que, antes de tratarlo desde la perspectiva estrictamente penitenciaria, se hace necesario describir, mínimamente, esta problemática desde la óptica más general del Derecho constitucional y administrativo.
Ha sostenido Bianchi que un análisis de la doctrina judicial de la Corte Suprema de Justicia de la Nación permite apreciar que, el máximo Tribunal Nacional, ha redactado algunas fórmulas generales a las cuales acude cuando tiene que resolver la validez constitucional de un reglamento de ejecución. La más frecuente dice así: el poder ejecutivo no excede en su facultad reglamentaria que le acuerda la Constitución Nacional, por la circunstancia de que no se ajuste en su ejercicio a los términos de la ley, siempre que las disposiciones del reglamento no sean incompatibles con los preceptos legales, propendan al mejor cumplimiento del fin de aquella o constituyan medidas razonables para evitar su violación y se ajusten, en definitiva, a su espíritu[24].
Obviamente, puede ocurrir que el decreto no utilice idénticas expresiones que la ley que reglamenta pero no por ello habrá un exceso sí ha respetado el espíritu del texto legal. Sin embargo es posible que haya, en las normas reglamentarias, una auténtica incompatibilidad con los preceptos legales o que establezcan excepciones irrazonables, frustratorias de los fines perseguidos por el instituto legal. Tales casos, conforman las hipótesis de exceso a la que antes aludiéramos.
Es claro que, en caso de verificarse un desborde en la reglamentación, dicho acto deviene inconstitucional. Ello así, por cuanto, de esta manera, el poder ejecutivo se está arrogando potestades legislativas y conculcando la división de poderes que debe ser asegurada en un Estado republicano.
3.- Una construcción con relación al ámbito penitenciario
Enmarcada la discusión en sus límites teóricos y normativos generales, corresponde ahora focalizar el objetivo al ámbito penitenciario.
Desde nuestra perspectiva cualquier ley que pretenda restringir un derecho en función del orden y la seguridad del establecimiento debe quedar subordinada a los dos principios limitativos de la actividad del legislador que anunciáramos más arriba y que, de acuerdo a la concepción que reputamos como más favorable para la plenitud de los derechos, funcionarán de manera complementaria: el de proporcionalidad (en el sentido que, el sacrificio que supone la restricción del derecho, debe estar justificado en atención al mayor valor del interés que se pretende resguardar a través de la limitación)[25] y el de preservación del contenido esencial de los derechos constitucionales reconocidos (definido sobre la base de que, aún cuando exista un interés razonable, éste no puede llegar a esterilizar, en forma absoluta, el derecho amparado).
Veamos un ejemplo desarrollado a partir de un sistema legislativo hipotético. Es evidente que, pese a la condena, el interno no puede ver afectado su derecho a comunicarse, libremente, en forma epistolar. Esta comunicación supone tanto el derecho a recibir como enviar correspondencia.
Supongamos que recibe una carta. Es razonable que, en estos casos, la misiva sea revisada por la autoridad administrativa a través de sensores u otros medios eficaces para detectar la posible introducción de objetos o sustancias no autorizadas; e incluso que se exija su apertura, por el destinatario, en presencia de un funcionario[26]. Es posible que esta circunstancia pueda ser entendida como una restricción a la expectativa de intimidad del interno; empero, la limitación de tal derecho pareciera ser proporcionada frente al interés que se quiere salvaguardar (piénsese, por ejemplo, que a través de ese control pretenda evitarse la introducción de sustancias prohibidas [vgr. estupefacientes]).
Imaginemos ahora que, en esa carta recibida, efectivamente, se intentó introducir una sustancia prohibida. A partir de la constatación de esta circunstancia, el director del establecimiento suspende el ejercicio del derecho del interno a recibir comunicaciones escritas. Supongamos que, el modelo legislativo en cuestión, establezca una suspensión sine die del derecho[27].
No hay duda que tal actitud sería legal.
Pero ¿sería, constitucional, desde una perspectiva de validez sustancial, de acuerdo a la terminología utilizada por Ferrajoli?
Consideramos que no; por cuanto la autorización legal terminaría neutralizando un derecho constitucionalmente amparado. En otras palabras: si existe un mecanismo específico con la finalidad de evitar el ingreso de sustancias prohibidas (revisión de la correspondencia y apertura ante el funcionario) ¿cuál sería el sentido de tolerar una suspensión a un derecho tan elemental? Pareciera que aquí, el contenido esencial de un derecho constitucional quedaría vacío, frente a una consecuencia poco flexible de la ley; la que, en este caso hipotético, contaría con instrumentos menos lesivos para resguardar los fines de seguridad que se persiguen.
