Resumen: El modelo de la democracia representativa irradió al constitucionalismo del siglo XX latinoamericano. La democracia del elitismo competitivo tendió a afianzar en el área un concepto muy restrictivo de la democracia concibiéndola como un medio para escoger a los encargados de adoptar las decisiones. Los contenidos esenciales de la democracia se circunscribieron a la defensa del liberalismo y del sistema republicano representativo. Los derechos de autononomía como derechos políticos ejercidos de manera colectiva frente al Estado, en la búsqueda de la satisfacción de intereses plurales como son los derechos de reunión, manifestación, huelga entre otros, minimizaron la efectividad de los derechos de participación al quedar reducida ésta última a la elección de las élites gobernantes. Pese a lo inusitado en el reconocimiento constitucional y legal de las instituciones de participación directa en la región, salvo en los modelos políticos de Uruguay (1934) y Cuba (1940, 1959 y 1976), desde el decurso de la década del 80 del pasado siglo, el constitucionalismo latinoamericano asistió a una transformación de sus instituciones políticas y jurídicas tras la caída de las dictaduras militares, como fenómeno político dominante del decenio. A partir de dicho momento, el Derecho constitucional latinoamericano comenzó a exhibir como tendencia el reconocimiento de mecanismos y procedimientos de democracia directa, en pos de corregir la crisis del sistema representativo y consecuentemente, lograr la estabilización de los sistemas políticos de la región.
Sumário: I. La participación ciudadana en el ámbito político-jurídico. Concepto, dimensiones, naturaleza jurídica y clasificación. II. Antecedentes constitucionales de la participación ciudadana en lo político en la América Latina del siglo XX.
I. La participación ciudadana en el ámbito político-jurídico. Concepto, dimensiones, naturaleza jurídica y clasificación.
Un ejercicio obligado de lealtad al lenguaje político contemporáneo nos lleva a advertir que el vocablo participación, latu sensu, define literalmente un proceso mediante el cual los individuos, las comunidades y las naciones, emprenden distintas iniciativas, de acuerdo a sus propias necesidades, para contribuir a su desarrollo en la esfera política, económica y social[1]. El término, aunque unívoco, exhibe a todas luces un carácter multidimensional en dependencia del ámbito de la realidad social en que actúe. Para Harnecker[2] la participación no es un concepto único, estable y referido sólo a lo político. Es una dinámica mediante la cual los ciudadanos se involucran en forma consciente y voluntaria en todos los procesos que les afectan directa o indirectamente
En tal sentido Giovanni Sartori[3] al referirse a la participación como contenido esencial de la democracia, trae a colación las diferentes dimensiones atribuibles al fenómeno participativo. De éste modo, aunque el vocablo democracia nació en el siglo V a.n.e y la participación como su núcleo inmanente devino en un concepto político, empero con el surgimiento del Estado-nación capitalista, emergen dos nuevas adjetivaciones para su nomen: la participación social y la participación económica[4].
Como sostiene Atilio Borón[5], la democracia como sistema de organización sociopolítica no puede ser escindida de la estructura económico-social sobre la que reposa. Difícilmente pueda pensarse que un régimen democrático pueda sostenerse a mediano y largo plazo en una sociedad cada vez más injusta y desigual, donde las brechas no parasen de agigantarse.
Sin embargo, si bien es válido el criterio que cualquier defensa a favor de la democracia implica necesariamente la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones en un amplio conjunto dimensional político, económico y social, creo que la forma más defendible de democracia es aquella que pondera, prima facie, el elemento político en la construcción de la aspiración democrática. Siguiendo a Sartori, si el sistema político global no está en función de la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones políticas, la democracia social tiene poco valor y la democracia económica poca autenticidad[6]. Con igual lógica y sentido apunta del Río[7]
“[…] no significa que los otros ángulos desde los cuales se puede enfocar la participación (relaciones económicas, culturales, laborales, etc.) no aporten elementos esenciales en torno a la democraticidad del régimen existente, pero es a nivel político donde se deciden los asuntos relativos al poder, por ser allí donde radica el Estado como su principal instrumento, por ello puede mostrar como ninguna otra, el contenido y la esencia clasista del Estado y del sistema político en general”.
