Sumário: I. Introducción: ciencia y sociedad. II. El nacimiento de la bioética. III. De la bioética al bioderecho. III.1. El lugar del derecho. III.2. ¿Qué bioderecho? IV. Biojurídica y filosofía del derecho. V. Conclusión.
I. Introducción: ciencia y sociedad.
Las ciencias experimentales tienen un origen relativamente reciente. Surgen como respuesta al afán que tiene el ser humano por conocer los fenómenos naturales y las leyes que rigen su funcionamiento[1]. En las últimas décadas, su desarrollo ha sido tan espectacular, que la cultura ha quedado “deslumbrada”, y la misma ciencia ha adquirido un papel decisivo en la vida de las personas. Incluso, en ocasiones, ha provocado conflictos y desajustes internos en la sociedad. Ello tiene cierta relación con la manifiesta ambivalencia que presentan la ciencia y la técnica[2]: por una parte, contribuyen decisivamente al desarrollo humano; por otra, su aplicación puede llegar a tener consecuencias indeseables para las personas y su entorno. Y ello, especialmente, cuando no hay controles, o cuando se mezclan intereses económicos o políticos.
En lo referente a las relaciones entre ciencia y sociedad, es posible distinguir varias etapas. Hasta entrado el siglo XX, se mantuvo en pie el paradigma moderno que identificaba todo avance científico con un progreso indiscutible para la humanidad. Esta visión hundía sus raíces en el dualismo cartesiano, por lo que, en general, se contemplaba lo “natural” como lo “externo” al ser humano. La persona no se consideraba a si misma como parte de la naturaleza, sino como “algo diferente” a ella, llamada a “dominarla”. Desde estos presupuestos, la ciencia perseguía, intensamente, superar las “barreras naturales”, intentando conseguir la “liberación” del ser humano frente a la naturaleza y, en última instancia, el “triunfo” definitivo frente a la misma. Podemos recordar aquí las palabras de Saint Simon, quien, enarbolando el slogan de la modernidad, afirmó que el hombre puede y debe “usar la naturaleza según su antojo”[3]. Es evidente que esta visión ignoró que también el ser humano forma parte de la naturaleza o, dicho de otra manera, él mismo es naturaleza[4].
A mediados del siglo XX, principalmente a raíz de la incorporación de la energía nuclear a la tecnología bélica, la situación varió con respecto a algunos sectores de la ciencia y a sus consecuencias[5]. Entre los científicos se produjo una toma de conciencia de las implicaciones éticas de su trabajo, lo cual dio lugar, incluso, a asociaciones nacionales e internacionales[6]. Esta transformación se debió a diversas razones: entre ellas, la certeza de la experiencia de los efectos negativos para el ser humano, y para el resto de la naturaleza, de ciertos avances científicos y descubrimientos espectaculares. Así, por ejemplo, el ya referido de la energía nuclear aplicada a fines bélicos. Ello determinó que, a partir de los años cincuenta, la opinión pública abandonara, progresivamente, el paradigma anterior, y comenzara a surgir una nueva sensibilidad hacia las implicaciones éticas y jurídicas de estos fenómenos y, especialmente, frente a la creciente degradación del medioambiente.
A partir de los años noventa, se advierten nuevos cambios. Por un lado, recobra fuerza la convicción de que el desarrollo de la humanidad depende, básicamente, del desarrollo científico y tecnológico. Estamos, de nuevo, ante el paradigma de la ciencia entendida como fuente de progreso ilimitado e infinito[7]. No obstante, ahora adquiere vigor en un contexto distinto, marcado, en gran medida, por el economicismo y el individualismo. La ciencia ya no buscará tanto el beneficio global de la humanidad -intentando, por ejemplo, reducir las desigualdades entre países ricos y pobres, o buscar fármacos para luchar contra las epidemias que diezman a las poblaciones del hemisferio sur[8]-, sino incrementar los años, y la calidad de vida, de las sociedades opulentas del norte[9]. Además, ya no encontramos una fe en la ciencia, entendida como instrumento para alcanzar un mundo más humano, sino que, en muchos casos, lo que se pretende es conseguir, precisamente, un mundo mejor que humano[10]. Ello se advierte, especialmente, en el surgimiento, y auge actual, de la nueva medicina del deseo, de la que, por ejemplo, son un claro exponente las sofisticadas operaciones de cirugía estética genital[11]. Esta nueva visión se encuentra, por otro lado, en estrecha relación con un creciente pragmatismo epistemológico, de acuerdo con el cual se presupone que lo verdadero o lo bueno, es básicamente lo útil, lo que funciona o se espera que produzca unos resultados, aunque estos sean escasos[12].