Vayamos ahora, dentro del mismo derecho que venimos tratando (derecho a la comunicación) a analizar la cuestión de los límites en la actividad reglamentaria. Detengamos en una manifestación particular de este derecho; concretamente el secreto de las comunicaciones. Aquí, nuestro desarrollo partirá de un caso real; esto es no hipotético como el anteriormente efectuado.
En el año 1979 se dictó, en España, la Ley Orgánica General Penitenciaria. Dicha ley no excepcionaba del régimen general el tratamiento de las comunicaciones postales entre internos de diversos establecimientos. Antes bien, las previsiones de la ley “parecían acoger bajo su tenor todo tipo de comunicaciones […] [n]o en vano la misma rúbrica del Capítulo VIII del Titulo II […] no era otra que ‘Comunicaciones y visitas’. Sin mayores precisiones o acotaciones”[28]. La precitada Ley Orgánica determina, como primera providencia, que los internos en los centros penitenciarios se encuentran autorizados para comunicarse periódicamente, bien de forma escrita, en su propia lengua – con el máximo respeto a la intimidad -, tanto con sus familiares o amigos como con los representantes acreditados de organismos e instituciones de cooperación penitenciaria. Ello, lógicamente, en el supuesto de que no se hubiera producido su incomunicación judicialmente. Las eventuales restricciones que menta la ley, encuentran justificación en razones de seguridad y buen orden del establecimiento. Esta potestad está atribuida al director del centro penitenciario, que habrá de hacerlo en forma motivada, por causas concretas que justifiquen la medida restrictiva y dando cuenta siempre a la autoridad judicial competente.
Dos años después de la sanción de la ley, en 1981, se dictó el Real Decreto 1201, conocido como Reglamento Penitenciario. Y este Decreto optó por singularizar las comunicaciones escritas que pudieran cursarse entre si, los internos alojados en distintos centros penitenciarios. Y lo hizo en una forma sensiblemente restrictiva (en comparación con el texto de la ley), al establecer que “[e]n todo caso, la correspondencia entre los internos de distintos Establecimientos se cursará a través de la dirección y será intervenida”. De hecho, los Juzgados de Vigilancia Penitenciaria advirtieron el desborde reglamentario. Y así, a título de ejemplo, por auto del 12 de agosto de 1992, el Juzgado de Vigilancia Penitenciaria de Soria, estimó procedente la queja de un interno al que se le habían intervenido las comunicaciones con otra interna de otro centro penitenciario, con invocación al texto del decreto, “señalando que las previsiones del Reglamento vulneraban el principio de jerarquía normativa y no tutelaban de manera efectiva el secreto de las comunicaciones”[29]. Igual posicionamiento adoptó el Juzgado de Vigilancia Penitenciaria de Sevilla, en auto de fecha 13 de octubre de 1995[30].
Como producto de esta situación, casi tres lustros después, con el nuevo Reglamento Penitenciario dictado en 1996, se enmendó esta situación, exigiéndose resolución motivada del Director que justificase la medida e inmediata comunicación al juez. De esta manera – y como lo advirtió la más calificada doctrina española – la restricción “ya no era ‘en todo caso’ sino que nos encontrábamos ante una mera habilitación, a la que, lógicamente habrían de dar contenido los principios antes referidos por la Ley para las limitaciones genéricas”[31].
III.- Algunas tensiones entre los Derechos fundamentales y la actividad legislativa y reglamentaria en el ámbito penitenciario
Precisados ciertos criterios y vinculados ya con la cuestión penitenciaria, en esta parte de la exposición, intentaremos poner de relieve ciertas áreas en donde las fricciones pueden hacerse más evidentes. Para ello nos referiremos no sólo la situación Argentina sino que, además nos detendremos en algunos casos de los que da cuenta la doctrina judicial comparada.
