Democracia, Derechos Humanos y Cooperación Internacional

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Resumen:  El presente trabajo tiene el propósito de elaborar un marco teórico y actual en torno a la relación existente entre democracia y derechos humanos, enmarcándolo en las principales vertientes de la teoría política contemporánea emergente en América Latina a lo largo de los últimos veinte cinco años demostrando, por fin, la tendencia verificada en el discurso de la cooperación internacional multilateral por patrocinar estrategias de desarrollo local endógeno.

ÍNDICE

I.    JUSTIFICATIVA Y LÍMITES DEL ESTUDIO

II. UNA APROXIMACIÓN A LA DEMOCRACIA SEGÚN SUS PRINCIPIOS

2.1. La problemática conceptual

2.2. Los principios democráticos

III.    UNA APROXIMACIÓN A LOS DERECHOS HUMANOS VIGENTES EN LA NORMATIVA INTERNACIONAL

3.1.                      Los derechos de primera generación

3.2.                      Los derechos de segunda generación

3.3.                     Los derechos de tercera generación

IV.  LA RELACIÓN ENTRE DEMOCRACIA Y DERECHOS HUMANOS

4.1. La democracia y los derechos civiles y políticos

4.2. La democracia y los derechos económicos y sociales

4.3. La democracia y los derechos culturales

V.   EL ÁMBITO LOCAL EN LA TEORÍA POLÍTICA CONTEMPORÁNEA FORMULADA EN AMÉRICA LATINA

5.1. Las perspectivas de la derecha

5.2. Las perspectivas de la izquierda

5.3. Las perspectivas céntricas

VI.    AGENDA MULTILATERAL Y DESARROLLO LOCAL – CONCLUSIONES

6.1. Lo local en el discurso multilateral

6.2.   Ensayo de un discurso cosmopolita abierto al desarrollo local

VII. BIBLIOGRAFÍA.

I. JUSTIFICACIÓN Y LÍMITES DEL ESTUDIO

Democracia y derechos humanos han sido históricamente tratados como fenómenos distintos y que todavía hoy remiten a esferas políticas diferentes: uno se refiere a la organización del gobierno, otro a la protección jurídica del individuo en su singularidad. Uno más orientado a las instituciones que ordenan la vida pública, otro al orden jurídico que garantiza a los individuos las condiciones mínimas de una vida digna. Mientras el término “humanos” impone un reconocimiento naturalmente universal, correspondiendo su regulación a las instancias internacionales, la democracia necesariamente se circunscribe al ámbito interno de los Estados, ya que está limitada por la idea de soberanía. La problemática es aun reforzada por la separación de ambos los temas a entornos científicos distintos, uno a las ciencias políticas, otro a las ciencias jurídicas, dos áreas que tradicionalmente muy poco se comunican (Beetham, 1999, pp. 89-90).

Por fuerza de esta distancia, la relación entre democracia y derechos humanos ha sido en diversas oportunidades proclamada como simplemente empírica o complementaria, al revés de ser considerada como la decurrente de una unidad orgánica. Así, es bastante común escuchar que “la democracia es el sistema que más beneficia a la defensa de los derechos humanos”, o que “la democracia debe ser complementada por la promoción de los derechos humanos”, como si éstos fuesen algo a ser añadido a aquella y que, en caso de que así no se lo haga, supondrían un “peligro para la democracia”. Estas visiones de la democracia, demasiadamente restrictivas, que ya deberían ser consideradas superadas en el espacio académico y científico, siguen reflejando muchas de las iniciativas actualmente promovidas en escenario internacional.

Una primera aproximación a las ideas de democracia y derechos humanos, según concebidas en la actualidad, podría llevarnos a precipitadamente concluir que tanto una como otra disfrutan de considerable grado de aceptación, sea por parte de la mayoría de los países del Occidente —América Latina, en particular—, sea por parte de los principales actores de la cooperación internacional —organismos intergubernamentales, no gubernamentales, bien como agencias bilaterales de desarrollo.

Sin embargo, entendemos que la intolerable magnitud de las desigualdades sociales que condenan ciertos colectivos a la completa y en muchos casos irremediable marginación, el reclamo por soluciones urgentes para muchos problemas que están en definitiva relacionados con la democratización y con el respeto de los derechos humanos, o bien la ineficacia de algunas iniciativas de la comunidad internacional en estos ámbitos, demuestran la necesidad de retroceder a un debate teórico que busca elucidar la relación existente entre democracia y derechos humanos, aclarando así las bases en las que se asienta el déficit democrático de la actualidad.

Importa señalar que también afueras del circulo académico se hacen evidentes algunos esfuerzos de organismos multilaterales en pro del surgimiento de una nueva concepción de democracia comprometida con una ética global, en cuya agenda estaría necesariamente incluido no sólo el respeto como también la promoción de los derechos humanos, culminando en la justificación de algunas acciones emprendidas en foro internacional (Sosnowski y Patiño, 1999, p. 20).

Por consecuencia, la actual necesidad de elaboración de un marco teórico en torno a la relación existente entre democracia y derechos humanos, sostenido por la teoría política contemporánea que emerge en América Latina a lo largo de los últimos veinte cinco años —sin centrarse en un país o región en particular, sino que optándose por un enfoque amplio y general, aunque en ciertos puntos hacemos mención particular a América Latina—, justifican y delimitan el presente estudio.

II. UNA APROXIMACIÓN A LA DEMOCRACIA SEGÚN SUS PRINCIPIOS

2.1. La problemática conceptual

Presentar una definición de democracia que sea capaz de explicitar sus valores y principios sin ser demasiadamente evasiva o pragmática, que alcance sus propósitos sin dejar al margen las diferentes formas institucionales que adquirió y, aún así, disfrute de consenso, es una tarea prácticamente imposible, que no tenemos la pretensión de solucionar. Es por ello que la vasta bibliografía existente ya no habla de democracia, sino de democracias, indicando muchas posibilidades instrumentales por las que se ha intentado manifestar el pensamiento democrático.[1]

Con efecto, la problemática conceptual que persigue la democracia adviene básicamente de la diversidad de terminologías que a menudo le acompañan, llegando a indicar ideas que pueden parecer antagónicas y excluyentes, o bien “antítesis”, siendo las más frecuentes: democracia como un concepto descriptivo o prescriptivo; como procedimiento institucional o ideal normativo; directa versus representativa; elitista versus participativa; liberal versus no-liberal (populista, marxista, radical); política versus social; mayoritaria versus consensual. Estas limitadas concepciones de la democracia han contribuido para que ella fuese erróneamente entendida como un “concepto esencialmente contestable” (Beetham, 1999, pp. 1-2).

Intentando evitar las concepciones restringidas de la democracia, coincidimos con algunos autores que proponen trasladar el foco de análisis de las instituciones hacia los principios que las dan contenido. De esta manera, las instituciones serían secundarias, ya que son necesarias para la realización de los principios, mientras estos constituirían el centro de la problemática conceptual. Los principios, definidos y justificados, serían estables, a la medida que las instituciones cambian según los diferentes contextos en las que son creadas. Al entenderla de otra forma, la definición de democracia estaría limitada a los medios, inobservando su fin, es decir, estaríamos tratando los instrumentos, más que el objetivo (Beetham, 1999, p. 4; Bilbeny, 1999, pp. 35-36).[2]

2.2. Los principios democráticos

David Beetham propone que para conocer los principios democráticos debemos antes identificar una esfera relevante de la democracia. La democracia estaría así circunscrita al ámbito político de las decisiones colectivas, es decir, pertenece al espacio de toma de decisiones y creación de reglas por y para la colectividad, sea ella un grupo, una familia, o una larga asociación, como sería el caso de un Estado. Así, deberíamos separar esta esfera de otra individual, formada por las decisiones y reglas individuales, que no aprovechan a la colectividad. Esto explica porque una sociedad en la que impere la elección individual, sobrepuesta a la colectiva, podría llamarse una sociedad libre, pero no necesariamente una sociedad democrática. Si admitimos, entretanto, que la democracia pertenece a una esfera política de toma de decisiones por y para la colectividad, un sistema de procesamiento de decisiones colectivas podría ser dicho democrático a la medida que a los miembros afectados por dichas decisiones correspondiese su elaboración. En lo siendo, dice el autor citado, podríamos detectar un “control” ejercido por los miembros de la colectividad, considerados “igualitariamente”. Así pues, al tratar los principios democráticos Beetham habla de “control popular” y de “equidad política” (Beetham, 1999, pp. 4-5).

Robert A. Dahl prefiere hablar de “libertad política” y a la “igualdad política”[3], términos que nos parecen de mayor utilidad, puesto que más claramente nos remiten a ámbitos jurídicos distintos, a los que volveremos en el momento oportuno (Dahl, 1990, p. 60). Así, entendiendo que no existe ningún régimen totalmente democratizado, el mismo autor aboga el vocablo “poliarquía” para designar los “regímenes relativamente (pero no completamente) democráticos” (Dahl, 1997, p. 18). Sin embargo, vale decir que nada difieren estos términos de los planteados por Beetham, ya que al emplear el término “control popular”, el autor británico presupone la facultad de todos para participar en el proceso de toma de decisiones, es decir, la propia libertad de decidir, por si mismo, las cuestiones de interés compartido.[4]

A los principios de “libertad política” y “igualdad política”, Dahl añade un “principio elemental de justicia”, que a la vez estaría muy relacionado con los otros dos ya mencionados, pues, según nos explica el autor:

“…las cosas escasas y valiosas deberían ser distribuidas con justicia. La justicia exige a veces que se tomen en cuenta las necesidades o méritos de cada persona. (…) Cuando las pretensiones de diferentes personas a una cosa escasa y valiosa son igualmente válidas, y ninguno de los reclamos de las personas es mejor o peor que el de otra, entonces, si la cosa es adecuadamente divisible, en partes iguales (como por ejemplo pueden dividirse los votos), cada uno de los demandantes igualmente legítimos tiene derecho a una parte igual. Si la cosa que se debe distribuir no es adecuadamente divisible, en partes iguales para responder a cada uno de los reclamos igualmente válidos (como es el caso de un cuadro valioso, por ejemplo, o de la oportunidad de hablar en una gran asamblea), entonces cada uno de los demandantes con igual título tiene derecho a una oportunidad igual de obtener aquello que se distribuye.” (Dahl, 1990, p. 60)

Pese a que Dahl se refiera al ideal de justicia como un principio a ser conjugado en paralelo a la libertad política y la igualdad política, se puede entender que la justicia más bien la equipara a un valor superior que orienta, persigue y requiere la aplicación plena de los dos principios antes mencionados. En este sentido, escribe el autor en otro pasaje de esta misma obra:

“…si mi argumento del Capítulo 2 es correcto, entonces la democracia, la igualdad política y la protección de los derechos políticos primarios son necesarios para una distribución justa de la autoridad. Pero el reclamo de justicia llega, más allá de la autoridad, a la distribución de otros derechos, deberes, beneficios, desventajas, oportunidades y reclamos.” (Dahl, 1990, p. 86)

Cabría mencionar la lección de Norberto Bobbio quien, al dedicar particular atención científica al igualitarismo, da un paso adelante en el análisis de la relación entre la justicia y los valores de libertad e igualdad. Son suyas las siguientes palabras:

“Desde las más antiguas representaciones de la justicia, ésta siempre ha sido plasmada como la virtud o el principio que preside el ordenamiento en un todo armónico o equilibrado.

