I. INTRODUCCIÓN
En una sociedad como la nuestra en la que la juventud se ha convertido en un valor (cuando sólo es una circunstancia), cobran una especial relevancia y protagonismo las obligaciones que los padres tienen con relación a sus hijos. Así, nos inunda la información sobre los derechos de los hijos, la protección de los hijos… en definitiva, se hace hincapié, desde los medios de comunicación, en recordarnos el cúmulo de obligaciones que todo progenitor tiene con respecto de su descendencia; obligaciones que no finalizan, en modo alguno, cuando el sujeto alcanza la mayoría de edad, sino que siguen estando presentes (con mayor o menor intensidad o en estado latente), durante toda la vida de los sujetos obligados[1].
Nuestra Constitución, también se hace eco de esta realidad social, y así como no contiene ningún precepto específico relativo a las obligaciones familiares de los hijos con relación a los padres, sí aborda las relaciones de padres a hijos en el art. 39,3 y en los siguientes términos: Los padres deben prestar asistencia de todo orden a los hijos habidos dentro y fuera del matrimonio, durante su minoría de edad y en los demás casos que legalmente proceda.
Estas relaciones verticales, sin embargo, no tienen sólo una línea descendente sino que, también, manifiestan una vertiente ascendente, que, aunque socialmente con menor relevancia, no así con menor trascendencia jurídica.
No obstante, la Constitución, aunque no contiene un precepto análogo al citado 39,3, sí se manifiesta sobre la protección de la tercera edad en el art. 50, que dice, textualmente: Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad. Asimismo, y con independencia de las obligaciones familiares, promoverán su bienestar mediante un sistema de servicios sociales que atenderán sus problemas específicos de salud, vivienda, cultura y ocio.
De la redacción del mismo, su ubicación y su contenido, es posible llevar a cabo la siguiente reflexión que sirva de premisa a este análisis:
Este grupo de derechos, entre los que se encuentra los reconocidos en el art. 50 a la tercera edad, son derechos llamados por la doctrina “especialmente débiles”[2], y entrañan un mandato al legislador para que sea él, por medio de su intervención, el encargado de protegerlos y reconocerlos directamente al colectivo favorecido. De tal manera que, en tanto el legislador no se manifieste, no existe, técnicamente, derecho reconocido ni, por tanto, derecho que pueda ser exigido como tal ante los Tribunales.[3]
Sin embargo, la anterior manifestación no debe ser interpretada en el sentido de que sólo es posible analizar el tema desde los textos legislativos, como si la referencia constitucional fuera irrelevante para el colectivo sino media la intervención legislativa. No debemos olvidar que el hecho de que el constituyente tenga en cuenta la tercera edad, es un claro indicio de una preocupación por proteger este colectivo, por considerarlo, sin género de dudas, un sector débil y especialmente necesitado de protección. Ello debe traducirse en la existencia en nuestro ordenamiento jurídico de un principio general de protección del interés de la tercera edad, como principio interpretativo por el juez (y, por supuesto, informador de toda actuación legislativa que les afecte), y que siempre estará presente sea cual sea el contenido de la legislación en la materia y dotará de realidad fáctica el contenido del art. 50, sino en su literalidad, sí en el interés que protege.
Tal y como se desprende del precepto trascrito son dos los mandatos a los poderes públicos para la protección a la tercera edad. De un lado el de garantizar el derecho a percibir una pensión, como derecho independiente; de otro, un mandato para conseguir el bienestar de esta población, haciendo mención a las obligaciones familiares, como las destinadas, en primer lugar, a hacer frente a las necesidades básicas de este colectivo. ¿A qué obligaciones familiares se refiere nuestro constituyente?
Para responder a esta pregunta hemos de dirigirnos al Código Civil, como texto normativo donde se contienen el conjunto de derechos y obligaciones del ciudadano, como miembro de una familia. Efectivamente, nuestro Código Civil no sólo es consciente de las obligaciones asumidas como consecuencia de la paternidad por los progenitores con relación a su descendencia (y que cobran, lógicamente, mayor intensidad mientras el menor está sometido a la patria potestad), sino también contempla un conjunto de obligaciones que el hijo tiene hacia sus padres y de cuyo incumplimiento derivan consecuencias jurídicas. Obligaciones que no surgen del hijo hacia el padre, cuando éste alcanza determinada edad, sino que están presente siempre, con independencia de la edad del sujeto acreedor ( aunque, con toda lógica, será en la tercera edad donde pueda tener lugar una mayor situación de desamparo que constituya el supuesto de hecho de alguna de estas obligaciones).