Refiere el destacado constitucionalista colombiano Carlos Bernal Pulido que el derecho al libre desarrollo de la personalidad – que en nuestro sistema positivo encuentra fundamento en los artículos 20, aparato 1°, de la Declaración universal de Derechos humanos y XXIX de la Declaración Americana; ambos integrantes, a partir de la reforma de 1994, del bloque de constitucionalidad federal[32] – representa una suerte de cláusula general residual de libertad que no se superpone con los márgenes semánticos de las libertades constitucionales específicas con reconocimiento expreso (V.gr. expresión, conciencia, intimidad, etc.). Por tal razón dentro de su ámbito – y como ya lo anticipamos – se enmarcan asuntos tan heterogéneos como la posibilidad de contraer matrimonio, ser madre, definir la apariencia, la clase de educación que se quiera tener, el procedimiento médico que se está dispuesto a aceptar cuando se está enfermo, etcétera[33].
Precisamente dentro de este ámbito, se han provocado algunas tensiones con la actividad legislativa y reglamentaria en cuanto se pretendió limitar los derechos de los internos. Veamos algunos ejemplos.
Un caso interesante es el que tuvo que conocer el Tribunal Constitucional español a través de la Sentencia N° 49/1996. Entre las hipótesis de hecho que se habían planteado en el amparo, se encontraba la siguiente situación: la administración penitenciaria, invocando la norma legal que pone en cabeza de la misma velar por la salud del interno (artículo 3°, apartado 4°, Ley Orgánica General Penitenciaria), pretendió imponerle al amparista (que padecía de una grave dolencia) un tratamiento médico forzoso. El Tribunal acogió la acción favorablemente afirmando que: el derecho a la integridad física no consiente la imposición de una asistencia médica contra la voluntad del interno; especialmente razonable a la vista de las discrepancias entre los propios especialistas sobre la operación, y así declaró que “la decisión de permitir una agresión de esa envergadura aunque con la finalidad curativa es personalísima y libérrima […]”[34]. Debe destacarse que, a diferencia de lo que sucede en nuestro sistema positivo, ni aquella norma legal ni la reglamentación entonces vigente (dictada 1981) poseían una disposición específica como la del artículo 149 de la ley 24.660 en donde, expresamente, se requiere, además de la autorización del juez, el consentimiento expreso del interno o de su representante legal. El fallo, también resulta importante por cuanto demuestra la pervivencia, en la mentalidad de los funcionarios de prisión y en la propia legislación específica, de proyecciones derivadas de la doctrina de las relaciones especiales de sujeción. Ello, sobre todo, si se tiene presente que, no obstante el silencio de dichas disposiciones (que fueron interpretadas en el sentido de una habilitación para imponer el tratamiento), dentro del ordenamiento jurídico español existía ya una clara disposición contenida en la Ley General de Sanidad (artículo 9°) que tutelaba la libertad de tratamiento de los enfermos en general; con excepción de aquellos casos en donde existiera un peligro para la salud o incapacidad del paciente. Aclaramos, sin embargo, que el Reglamento Penitenciario vigente (que data de 1996), en su artículo 210, se ha ocupado expresamente del problema del consentimiento en lo que concierne al tratamiento.
Otro ámbito que resulta muy prolífico para estas fricciones está constituido por el ejercicio de la sexualidad; derecho que no ha sido abordado desde la óptica constitucional con uniformidad, ya que, para algunos autores, constituye una de las facetas del derecho a la intimidad y, para otros, conforma una de las manifestaciones del derecho al libre desarrollo de la personalidad[35]. Sea cual fuese su encuadramiento, las tensiones que pueden provocarse en este ámbito resultan paradigmáticas. Desde nuestra perspectiva, tesis que también ha sido admitida por la jurisprudencia nacional, pareciera más adecuado enmarcar el derecho como parte de aquél que garantiza el libre desarrollo de la personalidad. Pero veamos cómo puede manifestarse esta tensión. De acuerdo al artículo 167 de la ley 24.660, la persona legitimada para la visita íntima es el cónyuge o, a falta de éste, la persona con quien el interno mantiene vida marital permanente. Tal disposición excluye, al menos a partir de un canon interpretativo lingüístico, la posibilidad de que el penado o la penada mantenga la visita con una persona de otro