¿Se puede obligar a una persona que participa activamente en la defensa y protección de los animales salvajes a que permita cazar a sus vecinos en su propio terreno? Parece un contrasentido pero fue un caso real que tuvo que resolver el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
El Art. 9 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) suscrito en Roma el 4 de noviembre de 1950, reconoce que: 1) Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho implica la libertad de cambiar de religión o de convicciones, así como la de manifestar su religión o sus convicciones individual o colectivamente, en público o en privado, por medio del culto, la enseñanza, las prácticas y la observancia de los ritos. 2) La libertad de manifestar su religión o sus convicciones no puede ser objeto de más restricciones que las que, previstas por la ley, constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad pública, la protección del orden, de la salud o de la moral públicas, o la protección de los derechos o las libertades de los demás.
Desde entonces, la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos –en adelante, TEDH– ha reconocido que la protección de esas libertades no se aplica tan solo a los creyentes sino que se concibe como un bien para los ateos, agnósticos, escépticos e indiferentes[1] e incluso, más allá de la esfera religiosa, para las convicciones siempre que éstas denoten que su planteamiento ha alcanzado un cierto nivel de contundencia, seriedad, coherencia e importancia[2]. En ese contexto, ¿se podría decir que el ecologismo es una convicción? El TEDH tuvo que responder a esta pregunta en 1999[3], a raíz del caso Chassagnou contra Francia[4].
Para comprender mejor lo que sucedió, es necesario conocer, aunque sea brevemente, cuáles fueron sus antecedentes históricos: a finales del siglo XVIII, durante los últimos años del Antiguo Régimen, la nobleza francesa disfrutaba del privilegio de cazar porque se consideraba que los animales eran propiedad de los nobles. Con la llegada de la Revolución, en 1789, el conde de Mirabeau planteó que este derecho de caza se reservara exclusivamente para el propietario de las tierras, mientras que Robespierre defendió que todos los ciudadanos pudieran cazar libremente. Al final, un Decreto de 11 de agosto de 1789 dio la razón al primero y se abolió el privilegio de la caza excepto para las piezas abatidas por los propietarios dentro de sus propias fincas. Posteriormente, en 1844, se regularon los permisos de caza y las épocas de veda.
Aunque el Código Rural francés estableció que nadie podía cazar en la propiedad de otra persona sin su consentimiento expreso; lo cierto es que la jurisprudencia fue admitiendo que ese visto bueno fuese tácito, de modo que el titular del derecho debía manifestar su oposición si no quería que se cazase en sus terrenos.
La Ley 696, de 10 de julio de 1964[5], reguló la creación de dos tipos de asociaciones autorizadas para cazar, las municipales (ACCA, por sus siglas en francés) y las intermunicipales (AICA), obligando a los propietarios de terrenos inferiores a un determinado número de hectáreas[6] a inscribirse en su correspondiente asociación y a aportar su propiedad para que todos los asociados pudiesen cazar en ella, aunque fuese en contra de su propia voluntad.
La protagonista de esta sentencia, Marie-Jeanne Chassagnou, nació en 1924, es agricultora y reside en un pequeño pueblo del suroeste de Francia, en Tourtoirac (Dordoña, Aquitania) donde posee una finca de menos de 20 hectáreas; asimismo, es miembro de los grupos ecologistas Rassemblement des oppossants à la chasse (ROC; en castellano, Reunión de opositores a la caza) así como de la Association pour la protection des animaux sauvages (ASPAS; Asociación para la protección de los animales salvajes). En 1985 puso carteles en los lindes del terreno de su propiedad prohibiendo cazar en ellos, circunstancia que molestó a los aficionados locales que acabaron demandándola. El juez les dio la razón y, pese al recurso que interpuso la señora Chassagnou, la resolución fue confirmada en apelación en Burdeos, en junio de 1987. Tuvo que retirar los carteles y permitir a sus vecinos que cazaran en su terreno.