Son, pues, tres las obligaciones que tienen los hijos respecto de sus padres:
– El deber de alimentarlos
– El deber de respeto
– La obligación de contribuir a las cargas familiares
Observando que no existe una obligación de los hijos de visitar a sus padres (como sucede a la inversa y mientras éstos sea menores de edad), pasaremos, pues, a continuación, a exponer el contenido normativo de estas tres obligaciones, así como las consecuencias que genera su incumplimiento.
II. EL DEBER DE ALIMENTAR A LOS PADRES
Dos son las formas en las que puede manifestarse en nuestro ordenamiento jurídico el deber de alimentos. De un lado como una obligación legal, regulada en los arts. 141 y ss del Código civil, de otro como obligación convencional surgida al amparo del contrato de alimentos que pueden suscribir ambas partes, y que se encuentra regulado en los arts. 1791 y ss del Código civil.
Ambas obligaciones tienen un tratamiento diferente como diferente es su naturaleza, de ahí la necesidad de separarlas para exponer su contenido y régimen jurídico.
II.1. La obligación legal de alimentos. El internamiento de los padres en residencias geriátricas como forma de prestar la obligación de alimentos.
La tradicional obligación legal de alimentos ha sido objeto de amplios estudios por nuestra doctrina y jurisprudencia. En este sentido, se ha querido ver su fundamento en la protección que nuestro ordenamiento jurídico dispensa a la familia, siendo la obligación de alimentar a los parientes una expresión de la solidaridad familiar: en definitiva, la conversión de una obligación moral, justificada en los lazos de afecto y cooperación propios del núcleo familiar, en una auténtica obligación legal.
Desde una visión menos prosaica, nadie duda está presente el interés público del estado en el mantenimiento y existencia de esta obligación legal. Efectivamente, el Estado Social no puede sustraerse y permanecer ajeno a las necesidades básicas de una parte de su población que está en situación de indigencia o, al menos, de precariedad. Así, y por ello, tiene un especial interés en que estas necesidades sean atendidas, en primer lugar, por sus parientes, de forma que sean éstos los que asumen unas funciones que deberían recaer sólo y exclusivamente en el Estado del Bienestar. El mantenimiento y la existencia, pues, de la obligación legal de alimentos es una cuestión que afecta al interés público. Efectivamente, son múltiples los pronunciamientos jurisprudenciales que identifican con la “solidaridad familiar” el fundamento de esta obligación[4].
Con una menor fuerza se levantan voces que quieren detectar un interés privado o particular, también amparado por el contenido de estas normas. Y así lo argumentan desde la protección del derecho a la vida, como interés particular, de los sujetos beneficiarios de la deuda de alimentos[5].
Para que exista una obligación legal de alimentos es preciso, en primer lugar, unos determinados vínculos de parentesco entre los sujetos implicados. En este sentido, el art. 143,2 Código Civil establece que están obligados a darse alimentos en toda su extensión los ascendientes y descendiente. Sin distinguir o aludir a un contenido mayor de la deuda si ésta tiene lugar a favor de los hijos, a pesar de lo que podría pensarse. Podemos afirmar, pues, que no existe trato discriminatorio, y que tan obligado lo está el padre con relación al hijo, como éste en relación al padre, siempre que concurran los demás requisitos exigidos en la norma. No obstante, la interpretación conjunta del art. 145,3 (Cuando dos o más alimentistas reclamaren a la vez alimentos de una misma persona obligada legalmente a darlos, y ésta no tuviera fortuna bastante para atender a todos, se guardará el orden establecido en el art. anterior …) y del art. 144 del Código Civil, tiene como consecuencia que si concurren la petición del padre a su hijo, con la petición de los hijos de éste (es decir, sus nietos), en caso de que la fortuna del hijo no dé para atender ambas peticiones, la reclamación del padre se verá rechazada, por preferirse, en este caso, a los hijos del obligado a prestar alimentos frente a su progenitor.
Pero para que surja la deuda de alimentos es necesario que concurran dos circunstancias simultáneas en los sujetos obligados: el estado de necesidad del alimentista y la posibilidad económica del alimentante.