(…)

Queriendo conjugar los dos valores supremos del vivir civil, la expresión más correcta es ‘libertad y justicia’, no ya ‘libertad e igualdad’, desde el momento en que la igualdad no es de por sí un valor, sino que lo es tan solo en la medida en que sea una condición necesaria, aunque no suficiente, de la armonía del todo, del orden de las partes, del equilibrio interno de un sistema en el cual consiste la justicia.” (Bobbio, 1993, pp. 57-59)

El autor italiano parte del supuesto de que para que la igualdad sea considerada un valor se requiere esté orientada por el ideal de justicia, ya que cosas iguales no tienen por que ser necesariamente justas (Bobbio, 1993, p. 59). Por otro lado, el pensador nos remite a la máxima según la cual “todos los hombres son (o nacen) iguales”, para indicar la idea de que los hombres han de ser considerados iguales en ciertos aspectos libremente pactados —lo que establece un vínculo también entre la libertad y la justicia. Es más, entre los aspectos a considerar el autor menciona la “dignidad” proclamada según los términos del “artículo 1º de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre” (Bobbio, 1993, p. 69), de forma que el planteamiento nos hace pensar en una premisa básica, que consiste en la idea de igualdad de la dignidad humana, a la que llegamos bajo el precio de la autodeterminación o autonomía, máxima expresión de la libertad política.

La conjugación de los dos principios democráticos fundamentales con un bien mayor también aparece en el análisis de David Held, para quien la democracia se enmarca en torno a un “principio general” al que precisamente pasa a llamar “principio de autonomía” y que debe, según propone Held, ser definido de la siguiente manera:

“Los individuos deberían disfrutar de los mismos derechos (y, por consiguiente, de las mismas obligaciones) en la especificación del marco que genera y limita las oportunidades disponibles para ellos; esto es, deberían ser libres e iguales para determinar las condiciones de sus propias vidas, siempre y cuando no utilicen este marco para negar los derechos de otros.” (Held, 2001, p. 338)

Es David Beetham, sin embargo, quien nos explica que la democracia asociada a la idea de autonomía casi comparte una justificación con el liberalismo salvo si, lo que es fundamental, la autonomía sea entendida colectivamente, es decir, como una participación colectiva en la determinación de reglas y políticas destinadas a la asociación a la que uno está integrado. Explica el autor que los defensores del pensamiento ultra-individualista, sean anarquistas, liberales u otros ideólogos, muchas veces han rechazado la idea colectiva de autonomía o autodeterminación basados en la constatación de que los resultados de las decisiones colectivas raramente corresponden a lo que elegiría para el grupo cualquier participante individualmente y, por consecuencia, aquella confirmaría una violación de la autonomía individual. Entretanto, concluye, esta posición olvida por completo el carácter interdependiente de la vida en sociedad, que requiere compromiso y mutuo acuerdo, más que la superposición de la voluntad individual (Beetham, 1999, p.7).[5]

Por consecuencia, controlar las decisiones por si mismo, en condiciones de igualdad y antes de someterse a la arbitrariedad ajena, exige por lo tanto que se reconozca a todos semejante facultad, de manera que, para evitar perdernos en la retórica infinita, reafirmamos la libertad política y la igualdad política como principios fundamentales de la democracia y, siguiendo con nuestro enfoque, pasamos a una breve aproximación a los derechos humanos actualmente vigentes en la normativa internacional, lo que creemos apropiado para el posterior estudio de la efectiva relación entre ellos y los principios democráticos, bien como de las perspectivas de ambos frente al fenómeno de las desigualdades de la sociedad contemporánea.

III. UNA APROXIMACIÓN A LOS DERECHOS HUMANOS VIGENTES EN LA NORMATIVA INTERNACIONAL

Los internacionalistas suelen conferir a la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, creada en 10 de diciembre de 1948 a partir de los principios de la Carta de las Naciones Unidas, la calidad de documento más importante para el estudio de los Derechos Humanos, aún que puedan ser enumeradas otras relevantes manifestaciones del pasado (Accioly y Silva, 1996; Henkin, 1986, p. 246; Lindgren Alves, s/f).[6]

La Declaración Universal establece, en el seno de las Naciones Unidas, un conjunto de derechos que no observan fronteras, constituyendo, por un lado una norma moral que impone una conducta política a los Estados parte y, por otro, un importante paradigma que tiende a ser cada vez más aceptado por casi la totalidad de los países del mundo, aunque siga recibiendo duras críticas por el carácter posiblemente occidental de algunos de sus principales dispositivos[7].

Así pues, con sus 30 artículos, la Declaración Universal consolida la base estructural de la arquitectura de los Derechos Humanos en ámbito internacional (Accioly y Silva, 1996). A partir de esta base, la protección internacional de estos derechos requería su tutela en un tratado internacional, cuyo cumplimento fuese obligatorio para los Estados que lo firmasen.

Sin embargo, aunque el texto de la Declaración reconozca expresamente la universalidad e indivisibilidad del conjunto de derechos por ella dictado, es correcto afirmar que este conjunto se fragmenta en dos grandes grupos de derechos que surgen de propuestas emergentes en momentos históricos bastante diferentes.

En consecuencia, la consagración internacional de dichos derechos, como un tratado internacional, exigió la construcción de dos instrumentos jurídicos independientes, ya que los Estados signatarios de la Declaración no encontraron cómo implementar ambas clases de derechos en medio a un contexto político tan conflictivo como era el vivido durante los años de la Guerra Fría (Henkin, 1986, p. 246).

Casi veinte años más tarde, por medio de resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en 16 de diciembre de 1966, fueron adoptados y abiertos a la firma, ratificación y adhesión, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Los dos Pactos, juntos, acaban por conferir eficacia a los derechos inseridos en la Declaración de 1948 (Accioly y Silva, 1996).

3.1. Los derechos de primera generación

A través del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, son consolidados en el Derecho Internacional los derechos de primera generación, así nombrados dada su concepción históricamente anterior a la de otros Derechos Humanos actualmente reconocidos por la comunidad internacional. Tales derechos están basados fundamentalmente en la propuesta liberal y en los valores democráticos emergentes en la segunda mitad del siglo XVIII, que resultaron en la proclamación por la libertad de la Revolución Francesa.

El Pacto mencionado se refiere a derechos tales como la libertad de circulación, la igualdad ante la ley, el derecho a un juicio imparcial y a la presunción de inocencia, la libertad de pensamiento, conciencia y religión, la libertad de opinión y expresión, el derecho de reunión pacífica, la libertad de asociación y participación en la vida pública y en las elecciones y la protección de los derechos de las minorías (NN.UU., 1998, p. 245).

Además de esto, el Pacto prohíbe la privación arbitraria de la vida, las torturas y los tratos o penas crueles o degradantes, la esclavitud y el trabajo forzado, el arresto o la detención arbitrarios y la injerencia arbitraria en la vida privada, la propaganda bélica y la instigación al odio racial o religioso.

Al abogar sustancialmente por los principios de libertad, se entiende que los derechos aquí tratados imponen una postura de omisión para el Estado, debiendo este antes de todo evitar interferir en las relaciones jurídicas establecidas con, y entre, los individuos. De hecho, este análisis ha permitido que muchos Estados se sintieran confortablemente situados para aceptar los dispositivos contenidos en el documento internacional, mientras que otros encontraron justamente en este aspecto dificultades insuperables, rechazándolo por completo.

3.2. Los derechos de segunda generación

Por otro lado, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales más bien atiende al llamado de la igualdad de la Revolución Francesa, albergando así los derechos entendidos como de segunda generación, inspirados en las bases sociales de la política del Welfare State, llevada a cabo a finales del siglo XIX y comienzos del XX.

En este documento están tutelados internacionalmente tres tipos de derechos: a) el derecho al trabajo en condiciones justas y favorables; b) el derecho a la seguridad social, a un nivel de vida adecuado y a los niveles más altos de bienestar físico y mental que se puedan lograr; c) el derecho a la educación y al disfrute de los beneficios de la libertad cultural y el progreso científico. Por fin, se estipula que estos derechos deben disfrutarse sin ningún tipo de discriminación (NN.UU., 1998, p. 244).

Así pues, al contrario de los derechos de primera generación, los derechos contemplados por este Pacto imponen conductas bastante positivas al Estado, influyendo este factor también en la aceptación conferida por la comunidad internacional, es decir, fácilmente para unos, impensable para otros, según sus respectivas orientaciones políticas, económicas, sociales y culturales.

3.3. Los derechos de tercera generación

A los dos conjuntos de derechos tutelados cada cual por un Pacto Internacional, tras un proceso de evolución histórica, se añade un nuevo conjunto, constituido por los derechos de tercera generación. Son derechos que, inspirados en la aclamación por la fraternidad en la Revolución Francesa, o bien en su concepción más actual nombrada solidaridad, ganan fuerza en la segunda mitad del siglo XX, más específicamente a partir de los años 1970.

Los derechos de tercera generación, así pues, son derechos que en una primera aproximación requieren, para su protección, la consideración del individuo no en su singularidad, sino en su grupo o sector social, colectivo específico, e incluso en tanto que miembro de la humanidad, aunque se pueda en algunos casos, no sin enfrentar el duro reproche de un importante sector de la doctrina, defender la titularidad individualizada de tales derechos. Aquí están tutelados el derecho al desarrollo, al medio ambiente, a la paz, a disfrutar del patrimonio común de la humanidad y a la asistencia humanitaria, estando unos más desarrollados que otros en la normativa internacional (Gómez Isa, 1999).

La Carta Internacional de Derechos Humanos, entendida como tal el conjunto formado por la Declaración Universal, por los dos Pactos mencionados y por sus protocolos facultativos, complementada por la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial, la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes y la Convención sobre los Derechos del Niño, concluye el conjunto de principales instrumentos internacionales reconocidos y vigentes en buen número de Estados en materia de Derechos Humanos (PNUD, 2000, p. 44).[8]

IV. LA RELACIÓN ENTRE DEMOCRACIA Y DERECHOS HUMANOS

Tras presentar las reflexiones en torno a la problemática conceptual que acompaña el pensamiento democrático desde su surgimiento hasta la época actual, tal como el estudio de la base de los derechos humanos actualmente consolidada en la normativa internacional, partimos al análisis de la efectiva relación que existe entre democracia y derechos humanos.

Para avanzar en este estudio, David Beetham propone una división que creemos didácticamente adecuada, por lo que la adoptamos y pasamos al tema analizando primero la relación entre democracia y los derechos civiles y políticos, luego abordando la relación entre aquella y los derechos económicos y sociales para, por último, trabajar la relación entre democracia y los derechos culturales (Beetham, 1999, pp. 89-114).

Importa mencionar, sin embargo, que entendemos que la relación entre la democracia y los derechos humanos no debe estar restringida a los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, sino que debería más bien abrazar todas las innovaciones que surgen en el discurso internacional, puesto que ya se habla de derechos de 4ª, 5ª e incluso 6ª generación. Esto confirmaría nuestra hipótesis según la cual tanto la democracia como el conjunto de los derechos humanos son conceptos abiertos, sujetos a los cambios que acompañan la evolución humana y es un error no mirar hacia las nuevas demandas.

Empero, como también es cierto que dichas innovaciones todavía no disfrutan de consolidación reconocida a través de instrumentos jurídicos vigentes en la normativa internacional, centramos nuestro interés en lo que ya está reglamentado. En el futuro, podríamos proponer una ampliación del debate, observando así los límites que debemos respectar en esta oportunidad.

4.1. La democracia y los derechos civiles y políticos

El estudio de la relación entre la democracia y los derechos civiles y políticos conlleva al cuestionamiento de qué derechos deben ser garantizados para la realización de los principios democráticos antes mencionados, es decir, la libertad política y la igualdad política.

El planteamiento nos llevaría por dos caminos distintos: uno, institucional, trataría de identificar qué condiciones deben ser respectadas para que las instituciones políticas sean consideradas democráticas[9] y esto, a la vez, nos remite al análisis del grado de incorporación de los principios democráticos en los instrumentos o mecanismos adoptados para establecer el orden político elegido. Aunque se pudiera hablar de una garantía institucional de los derechos humanos, si tratamos aquí de establecer la relación entre democracia y derechos humanos, este no es el camino analítico adecuado.

La otra vía trata de identificar los derechos que deben ser garantizados para que las voces de las personas sean consideradas en las decisiones referentes a temas públicos. Aquí, los derechos civiles y políticos reclaman particular protagonismo. Sin las libertades individuales, no hay participación política viable.