sexo, cuya vinculación afectiva fuese posterior a su privación de libertad. Obviamente, tal situación, resultaría frustratoria de determinados derechos fundamentales. Y sostenemos esto toda vez que cuando el legislador estableció un régimen diferenciado, limitativo del ejercicio de este derecho, utilizó un criterio no razonable. Es que la posibilidad de recibir visitas íntimas no sólo ha sido consagrada como un medio para fomentar la continuidad de una relación afectiva estable, que ya existía al momento de la detención, sino que (y sin dejar de reconocer la importancia de este aspecto), la finalidad de la norma debe ir más allá de ese interés, tutelando, de manera integral, otros derechos que integran el desarrollo de la personalidad; como es, por ejemplo, el derecho a la maternidad. Pensemos en el siguiente caso: una mujer condenada que, al momento de disponerse su encierro, carecía de cónyuge y tampoco mantenía una unión de hecho subsumible en las exigencias de la ley. Si a esta persona se le ha impuesto una pena privativa de libertad muy extensa, es posible que vea frustrado aquel derecho. En esta dirección resulta ilustrativo mencionar el siguiente caso resuelto por nuestros tribunales, con antelación a la sanción de la ley 24.660, pero utilizando un fundamento normativo similar al que recepta el artículo 167. En efecto, una interna condenada a la pena de reclusión perpetua solicitó a la autoridad penitenciaria autorización para acceder al régimen de visitas íntimas. La autoridad administrativa denegó dicho pedido sobre la base de que la norma reglamentaria correspondiente (a la sazón, la resolución N° 162/93 del Ministerio de Justicia de la Nación) sólo permitía esa posibilidad a los internos que fueran casados o que se encontraban, antes del ingreso a la institución penitenciaria, en una relación de concubinato; extremos éstos que no se cumplimentaban en el caso por tratarse de una relación de amistad que había nacido entre la interna y un miembro de un organismo de derechos humanos que efectuaba visitas de carácter institucional. Ante la negativa, la peticionante solicitó a la Cámara Federal que, como tribunal de ejecución, revisara la medida. La cámara hizo lugar a la autorización entendiendo que las exigencias de las normas reglamentarias, al negar el régimen a quien había logrado una relación estable posterior a la detención, implicaba un tratamiento desigual contrario al artículo 16 de la Constitución Nacional. Por otra parte, el tribunal considero que: “[…] atento a la calidad de perpetua de la sanción impuesta a la peticionante […] cerrar la puerta al beneficio planteado implicaría en el caso de ‘A., C.’ quien cuenta con 38 años de edad, cercenar de manera definitiva la posibilidad de una eventual maternidad, situación ésta que tampoco corresponde ser suplida con la exigencia de una matrimonio civil, toda vez que tal requisito sería violatorio de la norma asentada en el art. 19 C.N.” [36].
Y aún cuando no se tratara de una situación tan extrema como la recién analizada, estimamos que la restricción legal afectaría, igualmente, otra arista vinculada con el derecho al desarrollo personal; cual es el ejercicio de la sexualidad como manifestación de la dignidad humana[37]. No en vano, la Corte Constitucional colombiana ha expresado que: “[l]a relación sexual es una de las principales manifestaciones de la sexualidad. La privación de la libertad conlleva una reducción del campo del libre desarrollo de la personalidad, pero no la anula. La relación física entre el recluso y su visitante es uno de los ámbitos del libre desarrollo de la personalidad que continúa protegido aún en prisión, a pesar de las restricciones legítimas conexas a la privación de la libertad”[38].
No obstante lo dicho, la situación creada por la ley ha sido corregida a través de la actividad reglamentaria. En efecto, el artículo 56, 2ª parte, del decreto nacional 1136/1997, expresamente contempla la siguiente situación: “Previa evaluación de la calidad del vínculo se podrá autorizar esta modalidad de visita en el caso de una relación afectiva iniciada con posterioridad a la privación de la libertad”. Fortich y Gröer, correctamente, advierten que “el reglamento excede sus fines ya que además de reglamentar los supuestos contemplados en la ley, crea un supuesto nuevo”[39]. Si bien, la observación es cierta, resulta evidente que, al tratarse de una cláusula que favorece la extensión de un derecho, la situación no tensiona la garantía de legalidad[40].