La participación desde una dimensión política constituye por tanto el núcleo esencial de la democracia, entendida ésta última, desde la naturaleza intrínseca de los procesos políticos, como un fenómeno dinámico, en constante desarrollo[8], cuya aspiración final tiene como epicentro la efectiva concreción de la soberanía popular. Coincido con Anthony Arblaster quien sostiene que en la raíz de todas las definiciones de democracia, independientemente de cuán refinadas y complejas sean, está la idea del poder popular, de una situación en que el poder, y quizás también la autoridad, descansan en el pueblo[9]. Es evidente que interpretar hoy la democracia como un sistema o modelo político[10] estático, conduce a una visión parcelada de la Teoría del Estado y de la Política en sentido general. Como atinadamente apunta Sartori “Un sistema democrático se establece como resultado de presiones deontológicas. Lo que la democracia sea no puede separarse de lo que la democracia debiera ser”[11].
La participación en el ámbito político-jurídico, no obstante su relevancia, adolece de la multivocidad conceptual que le imprimen las posturas doctrinales contemporáneas liberales y marxistas. Algunos como Molina Vega la consideran como “(…) toda actividad de los ciudadanos dirigida a intervenir en la designación de sus gobernantes (…), comprendiendo las acciones colectivas o individuales, legales o ilegales, de apoyo o de presión mediante las cuales una o varias personas intentan incidir en las decisiones acerca del tipo de gobierno que debe regir una sociedad.”[12] Otros como María Teresa Sadek consideran que “la expresión se aplica a dos conjuntos de comportamientos: a) participar de un determinado acto o proceso político y b) ser parte de un organismo, de un grupo o de una comunidad política, sea escogiendo sus gobernantes, sea contribuyendo financieramente con un partido o un candidato político”[13]. Como podemos apreciar estos autores conciben la participación como instrumento del sistema electoral y como medio de selección de los líderes de partidos políticos. En el diseño de los sistemas políticos del Estado burgués desde su nacimiento y hasta la actualidad, la balanza se ha inclinado hacia la reducción de la participación a la mera intervención de la ciudadanía en la elección de los representantes. Los criterios doctrinales vertidos por Molina Vega y Sadek, que coquetean con la teoría del elitismo competitivo[14], han devenido triunfantes para la teoría occidental.
A pesar de las falencias teóricas en la concepción de la democracia participativa y de la tautología de su nomen iuris, por cuanto ambos conceptos democracia y participación responden a la misma urdimbre dialéctica, su importancia sigue radicando hoy en su impronta en tanto factor renovador en el discurso y en la praxis política contemporánea de la participación política, entendida ahora como un “tomar parte en persona, y una parte autoactiva. La participación no como un mero “ser parte de” (el mero hecho de estar envuelto en algún acontecimiento), y aún menos “un ser hecho parte de” involuntario. La participación como automovimiento y, por tanto, lo contrario del heteromovimiento (por otra voluntad), es decir lo opuesto a movilización”[15].
Desde el pensamiento político patrio Haroldo Dilla[16] también contribuye a sentenciar, ésta vez con un enfoque puramente marxista, que en los tiempos actuales la participación resulta condición indispensable para constituir un poder popular que ofrezca a las mayorías el control sobre las variables que afectan sus vidas cotidianas, así como punto de partida para un involucramiento político que trascienda el ámbito local y se interne en lo que usualmente se ha considerado la alta política, de ejercicio exclusivo de las élites profesionales. Evidentemente estas últimas versiones teóricas de la participación, en las voces de Macpherson, Sartori y Dilla, apuestan, con un matiz alternativo, porque la democracia sea no solo un conjunto de procedimientos, sino también una forma participativa de vida.
Pero, más allá de las líneas conceptuales divisorias en torno a las dimensiones de la participación política y de su ponderación o no como principio rector de los órdenes políticos en las formaciones económico sociales analizadas, en lo que sí existe bastante consonancia es en su naturaleza jurídica de derecho político.