Así, los derechos civiles y políticos, son necesarios para la realización de los principios democráticos, pero no forman una relación extrínseca, complementaria, sino que estos principios, llevados a cabo, se materializan en algunos de los derechos mencionados (el derecho a la libertad de expresión, de reunirse en asociación, de movimiento etc.), formando una relación más bien intrínseca o, como dice Beetham, constituyendo efectivamente, los derechos civiles y políticos, “parte” de la democracia. (Beetham, 1999, p. 92)

En esta línea de raciocinio, escribe Dahl:

“…el proceso democrático brinda a los ciudadanos una amplia gama de derechos, libertades y recursos, suficientes para permitirles participar plenamente, en pie de igualdad, en la adopción de las decisiones colectivas que los comprometen. Si las personas adultas deben participar en decisiones colectivas a fin de proteger sus intereses personales (incluidos los que tienen en su calidad de miembros de la comunidad), desarrollar sus capacidades humanas y actuar como seres autodeterminantes y moralmente responsables, el proceso democrático es necesario, asimismo, para alcanzar estos fines. De acuerdo con esto, no sólo es esencial para brindar uno de los bienes políticos fundamentales (el derecho de las personas a autogobernarse), sino que en sí mismo constituye un rico conjunto de bienes sustantivos. (Dahl, 1992, p. 211)

Por el contrario, se ha hablado de una posible tensión entre la voluntad general, manifestada en proceso de representación mayoritaria, y la defensa de los derechos humanos, lo que ocurre, por ejemplo, cuando las libertades de alguien son privadas por consecuencia de una presión de la opinión pública o por una exigencia nacional. Esto suele ser bastante frecuente en ambientes hostiles, dónde el imperio de la violencia favorece un rechazo a la promoción de los derechos humanos por parte de la población que, considerablemente acosada, proclama su seguridad como prioridad frente al respecto de los derechos de una minoría marginada.

A este fenómeno, Dahl se refiere de la siguiente manera:

“El proceso democrático no solo presupone una vasta serie de derechos fundamentales sino que en sí mismo es una forma de justicia distributiva, ya que influye de modo directo en la distribución del poder y la autoridad sobre el gobierno del Estado y (a raíz de la trascendencia que tienen las decisiones adoptadas por el gobierno del Estado) sobre otros bienes de fondo.

Por lo tanto, no corresponde interpretar un conflicto entre bienes sustantivos y el proceso democrático como si fuese un conflicto entre derechos fundamentales, por un lado, y por el otro un mero procedimiento. Si se presentan tales conflictos, se darán entre un derecho o interés y otro derecho o interés que es uno de los fundamentales que posee un ser humano, un derecho tan básico que ha sido calificado de inalienable: el derecho de las personas a autogobernarse.” (Dahl, 1992, p. 211)

Para el autor, pese a la deficiencia de las instituciones democráticas para solucionar estas cuestiones, no sería el caso de una tensión entre la democracia y los derechos humanos, sino entre el derecho a tener voz en los asuntos públicos y la garantía de seguir teniéndola. La solución para el conflicto requiere entonces una protección mínima de derechos inviolables, lo que se logra justamente a través de un proceso democrático y que equivale a decir que la democracia debe imponer límites a sí misma, para que no se contradiga. Estos límites garantizan el seguimiento de la realización del principio de libertad política, no descalificando a la democracia, sino fortaleciéndola. El propio Dahl reconoce que:

“Es evidente que el proceso democrático no podría existir si no se autolimitara, o sea, si no se limitara a las decisiones que no pueden destruir las condiciones necesarias de su existencia.” (Dahl, 1992, p. 185)

Es más, según la lección de David Held:

“Si se opta por la democracia, se debe optar por poner en marcha un sistema radical de derechos y obligaciones —obligaciones que derivan de la necesidad de respetar los derechos iguales de los demás y asegurar que disfrutan de una estructura común de actividad política.” (Held, 2001, p. 355)

En un nivel aun más profundo, hay otro factor que une los derechos civiles y políticos a la democracia y que nos remite a la naturaleza humana que sirve de fundamento a ambos. Mientras los derechos y libertades individuales tienen raíz en la presunción de capacidad de conciencia y reflexión sobre los asuntos que individualmente afectan a uno, los principios democráticos encuentran fundamento en esta misma capacidad de los individuos para tratar de temas que, colectivamente, afectan a los que comparten una vida común.

Aunque identificásemos una posible tensión entre el carácter individualista[10] de las “doctrinas liberales o libertarias” versus el carácter colectivo de las políticas que “propugnan la igualdad, o igualitarias” aplicadas en el pensamiento democrático (Bobbio, 1993, p. 55), no podríamos negar que la capacidad de autodeterminación, inherente a la dignidad humana, fundamenta tanto a los derechos civiles y políticos como a la democracia.

Por fin, si no se puede llamar antidemocráticos a los derechos civiles y políticos, ya que a lo que se destinan es a garantizar que el control de las decisiones políticas que afectan a cada individuo, y a la colectividad, sea en efecto atribuido a cada individuo, y a esta misma colectividad, tampoco se puede emplear el adjetivo en lo que se refiere a los derechos económicos y sociales, pues si aceptamos que éstos son necesarios al efectivo disfrute de los derechos civiles y políticos, tendríamos que reconocer un acuerdo mutuo basado en la responsabilidad y en la solidariedad, lo que es cualquier cosa menos antidemocrático. A esto vamos a seguir.

4.2. La democracia y los derechos económicos y sociales

Cualquier observador del grado de incorporación de las directrices jurídicas establecidas en ámbito internacional, en lo que se refiere a los derechos de 1ª y 2ª generación, fácilmente concluiría que la mayoría de los países de Occidente prima por ofrecer libertad política sin que la igualdad política disfrute del mismo entusiasmo. En América Latina, por ejemplo, mientras casi la totalidad de los países reconoce ampliamente el derecho de voto, es de destacar su incapacidad para atender a los reclamos del igualitarismo en lo que se refiere a la educación, trabajo, salud, vivienda y otros derechos, esenciales para el pleno ejercicio de la misma libertad otorgada con el sufragio.

Ante las dificultades de consolidación de los derechos económicos y sociales en la sociedad contemporánea, escribe Dahl:

“Desde los tiempos de Aristóteles y aun probablemente desde los filósofos presocráticos, los teóricos políticos vienen sosteniendo que las desigualdades extremas contribuyen a la creación de regímenes hegemónicos, y que los sistemas no hegemónicos, o sea, más igualitarios, deben contar con un grupo preponderante y homogéneo de personas de la clase media, y consecuentemente, deben evitarse las diferencias extremas en el status, ingresos y riquezas de sus ciudadanos. Ahora bien, las sociedades industriales muy evolucionadas fomentan dentro de sí una fuerte inclinación hacia las desigualdades extremas y, sin embargo, es un hecho que las poliarquías representativas han encontrado en los países industrialmente más avanzados el clima propicio para su desarrollo —fenómeno éste que los griegos no pudieron prever—. Esta contradicción aparente ha dado pábulo a muchas especulaciones: unos tratan de resolver el rompecabezas negando que se den tales desigualdades, mientras que otros descartan la explicación de la ‘democracia’; esos países —dicen— aparentemente ‘democráticos’ no son otra cosa que hegemonías disfrazadas.” (Dahl, 1997, p. 83)

Puesta así la cuestión, a la vez que entendemos imposible omitir —bajo cualquier argumento— la existencia de las desigualdades señaladas por Dahl, habría que reconocerse la coherencia con la realidad actual que presenta el llamamiento del autor a la “poliarquía” pues, según su planteamiento y como hemos comentando anteriormente, todavía no se conoce el lugar donde sea posible hablar de una democracia plenamente consolidada (Dahl, 1997, p. 18).

El planteamiento se confirma a la medida que conocemos la relevancia que Dahl confiere a la igualdad, manifestada de la siguiente manera:

“Al distribuir la renta, la riqueza, el status, los conocimientos, la ocupación, la posición dentro de las organizaciones, la popularidad y demás méritos, las sociedades todas asignan también los medios de que se vale un agente dado para influir sobre la conducta de otros agentes, cuando menos en determinadas circunstancias.” (Dahl, 1997, 83-84)

Es más, siguiendo con el pensamiento de Dahl, de la igualdad política depende directamente el ejercicio de la autodeterminación evocada por la libertad política, lo que conlleva hacia una reflexión en torno al orden de atención que debemos prestar actualmente a los principios democráticos, ya que:

“Según la concepción democrática, la libertad a que se accede gracias al régimen democrático es, ante todo, la libertad de autodeterminación para adoptar decisiones colectivas obligatorias: la autodeterminación de los ciudadanos con derecho a participar como iguales políticos en la sanción de las leyes y normas a las cuales en tal carácter desean someterse en su convivencia. Como ya he dicho, una sociedad democrática por lo común se las ingeniará, entre otras cosas, para distribuir los recursos de modo de optimizar la igualdad política, y por ende la libertad primaria de autodeterminación colectiva mediante el proceso democrático, así como las otras libertades inherentes a ese proceso.” (Dahl, 1992, p. 391)

David Held, a la vez, refuerza el argumento proponiendo que la libertad política por sí no tiene por que llevar necesariamente a la igualdad política (Held, 2001, p. 350), sino que la dinámica funcionaría mejor si formulada al revez. En su obra Modelos de Democracia, cita a Galbraith, para quien:

“…primero está el indispensable y absoluto requisito de que todo el mundo tenga una fuente mínima de ingresos en la sociedad. Y si el sistema de mercado no proporciona dichos ingresos… debe hacerlo el estado. No hay que olvidar que nada limita tanto la libertad del ciudadano como una total carencia de dinero (1994, p.2).” (en Held, 2001, p. 356, n. 8)

Con ello, podemos concluir que el ejercicio de los derechos inherentes a la igualdad política —derechos económicos y sociales—, no solo afectan directamente a los derechos que advienen de la libertad política —derechos civiles y políticos— sino que dan también contenido a esta libertad, inexistente en los casos de supresión de algunos recursos básicos que deberían ser al menos puestos al alcance del individuo. Dando un paso adelante, podríamos también concluir que la violación de los derechos económicos y sociales se enmarca en la propia esfera de la autodeterminación, que sirve de base sólida tanto para el pensamiento democrático como para el discurso de los derechos humanos, estableciéndose una relación igual intrínseca entre la democracia y los derechos económicos y sociales.

Una visión diferente es la presentada por David Beetham. Para este autor, al admitirse que la igualdad política puede convivir con alguna desigualdad económica y social, la relación entre democracia y los derechos económicos y sociales debería ser planteada como siendo de “dependencia mutua”, “extrínseca”, no de “identificación plena” tal como la observada en el caso de los derechos civiles y políticos (Beetham, 1999, p. 92).

La propuesta nos parece poco convincente, ya que, como el propio Beetham reconoce, el derecho a la educación y el derecho al trabajo, por citar los más importantes, afectan de alguna manera el ejercicio de los demás derechos humanos, sean económicos, sociales, civiles o políticos. Así, según su entendimiento, mientras la educación contribuye directamente a que uno consiga un trabajo, o a que reclame su derecho a un servicio de salud digno, por ejemplo, o también que conozca los derechos de la ciudadanía y los ejercite participando igualitariamente de la vida pública, es decir, realizando los principios democráticos, el derecho al trabajo también es fundamental a los demás derechos humanos y a la democracia en si misma, puesto que, si por un lado provee el individuo con la capacidad financiera para lograr otros derechos inherentes a una vida digna, por otro ejerce una función de particular influencia en los principios democráticos, dotando el individuo de capacidad para administrar sus propios intereses, contribuyendo a su auto-confianza y autodeterminación, permitiendo que asuma las responsabilidades por su propia vida, individual o colectiva (Beetham, 1999, pp. 95-103).