El concepto “estado de necesidad” ha sido fruto de una interpretación judicial amplia. Además se configura como un concepto relativo, que se construye en función de la persona concreta que los demanda, y que, en modo alguno, implica la situación de indigencia del beneficiario.
Es preciso, también, que el sujeto obligado tenga medios suficientes para hacer frente a la deuda cuyo cumplimiento se le demanda. Tan es así, que la cuantía debida se fijará en proporción a las rentas del obligado, oscilando, por tanto, también en función de las variaciones que éstas experimente[6]. Esta posibilidad económica a la que se alude, incluye tanto las rentas de trabajo como las de capital, así como la capacidad de trabajar del sujeto obligado. Sin embargo, no hay obligación jurídica de trabajar para poder alimentar a los parientes necesitados.
También prevé el Código Civil el supuesto de pluralidad de personas obligadas a prestar alimentos, situación ésta que se da con facilidad cuando el necesitado es un progenitor que tiene más de un hijo. A ello responde el art. 145 estableciendo la proporcionalidad del contenido de la deuda al caudal de cada uno de los obligados; así entendido, ninguno de los hijos quedaría libre de atender a las necesidades de sus padres, a no ser que carezca de medios económicos. Todos, pues, estarán obligados de forma proporcional a su situación económica.
Hasta ahora nos hemos estado refiriendo a la obligación de alimentos de forma general, sin detenernos a desmenuzar el contenido de la deuda de alimentos. En otras palabras, ¿qué conceptos están incluidos dentro del concepto general de “alimentos”?.
El art. 142 dice, al respecto, y de forma textual Se entiende por alimentos todo lo que es indispensable para el sustento, habitación, vestido y asistencia médica. Los alimentos comprenden también la educación e instrucción del alimentista mientras sea menor de edad y aún después, cuando no haya terminado su formación por causa que no le sea imputable. Entre los alimentos se incluirán los gastos de embarazo y parto, en cuanto no estén cubiertos de otro modo.
Sin olvidar la regla general de que los alimentos se establecerán en función de las necesidades de la persona que los recibe y la fortuna del que los da ( criterio que servirá para determinar el importe de cada uno de los conceptos, ya que al ser un concepto relativo en función de estas variables, no es idéntico a todos los sujetos, a pesar de que, sería posible, y de una forma objetiva establecer una cantidad única, si así lo hubiera querido el legislador), y, aplicando este precepto a la obligación de alimentos de hijos a padres, podemos afirmar que el hijo debe atender a los siguientes conceptos: sustento, habitación, vestido y asistencia médica. Quiere ello decir que el término “alimentos” es interpretado de forma amplia por el legislador, y no referido, únicamente, al sentido lato del término, identificado con el sustento. No comprende, pues, ni los gastos del embarazo y parto (por razones obvias), y tampoco los gastos de educación ni instrucción. Estos últimos porque el legislador lo entiende sólo referido a la formación de jóvenes y adolescentes, a pesar del auge que esta tomando ahora en la tercera edad los cursos de formación universitaria y no universitaria, donde los mayores pueden completar una formación abandonada por diversas causas en su juventud. El concepto, pues, de alimentos debidos, se construye con una mayor amplitud cuando el beneficiario es un menor de edad que cuando lo es cualquier otro pariente[7]. Cabría preguntarnos si ésta afirmación, consolidada por nuestros operadores jurídicos, debiera mantenerse en todo caso. Si bien es cierto la existencia en nuestro ordenamiento jurídico de un principio de protección a los menores, que justifica, que duda cabe, que tanto el legislador como los jueces y tribunales adopten medidas, como la indicada, que los beneficien; quizás, mantener que también se puede extraer de nuestra Constitución el principio de protección a nuestros mayores pueda justificar interpretaciones al modo de la citada, que beneficien a los ancianos. Y, así, abogamos también por una interpretación amplia del concepto “alimentos” cuando éstos se reclaman por los padres a los hijos, y aquellos presentan una edad avanzada o una situación de precariedad que le impide acceder al mercado laboral.
