1.- Primeras Consideraciones
El derecho a la Intimidad[1][1], entendiendo por tal el “derecho personalísimo que permite sustraer a la persona de la publicidad u otras turbaciones a su vida privada, el cual está limitado por las necesidades sociales y los intereses públicos” (Santos Cifuentes, 1979) se enfrenta, en cuanto a su goce, no sólo a las amenazas que la interacción social supone, sino que sobre él se cierne la necesidad de mantener el orden en el núcleo social.
La vulneración del ámbito íntimo del sujeto a causa del ejercicio impostergable de la potestad jurisdiccional, presenta variadas versiones. Una de las más sensibles la constituye la ocasionada por las medidas de coerción real en el proceso penal que recaen sobre facetas del fuero privado personal, a los fines de discernir lo relacionado con un hecho hipotetizado como delito. Respetar que tales intromisiones a la privacidad se circunscriban a las circunstancias fácticas vinculadas al hecho investigado y al empleo de medios no excesivos ni abusivos, constituye una pauta de absoluta observancia para un Estado de Derecho.
2.- El Derecho a la Intimidad y su Concepción en Sentido Positivo
En la satisfacción del bien común, conforme a los dictados de la justicia distributiva, cual finalidad existencial del Estado en su actual estructuración jurídico-institucional, se configura una relación que presupone un vínculo de prestaciones recíprocas entre dos extremos. Una de las direcciones en que se orientan las prestaciones refleja por un lado al Estado como sujeto deudor de su rol principal: la satisfacción del bien común; por el otro, la comunidad toda constituida en sujeto acreedor, como generalidad concebida con derecho a aquella necesaria satisfacción.
En esta relación de alteridad que da justificación teleológica al Poder público, la libertad jurídica y personal del hombre se ve necesitada de algún tipo de protección. La persona está inerme ante un estado que todo lo puede y lo podría. La premisa, es dotar de un reconocimiento adecuado a la significación jurídica del hombre.
En la búsqueda de un concierto entre los intereses públicos, los individuales y los colectivos, surge la conceptualización de los derechos fundamentales como derechos de defensa. Es decir, se configuran de forma negativa; nota principal de los derechos subjetivos. La regla es que la libertad de actuación y decisión del individuo es, en principio, ilimitada frente a las limitadas potestades de intervención de los poderes públicos[2][2].
El derecho a la intimidad dentro de este panorama, no es ajeno a la estructura negativa de “derecho de defensa”. Por el contrario, su esencia y su naturaleza así lo imponen. La protección de la intimidad se materializa en forma ilimitada frente a toda intromisión en la órbita de la personar.
Si bien está fórmula fue remedio suficiente para evitar los avatares del accionar estatal propios de una época, el poder público ya no es el mismo, tampoco lo son las necesidades que debe atender. Su obrar se ha visto diversificado, ampliándose notablemente su alcance. En esta compleja realidad, la concepción negativa del derecho a la intimidad se vislumbra como insuficiente. Se exige para ser coherente con los nuevos tiempos que las legislaciones otorguen un sentido positivo a la protección jurídica de la intimidad. Se realza, por lo tanto, la significación como derecho–exigencia a los gobiernos para que establezcan y promuevan las condiciones y actividades precisas para asegurar el ejercicio de los derechos individuales.
A las facultades de reserva, el poder de exclusión, como contenido negativo, se agrega un valioso sentido positivo, traducido en la propagación de la intimidad sobre otras libertades personales. Este contenido positivo demarca un nuevo y significativo espacio de acción, pues el Estado no solo vulnera el derecho a la intimidad cuando interfiere en el ámbito íntimo y privado de cada persona, sino también cuando no despliega las actividades que le son propias e imprescindibles para el disfrute de aquel derecho por el ciudadano.
3.- Privacidad o Intimidad: Un Dilema a Superar
Es reiterada la tendencia a unificar los conceptos de íntimo y privado para oponerlos al de público. Sin embargo, ésta versión peca por no percibir la sustancial diferencia entre ambas nociones y en no saber desentrañar el ámbito en que cada una de ellas se desenvuelve.