En este nuevo marco se hace evidente, de manera aún más clara, si cabe, la inaceptabilidad de la tesis moderna de la “neutralidad” o asepsia valorativa de la ciencia[13]. En realidad, la decisión humana que se inclina por el fomento de una determinada línea de investigación o aplicación tecnológica, reposa sobre una ideología[14] que propone esa opción frente a otras, que plantea objetivos en una dirección concreta, y trata de responder a unas determinadas cuestiones en detrimento de otras[15]. Por ello, como indica Quintanilla, el desarrollo tecnológico se está convirtiendo en un asunto ideológico, dejando de ser una cuestión meramente tecnocrática[16]. En esta línea, para Habermas, muchas veces, en nombre de una aparente racionalidad, y a través de decisiones de pretendido carácter científico, lo que se impone son formas de oculto dominio: “Como la racionalidad de este tipo sólo se refiere a la correcta elección entre estrategias, a la adecuada utilización de tecnologías…(en situaciones dadas para fines dados), lo que en realidad hace es sustraer la trama social global de intereses en la que se eligen estrategias, se utilizan tecnologías y se instauran sistemas, a una reflexión y reconstrucción racionales[17]. Y recordando a Marcuse:
“El concepto de razón técnica es quizá el mismo ideología. No sólo su aplicación, sino que ya la técnica misma es dominio sobre la naturaleza y sobre los hombres, un dominio metódico, científico, calculado y calculante. No es que determinados fines e intereses de dominio sólo se avengan a la técnica a posteriori y desde fuera, sino que entran ya en la construcción del mismo aparato técnico. La técnica es en cada caso un proyecto histórico-social; en él se proyecta lo que una sociedad y los intereses en ella dominantes tienen el propósito de hacer con los hombres y con las cosas”[18].
Por otro lado, es importante tener en cuenta que, en la actualidad, las ciencias experimentales ya no se dedican, pasivamente, al estudio y profundización en el conocimiento sobre el fenómeno global de la vida. Gran parte de su esfuerzo se dirige, fundamentalmente, a intervenir activamente en ella[19]. Como señala Riechmann, “aunque los seres humanos hemos modificado activamente la naturaleza durante milenios, nunca antes estuvieron a nuestra disposición herramientas para “rediseñar” la naturaleza a la velocidad y profundidad que permiten las biotecnologías modernas”[20]. Precisamente, la biotecnología ha sido el puente por el que se ha transitado, desde una ciencia descriptiva de la vida, hacia una ciencia activa en el uso de lo vivo. En consecuencia, el conocimiento se adquiere ahora mediante la incisiva intervención en la vida misma, y se evalúa, fundamentalmente, por su eficacia, por su capacidad de producir resultados. Por ello, los límites entre los conceptos de ciencia y técnica se han diluido considerablemente: más bien, podríamos referirnos a la tecnociencia. Un ejemplo de ello lo encontramos en el ámbito de la ingeniería genética, con las especies transgénicas, tanto vegetales como animales y los híbridos inter especies.
II. El nacimiento de la bioética.
Las primeras reflexiones que podrían enmarcarse en el ámbito de la bioética surgieron en los EEUU, en los años sesenta, en el contexto del ya referido cambio de paradigma en las relaciones entre ciencia y sociedad. También fue determinante el hecho de que, durante esa década, la sociedad norteamericana conociera una serie de escándalos relacionados con la experimentación en seres humanos. En 1963, se supo que en el Jewish Chronic Disease Hospital (Brooklyn) se habían inyectado células tumorales a pacientes ancianos sin su consentimiento. Asimismo, se descubrió que, entre 1965 y 1971, en el Willowbrook State Hospital (Nueva York) se habían llevado a cabo estudios sobre la vacuna contra la hepatitis infecciosa, inoculando el virus en niños discapacitados internados en el centro[21].
En 1970, Paul Ramsey, publicó dos libros que pueden ser considerados obras pioneras en el origen de la bioética en los EEUU. Los volúmenes se titulaban The patient as person: exploration in Medical Ethics[22] y Fabricated man[23]. Su autor ponía de relieve, con un marcado énfasis, las profundas implicaciones éticas derivadas de las intervenciones técnicas sobre la vida humana. Ramsey seguía así una línea de trabajo que había sido promovida por André Hellegers en la Georgetown University. Lo distintivo de esta corriente fue su defensa de la necesidad de crear un nuevo campo de estudio, dedicado a los aspectos éticos de la práctica clínica. Por ello, sus preocupaciones se dirigieron a lo que, actualmente, se denomina ética médica. En 1971, Hellegers fundó el Kennedy Institute for the Study of Human Reproduction and Bioethics. Se trata del primer Instituto de bioética designado formalmente como tal[24].