Además, recuerda Beetham que otros argumentos refuerzan el carácter “interdependiente” de la relación entre la democracia y los derechos económicos y sociales, a la medida que la primera se ve afectada también “indirectamente” por la no realización de dichos derechos. Y esto se debe a que, por un lado, la inseguridad de una sociedad desestructurada, sea económica sea socialmente, hace con que el acuerdo democrático se vea amenazado por un gobierno basado en la coerción. Por otra parte, la insatisfacción generalizada da margen a propuestas populistas o nacionalistas, llegando a explicar, incluso, la legitimación de propuestas basadas en la intolerancia y en el odio por un determinado colectivo (Beetham, 1999, pp. 103-108).

En lo que se refiere al primero argumento que Beetham sostiene, es decir, que los derechos a la educación y al trabajo, en cuanto incluidos en la categoría de derechos económicos y sociales, afectan a la realización de los principios democráticos —tanto a la libertad política, como a la igualdad política— coincidimos. Sin embargo, entendemos que, justamente por coincidir también en la constatación de la influencia que estos derechos ejercen en los demás —sean civiles, políticos, económicos o sociales (incluso los culturales, que ahora no estamos tratando)—, como muy bien demuestra el propio autor, no hay como dejar de observar la total identificación de los derechos mencionados con los principios a que nos referimos antes, lo que equivale a decir que tales derechos rellenan de materia a los principios, componiendo aquí también una relación incontestablemente intrínseca.

Ya con respecto al segundo argumento —que trata de proponer la “interdependencia” en términos indirectos, que advienen de la visión de la no promoción de los derechos económicos y sociales como siendo capaz de generar inestabilidad de una iniciativa democrática y, además, vulnerabilidad del acuerdo democrático ante la posibilidad de emergencia de propuestas alternativas que podrían demostrase por sí antidemocráticas— cabría abrir un paréntesis.

Nos parece más acertado decir que la no-promoción de los derechos económicos y sociales, antes mismo de “inestabilizar” a una iniciativa democrática, la desclasifica a la medida que queda distorsionada la participación en la vida pública. Salvo el caso de una pequeña parte de la población que tiene acceso a cierto grado de información y concienciación, en los países con altos índices de desigualdad económica y social la supuestamente otorgada libertad política no configura en realidad una libertad, sino que más bien sirve a exponer la opinión del electorado carente y necesitado a la facilitada manipulación por parte de los que controlan determinados recursos, empleándolos según sus propios intereses, o bien de intereses corporativos u oligárquicos. Así, mientras la parte afortunada de los “ciudadanos” percibe, de hecho, en peligro su libertad política, la otra parte, probablemente más numerosa, ni siquiera la conoce. En este sentido, son precisas las palabras de Norbert Bilbeny:

“…la igualdad hace que cada uno esté en condiciones de poder ser el sujeto protagonista de su propia historia y no esté privado por otros de ser el dueño de sí mismo. En una palabra, sin la igualdad, no podemos asegurar la libertad, desconocida por unos, amenazada para todos.” (Bilbeny, 1999, p. 45)

Con las objeciones presentadas, no pretendemos entrar en el debate establecido entre una propuesta política más o menos liberal versus otra de base izquierdista o alternativa —cualquiera que sea su fundamento ideológico—, sino que nos interesa señalar únicamente, en esta oportunidad, que el análisis de las desigualdades existentes en la sociedad contemporánea conlleva a la constatación obvia de que la influencia de lo económico en la igualdad afecta directamente a la libertad (Lindgren Alves, s/f), siendo que, en muchos Estados actuales, por emplear la frase del profesor argentino Eduardo A. Gálvez, “la exclusión se maneja en términos económicos y no políticos” (Gálvez, 1999, p. 100).

4.3. La democracia y los derechos culturales

Hay dos tipos de derechos culturales que deben ser distinguidos. Uno de ellos, se refiere al derecho a la educación y a los beneficios de la ciencia, tema que nos parece muy relacionado con los derechos económicos y sociales y, por tanto, suficientemente tratado en el tópico anterior. La segunda modalidad de la cultura como un derecho humano, que ahora nos pasa a interesar, está incorporada a la normativa internacional como un derecho de las minorías para que disfruten de su cultura particular y diversificada. Habría, pues, que establecer la relación entre la democracia y esta expresión de la cultura.

Para tal, dos tareas están por realizar: en primero lugar, tendríamos que abordar el debate en torno a la universalidad de este derecho, puesto que todavía no está el mismo de todo superado; en un segundo momento, el enfoque conlleva a un debate instrumental en torno a la gobernabilidad democrática y al mecanismo de representación mayoritaria. Sin embargo, observando los límites del presente trabajo, resúltanos imposible abrazar las dos tareas de manera exhaustiva, de forma que nos contentamos con la elaboración de algunos breves comentarios a cada una.

Por un lado, en lo que se refiere a la idea de universalismo de los derechos culturales, es de señalar que la iniciativa encuentra fuerte objeción incluso de algunos autores occidentales, por no mencionar los orientales. De hecho, es manifiesta la necesidad de reformulación de la concepción de los derechos humanos, y culturales en particular, para que se pueda hablar de cosmopolitismo o universalismo, siendo que el respecto a la concepción local o endógena de tales derechos resulta configurar una posible salida para el tema. En este sentido, Boaventura Souza Santos escribiría:

“La complejidad de los derechos humanos reside en que ellos pueden ser concebidos, sea como forma de localismo globalizado, sea como forma de cosmopolitismo o, dicho de otra manera, como globalización hegemónica, sea como globalización contra-hegemónica. (…) Mi tese consiste en que, en cuanto sigan siendo concebidos como derechos humanos universales, los derechos humanos tenderán a operar como localismo globalizado —una forma de globalización de arriba-abajo. (…) Su capacidad de abordaje global será obtenida bajo el precio de su legitimidad local. Para que puedan operar como forma de cosmopolitismo, como globalización de abajo-arriba o contra-hegemónica, los derechos humanos tienen que ser reconceptuados como multiculturales. El multiculturalismo, tal como yo lo entiendo, es precondición de una relación equilibrada y mutuamente potencializadora entre la competencia global y la legitimidad local, que constituyen los dos atributos de una política contra-hegemónica de derechos humanos en nuestro tiempo.” (traducimos) (Souza Santos, 2002)

Dando un paso adelante y dejando de lado el debate en torno al carácter universal de los derechos humanos, aparece el dilema instrumental. Aquí, enseña David Beetham, el mecanismo de representación mayoritaria requiere una base de identidad entre los ciudadanos que conforman la nación, de forma que sea posible a los individuos el intercambio de posición, de minoría a mayoría, generando un juego que permita a todos la realización de los principios democráticos. Sin embargo, en caso de las sociedades multiculturales, el mecanismo suele condenar determinados colectivos a la exclusión política o ciudadana (Beetham, 1999, pp. 108-114).

A partir de estas consideraciones, resulta factible sostener que la relación entre democracia y los derechos culturales exige una reformulación de la visión conceptual usualmente aceptada en Occidente, sea de los derechos humanos en su conjunto, en cuanto unidad indivisible que por ende nos remite a la idea correspondiente al respecto igualitario para con las diferencias humanas, sea de la democracia y de sus instrumentos, siempre que se pretenda alcanzar una fórmula incluyente, configurando, en ambos casos, conceptos abiertos a la innovación local.

V. EL ÁMBITO LOCAL EN LA TEORÍA POLÍTICA CONTEMPORÁNEA FORMULADA EN AMÉRICA LATINA

A lo largo de los últimos veinte cinco años diferentes posiciones ideológicas cohabitaron el escenario científico e académico de América Latina. En medio a este turbulento ambiente intelectual, a la hora de abogar la reforma del Estado, el foco de interés y los temas tratados por cada corriente doctrinaria difiere según el rasgo ideológico al que obedece el planteamiento, de forma que con este apartado pretendemos aclarar la atención conferida a la esfera local en el proceso de reforma postulado por las principales perspectivas teóricas formuladas hasta la fecha.

Identificado así nuestro objetivo, cabría recordar lo que es por todos conocido, es decir, que no ha existido en América Latina una única derecha o una única izquierda, sino que enfoques diversos que en ciertos aspectos coinciden. Tampoco acertaríamos al afirmar que la propuesta más central está unificada en la cátedra latinoamericana, siendo más prudente reconocer distintas posiciones que se asemejan por determinadas opciones a la hora de indicar el contexto político, social y económico idealizados.

Dicho esto, hemos reunido a algunas líneas de pensamiento en tres grandes grupos, propuesta a la que recurrimos únicamente por entenderla didácticamente beneficiosa a la comprensión del tema perseguido, o sea, conocer el margen que las corrientes teóricas confieren a lo local en la reconstrucción del Estado latinoamericano, retratando en cual de ellas la relación entre democracia y derechos humanos, según la concebimos y en los términos aquí trabajados, resulta posiblemente admitida.

5.1. Las perspectivas de la derecha

Las ideas que se formularon en un entorno cercano a la propuesta liberal en América Latina son varias, pudiendo ser identificado desde un análisis completamente neoliberal inherente al discurso de la “derecha ilustrada”, hasta el planteamiento de centro-derecha propio del análisis de los procesos de democratización realizado por los teóricos “institucionalistas” o “transitólogos”.

En los dos casos, sin embargo, una estructura político institucional que asimile los reclamos de la libertad política y la economía de mercado son pilares casi incuestionables que, por veces ordenados más o menos por el Estado para que no vilipendien ciertos reclamos del ideario igualitario, deben ser estimulados para que se pueda hablar de un régimen democrático.

Por empezar este análisis con la versión más cercana a la fórmula neoliberal, nos apoyamos en los trabajos realizados por Krause, Merquior y Vargas Llosa que, junto a otros autores y sin un compromiso serio con la metodología, retratan la postura de la “derecha ilustrada”, volcada a la legitimación del modelo capitalista neoliberal mayoritariamente dominante en el escenario de los países dotados de una economía industrializada, seguidos de una gran parte de países latinoamericanos que experimentan proceso espejado en un modelo de desarrollo esencialmente europeo.

Es con Enrique Krause que conocemos una visión de la democracia sustancialmente asentada en el pilar de la libertad política, contestando con mayor vigor los paradigmas históricos del militarismo, el marxismo revolucionario, el caudillismo populista y la economía cerrada, todos en efecto superados por casi la totalidad de los países de América Latina a lo largo del siglo XX (Krause, 1990, pp. 25).

Siguiendo la propuesta de Krause, tendiente a combatir con furia los cuatro paradigmas citados, el autor logra presentar una visión a nuestro entender bastante limitada, a la vez que acerca al máximo la democracia a la liberalización económica sin prestar atención en las consecuencias de una propuesta formulada a medias, que no atiende la expresión conceptual de la democracia fundamentada en dos principios indivisibles e interdependientes, la libertad y la igualdad (Krause, 1990, pp. 26).

Más allá de una lectura política, es de señalar el ensayo histórico-filosófico de José Guillerme Merquior que, al abordar el problema de las identidades latinoamericanas, llamando la atención para el hecho de que América Latina está caracterizada por reunir grandes diversidades, opta por justificar la aproximación cultural de la región al modelo occidental de desarrollo, aceptando un paradigma de la modernidad trasmitido desde Europa hacia el resto del mundo que, pese a modularlo, resulta sin rostro efectivamente propio y autónomo (Merquior, 1989, p. 22).

Partiendo de la propuesta del teórico brasileño, cualquier manifestación particular debe adecuarse al sistema mayoritariamente acepto, habiendo límites en su lectura que extrapolan en mucho los aceptados en este trabajo, es decir, los que atienden únicamente a los principios democráticos y a los derechos humanos como un conjunto normativo que necesariamente deben abrir camino a la percepción autonómica y local cuando llevados al debate en torno a la reforma del Estado.

Por fin, es con Mario Vargas Llosa que conocemos una argumentación honestamente destinada a la aclamación del modelo capitalista en su versión neoliberal y un modelo de sociedad que, igual que otros desde luego criticables, pisotea libertades, fomentando desigualdades muy difíciles de ser sanadas por una sociedad civil impotente ante el sistema al cual está obligada a someterse, apenas cuidando de la miseria generalizada a través de una actividad heroica pero de carácter residual, sin ninguna capacidad concreta de hacer frente definitivo al problema de la exclusión y marginación (Vargas Llosa, 1993).