También constituye un ámbito muy sensible a esta problemática, el derecho a la privacidad de las comunicaciones. En este sentido, nuestra Corte Suprema tuvo oportunidad de pronunciarse, con fecha 19 de octubre de 1995, con relación a un hábeas corpus interpuesto por un interno alojado en la Unidad Penitenciaria Federal Nº 7 (Resistencia, provincia del Chaco), en donde se cuestionaban las facultades de la administración para controlar la correspondencia remitida y receptada por el accionante. Concretamente, el fallo nos informa sobre la situación de un condenado al cual las autoridades del penal donde cumplía su sanción le examinaban y censuraban el texto de las cartas que remitía al exterior de la cárcel y le rechazan las misivas que entregaba en sobre cerrado; basándose, para ello, en los artículos 91 y 92 del entonces vigente decreto ley 412/58, y en los artículos 3º, 4º y 5º del régimen de correspondencia para los internos condenados[41]. La Corte decidió[42], por mayoría de votos, que en el caso eran inconstitucionales las disposiciones aplicadas por la autoridad penitenciaria. Los fundamentos de la mayoría pueden ser agrupados en dos bloques:
a) Por una parte, los Dres. Moliné O’Connor, López y Bossert fundaron su decisión sobre la base de:
a.1) El régimen de correspondencia para los internos condenados constituye una extralimitación reglamentaria que excede las facultades otorgadas por el artículo 99, inciso 2° de la Constitución Nacional, desde el momento que impone una restricción del secreto epistolar “absoluta y permanente”, cuando la ley penitenciaria no establecía la censura para la carta emitida. Por otra parte, el artículo 5º, para fundar la negativa al envío de la correspondencia del interno, aludía a circunstancias carentes de la más mínima racionalidad. Así, en lo que respecta a la referencia al “lenguaje obsceno”, no se advierte cuál sería el interés legitimante del Estado para intervenir la correspondencia privada del recluso a efectos de que éste guarde un lenguaje decoroso. Tampoco resulta razonable la prohibición de que las misivas “hagan alusiones o emitan juicios respecto del régimen interno o del personal del Servicio Penitenciario Federal”, no sólo por no guardar vinculación con los objetivos de seguridad y resocialización previstos en la ley penitenciaria, sino además, por cercenar un medio idóneo –tal vez el único- con que cuentan los reclusos para hacer llegar al mundo exterior denuncias o reflexiones sobre el ámbito carcelario, y aun reclamar ayuda ante los abusos de la autoridad[43].
a.2) El propósito de la readaptación del penado, que debe estar en la base del tratamiento carcelario, se ve controvertido por disposiciones y actos de autoridad, como son los considerados en la causa, ya que censurar y obstaculizar la comunicación del recluso con el exterior es un modo de distanciarlos del medio social al que debería reintegrarse tras el cumplimiento de la pena[44].
b) Por su parte, los Dres. Fayt, Petracchi y Boggiano fundaron su postura, a través de un voto concurrente, sobre los siguientes argumentos[45]:
b.1) El ingreso de un individuo en prisión no lo despoja de la protección de la ley y, en primer lugar de la Constitución Nacional. “Los penados son, no obstante ello, ‘personas’ titulares de todos los derechos constitucionales, salvo las libertades que hayan sido constitucionalmente restringidas por procedimientos que satisfagan todos los requerimientos del debido proceso”[46].
b.2) El razonamiento esgrimido por las autoridades del Servicio Penitenciario, en virtud del cual las restricciones en materia de correspondencia encuentran su base normativa en el artículo 12 del Código Penal, fue expresamente rechazado. Al respecto se afirmó: “El argumento planteado encierra, en rigor, una tesis poco menos que alarmante. Por ella, la pena del derecho penal podría en cierta forma ir emancipándose del principio de legalidad. […] Aquella [la pena], de esta manera no se limitaría férreamente a las estrictas previsiones de las leyes punitorias y a los alcances de la sentencia que las aplica, sino que comenzaría a expandirse, por vía de influencia o implicaciones, hacia campos de límites insospechables. El presente caso, visto según la defensa mencionada, sería muestra de ello. Nada hay en el Código Penal, ni en ninguna otra norma, que imponga como pena a un condenado la privación absoluta del derecho constitucional al secreto de sus comunicaciones”[47].
b.3) La seguridad de una prisión y la finalidad de impedir que desde su interior sean conducidas actividades delictivas, configuran propósitos sustanciales e incuestionables del Estado, a los que debe atenderse con empeño. Sin embargo, y si bien es cierto que la afectación de dichos propósitos estatales podría plantearse a través de la correspondencia, no será a partir de simples probabilidades que la administración penitenciaria pueda cercenar, en la forma que lo hizo, el derecho a la privación de la correspondencia del interno. Lo contrario importaría afirmar que todos los reclusos son permanentemente sospechosos de dirigir organizaciones criminales y de planear fugas y reincidencias por medio epistolar, razonamiento que conculca el principio de inocencia, cuya garantía (respecto de hechos posteriores a la sentencia) ampara también a los condenados que se encuentran cumpliendo la pena[48].