No obstante, el autor que utilizó, por vez primera, el término bioética, fue Van Rensselaer Potter. Sus trabajos Bioethics. The science of survival y Bioethics. Bridge to the future, constituyen, por lo tanto, referencias ineludibles en esta nueva disciplina[25]. Conviene tener en cuenta que su visión de la bioética no coincide con la André Hellegers. Mientras que, como ya se ha indicado, éste autor se centró en las implicaciones humanas de las intervenciones médicas, Potter planteó, básicamente, el problema de la supervivencia de los ecosistemas. Por ello, podría ser considerado el iniciador de las denominadas “éticas ecológicas”[26].
Potter entiende que la reflexión ética debe nacer del interior de la práctica médica y científica, como consecuencia de haber comprendido la trascendencia de estas actividades sobre el desarrollo de la vida en general[27]. La bioética surge así en un contexto de inquietud, y de respuesta crítica, respecto a un determinado modo de entender el desarrollo científico, y sus consecuencias, no sólo para el ser humano, sino también, y especialmente, para su entorno. Potter denuncia la ideología subyacente al concepto dominante de progreso: la existencia de una división radical entre el ámbito del saber científico (biological facts) y el del saber humanístico (ethical values), entre las ciencias experimentales y las del espíritu. Por ello, propone una nueva disciplina orientada a regular el uso de las nuevas tecnologías, buscando favorecer la supervivencia de los ecosistemas y, con ello, también de la misma especie humana. Al presuponer que el ser humano es parte de la naturaleza, considera que existe una amenaza para la persona cuando el medioambiente es reducido a la consideración de objeto manipulable. Por ello, en su ya mencionado trabajo Bioethics. Bridge to the future, intenta, como el mismo título indica, establecer un nexo o “puente” entre los dos ámbitos de conocimiento, el propiamente científico y el moral-humanístico.
En la actualidad, y siguiendo la Enciclopedia del Kennedy Institute, la bioética podría ser definida como el estudio sistemático de los aspectos éticos implicados en las ciencias de la vida y de la salud, utilizando diversas metodologías, en una integración interdisciplinar[28]. De este modo, se suele entender que esta disciplina aborda el estudio de las implicaciones, e interrogantes, que plantean los avances científicos y técnicos, en cuanto que inciden en la vida y la salud de las personas, así como en los problemas relativos a la degradación del medio ambiente.
III. De la bioética al bioderecho.
La bioética es, como ya se ha indicado, una disciplina específicamente ética. En este sentido, ha señalado Vidal que “la bioética es formalmente una rama o subdisciplina del saber ético, del que recibe el estatuto epistemológico básico y con el que mantiene una relación de dependencia justificadora y orientadora. Los contenidos materiales le son proporcionados a la bioética por la realidad del “cuidado de la salud” y por los datos de las “ciencias de la vida”, como la biología, la medicina. El análisis de los temas, aunque tiene una omnipresente referencia a la ética, tiene que ser llevado a cabo mediante una metodología interdisciplinar”[29].
Esta realidad ha conducido a algunos autores a cuestionarse, incluso, la especificidad de la bioética, considerándola, exclusivamente, como una ética profesional o deontología. En este sentido se pregunta González: ¿no será, más bien, simplemente ética? Si lo específico de la bioética son cuestiones puntuales, problemas nuevos que surgen al compás del desarrollo de las ciencias de la vida: “la forma, lo que daría unidad a tal cúmulo de cuestiones no sería sino la misma perspectiva ética”[30]. Para esta autora, los principios de la bioética no son otros que los de la ética; de ahí que, en su opinión, el lugar natural de la bioética sea la ética especial y, más en particular, las éticas profesionales.
Es claro que las diversas ramas del saber no son compartimentos estancos, sino marcos abiertos al progreso del conocimiento, que continuamente se están reconfigurando. En este contexto, la especificidad y amplitud actual de la reflexión bioética -caracterizada, en gran medida, por una metodología característica y un marcado carácter interdisciplinar-, permitiría considerarla, no sólo como una mera ética profesional o deontología particular, sino como un saber específico. Ello no contradice el hecho de que esta nueva materia requiera del auxilio de categorías y conocimientos propios de otras ciencias.
