§ 1. Introducción
A nadie escapa que, desde hace ya tiempo, la cuestión de la participación de la víctima[1] dentro del proceso penal ha pasado a ser un tema ineludible en las discusiones sobre diseño del mismo.
En la Argentina, el tema ha cobrado vigor luego de la reforma constitucional de 1994, la cuál concede rango constitucional a una serie de pactos y convenciones internacionales sobre Derechos Humanos de los que un sector importante de la literatura especializada deriva la obligación del Estado Nacional de ocuparse de los derechos de la víctima.
Sin embargo, las opiniones sobre el tema distan de ser concordantes y la doctrina no es conteste respecto de cuál debe ser el lugar que ha de ocupar el agraviado por la comisión de un delito dentro del proceso penal.
Probablemente el largo período que ha transcurrido con el ofendido fuera del sistema sea una de las causas de esta falta de consensos.
A continuación recrearemos someramente el desarrollo del sistema que da lugar a la exclusión de la víctima del delito del sistema penal, al que denominaremos modelo punitivo, señalando algunas de sus características más salientes. En segundo lugar, haremos referencia a las disposiciones de los pactos internacionales incorporados a la Carta Magna que obligan al sistema a enfrentar un cambio de paradigma en cuanto al rol del agraviado dentro del proceso. Luego de ello, elaboraremos una serie de breves consideraciones acerca de dos de los modelos que pueden seguirse en la incorporación a la víctima al proceso penal. Por último, daremos paso a las consideraciones finales, sosteniendo que la apertura a una participación más activa de la misma resulta conveniente para cualquiera de los dos sistemas.
§ 2. Nace el modelo punitivo
Se afirma que el largo período de ausencia de la víctima del delito en el proceso da comienzo con el sistema impuesto por la Inquisición en el siglo XIII.[2]
Hasta entonces prevalecía el sistema de corte germánico que se ha denominado composición, el que consistía en la posibilidad de que, ante una ofensa cometida por un miembro de una familia o clan a otro miembro de otra, se procediera a buscar una solución entre ambos grupos que pusieran fin al conflicto.[3]
Las prácticas desarrolladas, conceptualizadas y cristalizadas por el Santo Oficio impusieron como paradigma de proceso un trámite lo suficientemente rígido como para que aún hoy subsistan sus rasgos más característicos.[4]
El sistema, que ha sido denominado Modelo Punitivo [5], presenta una serie de caracteres que a continuación describimos.
El auge de este modelo coincide con una centralización verticalista del poder político, que requiere de un fuerte sistema de mando – obediencia para sostenerse.
La identificación del delito con el pecado dará lugar a que la finalidad del procedimiento sea la determinación de lo realmente ocurrido, lo cuál responde a una relación conceptual de correspondencia entre verdad y justicia.
La autoridad, que tiene su fuente en Dios, se ve amenazada por la “comisión de pecados”, concebidos como manifestación del mal absoluto y atentatorios contra el poder del monarca.
El fundamento del castigo no será ya la retribución por la afectación de intereses particulares, sino la infracción en sí misma, que supone una lesión al poder del rey y por su intermedio, una ofensa a la deidad.
El sistema reemplaza la noción de “ofendido” por la de mandato incumplido, lo que significa autoridad desobedecida. El hecho ilícito pasa entonces a significar algo más que un daño a un interés privado, es ahora un síntoma de un desacato al poder omnímodo. Ello genera, al menos, dos consecuencias:
La primera es que, ante la posible existencia de una infracción, resulta imprescindible hacer que el pecador expíe su falta a través del castigo. El sistema no reacciona a través de la búsqueda de la reposición del estado de cosas anterior, sino de la búsqueda del castigo que reestablezca la autoridad debilitada (así, mientras más brutal y explícito sea, mayor será el efecto deseado).
La segunda es que la pena deberá ser ejecutada por quien ha sido damnificado, esto es, el Estado.
Desde entonces, los intereses individuales dejan de tener importancia dentro del procedimiento penal, situación que se mantiene incólume, al menos, hasta la llegada del iluminismo.