Los términos en pugna transitan por esferas de realización del obrar personal distintas que requieren ser diferenciadas. El hecho que a determinados comportamientos o actitudes se le imprima la calidad de público o privado depende en exacta medida de la publicidad que invada la actuación humana. Publicidad que no siempre resulta de una posición pasiva del sujeto, caracterizada por una intromisión ajena; sino que a menudo es aquel quien posibilita dicha publicidad, transformando en públicas, conductas o sentimientos que podrían ser privados.
Lo público y lo privado se caracterizan respectivamente, bien porque son necesariamente observables, o porque eventualmente pueden resultar posiblemente observables; mientras que las actuaciones, sentimientos o pensamientos referidos a la intimidad no pueden contemplarse sin más, sino a través del propio sujeto, de su actitud o de sus palabras (Herrán Ortiz, 1998). La capacidad de reflexión o autoanálisis del sujeto, su libertad interior, las actividades que la persona realiza en su interioridad, aislada del mundo exterior, que no tiene acceso a las mismas, es lo que da cuerpo a la intimidad y se corresponde con las mismas.
Vida privada e intimidad son conceptos que no se identifican por responder a dos realidades distintas. Debido a que lo “privado” se define por oposición a “público”, podría decirse que con la vida privada se salvaguarda de modo voluntario aquello que el individuo no tiene obligación de publicitar, permitiendo el conocimiento de los demás. Se destaca el carácter voluntario que pueden tener ciertos aspectos del comportamiento personal catalogados como privados, pues basta la permisión, o en su defecto el propósito de los sujetos para que los mismos adquieran un matiz público.
La intimidad, por su parte, comporta una referencia a lo que resulta necesario, en cierta medida, como elemento integrante de la esencia humana. El derecho a la intimidad ampara ese peculiar modo de ser y actuar de cada individuo, lo más próximo a él y que solo él conoce. En este sentido Gozález Gaitano entiende que “la intimidad afecta a lo más íntimo e indisponible del ser humano; lo propio de la intimidad no es la ausencia de conocimiento de lo que al individuo le acontece, sino la esencialidad con relación a la persona” (Gozález Gaitano, 1994).
La distinción entre privacidad e intimidad ha sido resaltada también por otros autores, pero desde el manejo de criterios distintos. Así, para Santiago Nino el derecho a la privacidad importaría la posibilidad de realizar acciones privadas, es decir acciones que no dañan a terceros y que, por lo tanto, no son parte de una moral pública como la que el derecho debe imponer, y no dejan de ser acciones privadas por más que se realicen a la luz del día y con amplio conocimiento público. En cambio, el derecho a la intimidad supone para el autor citado una “esfera de la persona que está exenta del conocimiento generalizado por parte de los demás”.
El artículo 19, primera parte de la Constitución Nacional tutela el derecho a la privacidad, al aludir a las acciones privadas que no perjudican a terceros, resultando exenta por lo tanto de la autoridad de los magistrados, marcando como principio de reserva el límite punitivo del Estado. Sin embargo allí no está contenido el derecho a no mostrarse a los demás, típico de la intimidad, lo cual no está exento de la autoridad de los magistrados desde que el artículo 18 legitima a los órganos del Estado, de modo excepcional, a avanzar sobre esos ámbitos de la intimidad. De donde se concluye, según Nino, que si la intimidad estuviera protegida por el principio de reserva, habría una contradicción inconciliable entre ambas normas, pues todas las medidas de coerción procesal que autoriza el artículo 18 respecto al ámbito de la intimidad serían inconstitucionales por cuanto deberían estar, conforme al artículo 19, exentas de la autoridad de los magistrados (Nino, 1992).
Tal postura incurre en el equívoco originado en una incorrecta apreciación del núcleo esencial que encierra la noción misma de intimidad; a su vez, que no sólo no resalta la sutil y en muchos casos imperceptible -desde lo extrínseco a su titular- delimitación entre lo privado y lo íntimo, sino que confunde elementos esenciales de los contenidos de las dos nociones involucradas.