A ello cabría añadir que, en la actualidad, el desarrollo de esta materia ha desbordado el marco puramente ético para introducirse, plenamente, en otros ámbitos del saber, como, por ejemplo, la antropología, la filosofía o el derecho. Como ha destacado D´Agostino, la bioética, forzándonos a replantearnos la vida y el orden de sus significados, nos obliga a pensar en el lugar que en ella ocupamos, o que nos corresponde ocupar; nos impone así, entre otras, la pregunta esencial sobre nuestra identidad. Y nos ayuda a elaborarla[31]. También Habermas, entiende que el trato de demos “a la vida humana afecta…a nuestra propia autocomprensión como especie…”, de tal modo que existe una “conexión interna de la ética protectora de la vida con nuestra manera de entendernos como seres vivos autónomos e iguales, orientados a razones morales…”[32].
III.1. El lugar del derecho.
Sabemos que el desarrollo bioético ha tenido una gran incidencia en el campo del derecho. Ciertamente, la determinación de lo tolerable, en relación a las diversas formas de intervenir en el fenómeno de la vida, no es una cuestión que afecta sólo a la ética, sino también, y cada vez con mayor intensidad, al derecho. Actualmente se apela a éste con distintas finalidades. En ocasiones, se pretende eliminar ciertas trabas y prohibiciones legales previas que impiden la investigación, la aplicación o el desarrollo de nuevas tecnologías; otras veces, se demanda del derecho exactamente lo contrario: esto es, que formule prohibiciones e, incluso, que prevea sanciones que restrinjan el acceso a prácticas o técnicas potencialmente lesivas para el ser humano y su entorno. A ello se añade el recurso al orden jurídico, entendido como mecanismo resolutivo de conflictos específicos ya producidos. A tal finalidad responden los pronunciamientos jurisprudenciales, cada vez más abundantes, y decisivos, en esta materia.
En realidad, se podría llegar a afirmar que no existe otro ámbito, como el jurídico, en el que las controversias que, inicialmente, se plantean como bioéticas, presenten tanta derivación e impacto. Es más, precisamente aquellas cuestiones bioéticas de mayor calado o trascendencia social, se transforman, en muchos casos, en problemas jurídicos. Es evidente que la acción humana, -en este caso tecnificada-, puede producir daños, incluso irreversibles, al medioambiente y a las personas. En consecuencia, la respuesta a esta realidad no debe tener, tan sólo, carácter moral, ni reducirse, por tanto, a una cuestión privada. Se tratará, en muchas ocasiones, de un asunto público[33]. Como ha señalado D´Agostino, en una época como la actual, dominada por el triunfo de la biotecnología, el derecho se presenta, en cierto modo, como un sistema de gestión social del temor o “miedo bioético”, nacido cuando prevalece la “percepción social de que la naturaleza se convierte en evanescente y de que ha sido superado el umbral de artificialización de la vida”[34]. De ahí la necesidad de insistir en la “validez pública, propiamente jurídico-relacional”[35] de muchos conflictos que se presentan, prima facie, como bioéticos. La controversia se centrará, precisamente, en la determinación de la frontera entre la entre la bioética y el bioderecho y, en definitiva, entre la moral y el derecho.
Ciertamente, la cuestión relativa a los límites, conexiones y diferencias entre derecho y moral es un problema clásico de la filosofía jurídica. No obstante, la complejidad, ya de por sí inherente al tema, se incrementa, en este caso, por la concurrencia de diversos factores. Entre ellos, cabría destacar la ausencia de estudios sistemáticos que ayuden a delimitar con rigor ambas disciplinas, demarcando sus respectivas competencias..
Tal carencia tiene múltiples consecuencias prácticas. Incluso, a nivel terminológico, se advierte la existencia de una patente imprecisión. Con frecuencia, los mismos juristas apelamos a la bioética cuando, en realidad, nos enfrentamos a problemas que poseen una clara dimensión pública. Ello, a su vez, incrementa la confusión conceptual: cuando se plantea una controversia “bioética”, se tiende a insertarla en un marco propiamente ético, con el correlativo recurso a unas categorías y a una metodología características, abordándose así como un problema subjetivo o de conciencia. Esto genera, automáticamente, una resistencia a la plasmación, en normas jurídicas, de los resultados y conclusiones obtenidas y, especialmente, un rechazo a la posibilidad de que tales soluciones se vean respaldadas por sanciones típicamente jurídicas. En definitiva, se entiende que estamos ante problemas y reflexiones ajenas a la ciencia jurídica, más propias de la filosofía moral o de las ciencias de la salud que del derecho.