Y esto porque, sin nos extender en la propuesta formulada por esta rama ideológica que contrasta frontalmente con el planteamiento ofrecido con el presente trabajo, cabe señalar que, al revés de presentar un análisis responsable e innovador, que identificase al menos también el modelo capitalista como enormemente perjudicial para sociedades que no empiezan la carrera desde el mismo punto de partida y, en consecuencia, permitiera que se pensara una alternativa creativa, Vargas Llosa contribuye directamente a la lentitud de la búsqueda de esta alternativa, ironizando cualquier manifestación en contra del modelo que ha resultado vencedor de la guerra fría como un antiamericanismo irracional o una abstracción intelectual y utópica.

Una posición distinta es la de los “institucionalistas” o “transitólogos”, representados por Lechner, O’Donnell y otros que se preocupan por el tema de la gobernabilidad democrática, atribuyendo como solución para el dilema político y social latinoamericano una mayor capacidad del Estado para que éste pueda defenderse de las incertidumbres causadas por la ingerencia arbitraria de mercado sobre la economía nacional y el desarrollo, entendido entonces como una consecuencia que sigue, pero no de forma tan automática, el éxito económico.

Con un discurso que rechaza cualquier forma de autoritarismo, pero que también busca frenar la ansia neoliberal que prima por una apuesta ciega al mercado para que la sociedad se organice “libremente”, Norbert Lechner explica que la crítica neoliberal al Estado desarrollista considera que, superado un cierto límite de proteccionismo interno, el Estado puede ahogar el mercado (Lechner, 1995, pp. 149-178).

El autor citado confirma la relevancia del tema, señalando el hecho significativo de que sean las propias instancias financieras internacionales, criticadas por su explicita orientación neoliberal, las que propongan una reforma del Estado que sobrepase el ámbito de lo económico, determinando que se incluya en la pauta de la reforma el fortalecimiento y la legitimidad de las instituciones del Estado. (Lechner, 1995, pp. 151).

Con efecto, recientes ejemplos indican que las políticas neoliberales han buscado importante apoyo en un Estado fuerte y, en caso de que lo que encuentren sean instituciones débiles y desestructuradas o, por emplear la expresión utilizada por el autor, sin “capacidad de conducción política”, que estalle una crisis financiera es muy probable, mientras que, habiéndola, inevitablemente advienen el caos económico y social, seguidos al final de una grave crisis política (Lechner, 1995, p. 166).

Al abordar el tema del descentramiento de la política, cabe señalar que Lechner presenta una visión bastante pesimista de la capacidad de articulación de las fuerzas sociales que actúan en el ámbito horizontal (Lechner, 1996, pp.3-15).

Sin cuestionar las críticas ofrecidas por el teórico mexicano que se levanta suavemente en contra de la globalización, considerada por él un instrumento de ingerencia internacional impuesta sobre contextos locales, nos parece igual correcto afirmar que el fenómeno puede ser aprovechado, como lo es, facilitando el intercambio de información y la coordinación de esfuerzos en redes inteligentemente diseñadas, que muchas veces caminan por delante de las instituciones políticas, respondiendo casi mejor a las demandas sociales.

No es nuestra intención, con estas palabras, argumentar a favor de la globalización económica, reconocidamente cruel para la gran mayoría de países desproveídos de niveles competitivos adecuados al juego anárquico en lo foros económicos internacionales, sino que indicar una vía para que proyectos alternativos, provenientes de una sociedad civil que demuestra, en la actualidad latinoamericana, una gran capacidad creativa y organizativa, además del alcance efectivo a las necesidades de remotos contextos sociales y humanos, sean beneficiadas por los avances de la tecnología inherente a los nuevos tiempos.

Ratifica el argumento el hecho de que sean las mismas instituciones financieras internacionales antes citadas por este autor las que, mientras estimulan una reforma del Estado atenta al fortalecimiento de las instituciones públicas, también estimulan programas de fortalecimiento de instituciones que no son rigurosamente políticas, tales como redes de ONG, de organizaciones sindicales y otros foros privilegiados de participación ciudadana.

Centrado en el dilema institucional latinoamericano, Guillermo O’Donnell, es quien se profundiza en el argumento según el cual los procesos de transición democrática, al ofrecer gobiernos electos en proceso selectivo dicho democrático, suelen necesitar de una segunda transición para conformar una sociedad verdaderamente democrática. A partir de ahí, el autor atribuye al suceso o al fracaso de la construcción institucional que la primera transición ha instaurado, la responsabilidad por determinar el resultado de la segunda transición, que puede ser la implementación de un régimen autoritario o, en el mejor de los casos, la consolidación de una democracia institucionalizada (O’Donnell, 1992, pp. 5-19).

En este punto, la lección de O’Donnell enseña que:

“Tal resultado está fundamentalmente condicionado por las políticas públicas y las estrategias políticas de varios agentes, que incorporen el reconocimiento de un interés superior común en la tarea de construcción institucional democrática” (O’Donnell, 1992, p. 7).

De esto se extrae que la lectura democrática realizada por O’Donnell atribuye especial relevancia al factor institucional, siendo que el interés común a que se refiere, que podría muy bien ser el respecto de los principios democráticos o de los derechos humanos, entendemos permitir un cierto margen para la discusión local en torno a la modalidad orgánica que adoptarán las instituciones eventualmente creadas.

Sin embargo, retrocedemos al notar que las instituciones a las que se refiere O’Donnell son, por un lado, las instituciones públicas formales que pertenecen al Estado y se traducen, por ejemplo, en el Parlamento, en el Poder Judicial etc. y, por el otro, las informales tales como elecciones limpias, que aunque con vida descontinuada, no son menos importantes a la hora de constituir una poliarquía (O’Donnell, 1992, p. 8).

Por consecuencia, el enfoque al cual se enmarca el autor citado deja claro que, si es cierto que algún margen reclamado para la sociedad civil puede ser considerado existente en el aporte científico de sus teóricos, la relevancia que éstos confieren al sector no está a la altura de lo que entendemos debido para la actualidad latinoamericana, dónde la institucionalización democrática en manos del Estado más exigente sería todavía insuficiente para evitar el fantasma de la ingobernabilidad democrática y el consecuente impedimento de la fecundación de proyectos locales alternativos.

5.2. Las perspectivas de la izquierda

Como sucede en todas las partes del mundo, la izquierda en América Latina no se presenta a través de una única vertiente, sino que se fragmenta entre planteamientos que se dejan agrupar de acuerdo con su elaboración más formalista, inherente al discurso de los defensores del enfoque “sociológico”, o bien en virtud de la crítica progresista formulada desde los teóricos enmarcados en la visión “holística” de la democracia, hasta el abordaje centrado en el ámbito de los sentidos que conforma el enfoque “cultural”.

Por supuesto que, en ambos casos, las soluciones ofrecidas buscan atender a los ideales del igualitarismo y a la adecuación de algunas lecciones de la teoría marxista al contexto político, social y económico de la sociedad latinoamericana, demostrando siempre una preocupación por el déficit democrático tal como entendemos que se encuentra en la América Latina actual, es decir, fundamentalmente basado en la vertiente democrática manifestada con el principio de la igualdad ya que, merece la pena insistir, mientras se reconoce el sufragio universal en la mayoría de los países de la región, garantizando en cierta medida la promoción de una supuesta libertad política, las exclusiones siguen existiendo y están centradas en aspectos más bien económicos y sociales.

El enfoque “sociológico”, por lo tanto, encabezado por autores como Zapata, Zemelman y otros que, pese a que reconozcan la importancia de la sociedad civil en la transformación de un gobierno supuestamente democrático a una sociedad verdaderamente democrática, suelen centrar su atención en las estructuras formales de la iniciativa democrática observada en el período de transición vivido por los Estados latinoamericanos.

De esta forma, levantando la bandera de una ampliación del espacio público y de la aplicación de fórmula democrática a sectores que actualmente pertenecen a la vida privada sin evitar, entretanto, el recurso al Estado fuerte, Francisco Zapata se enfrenta al corporativismo y al clientelismo manifestados en casos como los de Brasil, Centroamérica, Chile, Perú y México como México, llegando a escribir que:

“… es indispensable recordar que la mayor parte de los sistemas políticos de los países mencionados se han caracterizado por la presencia de mecanismos corporativos de distribución de recursos y, sobre todo, en el clientelismo.” (Zapata, 1993, p.33)

Para el autor, la reforma planteada debe promover, en estos casos de forma gradual, la eliminación del corporativismo y con ello el olvido de la dominación que impide, a través del cerceo de la igualdad, el propio disfrute de la libertad que, como vimos, de la primera depende (Zapata, 1993, p. 34).

Compartiendo el enfoque, Hugo Zemelman Merino igual parte de un análisis fundamentado en la concepción de la democracia en cuanto forma política o medio formal que sirve para facilitar el conflicto social inherente a un contexto participativo, señalando su limitación más allá de las reglas que advienen de los principios democráticos y la consecuente inexistencia de proyectos alternativos, ya que las propuestas emergentes se circunscriben en torno a proyectos similares, distintos en forma no en contenido, buscando a menudo el mismo fin: el desarrollo económico manifestado como la palabra clave del desarrollo humano y de la dignidad humana (Zemelman, 1992, pp. 91-102).

Ilustrativamente, el autor presenta un retrato bastante crítico con respecto las descentralizaciones y el reclamo por los espacios de participación local, que según su entendimiento y con sus palabras “tiene relación con la desarticulación de las esferas de poder” que sirve únicamente a cambiar actores políticos por sociales, sin poder de cambio ideológico, adecuándose ambos al proyecto dominante (Zemelman, 1992, p.97).

La lectura puesta en estos términos prima por justificar una dosis elevada de poder al Estado central, lo que naturalmente resulta peligroso en función del conocimiento empírico. El Estado fuerte, según creemos, no tiene por que estar basado en un Estado central y unificador de propuestas, sino que puede ser el promotor de coherencia entre proyectos locales y alternativos, ya que la flexibilidad de éstos responde bien, cuando ofrecido un estímulo —este sí, desde central—, a las necesidades básicas de la población local, que a menudo en América Latina son bastante dispares.

Más que al Estado, entendemos necesario que el espacio público esté abierto para la sociedad civil, ya que creemos en la mejor representación de los intereses de los ciudadanos cuando a las manos de ésta se atribuya el poder decisorio, ni al ámbito interesado de la vida privada —el mercado— ni al inaccesible mundo de lo público —el Estado.

Una posición relativamente distinta es la observada en el planteamiento formulado desde la izquierda “holística”, representada por Borón, Torres Vivas y otros autores que, al trabajar la impropiedad terminológica de la democracia latinoamericana, bien como la adecuación del postulado de la teoría marxista aplicada al contexto social de la región, suelen atribuir mayor peso a la sociedad civil, dejándole un mayor espacio de actuación, siempre con el propósito de hacer frente al contexto de desigualdades sociales de la región.

Así, en estudio realizado, Atilio Borón parte de la presentación de una crítica desde la izquierda que señala la desclasificación epistemológica de la democracia como modelo aplicado en América Latina durante el período de transición, ya que su versión neoliberal desatiende a la dicotomía implícita en una definición principiológica que entendemos más apropiada al término democracia, es decir, la que combina libertad política con igualdad política, o justicia social (Borón, 1993, p. 122).