En efecto, lo privado se define, tanto desde el plano teórico como dentro de un razonamiento corriente propiciado por el sentido común, como lo opuesto a lo público. Es la publicidad justamente de determinado corpus de acciones, hasta ese momento almacenadas como privadas, el punto de inflexión entre los extremos de lo privado y lo público. Fundamentando a la privacidad el valioso significado que a determinados aspectos le concede la persona.
De este modo Novoa Monreal sostiene que: “… la vida privada está constituida por aquellos fenómenos, comportamientos, datos y situaciones de una persona que normalmente están sustraídos al conocimiento de extraños y cuyo conocimiento por éstos puede turbarla moralmente por afectar su pudor o su recato, a menos que esa misma persona asienta a ese conocimiento” (Novoa Monreal, 1980). Pero esta facultad de propia restricción en lo que a la exposición pública se refiere no es exclusiva de la noción de privacidad, sino que participa a la noción de intimidad. Tanto lo privado y lo íntimo se resguarda de lo externo al sujeto titular.
Sin embargo la distinción entre privacidad e intimidad deviene en una cuestión de alta sensibilidad, por cuanto si bien muchas facetas de lo íntimo se manifiestan también en lo que se define como privado, no todo lo privado reviste entidad de íntimo. La intimidad se identifica en principio con la más plena interioridad del sujeto, aquello respecto a lo cual en muchas ocasiones no tiene posibilidad de exteriorizar, el “intimior intimo meo” de San Agustín[3][3]. Es por eso que muchas veces cuando se vulnere lo demarcado por la privacidad se estará transgrediendo del mismo modo la intimidad.
Por lo tanto se debería propiciar una interpretación progresiva del artículo19 de la Constitución Nacional. No puede haber sido otro el espíritu del legislador, entendiéndose, a través de una interpretación lato sensu, que con el término privacidad se alude también a la intimidad, pues esta última noción comulga con mayor énfasis aún con el atributo de reserva y no exteriorización de lo actuado. Si otro fuere el razonamiento resultaría difícil distinguir, en el plano de lo fáctico, cuando se estaría en presencia del ámbito privado y cuando del orden íntimo.
4.- Protección Jurídica del derecho a la Intimidad en el Derecho Argentino
La tutela legal del Derecho a la Intimidad en el Derecho Argentino surge de los artículos 17, 18 y 19 de la Constitución Nacional; del artículo 12 de la declaración Universal de Derechos Humanos; del artículo 17 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; del artículo 11, incisos 2 y 3 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, en función del artículo 75, inciso 22, de la Constitución Nacional.
En el ámbito jurisprudencial la Corte Suprema de la Nación en 1984, en su anterior composición, tuvo oportunidad de sentar precedente en torno al fundamento constitucional del derecho a la intimidad, en lo que constituye un verdadero leading case. Se trata del conocido caso “Ponzetti de Balbín, Indalia y otros / Ed. Atlántisa S.A.” con motivo de la publicación en la portada de la revista “Gente y la Actualidad” del 10/09/81, de la fotografía del Dr. R. Balbín[4][4], agonizando en la sala de terapia intensiva de una clínica, por la dolencia que en definitiva lo llevaría a la muerte.
En el fallo, los jueces Fayt y Carrió, señalan que el derecho constitucional a la vida privada se encuentra en el art. 19 de nuestra constitución y en el art. 18 por cuanto alude al derecho a la privacidad de los papeles y la correspondencia epistolar y la inviolabilidad del domicilio; siendo el juez Petracchi quien de adverso entiende que el art. 18 no proporciona un fundamento directo y exhaustivo al derecho en cuestión, sino que es el art. 19. Entiende también que nuestra constitución enuncia como garantías específicas de este derecho: a) la libertad de conciencia, b) la libertad de expresión, c) la inviolabilidad del domicilio y de los papeles privados, d) las garantías de no ser obligado a declarar contra sí mismo, e) la inmunidad contra el alejamiento forzado de tropas (art. 17 in fine).