Ante esta situación se impone, como ya se ha indicado, la elaboración de estudios sistemáticos que permitan establecer ciertos límites entre ambos saberes. Para ello, sería útil recurrir a criterios ya elaborados por nuestra disciplina[36]. Entre otros parámetros, podríamos recordar la diferenciación clásica, propuesta por Aristóteles, entre el hombre bueno (anér agathós) y el buen ciudadano (polités agathós), aplicando esta distinción a la bioética y al bioderecho, respectivamente. Ciertamente, los temas objeto de reflexión o de examen pueden ser, en algunos casos, los mismos; pero se podría subrayar el mayor interés del bioderecho por la perspectiva externa y por la dimensión de alteridad de las acciones humanas, mientras que, en la bioética, ocuparía un papel central la noción de virtud[37].
No obstante, como ya se ha apuntado anteriormente, al establecer la frontera entre bioética y bioderecho habría que tener en cuenta, además, ciertas peculiaridades. En primer lugar, es evidente que, desde un punto de vista histórico, la reflexión bioética es anterior al bioderecho. Ciertamente, este dato no debería conducirnos a plantear la demarcación entre ambos saberes en términos jerárquicos o de subordinación (así, por ejemplo, no considero adecuado entender el bioderecho como una “rama” o especialidad de la bioética)[38]. No obstante, dada su más longeva trayectoria, la reflexión bioética aporta datos, reflexiones y metodologías[39] extremadamente útiles al bioderecho. A su vez, éste añade, entre otras cosas, el respaldo que implica la coacción jurídica, en muchos casos imprescindible. Por ello, como ha señalado Gracia, “el bioderecho sin bioética es ciego, y la bioética sin el bioderecho resulta vacía. Sin la bioética, el bioderecho correrá siempre el riesgo de caer “bajo mínimos”[40].
III. 2. ¿Qué bioderecho?
A pesar de lo hasta ahora señalado, la cuestión relativa al título y a los criterios que confieren al derecho la capacidad de intervenir en las cuestiones bioéticas no es un tema pacífico[41]. También a nivel fáctico, se advierte una cierta reticencia en los juristas para adentrarse en problemas que, a primera vista, pueden parecer más propios de los científicos o de los filósofos morales. Otro posible obstáculo a salvar por el bioderecho es la “novedad” y especificidad que implican los conflictos bioéticos, el tipo de razonamiento que conllevan[42], así como su ya mencionada interdisciplinariedad.
A todo ello se une un problema añadido: los grandes intereses que subyacen a algunas de las nuevas biotecnologías. No podemos dejar de hacer mención al opaco y lucrativo mercado que se ha originado alrededor de las expectativas generadas en este sector económico[43]. En ocasiones, es difícil que la sociedad llegue a conocer la vinculación existente entre famosos investigadores y empresas biotecnológicas, cuyas promesas pueden atraer inversiones públicas y privadas multimillonarias. En este sentido, cabe mencionar, por ejemplo, que Robert Lanza, conocido por sus experimentos de transferencia nuclear en mamíferos y primates, es director de una conocida Revista científica, el New England Journal of Medicine, director médico de una empresa que cotiza en bolsa, la Advanced Cell Techology, y actualmente también es asesor del Instituto Valenciano de Infertilidad. Es significativo saber que el día en que la empresa que dirige, Advanced Cell Techology, anunció en la revista Nature que había clonado embriones humanos subieron, no sólo las acciones de esa empresa, sino también las de otras biotecnológicas, como Stem Cells o Geron[44]. Y ello, a pesar de que, posteriormente, se comprobó que era falso que hubieran conseguido una clonación humana, ya que se trataba, tan sólo, de una mera transferencia nuclear. También cabe mencionar el escandaloso fraude del grupo liderado por el investigador coreano Woo Suk Hwang[45], el cual había recibido millonarias subvenciones. En otro contexto, es importante aludir al problema del comercio de embriones y óvulos (teniendo en cuenta que su obtención puede generar graves daños para la salud de las mujeres), a la relevancia económica de la información genética (especialmente en el ámbito de los seguros privados)[46], a los beneficios generados por las patentes sobre procedimientos y líneas celulares ya existentes[47], etc.