Por otro lado, reconociendo los esfuerzos de una ciudadanía activa, la lección de Borón enseña que:

“La novedad del período de transición abierto en la década de los ochenta consiste precisamente en el hecho de que las luchas populares fueron planteadas teniendo como su eje principal los temas fundantes de la teoría democrática clásica, pero complementándoles con las nuevas preocupaciones por la justicia y la equidad que, en el pensamiento moderno, son inseparables del repertorio de reivindicaciones democráticas.” (Borón, 1993, p. 123)

Con efecto, la lectura de Borón indica una posición peculiar de la izquierda latinoamericana, que busca efectivamente compartir ambos los principios democráticos en una noción que combate la versión conceptual de la democracia que responde al neoliberalismo, al neoconservadurismo, pero también a la teoría marxista en sí misma, a la vez que ésta última atribuye a la democracia los problemas de gobernabilidad, postulando una solución autoritaria. Demostrando su objeción al marxismo ortodoxo, afirma el autor:

“Cualquier argumento del ‘romanticismo izquierdista’ acerca de la productividad histórica de la ingobernabilidad debe por eso ser rechazado, por que escamotea a sabiendas clarísimas enseñanzas del pasado, a saber: que una situación de este tipo es la antesala de la anarquía, de la anomia colectiva y, finalmente, de la recomposición despótica y violenta del estado autoritario.” (Borón, 1993, p. 140)

Explicitando una apuesta en la sociedad civil, Edelberto Torres Vivas abraza el tema de la gobernabilidad democrática para designar, a la sociedad civil, uno de los extremos del “puente” que, según su lección, permite la relación entre Estado y la masa reivindicativa (Torres Vivas, 1993, p. 98).

La “teoría del puente” refleja así una preocupación de todo considerable en los tiempos actuales, ya que como indicado en los párrafos anteriores, la libertad cívica permite una amplia participación política y el consecuente surgimiento de demandas de carácter particularmente social y económico, pero incluso cultural, que de esta manera adquieren voz que alcanza el Estado.

Otra cosa es que el Estado sigue, a través de este discurso, siendo la pieza clave a la hora de encontrar soluciones para los conflictos sociales, lo que indica las dificultades de la vertiente teórica para atribuir plena autonomía a la esfera local, esperando que al socialismo se oriente sin que sea necesario imponerse por medio del discurso próximo a la tragedia del grande relato.

Pese a que compartimos de las aflicciones con relación al disfrace democrático que se sigue sosteniendo en la América Latina de hoy, nos resulta difícil de encuadrar, bajo el enfoque holístico de la democracia, un discurso totalmente abierto a lo local, ya que los límites teóricos al modelo político deseado siguen siendo más tendientes a indicar una opción preconstituida en el imaginario de sus ideólogos, que a respectar la fórmula abierta a la innovación y creatividad local, inherente a los principios que conforman la definición de democracia según indicamos páginas atrás.

Por fin habría que hacer mención particular al enfoque “cultural”, incorporado al grupo de las izquierdas latinoamericanas y al que se circunscribe Jesús Martín-Barbero y otros autores que, contestando el acercamiento del Estado a lo económico, abogan un modelo más próximo al centro, pero desde una perspectiva de la masa, es decir, de lo que llaman popular.

Así, como indica Martín-Barbero, el enfoque cultural favorece un estudio centrado exclusivamente en el lugar donde se manifiesta el sentido de una sociedad con respecto a los procesos económicos y políticos. La propuesta objetiva del planteamiento ofrecido por este autor consiste en abrir el espacio, para lo popular y lo local, en los medios reservados y orientados a la homogeneización de una masa ciudadana que culmina por servir de instrumento al paradigma de la modernidad (Martín-Barbero, 1998).

Al partir de las manifestaciones culturales, el enfoque suele reclamar algún espacio para lo local, puesto que es cierto que la expresión popular puede traducir las demandas de un pueblo. Sin embargo, el postulado se hace en carácter esporádico y residual, es decir, en las brechas dejadas por el mercado —que efectivamente guía la industria mediática—, soliendo constituir éstas instrumentos de utilidad, pero de todo ineficaces, al surgimiento de un proyecto alternativo que pueda sobreponerse con sostenibilidad al paradigma europeo de desarrollo.

5.3. Las perspectivas céntricas

Partiendo al análisis de lo local en las corrientes teóricas que formulan un discurso político orientado a una postura céntrica, cabria hacer mención a dos enfoques distintos que representan los esfuerzos de algunos teóricos contemporáneos ante la desilusión de los relatos ilustrados y la ineficacia conservadora de la postura liberal enraizada en América Latina tras el colapso de los regímenes militares.

Nos referimos al grupo designado como “desarrollistas”, que promueve un discurso cercano al neoestructuralismo cuantitativo, bien como los “posmodernistas”, más bien situados en una plataforma innovadora y que busca fomentar el análisis cualitativo de la democracia según sus principios fundamentales.

La propuesta “desarrollista”, liderada por Pipetone y otros autores que siguen una línea de pensamiento muy cercana al antiguo discurso cepalista, priman por ofrecer un discurso que evita la ruptura y el cambio paradigmático, fomentando de alguna manera el debate en torno a la democracia en cuanto sistema político y social que objetiva, promueve y mejor se establece a través de la descentralización de las esferas de poder.

Aquí, diversamente de las posiciones que hemos reconocido a lo largo de este trabajo, el conflicto social y las iniciativas locales son bienvenidas, bien como la amplitud de la diversidad local queda en efecto incluida en la agenda política, ya que, según el autor:

“El desarrollo es el lugar histórico en que energías sociales difícilmente definibles según parámetros universales, entran en circuito creando las condiciones de cambios que rompen equilibrios establecidos y crean nuevas más dinámicas condiciones para el despliegue de necesidades originales y formas inéditas de acción individual y colectiva.” (Pipetone, 1998, p.5)

Con estas palabras, Pipetone reconoce la necesidad de centrar el debate en torno al desarrollo en el ámbito local. Su análisis, que acepta la idea de existencia de “factores de desarrollo” manifestada por Boisier —factores que son necesarios, diría éste y otros autores, para la sinergia que determina el éxito de una estrategia de desarrollo (Boisier, 1997, pp. 13-17)—, parece incluso abierto al fruto del inesperado, pues:

“…cuando, más allá de la combinación de factores, estos últimos parecen ser un catálogo suficientemente completo de elementos explicativos, otros nuevos aparecen para complicar el escenario y cuestionar las conclusiones obtenidas a partir del estudio de algún caso considerado paradigmático.” (Pipetone, 1998, p. 7)

A primera vista, coincidimos con el enfoque a la medida que atribuye a la democracia una cierta dosis de definición local, es decir, confiere atención a lo local a la hora de definir las instituciones políticas democráticas, que deberán a su vez incorporar a los principios democráticos —estos sí, posiblemente universales.

Sin embargo, al asumir una opción política para materializar su línea de pensamiento, la propuesta de Pipetone identifica el capitalismo como un “mal necesario”, ya que la historia, según el autor, no indica alternativa viable salvo el terror totalitario de la experiencia socialista, hecho que le impide posicionarse de otra manera. Es más, partiendo de la consideración del capitalismo como incontestablemente, aunque fatalmente, necesario en la actualidad política de cualquier región o país, el autor avanza en presentar la identificación del ideal de desarrollo como algo alcanzado en el norte, más específicamente, en Europa occidental, configurando ésta un paradigma de modernidad que es reconocidamente perseguido por muchas otras regiones y países en vías de desarrollo (Pipetone, 1998, p. 13).

De esta forma, el autor citado se distancia por completo del ideal localizado que pensamos está estrechamente vinculado a la idea de dignidad humana y que no tiene la obligatoriedad de responder al paradigma de una modernidad occidental, cuya ruta sigue el consumismo y el modo de producción capitalista, ni mucho menos a códigos culturales alógenos, sino que esencialmente endógenos.

Bajo una otra perspectiva, trabajando el enfoque de la “posmodernidad”, Lanz, García y otros autores representan una corriente todavía emergente nos parece de gran utilidad a la hora de pensar la democracia que queremos promover en la región latinoamericana.

Enriqueciendo el debate, Rigoberto Lanz trabaja el concepto de posmodernidad, indicando que lo más apropiado sería situar la definición de esta terminología en el ambiente del intelecto, designando una nueva forma de pensar que, sin aceptar la rigidez del tiempo, tampoco depende de la bien afortunada y anárquica investidura intelectual cambiante de acuerdo con la época, caso en que “Lo posmoderno sería una etiqueta de ocasión si no sintetiza un equipaje epistemológico para pensar de otro manera.” (Lanz, 1998, p. 80)

La propuesta, así presentada, prima por contestar lo que es designado como moderno, en cuanto paradigmático de lo que puede ser moderno en determinadas regiones del mundo y, por lo tanto, resulta poco recomendable que sea transportado como modelo a las demás zonas geográficas obligadas a posturas políticas basadas en el espejismo, bien como el neoconservadurismo disfrazado de posmodernismo, que evalúa una situación con escepticismo ciego, justificando la ostentación de una bandera intelectual de todo conocida y reaccionaria al cambio.

En efecto, con respecto la esfera geográfica, tendríamos que reconocer que no existe, en la actualidad, un solo norte y un solo sur, de todo generalizables, pero sí una multiplicidad de territorios constitutivos y organizados en torno a padrones e instituciones políticas, jurídicas, económicas, sociales y culturales que sostienen una visión particular y diferente de lo que es entendido por moderno, por veces incluso antagónica a los padrones establecidos para tal.

Por consecuencia, la posmodernidad crítica no se formula a partir de lo conocido, sino que a partir de proyectos locales, emergentes en gran escala en América Latina y que corresponden a las especificidades de cada microregión, prometiendo alternativas endógenas a determinados temas cuando identificados por la población directamente afectada por los mismos.

En este sentido, favorecer al intercambio de ideas y conceptos es fundamental para el pensamiento posmoderno, olvidando las antiguas receptas epistemológicas para que, a partir de la proliferación de iniciativas dispersas, puedan surgir, según el teórico mencionado, “experiencias micrológicas que poco a poco se conviertan en tejidos semióticos de otra sociedad” (Lanz, 1998, p. 89).

En este sentido, también se manifiesta Illia García, demostrando la capacidad creativa materializada en distintos movimientos sociales, que resultan en efecto más cercanos a la realidad social latinoamericana y plantean iniciativas desde una perspectiva innovadora (García, s/f, p.203).

De hecho, la idea misma de desarrollo es cuestionada como nunca antes pudiera haber sido, permitiendo que emane un enfrentamiento saludable en contra de los viejos paradigmas teóricos que, ante su ineficacia, apoyarían su destino respectivo en la plataforma erguida por la teoría de la modernidad.

Si hasta aquí no ha sido posible hablar de modelos alternativos de sociedades, la corriente posmodernista atribuye una buena dosis de libertad epistemológica a los esfuerzos surgidos desde abajo, desde los movimientos mencionados, que al notar una puerta abierta al debate político y social, buscan no volver al pasado tradicional, sino que dar paso más largo que el que representa la modernidad, cuestionando el desarrollo que se pretende alcanzar.

Por consiguiente, el enfoque deja pendiente más preguntas que respuestas, uno podría argumentar. De nuestra parte, sin embargo, entendemos que es justamente la aproximación ofrecida por la corriente de la posmodernidad la que ofrece un discurso abierto, coherente con la actualidad diversificada de América Latina y que puede efectivamente, creemos, contribuir al estrechamiento de los lazos entre democracia y derechos humanos, concebidos y percibidos siempre desde una perspectiva necesariamente local e innovadora.

La relación entre democracia y derechos humanos que hemos trabajado en esta oportunidad, por lo tanto, se vuelve al enfoque posmodernista a la medida que éste deja implícita una intención de que modelo político a ser construido esté fundamentalmente asentado en los derechos humanos.

Estos conforman, por cierto, el único compromiso previamente asumido por la corriente titulada de posmodernidad, es decir, un compromiso ético que sirve de orientación para el debate ofrecido en torno a distintos temas, siempre observando la problemática mundial desde una perspectiva que prima por la libertad epistemológica, buscando centralizar el foco del análisis en las percepciones inherentes al espacio originario del dilema cuestionado, abordándolo desde dentro, desde lo local.

En este sentido, el enfoque nos parece apropiado para situar la paradójica problemática que perseguimos: ¿de qué forma puede la cooperación internacional contribuir a la promoción y el respeto de la democracia y los derechos humanos partiendo de un discurso cosmopolita enmarcado en una perspectiva teórica abierta a lo local —a lo mejor posmodernista—, que atribuya a ambos la facultad de juntos configuraren un conglomerado de principios y reglas normativas, indivisibles e interdependientes, desobligados de responder a la pretensión hegemónica del modernismo occidental, constituyendo así una unidad jurídico-política, universal siempre que subjetiva y colectiva, sujeta a la evolución intelectual y a la diversidad humana a la hora de ser materializada en determinadas instituciones?