b.4) Por fin, luego de criticar las expresiones utilizadas por el artículo 5º del reglamento relativo a la correspondencia epistolar de los internos (en donde se coincide con los argumentos de los Dres. Moliné O’Connor, López y Bossert), el voto concurrente focaliza su cuestionamiento contra el artículo 92 de la ley penitenciaria. La norma invocada por el Servicio penitenciario –se afirma- peca, desde el punto de vista constitucional, de una vaguedad inaceptable, incompatible con la terminante manda constitucional que garantiza la inviolabilidad de los papeles privados (una “ley determinará en qué casos y con qué justificativos” podrá procederse a tomar conocimiento de la correspondencia epistolar, expresa el artículo 18 de la Constitución Nacional). “Es evidente –expresa la Corte- que disponer, como lo hace el art. 92 del decreto ley 412/58, que ‘la correspondencia […] se ajustará a las condiciones de […] supervisión y censura que determinen los reglamentos’, traduce un mandato de una latitud tan extrema que no confiere, al encargado de la reglamentación, estándar objetivos ni precisos”. De allí que se propicie, también, la declaración de inconstitucionalidad de este precepto[49].
Asimismo, también resulta una garantía respecto de la cual siempre se cierne una tentación reduccionista la vinculada con la tutela judicial efectiva.
Todos conocemos que la administración penitenciaria posee potestades de carácter disciplinario[50]. Sin embargo, la misma ley de ejecución establece que la imposición de una sanción resulta jurisdiccionalmente controlable. Ello deriva del artículo 96 de la ley 24.660. No obstante, la última parte de dicha disposición prevé un mecanismo de confirmación ficto al disponer que, si el juez de ejecución o juez competente no se expidiese dentro de los sesenta días, la sanción quedará firme.
¿Qué opinión nos merece este precepto?
Obviamente negativa. Es que, una norma como la transcripta, tensiona, abiertamente, garantías constitucionales elementales al configurar una suerte de denegación de justicia. Recuérdese, en este sentido, que la Convención Americana sobre Derechos Humanos garantiza el derecho a la tutela judicial efectiva (art. 25). Al respecto, la Convención regional no sólo confiere el “derecho a un recurso sencillo y rápido (…) ante los jueces o tribunales competentes” sino que, además, exige a los Estados parte “garantizar que la autoridad competente prevista por el sistema legal (…) decidirá sobre los derechos de toda persona que interponga tal recurso” (art. 25, apartado 2, letra “a”). La garantía en cuestión no hace otra cosa que no sea exigir, a las partes signatarias, la previsión de un recurso efectivo. Se trata de una auténtica obligación de resultado por cuanto – como apunta Hitters – “(…) no es suficiente con que exista en el derecho interno la posibilidad abstracta de ejercer un carril de este tipo, sino que es necesario que el mismo (es decir: el recurso) produzca los efectos deseados, esto es, que sea efectivo para proteger el bien jurídico tutelado”[51]. En otras palabras: el efectivo acceso a la justicia que ampara el pacto regional no se satisface por la simple previsión de una vía recursiva; “no basta con legislar el andamiaje adjetivo – que en nuestro caso sería el del artículo 96 -, sino que resulta imprescindible que los tribunales produzcan soluciones concretas y fallos justos ante las reclamaciones de los interesados”[52]. Y esta exigencia jamás podrá ser satisfecha con una previsión como ésta (la del artículo 96) en la cual, el silencio del Juez (esto es: la omisión de resolver) es presumida por el legislador como una respuesta confirmatoria del ejercicio de la potestad disciplinaria penitenciaria.
Sobre tal base, no pueden quedar dudas que, la disposición final del artículo 96 de la ley 24.660, resulta inconstitucional[53]. Es evidente que dicha previsión se traduce en una inadmisible limitación al derecho que tiene todo interno a una tutela judicial efectiva
Sin duda podríamos continuar con ejemplos de esta naturaleza. Sin embargo, la muestra nos parece demasiado elocuente y nos autoriza a formular algunas reflexiones finales.
IV.-Conclusiones
En 1974, un destacado criminólogo, Norval Morris, escribió en las páginas iniciales de su libro El futuro de las prisiones que: “La cárcel debería ser, si el mundo no estuviera lleno de paradojas, el verdadero paradigma del reinado de la ley. Hasta hace pocos años era, por el contrario, un territorio reservado a la discrecionalidad incontrolada, un coto de poder personal inmune al proceso legal. Como lo expresó un tribunal, el preso ‘es, por el momento, esclavo del Estado’”[54].