Es a partir de las revoluciones Francesa y Americana que el sistema penal comienza a poner atención en la afectación de intereses particulares de los ciudadanos. Pero también en estos tiempos aparece un elemento que supondrá el mantenimiento de la víctima en un papel insignificante dentro del sistema penal, tal es el llamado “principio de legalidad”. [6]
Este principio, considerado una de las conquistas más relevantes de la ilustración, determina que, frente a la comisión de un hecho calificado como delito por la ley penal, sólo existe una alternativa legal posible: la determinación del autor del delito y la consiguiente aplicación al mismo del castigo correspondiente, también previsto en la norma penal.
La autoridad del monarca ya no es el objeto de protección de la norma penal. Pero llega a ocupar ese espacio vacío la idea de “bien jurídico penalmente tutelado”. Los intereses privados de las partes se objetivan a través de esta categoría y es el Estado el que asume la función de protección de estos bienes, a través de la tarea de prevención, general y especial.
De este modo, la afectación de intereses individuales a través de conductas tipificadas como delictivas, produce como resultado un desplazamiento del titular de los derechos afectados, quien no tiene la posibilidad de intervenir dentro de un proceso cuya finalidad no es la búsqueda de una solución que contribuya a la satisfacción de sus intereses, sino la aplicación de un castigo al responsable del hecho, que contribuya a cumplir con la tarea de prevención asumida por el Estado.
La potestad de castigo sigue siendo absolutamente monopolizada por el Estado, quién acapara la facultad de persecución punitiva como única alternativa posible frente a la comisión de un ilícito, quedando el agraviado desplazado y excluido del asunto.
El sistema queda entonces configurado de la siguiente manera: la afectación de intereses particulares a través de formas tipificadas como ilícitos penales es calificada como un signo de posibilidad de intervención de la autoridad, no se ve un conflicto entre dos personas (humanos) en disputa sino la afectación de una persona-objeto de cuyo conflicto se apropia la autoridad, quedando el ofendido reducido a un signo habilitante de poder.[7]
§ 3. El Derecho Internacional de los DD.HH. obliga a un cambio de paradigma.
Como adelantáramos, en la actualidad ha cobrado gran vigor, al menos a nivel discursivo, la idea de que esta situación debe revertirse en favor de garantizar un papel de importancia al agraviado dentro del sistema penal.
En este contexto, Maier llama a este renovado impulso de la política criminal “nueva ola”, mientras que Cafferata Nores, lo denomina “nuevo paradigma”, el cual, dice Cafferata, está “diseñado sobre la base del equilibrio entre el monopolio del uso del poder penal y la fuerza por parte del Estado y las herramientas acordadas al ciudadano para requerir la intervención estatal en protección o restauración de sus derechos vulnerados por el delito, o para limitar aquel poder, o prevenirse o defenderse de sus excesos”. [8]
Esta “nueva ola”, consistente en revalorizar el papel de la víctima de un delito en el procedimiento penal, tuvo impacto en la reforma de nuestra Constitución Nacional en 1994, a raíz de la cual se atribuye rango constitucional a una serie de declaraciones y tratados internacionales sobre Derechos Humanos (art. 75, inc. 22) [9], influyendo fuertemente sobre las obligaciones del Estado y los límites a su poder penal pre–existentes, a la vez que precisa los alcances de los derechos acordados a la víctima del delito.
Así, el Manual de Justicia sobre el uso y la aplicación de la declaración de Principios Básicos de Justicia para Víctimas del Delito y Abuso del Poder, fruto de la Resolución de 1996 de la Comisión de Prevención del Delito y Justicia Penal de Naciones Unidas, en cuanto a la participación de la víctima en el proceso judicial, establece: “Fin: Asegurar que todas las víctimas tengan acceso al sistema judicial, así como apoyarlas a través del proceso de justicia, y que el sistema de justicia esté diseñado para minimizar los obstáculos que las víctimas puedan enfrentar al buscar justicia.” . [10]
La Convención Americana sobre Derechos Humanos reconoce a toda persona derechos y libertades, y establece, para todos los Estados parte, el compromiso de respetarlos y garantizar su libre y pleno ejercicio. Este es el llamado “derecho a la tutela judicial efectiva” (v.gr., arts. 1.1, 8.1 y 25 de la CADH), el que “comprende el derecho de acceder a los tribunales sin discriminación alguna, el derecho de incoar un proceso y de seguirlo, el de obtener una sentencia o resolución motivada sobre la cuestión planteada, el derecho a la utilización de los recursos, el derecho a que la sentencia se ejecute” . [11]
Cafferata Nores [12] precisa el concepto de derecho a una tutela judicial efectiva, que surge del art. 25 [13] de la CADH. Dicha disposición establece en términos generales la obligación del Estado de proveer a los ciudadanos sometidos a su jurisdicción una debida protección judicial [14] cuando alguno de sus derechos haya sido conculcado, siempre que este derecho le sea reconocido por la Convención, o por la Constitución o las leyes internas del Estado [15]. El autor agrega que esta protección corresponderá “cualquiera sea el agente” [16] al cual pueda eventualmente atribuírsele la vulneración, inclusive cuando el agresor sea un particular.