Son dos las formas por las que, al menos, en principio, puede optar el obligado a prestar alimentos para satisfacer su deuda: o bien pagar la pensión fijada o recibir en su propia casa al alimentista (art. 149 Código Civil). Sin embargo este precepto merece algún comentario. Ya ha manifestado el Tribunal Supremo en más de una ocasión que el derecho de opción se encuentra subordinado a la condición de que no exista ningún estorbo moral o legal[8]. Así, no puede ser obligado a los padres a convivir con los hijos si se acredita una falta de sintonía con éstos. Además, la Ley de Enjuiciamiento Civil se refiere a la condena al pago de una cantidad “olvidando” la alusión a la opción del art. 149 CC. Con todo esto, se puede afirmar que la opción del alimentante estaría condicionada al consentimiento del alimentista que, en caso de desacuerdo, podría solicitar el abono de una cantidad.
Si fueran varios los hijos obligados a prestar alimentos, podría acordarse (y siempre que el alimentista estuviera de acuerdo) que fijaría su residencia en la casa de uno de sus hijos, realizando éste con sus otros hermanos los acuerdos económicos pertinentes y válidos dentro de la libertad de contratación. Ahora bien, no puede imponerse al amparo de la opción del art. 149 CC un turno de rotación entre las diferentes viviendas de sus hijos, a no ser que el padre consintiera.
La prestación de alimentos bajo la fórmula de tener en casa al sujeto, cuando éste es una persona mayor que presente síntomas de demencia, puede tener importantes consecuencias jurídicas. Así, el hijo se convierte en guardador de hecho de su padre, estando, entre otras, obligado a promover la constitución de tutela y asumiendo la responsabilidad civil por los daños que pueda sufrir la persona mayor así como los que éste infiera a terceros.
Una cuestión íntimamente relacionada con la anterior es la posibilidad del internamiento del anciano, como forma de cumplir los hijos con la obligación de alimentos. La Ley andaluza de 7 de julio 1999 de atención y protección a las personas mayores, establece que ninguna persona puede ser ingresada en un centro ni obligada a permanecer en él, sin que conste fehacientemente su consentimiento; a no ser que medie autorización judicial. Efectivamente, el internamiento no voluntario de una persona supone una vulneración del art. 17 de nuestra Constitución, por lo que, en caso de producirse, sería necesario la autorización judicial. Pero veamos este tema con más detenimiento, ya que goza de no pocas implicaciones y de gran trascendencia social.
Cuando el sujeto toma libremente la decisión de trasladar su residencia a un centro asistencial (siempre y cuando tenga capacidad para ello) y lo haga con constancia documental[9], o sea el tutor el que la tome, previa autorización judicial (art. 271.1 CC) si se encuentra incapacitado, el derecho a la libertad se encuentra garantizado. El problema se plantea cuando no existe consentimiento del anciano[10], y son sus familiares, en la mayoría de los casos, los que desean (o necesitan) el ingreso. Muchos casos porque se ven imposibilitados para atenderlos.
Nuestro ordenamiento jurídico no prevé, expresamente, esta posibilidad, ya que el art. 763 LEC se refiere, textualmente, al «Internamiento no voluntario por razones de trastornos psíquicos»[11], trastornos que no siempre, ni necesariamente, concurren en las personas mayores, que, en muchos casos, más que un internamiento psiquiátrico, se trataría de un internamiento asistencial (no previsto, inicialmente, en el texto de la ley).
Esta falta de previsión no puede, ni debe, tener como resultado la inaplicabilidad del régimen garantista del art. 763 LEC, y dar lugar al absurdo de exigir autorización judicial para el internamiento involuntario de un enfermo mental, y no exigirla en el caso de un anciano con sus facultades físicas (que no psíquicas) disminuidas. En este sentido, pues, el concepto de “internamiento” debe alcanzar, también, al llamado internamiento asistencial, y que no tiene porque estar relacionado con enfermedad ni padecimiento psíquico alguno; simplemente debe exigirse que exista una imposibilidad del sujeto para valerse por sí mismo, de tal manera que la medida del internamiento lo sea en su interés. Es el interés del anciano (al igual que el interés del menor), el que debe estar presente en toda resolución judicial que autorice su internamiento en un centro asistencial contra su voluntad. Sentada, pues, la aplicación del art. 763 LEC, dicho régimen se sustenta en la necesidad de autorización judicial para el caso de internamiento no voluntario que el juez deberá emitir, siempre que la protección del interés del anciano aconsejen tal medida (básicamente, porque la atención que recibirán será mejor que la que recibe en su domicilio, sea por las causas que sea), y que, lógicamente, presupone la disminución de sus facultades psíquicas o físicas, de forma que no pueda valerse por si mismo y carezca de personas que quieran hacerse cargo de él.