5.- La Intervención de las Comunicaciones
La intervención de las comunicaciones cual medida de coerción real que recae sobre la intimidad personal importa “interferir, por el órgano Jurisdiccional, las llamadas telefónicas, o cualquier otro tipo de comunicación que por medio técnicos efectúe el imputado o estén dirigidas a él, con la finalidad probatoria de interiorizarse sobre lo dialogado o de impedir dicha comunicación en resguardo de la eficacia de la investigación” (Jauchen, 2002). Encuentra tipificación en el Digesto Procesal Penal Nacional y, con similares redacciones, en los distintos Códigos de Procedimientos Penales a nivel provincial.
El Código Procesal Penal Nacional prevé tal medida coercitiva en el artículo 236 en los siguientes términos: “el juez, podrá ordenar, mediante auto fundado, la intervención de comunicaciones telefónicas o cualquier otro medio de comunicación del imputado, para impedirlas o conocerlas”.
Sobre la trascendencia, que el precepto citado comporta, alude D`Albora que si bien todas las medidas para investigar un suceso hipotetizado como delito, encierran un riesgo, por la eventual lesión que pueden provocar a las garantías constitucionales, la prevista en el artículo 236 del Código Procesal Penal debe ser la más propensa para efectuarlas. (D`Albora, 1997)
La intercepción de las comunicaciones, en lo que a su naturaleza respecta, pertenece al género de las medidas de coerción procesal. Se orienta a la obtención de elementos probatorios que suministren datos probatorios sobre el hecho investigado, el cual puede ser tanto un ilícito ya cometido o a cometerse. En el caso de delitos ya consumados la intercepción telefónica responde a la necesidad de aportar información a los fines de coadyuvar desde la investigación, al esclarecimiento del delito; tratándose de eventuales delitos (a consumarse), los resultados de la medida contribuirán a evitar su consumación. Esto se explica cuando el artículo 236 del dispositivo legal citado alude a “conocer” las intervenciones telefónicas.
Asimismo el precepto indica otra finalidad de la medida: impedir la comunicación. Se justifica a los efectos de proteger y garantizar la eficacia de la investigación, que podría desvirtuarse si se confiere tanto al imputado incomunicado como al que goza de libertad y comunicación.
En la práctica la medida se concreta, conforme a lo establecido en los artículos 138, 139 y 140 del Código Procesal Penal Nacional, en un proceso consistente en captar la comunicación objeto de la intervención para luego desgravarla y verter su contenido por escrito, documentando la comunicación intervenida mediante su transcripción en acta; finalmente se remite al Órgano Jurisdiccional que haya dispuesto la orden de intercepción, las grabaciones y los documentos de la transcripción en acta, firmados y certificados por la autoridad que efectivizó la medida.
En lo que respecta al juicio propiamente, siendo de aplicación los principios procesales de publicidad, concentración, inmediación, contradicción, igualdad y defensa deberían ser reproducidas, con fidelidad, las grabaciones, percibiendo directamente su sonido; las observaciones y correcciones, incluso peritaciones de voz, articuladas por la acusación y defensa. Por ello es que un sector de la doctrina considera como insuficiente, en esta instancia, las transcripciones hechas por la prevención (Sáez Capel, 1999)
5.1.- Autoridades que pueden solicitarla
Para la procedencia de la intercepción de una comunicación telefónica, debido a la envergadura del derecho involucrado, surge de modo evidente la necesidad de autorización judicial, so pena de invalidez. Tal sentido se desprende del mismo artículo 236.
La única autoridad legitimada para ordenar la medida es el Órgano Jurisdiccional, entendiendo la doctrina que puede ser tanto el juez de instrucción, correccional, como el Tribunal del juicio, situación esta menos frecuente dado el avanzado estado que a esta instancia presenta el proceso. El Ministerio Público Fiscal carece de esta atribución, aún a pesar de estar a cargo de la instrucción; pudiendo, en el supuesto de valorar su necesidad y utilidad, sólo solicitarla al juez, motivando fundadamente su petición. Idéntica carencia caracteriza el accionar de la autoridad policial, hallándose no legitimada para practicar este tipo de medidas.