Un enfoque similar sigue la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, pues establece que todas las personas, en un plano de igualdad, tienen el derecho a ocurrir a los tribunales para hacer valer sus derechos (ver arts. II, XVIII de DADH).
En el mismo sentido, la Declaración Universal de Derechos Humanos asegura a todos, sin distinción, derecho a un recurso efectivo, ante los tribunales nacionales competentes, que la ampare contra actos que violen sus derechos fundamentales reconocidos por la constitución o por la ley (ver 7 y 8 de D.U.DD.HH).
Con base en lo dicho hasta aquí y en las disposiciones citadas podemos afirmar que el Estado Argentino está obligado, por su Ley Fundamental y por el llamado principio pacta sunt servanda, a generar un cambio dentro del sistema penal que posibilite la participación del agraviado dentro del proceso, sin importar cual sea el modelo de sistema que decida adoptar (punitivo o de solución de partes).
§ 4. Acerca de las diferentes formas de participación del agraviado dentro del proceso penal.
Ahora bien, aunque es cierto que la doctrina no muestra mayores diferencias acerca de la necesidad de abrir la puerta del proceso al ofendido, los acuerdos comienzan a menguar en la discusión acerca de cuál es el modo en el que el agraviado ha de participar en el proceso.
Al respecto diremos que existen, al menos, dos vertientes con opiniones divergentes sobre el punto.
Por un lado, hay quienes propugnan la participación de la víctima en un sistema de vigencia plena del principio de legalidad. Dentro del cual la pena, monopolizada por el Estado, seguiría siendo la única salida frente a la comisión de un hecho tipificado como ilícito penal.
De acuerdo con éste modelo, la víctima solamente tiene la posibilidad de ayudar a “empujar” la maquinaria punitiva estatal en una única dirección. Esto es, hacia el castigo.
Dentro de esta corriente hay diferentes matices. Así, las diferencias estriban en las facultades que han de otorgarse al agraviado en las diferentes etapas del procedimiento, mientras que los debates más álgidos se suscitan respecto de la posibilidad o no de la víctima de llevar adelante la acción penal ante la inactividad del Ministerio Público Fiscal.
Dentro de estas formas de participación del ofendido se inscriben los modos tradicionales de intervención en el trámite procesal. Tales son la constitución en actor civil dentro del proceso penal y la constitución en querellante particular en los delitos de acción pública.
Desde otra vertiente, se propone abandonar el principio de legalidad, en tanto elemento determinante de la pena estatal como alternativa única y obligatoria frente a la comisión de un delito.
Se sostiene la necesidad de abandonar un modelo de justicia punitiva para inclinarse hacia un modelo de justicia de partes o justicia reparatoria. Ello requiere dejar de lado el paradigma de acuerdo al cual toda infracción a la ley penal supone una cuestión de Estado. Se afirma que, en definitiva, cuando existen derechos o intereses individuales conculcados, el mayor damnificado es el titular de los mismos y no la sociedad en conjunto. De ello se desprende la posibilidad de generar alternativas que supongan tener en cuenta la autonomía de la voluntad del agraviado, a quien deben brindársele soluciones que resulten más beneficiosas para el mismo.
Dentro de este modelo tiene cabida una de las formas tradicionales de participación del agraviado. Esta es la posibilidad de constituirse en querellante particular en los delitos de acción privada, donde el damnificado sigue siendo “propietario del conflicto” durante el desarrollo del proceso penal.
§ 5. La víctima dentro del modelo punitivo. ¿Litisconsorte adhesivo o litigante autónomo?