Sin embargo, el derecho a la libertad no se garantiza únicamente exigiendo el consentimiento del afectado[12] o la intervención judicial en caso de no manifestarlo, sino que es necesario un control judicial durante el ingreso, siempre y cuando éste fuera involuntario[13].
II.2. El contrato de alimentos.
La Ley 41/2003 de 18 de noviembre, de protección patrimonial de las personas con discapacidad, ha modificado el CC, introduciendo un nuevo modelo contractual hasta entonces no previsto expresamente por el legislador. Este contrato, denominado “Contrato de alimentos”, contiene una fórmula, bajo cuyo amparo es posible atender a las necesidades del alimentista, recibiendo por ello el alimentante un determinado capital. En este sentido define el art. 1791 CC el mencionado modelo contractual: Por el contrato de alimentos una de las partes se obliga a proporcionar vivienda, manutención y asistencia de todo tipo a una persona durante su vida, a cambio de la trasmisión de un capital en cualquier clase de bienes o derechos[14].
La obligación que resulta del contrato de alimentos es una obligación convencional, surgida como consecuencia de la libre autonomía de la voluntad de los sujetos, reconocida en nuestro ordenamiento jurídico. A diferencia de la obligación legal de alimentos que no precisa de ningún acuerdo entre las partes.
El contenido de la deuda de alimentos es el que, voluntariamente, establezcan las partes, con independencia de la necesidad del acreedor y de la fortuna del obligado. Ni siquiera se exige que exista necesidad alguna: cualquiera, esté en la situación económica que esté, puede concertar un contrato de alimentos con otro sujeto. Ello supone, que el cambio de necesidades (su aumento o disminución o su aparición o desaparición) no repercute, en modo alguno, en las prestaciones fijadas en el contrato, a no ser que las partes así lo hubieran expresado a la hora de contratar; tampoco la variación que pudiera experimentar la fortuna del obligado tiene consecuencia jurídica alguna, salvo pacto en contrario.
La duración del contrato es indefinida y depende de un factor aleatorio, tal cual es la vida del acreedor. Como contraprestación, el obligado a dar alimentos recibe en propiedad un capital sea éste del tipo que sea.
Es posible la modificación de la prestación debida, que pasa necesariamente por la convivencia con el alimentista, en los supuestos contemplados en el art. 1792 CC: la muerte del alimentante, que no extingue la obligación para sus herederos, o la concurrencia de una causa grave que impida la convivencia pacífica entre ambas partes. Cuando alguna de estas circunstancias acontece, el alimentista puede solicitar el cambio de la prestación debida por el pago de una pensión periódica, revisable y pagadera por anticipado.
También prevé el CC el posible incumplimiento por parte del alimentista de su obligación de atención y asistencia, una vez ha recibido en propiedad el capital estipulado en el contrato. Si ello sucediese, el art. 1795 CC faculta al alimentista para optar entre exigir el cumplimiento (trasformada ya la obligación en una obligación pecuniaria consistente en el abono de una pensión, y pudiendo quedar así para el futuro por concurrir una circunstancia grave para mantener una pacífica convivencia, en los términos del art. 1792 CC), o solicitar la resolución del contrato, debiendo proceder el alimentante a la devolución del capital recibido.
En definitiva, con la implantación del contrato de alimentos se abre una nueva posibilidad para atender a las necesidades de la persona mayor, que, con seguridad, será utilizada como un instrumento para el establecimiento convencional de los alimentos. Sólo queda apuntar que la ley no exige la existencia de lazos familiares entre los sujetos que suscriben el contrato, por lo que éste puede ser una vía para articular el ingreso voluntario en residencias geriátricas, aportando el anciano una serie de bienes y quedando la residencia obligada a atenderle, en las condiciones pactadas, durante toda la vida del sujeto.
III. EL DEBER DE RESPETAR A LOS PADRES Y SUS CONSECUENCIAS
Dice el art. 155.1º del CC que los hijos deben obedecer a sus padres mientras permanezcan bajo su potestad y respetarles siempre, consagrando dos obligaciones: una la de obediencia), circunscrita sólo mientras estén bajo la patria potestad, otra la de respeto, que permanece durante la vida de los sujetos implicados.