A pesar del varapalo judicial, tanto Marie-Jeanne como otros dos agricultores vecinos –René Petit y Simone Lasgrezas– decidieron defender sus derechos y recurrieron al Tribunal de Gran Instancia de Périgueux, demandando a las asociaciones de cazadores, para que éstas respetaran sus derechos y dejaran de cazar en sus fincas.
El 13 de diciembre de 1988 se dictó una nueva sentencia que, aunque reconocía que la Ley Verdeille de 1964 ordenaba a los propietarios de terrenos inferiores a veinte hectáreas que fuesen miembros de derecho de la ACCA; también entendía que se trataba de una adhesión forzada a una asociación cuyos miembros no sólo no compartían los mismos fines que los denunciantes, por motivos de ética personal, sino que se oponían a ellos con fuerza. El Tribunal de Périgueux consideró que la libertad de asociación también debía interpretarse en un sentido negativo, como el derecho a no estar obligado a unirse a una asociación; y que la protección para que los cazadores pudieran practicar este deporte no podía prevalecer sobre la libertad fundamental de unirse o no a una asociación. De esta forma, los jueces resolvieron a favor de los ecologistas, reconociendo su derecho a no ser miembros de las ACCA y a colocar en sus propiedades los carteles que ellos mismos quisieran, sin otro límite que el orden público y las buenas costumbres.
Pero el pleito no acabó allí. La asociación municipal de cazadores de Tourtoirac interpuso un recurso ante el Tribunal de Apelación de Burdeos el 23 de diciembre de 1988 y, dos años y medio después, el 18 de abril de 1991, el tribunal de la capital de Aquitania dio la vuelta completamente a la sentencia recurrida.
En 1994, Chassagnou, Lasgrezas y Petit presentaron un recurso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, al que acabaron uniéndose otros propietarios de terrenos afectados. Su argumento se basaba en que la ley francesa les obligaba a permitir la caza en sus terrenos, sin su consentimiento y sin ninguna compensación a cambio, soportando la presencia de cazadores durante seis meses al año, cuando se oponían –por razones éticas– a la práctica de la caza, lo que vulneraba sus derechos a la libertad de conciencia y de asociación así como el derecho al respeto de sus bienes, en contra de los Arts. 9 y 11 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, convirtiéndose en una carga desmesurada e injusta que rompía el equilibrio entre la protección del derecho de propiedad y las exigencias del interés general.
El TEDH consideró que la limitación a disponer libremente del derecho de uso constituía, efectivamente, una injerencia en el disfrute de los derechos que los demandantes tenían por su condición de propietarios; y que esta aportación forzosa a una asociación de cazadores representaba una excepción al principio general del Art. 544 del Código Civil francés, donde se establece que la propiedad es el derecho de use y disfrute de las cosas de la forma más absoluta, salvo que se haga un uso prohibido por las leyes.
Con estos precedentes, ¿está justificado obligar a unos propietarios que se oponen a la caza a que se afilien a una asociación de cazadores? Según el parágrafo 114 de esta sentencia, la Corte de Estrasburgo considera que las convicciones ecologistas de los demandantes alcanzan un cierto grado de contundencia, coherencia e importancia y que, por ese motivo, merecen el respeto en una sociedad democrática; por lo tanto, el TEDH estimó que la obligación impuesta a los demandantes contrarios a la práctica de la caza de afiliarse a una asociación de cazadores –en contra de sus propias convicciones personales– es incompatible con el Art. 11 CEDH (libertad de asociación).
De la lectura de esta sentencia, podríamos decir que para el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el ecologismo puede ser entendido como una convicción y ser protegido por el Art 9 CEDH (libertad de pensamiento, conciencia y religión).
Licenciado en Derecho, Máster en Integración Europea y doctorando por la Universidad de Valladolid (España). Director de la revista “Quadernos de Criminología”. Vocal de la Sociedad Española de Criminología y Ciencias Forenses (SECCIF).
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