Existe un fuerte debate doctrinario acerca de las facultades que se le deben acordar al ofendido dentro del procedimiento penal. Los defensores de la “tesis amplia” sostienen que no se puede cercenar el derecho de promover querella contra el agresor y de sostenerla ante el poder público hasta la obtención de una resolución judicial que individualice al responsable del ilícito y establezca el castigo correspondiente, no admitiendo limitaciones al respecto. [17]
Ante ello se levantan críticas disímiles, pero las de mayor fuerza son aquellas que observan una alteración al principio de igualdad, en donde el imputado se ve debilitado ante la participación de la víctima jugando un rol de “segundo acusador” dentro del proceso, cuando no de varios (en supuestos específicos), todo lo cual colisiona con los principios que sostienen la idea de procedimiento acusatorio.
El imputado podría verse en la penosa situación de “enfrentarse a un “ejército” de acusadores, conformado por la o las víctimas (según el caso), con sus propios consejeros jurídicos expertos y el Ministerio Público, órgano estatal que contará con un sinnúmero de colaboradores, auxiliado por una policía especializada e insertado en una red que el imputado no tiene, en general, ninguna posibilidad de igualar (teniendo en cuenta que además es probable que se halle privado de su libertad).”. [18]
No obstante, la mayoría de las posiciones sobre el tema convergen, al menos, en aceptar la participación a la víctima tendiente a acreditar le existencia del hecho delictivo y la determinación de su responsable. También se acuerda en la posibilidad de recurrir toda resolución jurisdiccional adversa a sus vulnerados derechos, o favorable al imputado, incluso si el Ministerio Público Fiscal no la impugna.
Con base en ello, Cafferata Nores valora como positiva la actuación de la víctima en el proceso penal, evitando que el proceso no se inicie o impidiendo que, luego de iniciado, finalice sin que se haya formulado imputación a persona alguna o se clausure antes de la realización del juicio oral y público mediante el dictado de un sobreseimiento. El autor destaca además la posibilidad de que la sentencia absolutoria que pueda dictarse, no quede firme. En síntesis, afirma, al ofendido penal se le debe dar la posibilidad de lograr el inicio, la subsistencia y el progreso de la investigación sobre el delito que dice haber sufrido y la obtención de una decisión jurisdiccional acerca de si corresponde la aplicación de una pena a quienes señala o se individualiza como partícipe, en especial en el caso de que el Ministerio Público Fiscal opine le contrario [19].-
§ 6. Consideraciones Finales.
Adherimos a las ideas de Maier cuando advierte que la cuestión de la víctima es “un problema político-criminal común, al que debe dar solución el sistema en su conjunto”.
Los argumentos en favor de reconocer la necesidad de trabajar en un cambio de paradigma orientado hacia el ofendido son contundentes, sin tener en cuenta la idea de modelo (punitivo – reparatorio) que se defienda.
l primer argumento, fuerte por cierto, surge de las disposiciones de las convenciones y pactos de DD.HH. que así lo ordenan a los Estados parte. Ello supone además, en el caso argentino, un imperativo constitucional que no puede desconocerse bajo ninguna excusa.
Por otra parte, tanto para el modelo punitivo (a través de una “víctima colaboracionista”) como para el modelo reparatorio o de solución de conflictos (a través de una “víctima sujeto”) la participación del ofendido dentro del proceso resulta de vital importancia.
Para el primero supone la posibilidad de recuperar legitimidad dentro de un escenario que lo muestra como totalmente inútil a los requerimientos sociales, en tanto el modelo de solución de conflictos no puede existir sin la participación del sujeto agraviado.
Desde el punto de vista estrictamente utilitarista también debe valorarse tal actuación como positiva. Un particular damnificado actuando dentro del sistema ofrece la garantía de un control externo a la gestión del sistema que, sin lugar a dudas, puede contribuir a la eficientización del mismo.
Creemos que el sistema penal debe articularse con base en la idea de entender que los ciudadanos de un Estado Democrático tienen derecho a gozar de un servicio de justicia, preocupado por los intereses reales y concretos de cada uno de sus destinatarios y no por garantizar la indemnidad del propio poder estatal.
Desformalizar el sistema, teniendo en miras los intereses concretos afectados y los conflictos realmente suscitados, seguramente tendrá por resultado contribuir a la tan mentada paz social, economizando recursos y limitando el despliegue de violencia.-
Adscripto a la Cátedra de Criminología de la Universidad Nacional de Córdoba – Argentina
Abogado – Argentina
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