El deber de obediencia gozó de un riguroso tratamiento en los ordenamientos históricos, estando muy suavizado en la actualidad. Sin embargo, los padres pueden recabar el auxilio de la autoridad si fuera preciso para poder ejercer correctamente la patria potestad ( art. 154 in fine CC).
Pero es quizás el deber de respeto el más difícil de abordar, sobre todo cuando se exige a sujetos mayores de edad, frente a los cuales el padre no tiene la autoridad derivada de la patria potestad, que le permite poder auxiliarse de la fuerza pública. Como dice HOBBES no sólo es preciso que los hijos obedezcan a sus padres mientras están bajo su potestad sino también que más tarde reconozcan (como requiere la gratitud) el beneficio de su educación por signos externos de honra. La forma que tiene nuestro ordenamiento jurídico de garantizar esta obligación o compeler a su cumplimiento es otorgando ciertas consecuencias jurídicas a actitudes en las que el hijo demuestre su falta del respeto debido a sus progenitores. Consecuencias todas ellas patrimoniales y que se ponen de manifiesto a la hora de concurrir a la herencia de sus padres.
Una de estas consecuencias es la indignidad para sucederle. Ser indigno implica ser incapaz por obra de la ley para poder concurrir a la herencia de los padres, y una vez se ha acreditado la causa en un procedimiento judicial, Así, el art. 756 en sus párrafos 2,3,4 y 7 considera indignos para suceder:
– 2ª El que fuera condenado en juicio por haber atentado contra la vida del testador, de su cónyuge, ascendiente o descendiente. Si el ofensor fuera heredero forzoso, perderá su derecho a la legítima
– 3ª El que hubiera acusado al testador de delito al que la ley señale pena no inferior a la de presidio o prisión mayor, cuando la acusación sea declarada calumniosa
– 4ª El heredero mayor de edad que, sabedor de la muerte violenta del testador, no la hubiere denunciado dentro de un mes a la justicia, cuando ésta no hubiera procedido ya de oficio. Cesará esta prohibición en los casos en que, según la ley, no hay la obligación de acusar.
– 7ª Tratándose de la sucesión de una persona con discapacidad, las personas con derecho a la herencia que no le hubiesen prestado las atenciones debidas, entendiéndose por tales las reguladas en los artículos 142 y 146 CC[15] .
Son muy escasas las sentencias en las que se aborda la causa de indignación a los efectos sucesorios, y menos aun las que las se refieren al comportamiento indigno de un hijo en relación a sus progenitores (la mayoría se refieren de indignidad para suceder un padre o madre a un hijo, aludiéndose el abandono físico o económico). Por ello, es muy significativa la sentencia de la AP de La Rioja, de 19 de junio de 2009[16], donde se aborda la indignidad para suceder un hijo a una madre debido al comportamiento que se observó durante la enfermedad de ésta. Los hechos probados fueron los siguientes: Madre enferma de demencia senil y parkinson, que recibe una exigua pensión de viudedad y que vive con una hija que la cuida y atiende hasta la muerte. El otro hijo no se ocupa material ni afectivamente de la madre a la que visita en contadas ocasiones. Fallecida ésta, en el testamento figuran ambos hijos como herederos a partes iguales, entablando procedimiento la hija a fin de que declaren indigno para suceder a su hermano, alegando el apartado 7º del art. 756 CC. El Tribunal no accede a la pretensión en base a los siguientes argumentos:
En primer lugar, la interpretación del art. 756,7 CC debe ser una interpretación estricta, como corresponde a una norma de naturaleza restrictiva de los derechos[17]. El sujeto no ha negado alimentos a la madre (pues nunca se le pidió)[18] ni su madre estuvo en una situación de desamparo como consecuencia de su falta de atenciones.
En segundo lugar, a pesar, pues, de la reprobación moral de la conducta del sujeto, entiende el Tribunal que lo que debe primar es la valoración jurídica de la acción del sujeto; y, en este sentido, no puede constarse reprobación jurídica, pues de su conducta no se generó un desamparo ni desatención de su madre, en la medida que ésta estaba atendida por su hermana[19].