Empero si lo considerase necesario, la autoridad policial podría, durante la prevención, solicitar la intervención de las comunicaciones al juez que entiende en la causa, fundamentando debidamente su petición. Corresponde al juez analizar tal solicitud y decidir, en base a los elementos arrimados por la autoridad policial, si ordena o no la presente medida.
5.2.- Fundamentación
La procedencia de la medida impone que la misma sea fundamentada. Pues “los órganos de una sociedad democrática, si quieren mantener su prestigio, deben motivar sus decisiones, pues ello hace al convencimiento de la sociedad, de que los jueces no obran movidos por criterios arbitrarios, sino sometidos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico” (Sáez Capel, 1999).
La motivación del auto debe albergar una autorización concreta, precisa, desechándose el empleo de fórmulas genéricas, o autorizaciones casi en blanco sin datos suficientes que permitan identificar al sujeto objeto de la medida, o expresada en términos ambiguos. Queda claro la exigencia si se razona que toda restricción a una garantía constitucional debe ir precedida de los fundamentos, que con apoyatura en intereses generales, motiven una orden de esta naturaleza. Se trata de una traba más que debe soportar, siguiendo a Maier, la averiguación de la verdad (Maier, 1996).
Las leyes rituales no especifican el tipo de fundamento que requiere una medida de esta envergadura. No hay alusión expresa de “motivos suficientes“[5][5], o de “indicios vehementes de culpabilidad”[6][6]. Empero la valiosa ponderación que merece el derecho vulnerado a partir de la medida, exige como mínimo la asistenta de “motivos suficientes”, pues de lo contrario no se explica que otros tipos de móviles, que no sean al menos los motivos suficientes, pueden justificar que se cercene una garantía constitucional.
La medida será susceptible de concreción en la práctica ante “la existencia de motivos suficientes que previamente se hayan verificado, por el propio juez o por la policía o el fiscal, quienes deben transmitirle a aquel los datos, pesquisas, informes y demás circunstancias que conduzcan a considerar necesaria la medida”(Jauchen, 2002). La apreciación de tales elementos habrá de nutrir la decisión que en definitiva tome el juez, debiendo hacerlo a través de resolución fundada.
5.3.- Alcance de la Intervención
La intervención sólo puede recaer sobre las comunicaciones en las cuales uno de los interlocutores sea el imputado; excluyéndose, por desvirtuar el derecho de defensa, las comunicaciones entre el imputado y su defensor[7][7].
Es lógico suponer que la medida debe limitarse a las conversaciones que guarden relación con el objeto del juicio, y que es en definitiva lo que justifica la interceptación o intervención del servicio telefónico o de otro medio de comunicación. Con esto se impide que se resienta en demasía el derecho a la intimidad, ya que se evitaría una intromisión innecesaria a los fines de la investigación.
Por otra parte si bien el sujeto pasible de la medida no debe tener conocimiento de la misma, pues sino se desnaturalizaría su finalidad, obstando a su eficacia, es necesario analizar que sucede una vez concluida la pesquisa.
El Código Procesal Penal de la Nación nada dice al respecto, pero los principios que de la defensa en juicio provienen imponen se informe al imputado la vigilancia realizada una vez que la misma halla agotado su razón de ser, al haberse obtenido la información que hubiere motivado su ejecución.
Exige una solución de este calibre pues de lo contrario el derecho de defensa en juicio no se restituiría en su plenitud, con lo cual el imputado tendría un gozo imperfecto y contrario al texto constitucional. A su vez al interesado le asiste el derecho a escuchar los pasajes de las conversaciones o escuchas que hubieren sido interceptadas, permitiéndosele que seleccione los que contribuyan a su defensa así como a corroborar la correspondencia entre el resultado de la medida probatoria y lo que consta en las desgrabaciones.