Y esta descripción – que en algunos aspectos tiene cierta vigencia; aún cuando, en estos últimos años, pueda considerarse como un tanto excesiva – resultaba (y resulta, en lo que queda de remanente) un producto de diversos factores. Uno de ellos es la ya mentada teoría de las relaciones especiales de sujeción. Pero además, la situación se agrava a partir de cierta falta de sensibilidad en lo que atañe a las atribuciones legislativas y reglamentarias que, como hemos ejemplificado recién, en no pocos casos afectan derechos fundamentales de los internos que no deberían verse restringidos o limitados; al no resultar – tales limitaciones – consustanciales con el contenido de la pena que se está ejecutando.
Obviamente, el hecho de advertir esta situación y ponernos en resguardo frente a sus consecuencias, tiene una razón muy comprensible: que la augusta garantía establecida por el viejo artículo 18 de la Constitución nacional, no se convierta – al decir del maestro Ricardo Núñez – en “palabras de buena crianza”. Para que nuestras cárceles no enfermen ni ensucien a los internos alojados en ellas, existen algunos elementos que nos parece necesario enfatizar:
– La restricción de cualquier otro derecho fundamental del interno que no sea el que, estrictamente se corresponde con la esencia de la pena de prisión, sólo puede realizarse por ley.
– La garantía, sin embargo, exige mucho más que respetar un mecanismo constitucional vinculado con el órgano estatal del que debe emanar ese producto normativo. Junto a la validez formal, subrayamos el gran valor del concepto de validez material que predica Ferrajoli.
– Precisamente, para ser respetuosos de esta última exigencia y frente a la amenaza latente que significan las vagas alegaciones de razones de seguridad y orden del establecimiento, nos parece importante apelar a ciertas técnicas desarrolladas en la argumentación de la teoría constitucional. En particular: la cláusula del contenido esencial del derecho y el principio de proporcionalidad. En este contexto, para que una restricción sea válida desde una perspectiva material, no puede afectar el núcleo estricto del derecho fundamental, de tal suerte que lo vacíe de contenido. Pero además, aún cuando la limitación se refiera a la periferia de ese derecho, es necesario que sea idónea, estrictamente necesaria y proporcionada; en el sentido que debe responder a una ponderación de bienes entre la gravedad o la intensidad de la intervención en el derecho fundamental, por una parte, y, por otra, el peso de las razones que la justifican. Como podrá advertirse estas exigencias respecto de los límites del legislador, no se enrolan en teorías absolutas sino que tratan de aproximar aquellos posicionamientos con las tesis relativas.
– La actividad reglamentaria que puede proyectarse en relación con la legislación, también tiene que estar presidida por el principio de legalidad. Nada más que, desde esta perspectiva, la legalidad supone que la ley, valida tanto desde una perspectiva formal como sustancial – siempre utilizando la expresión de Ferrajoli –, debe prevalecer respecto de todos los actos del Estado, es decir, debe ser jerárquicamente superior al resto de las disposiciones administrativas; las cuales deben ajustarse a aquélla.
– Por fin, la efectividad de estos conceptos está íntimamente relacionada con el ejercicio de una función jurisdiccional muy atenta. La legalidad, en los diversos aspectos que la hemos concebido (reserva de ley, validez sustancial y prioridad de la norma legal sobre el resto de las disposiciones administrativas), resulta irremediablemente inviable sino se garantiza, adecuadamente, la tutela judicial efectiva.
Y volvemos al año con que iniciáramos estas conclusiones. En 1974, el juez de la Corte Federal de Estados Unidos, Byron White proclamó al fallar el precedente “Wolf vs. Mc Donnell” la necesidad de que no exista entre “la Constitución y las cárceles de esta nación” “una cortina de hierro”[55]. Sirvan pues, estas reflexiones, como un modesto aporte para que, de una vez para siempre, levantemos esa cortina.
Miembro de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba (República Argentina). Doctor en Derecho y Ciencias Sociales. Profesor de post grado en Derecho Penal, Procesal Penal y Derecho penal económico en las Universidades Nacionales de Córdoba, La Rioja, Mendoza y en las Universidades Blas Pascal y Siglo 21. Cofundador y codirector de la revista de investigaciones en ciencias jurídicas y sociales “Ley, razón y justicia”.
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