El art. 853 CC hace mención a dos causas de desheredación relacionadas con la falta del respeto debido a los padres. La desheredación es una sanción más leve que la incapacidad para suceder pues así como esta última es automática, la desheredación debe hacerse por el sujeto en el testamento, invocando la causa de la misma[20]. De tal suerte que, si el padre, a pesar de haber cometido el hijo hechos que pudieran subsumirse en alguna de las causas previstas, o no hace testamento o haciéndolo no lo deshereda, no puede luego ser invocada por los herederos para que los afectados no concurran a la herencia.
Las causas a las que me refiero son las siguientes:
1. Haber negado, sin motivo legítimo, los alimentos al padre o ascendiente que lo deshereda.
2. Haberlo maltratado seriamente de obra o injuriado gravemente de palabra.
Tal y como sucede con la indignidad, también deben ser interpretadas de forma estricta[21] y exigirse una prueba acreditativa de su concurrencia; pues no basta la mera apreciación del testador, aludiendo a la desheredación por cualquiera de las causas permitidas. Si el testamento fuera impugnado por los afectados, será preciso probar la causa que se le atribuye en el testamento[22].
IV. LA OBLIGACIÓN DE CONTRIBUIR A LAS CARGAS FAMILIARES
Es ésta, quizás, una obligación muy impopular o en desuso, en una sociedad como la nuestra, en la que sólo se habla de obligaciones económicas de los padres con respecto de sus hijos. Pero, ¿es que los hijos no están obligados a nada? El CC en su art. 155,2 dice, textualmente, al respecto Los hijos deben contribuir equitativamente, según sus posibilidades, al levantamiento de las cargas familiares mientras convivan en ella.
Esta obligación surge en sustitución del antiguo derecho de usufructo que tenían los padres sobre los bienes de sus hijos, aunque es una obligación más leve que el derecho de usufructo. Su contenido es muy amplio y flexible y con una finalidad muy limitada: lo que el CC llama levantamiento de las cargas familiares, siempre que el sujeto viva con sus progenitores y con independencia de su edad. La contribución debe ser proporcional a las posibilidades del hijo, pero no, necesariamente, tiene que ser la entrega de una cantidad de dinero. La obligación de contribuir al levantamiento de las cargas familiares implica múltiples prestaciones en especies, muy olvidadas por nuestros jóvenes: cuidar del hermano pequeño o del abuelo, ayudar en las labores domésticas… sin embargo, en la práctica, es más una norma moral que jurídica, con poca incidencia en la práctica. El art. 165 CC, no obstante, a fin de facilitar su cumplimiento cuando el hijo es menor de edad y es titular de un patrimonio que genera rentas o frutos, faculta a los padres administradores de los bienes a destinar los frutos y rentas al levantamiento de las cargas familiares, en la proporción debida por el hijo, eximiéndole de la obligación de rendir cuentas.
V. CONCLUSIÓN.
De la exposición somera de los medios de los que dispone el ordenamiento jurídico español, y del que nacen obligaciones jurídicas de los hijos hacia los padres, se observa, que fiel al momento histórico y social en que han de ser aplicadas, estas normas se aplican muy escasamente y con una interpretación estricta y favorable al hijo, sobre todo si es menor. Sin embargo, en la sociedad española se está consolidando un principio de protección al anciano con un importante reflejo normativo, tanto a nivel estatal como autonómico. Dicha protección exige comportamientos activos y responsables de los hijos con respecto a sus padres ancianos al mismo tiempo que el estado social comienza a asumirlos como una necesidad imperante y a la que debe atender. Probablemente sea ésta la vía más acertada para cristalizar obligaciones de cuidado y atención hacia nuestros mayores, que pudieran subsumirse en la obligación de alimentos, interpretada ésta en un sentido más amplio de lo que actualmente viene siendo. Menores (hijos) y ancianos (padres) son, que duda cabe, sujetos merecedores de una especial atención por nuestro legislador; atención que demanda obligaciones de los obligados naturalmente a su cuidado (padres e hijos) y de las que la sociedad debe exigir su cumplimiento. En otro caso, hijos mayores de edad, padres adultos pero con plenas facultades, estas obligaciones deben de reducirse, incluso eliminarse; y cuando permanezcan, su interpretación debe ser restrictiva en relación a los hechos que determinan su nacimiento. Alimentar y cuidar a nuestros hijos menores y a nuestros ancianos siempre, a nuestros hijos mayores y a nuestros padres adultos, sólo en caso de necesidad.
Profesora Titular de Derecho Civil, Universidad de Cádiz
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