Pese a que seguramente tendremos que volver a esta cuestión en el futuro, adelantamos que, si el planteamiento conlleva a una apuesta por las estrategias de desarrollo territorial endógeno o local —tendencia ampliamente reconocida a través de las iniciativas recientemente puestas en marcha por distintos organismos donantes de ayuda oficial al desarrollo—, un posible problema podría ser igual previsto, ya que un discurso muy bien estructurado en foro internacional, cuándo llevado a la práctica, a través de proyectos concretos, muchas veces es distorsionado, sea por la definición de estrategias aisladas y muchas veces conflictivas, desorientadas ante la ausencia de un proyecto que serviría de guía para iniciativas similares, sea por el factible desvío de propósitos que impide, al fin y al cabo, la adopción de una postura orientada al cambio estructural paradigmático.

El primero caso, por citar un ejemplo, se ve con cierta frecuencia en los muchos procesos de desarrollo local implementados actualmente en América Latina, puesto que dichas políticas nos permiten pensar en una posible legitimación de egoísmos internos por parte de importantes centros urbanos, relativamente industrializados, que pretenden verse exonerados de la responsabilidad por el desarrollo de las regiones que les avecinan. A ellas les tocaría el desarrollo local, como si no fuese necesario un proyecto político por detrás, que coordinase las diferentes iniciativas llevadas a cabo, facilitando el intercambio de información, el valor añadido, la sinergia de los actores, etc.

Por otra parte, la segunda preocupación que ahora manifestamos relacionada con la estrategia aplicada es, además, pertinente para muchos temas de la agenda multilateral, siendo el caso de un discurso cosmopolita que gira en torno a la promoción de la democracia o de los derechos humanos, dado que, cuando son puestos en marcha proyectos en estos ámbitos, igual mucho se pierde con la llegada al terreno, de forma que se pueda estar legitimando nada más que el conformismo y la propia servidumbre al paradigma de la modernidad, en perjuicio de una solución alternativa y libre de reglas preconcebidas que acompaña el enfoque de la posmodernidad.

En este sentido, Lanz clarifica que el posmodernismo no significa un planteamiento teórico inmerso únicamente en la esfera de la sensibilidad. En esta encontrará soporte, siempre que amparado también por un proyecto que busque la ruptura con referencias cercanas en demasía a la idea incorporada al concepto de modernidad, promovido especialmente con base en el ejemplo europeo (Lanz, 1998, p. 104)..

La esfera restringida de lo local sería, por fin, la piedra clave del pensamiento posmodernista, siempre que lo que se pretenda en este plano se materialice en la definición de una propuesta endógena, pero también autónoma y alternativa, que no se corrompa por los paradigmas preconstituidos y ajenos a la población promotora y destinataria de una determinada iniciativa local.

VI. AGENDA MULTILATERAL Y DESARROLLO LOCAL – CONCLUSIONES

6.1. Lo local en el discurso multilateral

Llevando el discurso teórico a la practica, considerándose la magnitud de las desigualdades sociales actuales en América Latina y su estrecha relación con la democratización y el respeto de los derechos humanos, alcanzamos el debate existente en torno a la reforma del Estado y a las posibilidades de contribución a través de la cooperación internacional en la construcción de un nuevo paradigma de desarrollo para los tiempos futuros.

Con efecto, la reforma del Estado latinoamericano gana espacio relevante en el discurso de muchos autores actuales, estando plenamente relacionada con el debate en torno a la gobernabilidad democrática y los derechos humanos, tal como con la construcción de un nuevo horizonte para las recientes iniciativas de cooperación internacional —el “local”.

Bresser Pereira, por ejemplo, explica que “Reformar el Estado implica aumentar su gobernabilidad”, definiéndola como “la capacidad del Estado para regular a la sociedad y que, al mismo tiempo, su gobierno sea legítimo y cuente con el apoyo de esa misma sociedad”. Y esto requiere, entiende el autor, no solo la creación de instituciones fuertes, sino también la configuración de un espacio público no estatal, haciendo referencia al “espacio del tercer sector, de las entidades sin fines lucrativos orientadas al interés público, de las ONG, de la participación directa de la sociedad en la definición de políticas públicas” (Bresser Pereira, 1999, p. 36).

También Feo de la Cruz, citando Kliksberg, habla de la reformulación del espacio público, indicando que ahí existe una posible salida para el “Estado inteligente”, es decir, el que sea capaz de articular una “gerencia horizontal” con la sociedad, evitando la ingobernabilidad y la pérdida de legitimidad (Feo de la Cruz, s/f).[11]

De esto resulta que la gobernabilidad exige sea analizada en el marco del consenso, o de legitimidad, no simplemente en la eficacia que puede detener un gobierno poco democrático, para llevar a cabo, coercitivamente, sus propuestas. En este sentido, enseña Arbós y Giner:

“La gobernabilidad es la cualidad propia de una comunidad política según la cual sus instituciones de gobierno actúan eficazmente dentro de su espacio de un modo considerado legítimo por la ciudadanía, permitiendo así el libre ejercicio de la voluntad política del poder ejecutivo mediante la obediencia cívica del pueblo” (Arbós y Giner, 1993, p. 14).

Dicho de otra manera, el pensar la gobernabilidad alejada del compromiso democrático implica dejar una posibilidad para que un gobierno imponga sus propuestas arbitrariamente, lo que configura una peligrosa tentación todavía muy presente en la actualidad de muchos países de América Latina, dado que el margen de actuación estatal puede ser sensiblemente mayor en un régimen no democrático.

En el marco de las relaciones internacionales, como apunta Luciano Tomassini, las transformaciones en las esferas política y económica acompañan a las percibidas en el campo tecnológico y cultural y, a la vez que las relaciones interregionales empiezan a producirse, el mundo que hasta entonces se presentaba rigurosamente bipolar pasa a configurar un enmarañado de conexiones, surgiendo así un “pluralismo” de todo desconocido por la comunidad internacional (Tomassini, 1989, pp. 31-37).

A partir de ahí nos interesa cuestionar qué instituciones merecen ser fortalecidas en el proceso de reforma del Estado, o bien, de qué manera la cooperación internacional puede contribuir con ello. Y esto porque, si es cierto que los problemas de gobernabilidad, aunque requieran soluciones internas, pueden aprovechar un apoyo externo, también lo es que muchos errores han sido cometidos, de forma que se ha incluido en la agenda de los organismos internacionales una reflexión sobre los límites de la actuación internacional.

Angel Saldomando, quien va trabajar el tema de la gobernabilidad desde la óptica de los organismos internacionales, llámanos la atención para el hecho de que entre los años 1998 y 1999, mientras el debate en torno a la gobernabilidad todavía no estaba cerrado, “En América Latina ya estaban en marcha unos 90 proyectos de gobernabilidad y en los países en transición de Europa del Este se superaba los mil proyectos, más de 300 en Asia y otros tanto en África” (Saldomando, s/f, ‘a’).

El citado autor explica como evoluciona el pensamiento multilateral con respecto a la gobernabilidad, desde una visión “dura y ortodoxa” —que va relacionar gobernabilidad con la capacidad de “hacer pasar las reformas económicas liberales surgidas del consenso de Washington, en condiciones de estabilidad política”— a un enfoque “neo-institucionalista” —configurándose un nuevo marco de planteamientos, cuyas tesis “reconocen el modelo de mercado desregulado y la globalización, pero insisten en que necesitamos instituciones inteligentes, estados orientadores capaces de fomentar nuevas capacidades estatales de conducción, y, junto con una sociedad civil participativa elaborar nuevos contratos sociales”. Esta última visión, como bien indica el autor, “Busca reforzar la democracia como expresión de arreglos sociales”, de modo que el debate en torno a la Reforma del Estado, convergiendo sobre la gobernabilidad del mismo, nos hace obligatorio repensar nuestra concepción de democracia (Saldomando, s/f, ‘a’).

En otro artículo, el mismo Angel Saldomando responde al dilema, proponiendo algunos criterios que deben ser observados para que la actuación externa sea beneficiosa, contribuyendo con el fortalecimiento de las instituciones locales sin proponer una reforma desde fuera, sino que orientando el proceso interno para que logre, desde dentro, la regulación democrática necesaria a la gobernabilidad y al desarrollo en última instancia (Saldomando, s/f, ‘b’).

La cooperación internacional en el ámbito de la regulación democrática, pues, facilita el camino hacia el desarrollo, siempre que esté fundamentada en un diagnóstico previo cuidadosamente elaborado, que evalúe bien las necesidades locales, los actores, instituciones, recursos disponibles, factores tecnológicos y culturales, es decir, una serie de criterios que deben ser necesariamente observados so pena de estarse imponiendo un modelo de desarrollo que puede, al fin y al cabo, no corresponder a las expectativas locales.

Las estrategias de desarrollo territorial endógeno o local, a la medida que atentan de modo particular a los temas mencionados, suelen configurar una nueva referencia en el marco de los organismos internacionales, que empiezan a orientar en este sentido sus iniciativas para que no se traduzcan en ingerencias ineficaces e injustificadas.

6.2. Ensayo de un discurso cosmopolita abierto al desarrollo local

Encerrando el presente trabajo y aprovechando para señalar una puerta para la innovación científica e intelectual, cabría reiterar brevemente los puntos de interés que tienen que ver con las posibilidades de que la relación entre la democracia y los derechos humanos, correctamente entendida e incorporada al discurso de la cooperación internacional, permita el surgimiento de proyectos alternativos e innovadores puestos en marcha con el explícito propósito de fomentar un nuevo de paradigma de desarrollo, abierto a lo local y a la diversidad, resultando obligatorio repensar nuestra concepción de democracia y de derechos humanos para que al final seamos capaces de contribuir, en efecto, con el respeto de la dignidad humana.

En este sentido, Bilbeny afirma:

“Antes de la globalización se defendía la igualdad para conseguir cosas idénticas para todos: el respeto a la dignidad humana, la satisfacción de las necesidades básicas, la posesión de los mismos derechos y oportunidades. Todo eso sigue vigente en la sociedad global, pero ésta nos hace pensar por primera vez en la igualdad para obtener cosas distintas entre sí. La Egalité del triple lema de la Revolución Francesa se ha quedado pequeña en su acepción original. Hoy pedimos también la igualdad ‘para la diferencia’. Y no se trata de ningún contrasentido, pues lo contrario de la igualdad no es la diferencia, sino la desigualdad.” (Bielbeny, 1999, p.118)

Igual oportuna es la siguiente lección de Dahl:

“…la existencia de apreciables desigualdades en los recursos políticos entre los ciudadanos de un país democrático debería ser perturbadora para cualquiera que le confiera un alto valor a la igualdad política. Semejante estado de cosas, sin duda indeseable, sólo se puede aceptar en caso de no hallarse ninguna alternativa factible. La experiencia histórica demuestra, sin embargo, que las desigualdades que habitualmente se creen imposibles de erradicar, a menudo han sido drásticamente reducidas, si bien no totalmente abolidas”. (Dahl, 1990, p. 56)

Al futuro de la democracia o, mejor dicho, a la forma instrumental o modelo institucional eventualmente adoptado con el propósito de hacer frente a contextos de extrema desigualdad, se refiere Tomás Rodríguez Villasante que, tras analizar algunas experiencias de “organización popular” cada vez más frecuentes en países como Brasil o Perú, enseña:

“Hay experiencias muy controvertidas y que difícilmente admiten una lectura lineal de blanco o negro, bueno o malo, democrático o no democrático. Desde Aristóteles a Montesquieu se estudian los estadios en un ciclo que va de Monarquía (que degenera en Tiranía), a la Aristocracia (que degenera en Oligarquía), a Democracia (que degenera en Demagogia), y vuelta a empezar. En consecuencia, se plantea un sistema cerrado, en donde se propone un equilibrio de algunos poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) para mantener la democracia y evitar otros estadios más elitistas. (…) No hay por qué reducirse a una sola identidad de democracia tipo, sino que estamos en un proceso donde son plurales las formas, porque las conductas en que se apoyan son complejas y hasta paradójicas.” (Rodríguez Villasante, 1995, pp. 121-122)

Lo mismo ocurre con el discurso actual de los derechos humanos, o sea, en las palabras de Boaventura Souza Santos:

“En la forma como son ahora predominantemente entendidos, los derechos humanos son una especie de esperanto que difícilmente podrá tomarse en cuenta en el lenguaje cotidiano de la dignidad humana en las diferentes regiones del globo. Corresponde a la hermenéutica diatópica propuesta en este artículo transformarlos en una política cosmopolita que establezca vínculos en red de lenguas nativas de emancipación, tornándolas mutuamente inteligibles y traducibles. Este proyecto puede parecer demasiado utópico. Pero, como dice Sartre, antes de ser concretizada, una idea tiene una rara similitud con la utopía. De cualquier manera, lo importante es no reducir el realismo a lo que existe, pues, de otro modo, podemos obligarnos a justificar lo que existe, por más injusto o opresivo que sea.” (traducimos) (Souza Santos, 2002)

 

Por consiguiente, en caso de que tuviésemos que contestar qué modelo político es el ideal para un contexto de amplia diversidad —como es el existente en América Latina—, podríamos invocar tanto los principios democráticos como los derechos humanos para alcanzar una fórmula abierta, que deja margen para la autodeterminación de los pueblos y el respeto a la dignidad humana. Es más, en caso de que tuviésemos que ir más allá, para indicar una propuesta tendiente al capitalismo o al socialismo, encontraríamos pertinente, por parafrasear a Dahl, la siguiente respuesta:

“Sin duda, la pregunta clave no es como se puede etiquetar una propuesta, sino si va a ayudar a un pueblo a cumplir con sus valores fundamentales y de qué manera.” (Dahl, 1990, p. 146)

Cierto es, entretanto, que la atención a los principios democráticos y el respeto de los derechos humanos, concebidos ambos en los términos aquí expuestos, impone que lo instrumental sea definido en foro local, de modo que las iniciativas de la cooperación internacional al desarrollo deben nada más que apoyar las soluciones que se formulen en ambiente endógeno, si lo que se pretende es facilitar la creación de sociedades más justas, asentadas en un nuevo paradigma de desarrollo autónomo, lo que no puede, bajo ninguna condición, servir de excusa para la inejecución de programas relacionados con determinados colectivos humanos.

Nada más sirve, lo dicho, como una advertencia a ser observada por los actores de la cooperación internacional al desarrollo, con la intención de evitar que los programas puestos en marcha desvíense y promuevan sociedades erróneamente paradigmáticas respecto a un modernismo alógeno que, al fin y al cabo, mantienen sus niveles de desigualdades y marginación, conllevando la población local hacia la frustración y el desespero.

Concluyendo, aprovecharíamos para añadir una cuestión que entendemos de vital importancia para el futuro de América Latina: haciendo hincapié en las constantes críticas europeas hacia algunas posturas que han adoptado, en algún momento, países como México, Chile, Argentina o Brasil, ¿hasta qué punto Europa occidental, ocupando la posición de liderazgo mundial en la defensa de los valores democráticos y del respeto de los derechos humanos, estaría dispuesta a apoyar un proyecto latinoamericano verdaderamente autónomo, que no esté basado en una vestimenta revolucionaria, sino que levantando la bandera de una democracia abierta al instrumentalismo definido según los parámetros locales, pero que se mueva directamente en contra de los intereses de la hegemonía estadounidense en la región?

Dejando abierto el debate, nos atreveríamos a adelantar un posible reconocimiento del abandono europeo, lo que se debe a la adecuación de la Unión Europea a una oportuna alianza con la potencia norteamericana, de forma que a América Latina, volcada al espejismo paradigmático, sólo le queda la ausencia del apoyo necesario a la sostenibilidad de propuestas alternativas para nada “impertinentes” y una infinidad de críticas académicas cuando sean adoptadas políticas contrarias a sus propios intereses.

 

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Notas:
[1] Amplios estudios sobre las modalidades democráticas y la evolución del pensamiento democrático pueden ser encontrados en: Dahl, 1992; Held, 2001; García Cotarelo y Paniagua Soto, 1991; Pastor, 1994.
[2] Otros autores prefieren conceptos que reflejan el carácter instrumental de la democracia, entendida como procedimiento o “forma de gobierno”, más específicamente, la que proviene del pueblo, o sea del “demos”. Significará, al final, el “gobierno del pueblo”. Por otra parte, una especial referencia debe ser hecha a Dahl (1992) y Held (2001) que, aunque estén enmarcados en la visión instrumental mencionada, no dejan de analizar, con relevante maestría, los principios y valores democráticos.
[3] Pese a que el debate político en torno al enfrentamiento de la libertad versus la igualdad todavía no haya sido plenamente superado, no se puede decir que es el mismo reciente. Robert A. Dahl, en su obra Prefacio a la Democracia Económica, analiza el pensamiento de Tocqueville, quien plantea que “si bien la igualdad es, claramente, una condición necesaria para la democracia, puede no ser una condición necesaria para la libertad, y la igualdad definitivamente no es una condición suficiente. Por el contrario, dado que la igualdad facilita el despotismo de la mayoría, amenaza a la libertad. Si una condición necesaria para la democracia es un peligro constante para la libertad, ¿debemos, entonces, elegir entre la democracia y la libertad?” (Dahl, 1990, p. 17). Trasladado el dilema a la época actual, afirma Dahl que “El problema con el que nos enfrentamos, y con el cual se enfrentan todas las democracias modernas, es, en consecuencia, aun más difícil que el planteado por Tocqueville. Porque no solo debemos identificar y crear las condiciones que reduzcan los posibles efectos adversos de la igualdad en la libertad, sino que también debemos esforzarnos por reducir los efectos adversos que se registran en la democracia y la igualdad política cuando la libertad económica produce grandes desigualdades en la distribución de los recursos y, por ello, del poder, de manera tanto directa como indirecta. (…) Como lo he sugerido en el capítulo anterior, si la libertad, como pensaba Tocqueville, es problemática inclusive en los países democráticos, también lo es la igualdad, a la que erróneamente consideraba inevitable” (Dahl, 1990, pp. 53-55).
[4] Al problema de las terminologías también se refirió Robert A. Dahl, para quien “parece casi imposible encontrar palabras que no arrastren una pesada carga de ambigüedad y de excesiva significación” (Dahl, 1997, p. 19, n. 4).
[5] Se podría argumentar, además, que la voluntad individualizada está efectivamente reconocida en la autonomía colectiva, a la medida que a todos es concedida oportunidad de manifestarse. La diferencia que establece Rousseau, entre la “voluntad de todos” y la “voluntad general”, no llega a descalificar la expresión del querer individual en la autonomía colectiva, apenas atenta a la posibilidad de una influencia indeseable que puede conllevar a errores a la hora de tomar una decisión (Rousseau, 1995, p. 41). Otra cosa es que los métodos empleados al procesamiento de las decisiones colectivas no sean eficaces, lo que caracteriza una de las principales deficiencias institucionales de las democracias actuales, pero este es un tema que no pretendemos abordar en este momento, ya que estamos tratando únicamente de establecer un consenso en torno a los principios democráticos.
[6] Sin pretender realizar un análisis histórico-evolutivo de los documentos internacionales que contribuyeron efectivamente a los Derechos Humanos, señalamos la importancia especial de la Declaración Francesa de “Derechos del Hombre y el Ciudadano”, de 1789 que, tras la inspiración intercontinental que aporta el ideal libertario estadounidense, proclama el grito revolucionario por la liberté, egalité, fraternité, contribuyendo a la identificación, en el plano internacional, de los Derechos Humanos como, respectivamente, de primera, segunda y tercera generación. En este sentido, véase también Gómez Isa, 1999.
[7] Samuel Hungtinton alertaría que “Las diferencias acerca de los derechos humanos entre Occidente y otras civilizaciones, así como la limitada capacidad para alcanzar sus objetivos, se pusieron claramente de manifiesto en la Conferencia Mundial sobre Derechos Humanos de la ONU, celebrada en Viena en junio de 1993. (…) Entre las cuestiones sobre las que los países se dividieron siguiendo criterios de civilización estaban: la universalidad y el relativismo culturales con respecto a los derechos humanos; la relativa prioridad de los derechos económicos y sociales (incluido el derecho al desarrollo) frente a los derechos políticos y civiles; (…) Dos meses antes de la conferencia de Viena, los países asiáticos se reunieron en Bangkok y aprobaron una declaración que insistía en que: los derechos humanos se debían considerar ‘en el marco… delas particularidades nacionales y regionales y en el contexto de los diversos bagajes históricos, religiosos y culturales’ (…)” (Hungtinton, 1997, pp. 232-233).
[8] Sobre la situación actual de reconocimiento de cada instrumento normativo por las Naciones, véase mismo documento, pp. 48-51. Con respecto a los sistemas internacionales de protección de los Derechos Humanos, véase: Alves y Bicudo, 1997; Ferreira Filho, 1998; Trindade, 1991.
[9] Respecto a los requisitos que deben ser observados para que se pueda hablar de una “democracia”, véase Dahl, 1992 y 1997.
[10] David Beetham defiende que los típicos derechos democráticos, que como sabemos se incluyen en los derechos llamados civiles y políticos y, más específicamente los provenientes de las libertades individuales —el derecho a la libertad de expresión, de reunirse en asociación, a la información y otros—, tienen su foco en la colectividad, ya que no tendría sentido su tutela en caso de aislamiento. Sugiere el autor que el carácter individualista de tales derechos adviene del hecho de que solo puedan los mismos ser garantizados a todos, si destinados a la protección del individuo (Beetham, 1999, pp. 17-18). Sin embargo, la idea no nos parece de todo correcta, ya que caracteriza una visión del derecho bastante interesada y dirigida a la defensa del argumento democrático pues, si así lo fuera, todos los derechos tendrían enfoque en la colectividad, a la medida que el derecho está creado por la sociedad para reglamentar la vida en grupo. Es más, podríamos argumentar al revés, que todos los derechos están enfocados en la individualidad, ya que las reglas son dirigidas al ser humano, para que este pueda vivir en grupo. Pensamos, entretanto, que hay derechos que concentran mayor atención en la esfera humana singular o individual y otros que se manifiestan para tutelar también el ser humano, pero inmerso en su esfera colectiva, aunque podríamos divagar sobre los efectos finales de las reglas jurídicas.
[11] Esta alternativa deben perseguir incansablemente, añadiríamos, gobiernos como el del presidente “Lula”, en el Brasil de hoy, ya que pese haber triunfado en procedimiento electoral basado en sistema de representación mayoritaria, no cuenta el mismo con una mayoría parlamentaria, de modo que la puesta en marcha de sus propuestas puede verse fácilmente obstaculizada por los que pretendan defender intereses secularmente corporativos u oligárquicos, lo que reclama una amplia implicación ciudadana y apoyo por parte de la sociedad civil. Respecto al problema de gobernabilidad que enfrenta el actual presidente de Brasil, véase: Ayllón, 2002.

 


 

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Helio Michelini Pellaes Neto

 

Licenciado en Derecho por la Universidad Paulista, São Paulo, Brasil / Especialista en Derecho Empresarial por la Pontífice Universidad Católica de São Paulo, Brasil / Diplomado en Derechos Humanos y en Relaciones Internacionales por la Universidad de São Paulo, Brasil / Magíster en Cooperación Internacional por el Instituto Universitario de Desarrollo y Cooperación vinculado a la Universidad Complutense de Madrid, España / Doctorando en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid, España).
Profesión: Abogado y Consultor Internacional para Proyectos de Desarrollo
Jurerê – Florianópolis – SC – Brasil

 


 

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