La ya mencionada reticencia de los juristas a introducirse en estos ámbitos, unida a las presiones del mercado e, incluso, a los intereses políticos en juego, puede crear una estructura abonada para que el bioderecho deje paso libre a la bioeconomía o a la biopolítica[48]. En este sentido, Peces Barba ha señalado que “la escasa juridificación de esta materia, no es sólo debida a las dudas del legislador, sino también a las presiones de quienes quieren mantener una hegemonía que podría contribuir a reforzar la ideológica, la económica o la política”[49]. Ciertamente, no se puede negar la existencia de conexiones entre el bioderecho, la biopolítica y la bioeconomía; pero tampoco debemos ignorar el peligro que conlleva la confusión entre estas instancias. El bioderecho queda, de hecho, reducido a una bioeconomía cuando es la ley del máximo beneficio la que, en definitiva, impone los parámetros de actuación en el ámbito biomédico. Asimismo, el bioderecho deja paso a la biopolítica cuando su función se limita a la mera formalización legal de decisiones de interés partidista o electoralista, en muchos casos ya tomadas con anterioridad[50].
Por otro lado, cabe referirse al riesgo que, para los derechos individuales, podría implicar la alianza entre bioeconomía y biopolítica, abriendo la puerta a la circulación, sin trabas, de cualesquiera demandas solventes. En esta línea, Habermas recuerda que estamos ante investigaciones que se financian “desde hace ya mucho en el mercado de capitales. Debido a que la investigación biogenética se ha aliado con los intereses de los inversores y las demandas de éxito de los gobiernos nacionales, el desarrollo biotécnico despliega una dinámica que amenaza con hacer desaparecer de la esfera pública los procesos detallados de clarificación normativa”[51]. Por ello, plantea el dilema ético y político, de comportarnos “autónomamente, de acuerdo con consideraciones normativas, que inciden en una democrática conformación de voluntad, o arbitrariamente, de acuerdo con preferencias subjetivas, que encuentran satisfacción en el mercado”[52]. También para Ollero, “el empuje de la bioindustria parece invitar a un resignado adiós a la bioética para ceder el paso a la biopolítica…la brega biopolítica no se limitará a lograr el visto bueno para las investigaciones más inmediatas. Los niveles de inversión (económica) planteados exigen un grado de seguridad que obliga a despejar al máximo el ámbito del juego jurídico. Hay que ganar terreno en el ámbito de lo irreversible. Habrá que lograr legalizar incluso aquello que a corto plazo no es previsible que interese llevar a la práctica, pero podría en su momento convertirse en vía a explorar”[53].
Para evitar tales riesgos, el bioderecho debería salvar algunos principios, de carácter estructural -aunque no del todo inútiles-, que permitieran percibir cuando abandonamos la lógica del derecho, de la dignidad, de la igualdad, de la no instrumentalización[54], del respeto, de la reciprocidad…, para adentrarnos en la lógica de la violencia, del dominio, de la propiedad de unos seres humanos sobre otros, de la búsqueda de resultados y beneficios a costa, incluso, de la dignidad del otro. Ciertamente, nunca podremos elaborar una especie de “Código biojurídico”, ya que tales principios no pueden ser conocidos con independencia de su realización, exigiendo, por otro lado, ser permanentemente corregidos por la dimensión histórico- dinámica de la realidad social[55]. No obstante, ello no impide defender ciertos presupuestos a los que el bioderecho no debería renunciar: fundamentalmente, el respeto a la dignidad y al carácter relacional del ser humano. Ello implicaría, en primer lugar, partir del reconocimiento de la cualidad de sujetos[56] a los individuos parte de una relación biomédica o biotécnica. Ciertamente, podría alegarse que también la bioética parte de esta premisa. No obstante, encontramos diferencias en tal denominador común. Como destaca D´Agostino, la bioética salva tal carácter relacional a través de las formas cálidas de la comprensión, del cuidado, de la acogida y la dedicación, de la entrega generosa al otro, hasta la forma más superior, la del amor. El bioderecho, sin embargo, aborda la relación intersubjetiva garantizando las formas frías del respeto mutuo, de la igualdad, la imparcialidad, la simetría[57] o la reciprocidad[58].
Por otro lado, la misma defensa de la relación intersubjetiva remite a la garantía de que ésta sea tal. Por ello, no se consideraría como admisible, no sólo aquella relación abiertamente violenta o fraudulenta, sino también la paternalista, la contaminada y distorsionada por intereses económicos, la que altera o impide el futuro desarrollo de otras posibles relaciones, la que oculta interesadamente la realidad de las cosas, la que ofende o, aún peor, niega la identidad y la dignidad de los sujetos parte en la relación[59].