6.- Los Modernos Medios de Comunicación. La Doctrina de la Razonable Expectativa de Privacidad
La asincronía característica entre la realidad y su previsión en el producto del legislador[8][8] suscita desafíos por superar la incertidumbre generada por situaciones aún no regladas. Este planteo se renueva con motivo del riesgo que para la intimidad supone la innovación tecnológica[9][9]. En la especie, la duda transita por determinar la regulación aplicable a la intercepción de las comunicaciones efectuadas a través de novedosos mecanismos que el avance tecnológico introduce.
La Doctrina de la Razonable Expectativa de Privacidad[10][10] es producto de la jurisprudencia de los Estados Unidos de Norteamérica, y surge del leading case “Katz vs. United Status”. En virtud de tal teoría la vida privada de una persona está tutelada mientras esta ha mostrado o exteriorizado explicita o implícitamente una expectativa actual de privacidad, no exponiéndola al conocimiento generalizado de los demás. La expectativa es de tal naturaleza que la sociedad es factible a reconocerla como razonable.
La norma procedimental nacional (art. 236) no especifica a que clase de medios de comunicación se refiere bajo la expresión “cualquier otro medio de comunicación del imputado”. La doctrina de la razonable expectativa de privacidad supone que el sujeto conoce el peligro que representa la elección de determinado medio de comunicación, que es conciente del mismo, y que en virtud de tal conciencia opera.
Por ello la comunicación a través de un medio inseguro para reservar la intimidad (como ser los mecanismos informáticos), privaría al sujeto de la posibilidad de accionar reclamando el resguardo de su esfera íntima. Incluso frente a una intromisión de la justicia, resultaría más precaria su defensa, atento que el accionar propio de la investigación judicial no tendría que satisfacer los recaudos que para la intervención telefónica se exigen, pues la misma naturaleza privada de las comunicaciones estaría en discusión. Por tal motivo, sin caer en el absurdo de reconocer protección jurídica al emplearse medios que no garantizan privacidad alguna, se debería interpretar el precepto procesal en sentido amplio, exigiéndose todos los recaudos que para la intervención telefónica se precisan, cuando se utilicen medios de comunicación que entrañen un riesgo relativo para la intimidad.
Adoptar tal tesitura[11][11] permite soslayar cualquier adelanto tecnológico en materia de telecomunicaciones que se muestren como potencialmente lesivas de la intimidad de cada cual. En este sentido todo tipo de comunicación o de transmisión de datos es acreedora a la tutela, en un principio prevista sólo para la comunicación telefónica y para la correspondencia epistolar.
Ello porque la irrupción en la esfera privada de un individuo debe realizarse bajo rigurosa observancia de los supuestos a los cuales el propio ordenamiento supedita la pesquisa. Toda manipulación inquisitiva que en desconocimiento de lo dispuesto constitucionalmente, sobrepase los límites positivamente fijados resulta irrito al “apotegmatizado” estado de derecho y resiente los postulados mismos sobre los cuales descansa el sistema jurídico entero.
7.- Conclusión
La necesaria concurrencia de la Intimidad personal para la perfección entitativa del hombre enaltece su presencia y la necesidad de apropiada tutela, o en su defecto, de pronta y adecuada restauración en condiciones óptimas de goce, ante una lesiva vulneración. En reconocimiento a tal virtud las constituciones liberales garantizan su vigencia.
Sin embargo el imprescindible ejercicio de la potestad jurisdiccional que el mantenimiento del orden social requiere implica en algunos casos avanzar sobre tal derecho. La propia esencia del Estado de Derecho impone que tal restricción se produzca en los casos y con el alcance que los preceptos legales establecen; y en los supuestos en los cuales los móviles o los mecanismos a emplear en la limitación no surjan con nitidez habrá de mantenerse la plenitud del disfrute de la intimidad.
Referencias Bibligráficas
Notas:
Informações Sobre o Autor
Miguel Agustín Torres
Abogado. Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) –
Universidad Nacional de Tucumán (UNT) Argentina
Magistrando en Relaciones Internacionales (IDELA/ UNT)
Integrante del proyecto de Investigación “Violencia delictiva, cultura política, sociabilidad y seguridad pública en conglomerados urbanos”. Becario Doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) de Argentina.