IV. Biojurídica y filosofía del Derecho.
Junto al vocablo “bioderecho”, no resulta infrecuente el empleo del término “biojurídica”. El primero se halla, por razones obvias, más cercano a la expresión anglosajona biolaw[60] o bioethics law[61]. El segundo procede de la doctrina italiana, y se encuentra ampliamente difundido en ese país[62]. En España, se suelen utilizar, indistintamente, ambos vocablos e, incluso, las expresiones “biolegislación”[63] o “biojurisprudencia”[64]. A primera vista, este hecho podría resultar irrelevante. No obstante, parece posible advertir una mayor preferencia por el término “bioderecho” o “biolegislación” en aquellos autores que provienen de ramas específicas de la ciencia jurídica (derecho penal, administrativo, civil, constitucional, mercantil…), mientras que la expresión “biojurídica” suele tener más raigambre en trabajos pertenecientes al ámbito de la filosofía del derecho.
Además, y atendiendo al contenido de las aportaciones de los diversos autores, podría afirmarse que la biojurídica y el bioderecho remitirían a niveles de conocimiento distintos[65]. En general, el bioderecho abordaría el estudio de las realidades o “fenómenos bioéticos” -es decir, de los diversos conflictos que surgen en el ámbito de las relaciones humanas, como consecuencia de la incorporación de las nuevas tecnologías a las ciencias de la salud-, desde la perspectiva de la ciencia jurídica. Lo fundamental, por ello, es que se trata de aproximaciones desde el derecho positivo. Por ello, estaríamos ante una parte de la ciencia jurídica de la que, en realidad, siempre se han ocupado los juristas (recordemos que la Constitución reconoce, en su artículo 43.1, el derecho a la protección de la salud, desarrollado, entre otras leyes, en la Ley de Sanidad[66]). La novedad actual radicaría en el hecho de que, en las últimas décadas, la normativa legal referente a estas materias ha sufrido un notable desarrollo. Ello podría llevar a justificar la existencia de esta nueva disciplina, también denominada biolegislación.
Por su parte, la biojurídica abordaría, asimismo, cuestiones bioéticas, pero adoptando una perspectiva distinta, la aportada por la filosofía jurídica. De este modo, la función de la biojurídica será, precisamente, la de justificar aquellos principios, no morales, sino propiamente jurídicos, en los que se apoyaría el bioderecho o la biolegislación. Así lo entiende, por ejemplo, Palazzani, cuando afirma que: “Los términos “biojurídica” y “bioderecho” (distintos en la lengua italiana, pero indistintos en otras lenguas) remiten a disciplinas académicas encuadradas, respectivamente, en el ámbito de la filosofía del derecho y del derecho privado”[67]. También, en la doctrina italiana, Iagulli afirma que “la biojurídica remite a la reflexión teórica sobre el tema bioético, desde una perspectiva no ética, sino estrictamente jurídica, mientras que la “biolegislación” es el resultado de la actividad del legislador llamado a traducir en normas legales los principios elaborados en sede biojurídica”[68].
Partiendo de esta distinción, podría afirmarse que, en realidad, lo que en este caso se presenta a los filósofos del derecho es un ámbito de trabajo que siempre nos ha pertenecido, pero que, en la práctica, todavía se encuentra sin roturar: elaborar una biojurídica, ni moral, ni política, sino estrictamente jurídica[69]. Es evidente que los avances biotecnológicos de las últimas décadas han suscitado complejas controversias. Sin embargo, considero que, desde la perspectiva de la biojurídica, todas ellas serían reconducibles, en definitiva, a cuestiones de las que, tradicionalmente, se ha ocupado la filosofía jurídica[70]. La necesidad de la filosofía del derecho en sede biojurídica es destacada por Iagulli en los siguientes términos: “la perspectiva biojurídica…presupone una precisa especulación filosófico-jurídica: sólo sobre el fundamento de una adecuada definición del derecho, competencia de la filosofía del derecho, la biojurídica parece capaz…de expresar una teorética convincente acerca de temas bioéticamente relevantes”[71].
Adoptando como punto de partida el relativo acuerdo existente en torno al contenido básico de la filosofía del derecho[72], -salvando, por supuesto, la diversidad de concepciones y metodologías existentes-, parece que la biojurídica podría abordar, entre otras, las siguientes cuestiones:
a) El problema conceptual. En general, aquí se incluiría la reflexión acerca del contenido de la biojurídica, de sus diferencias y relaciones con la bioética o el bioderecho[73]. Tal reflexión debe superar los límites que impone el análisis estrictamente normativo, incluyendo, asimismo, la cuestión referente a la relación y articulación de la biojurídica con otros saberes, especialmente con las ciencias biomédicas.
b) La dimensión axiológica. En esta parte se abordarían los problemas relativos al fundamento y legitimidad del bioderecho para intervenir en los concretos problemas bioéticos. También podría incluirse aquí el estudio de las diversas concepciones que subyacen al bioderecho o biolegislación. Como ha señalado Elías Díaz, “No hay normas neutras desde el punto de vista de los valores: todo sistema de legalidad es expresión de un determinado sistema de legitimidad, de una determinada concepción del mundo, de una determinada idea de la misma condición humana”[74]. La función del filósofo del derecho se concretaría, de este modo, en el enjuiciamiento crítico de la adecuación del bioderecho al principio de la dignidad humana, esclareciendo los derechos humanos en juego. Desde esta perspectiva, la biojurídica debe fomentar “la búsqueda de una legislación en bioética universalmente justificable, que promueva una justa coexistencia social”[75]. En este sentido, Palazzani[76] define al biojurista como a aquel que, dirigiendo su mirada más allá de la validez y de la efectividad, se pregunta si el derecho vigente en estas materias es justo. Se interroga así por el “por que” del derecho, de su justificación y su fundamento[77]. La biojurídica también debería justificar aquellos principios en los que podría asentarse el bioderecho futuro. En definitiva, como se puede advertir, ésta sería la dimensión más práctica, y específica, de esta disciplina, centrada, básicamente, en la justificación de la promoción, o prohibición, de determinados contenidos normativos, partiendo del principio de la dignidad humana y de los derechos humanos en juego.
c) También incumbe a la biojurídica abordar la cuestión relativa a la intersección entre el bioderecho y la realidad social. Ciertamente, entre el sistema legal y el resto de factores que integran la realidad social, existen relaciones de interdependencia e interacción, que determinan, no sólo que las leyes surjan a raíz de necesidades y problemas sociales concretos, sino que, asimismo, actúen, e incluso modifiquen substantivamente, el tejido social. De ahí la necesidad de efectuar una indagación de la realidad legal, contrastada con la estructura social, cultural y política, de la que el propio bioderecho forma parte. En esta sección se incluirían, por ello, no sólo la temática de las relaciones entre cambio social y cambio jurídico, sino también la influencia del bioderecho en la transformación de la sociedad[78] y la reflexión sobre las funciones sociales del mismo.
Para afrontar las mencionadas cuestiones, la biojurídica se situaría, por un lado, fuera del punto de vista interno característico de la ciencia del derecho, partiendo, al mismo tiempo, del conocimiento sectorial propio de las ciencias jurídicas[79]. Además, el filósofo del derecho que aborde tales retos deberá poseer un importante bagaje de conocimientos de tipo científico-técnico. Considerándolos como un punto de partida auxiliar, no deberá detenerse en los meros datos empíricos, ni extrapolar los métodos y categorías científico-técnicas a su propio ámbito. En este punto, lo que directamente le compete es reflexionar, desde una perspectiva iusfilosófica, sobre los mismos conocimientos proporcionados por las ciencias experimentales. El objeto de su deliberación, por ello, no son simples fenómenos físicos, sino conductas, acciones y decisiones humanas.
V. Conclusión.
En definitiva, la biojurídica llevaría a cabo una reflexión global y crítica sobre el bioderecho. En consecuencia, lo que se espera de esta disciplina no es una mera descripción fáctica de cómo es la legislación vigente en estas cuestiones. Dicha labor sería, en rigor, más propia del bioderecho o la biolegislación (e incluso, de la biojurisprudencia). A la biojurídica le corresponde -al igual que la filosofía del derecho, reflexionar sobre las normas vigentes, a la luz del principio de la dignidad humana y de los derechos humanos. Es este sentido, podríamos destacar otro reto de la biojurídica: incluir los derechos bioéticos en el contexto de los derechos humanos, garantizando al ser humano las condiciones para ejercer plenamente su identidad relacional y la propia humanidad[80]. Este último aspecto es central, ya que, como destaca Habermas, en la actualidad se ha hecho especialmente nítido lo aberrante del conflicto (moderno) entre el cosmopolitismo del hombre y las lealtades del ciudadano, que no pueden ser universalistas mientras las relaciones internacionales estén sometidas a la eticidad concreta de los más fuertes[81].
Informações Sobre o Autor
Angela Aparisi Miralles
Catedrática de Filosofía del Derecho en la Universidad de Navarra