Al diseccionar los criterios del intríngulis de los derechos políticos hallamos que en sentido lato el derecho de participación se inscribe dentro de lo que la Escuela Alemana del siglo XIX calificara como derechos subjetivos públicos. Expuso Paul Laband[17] que los derechos en el orden del iuspublicismo se clasifican en derechos de protección interna, derechos de protección externa y derechos de participación en la vida constitucional. Esta idea fue retomada por Jellinek[18] quien con un enfoque más amplio clasificó estos derechos tomando como base el status jurídico de los ciudadanos y sus relaciones jurídico-políticas con el Estado en función del desarrollo histórico. Para él dentro de los status en los que se han encontrado los individuos históricamente está el status activae civitatis que se manifiesta por el reconocimiento del derecho a participar activamente en el gobierno del Estado.
Con una carga menos historicista, Santi Romano[19] como portavoz de la doctrina italiana, diferencia los derechos públicos subjetivos en derechos personales, de prestación y derechos funcionales. Entre los primeros se halla el reconocimiento de la condición jurídica de ciudadano que hace el Estado a los sujetos de derecho. Los segundos aluden a la posibilidad de obtener por parte del Estado tanto una prestación en servicios como auxilios materiales concretos. Entonces son los derechos de función a los que se les denomina derechos políticos como aquellos de los cuales se benefician los individuos por el hecho de ser miembros de una comunidad política. Los derechos políticos, cabe acotar, se dividen en derechos de participación y derechos de autonomía[20]
Strictu sensu, dentro de la categoría derechos políticos como derechos públicos subjetivos, los derechos de participación pueden ser de carácter individual relativo a los derechos electorales activos y pasivos y el derecho al acceso a cargos públicos así como de carácter colectivo entre los que se enmarcan el derecho de asociación política en partidos y sindicatos. En palabras de González Hernández[21] por medio de estos derechos los ciudadanos participan no sólo en la designación de los componentes de las asambleas legislativas y de los órganos políticos y administrativos de carácter electivo, sino que de igual manera, y en función de las normas que eventualmente lo regulen, los ciudadanos disponen del derecho a participar de por sí en el proceso legislativo mediante el uso de la iniciativa popular. Con similar criterio, cierra Sánchez Agesta[22] afirmando que la expresión derechos políticos, consagrada en las declaraciones de derechos, se engendró una concepción doctrinal sistemática que ha distinguido hasta nuestros días los derechos de participación del ciudadano.
En ésta misma línea de análisis añade Zovatto[23] que desde el punto de vista del Derecho constitucional los derechos políticos requieren un conjunto de condiciones que posibiliten al ciudadano participar en la vida política. Evidentemente el fenómeno participativo desde una dimensión jurídica y de cara al principio democrático, exige no sólo el reconocimiento constitucional del derecho a la participación, sino que además demanda la existencia de determinados mecanismos o instituciones de participación, posibles y accesibles a la ciudadanía, que como garantías jurídicas posibiliten la efectividad del ejercicio del derecho.
Si partimos del criterio doctrinal de que la participación política se enmarca dentro del amplio espectro de los derechos públicos subjetivos, entonces su contraparte se halla en el deber jurídico político del Estado de reconocer constitucional y legalmente las vías concretas para su ejercicio así como también un conjunto de condiciones de índole material imprescindibles en pos de su eficacia jurídica y pleno disfrute. Sobre estas bases Pérez Hernández y Prieto Valdés[24] apostrofan que no basta con el simple reconocimiento legal de los derechos pues su ejercicio reclama el establecimiento de condiciones, instituciones y mecanismos que propicien su realización efectiva.
El análisis casuístico detallado de cada uno de los mecanismos o instituciones de participación, su naturaleza y efectos, será tratado a posteriori. Baste por ahora dejar sentado el criterio clasificatorio acogido por parte de la doctrina acerca del carácter y los efectos que se deducen de toda acción participativa. Sin afán de una exhaustividad acabada, Molina Vega[25] y Zovatto[26] dejan abierta una interesante brecha en el estudio clasificatorio de la participación:
Por el carácter de la decisión que resulta del acto de la participación la misma puede clasificarse, siguiendo a Molina Vega, en decisiva y consultiva. Las primeras corresponden a lo que Zovatto denomina participación con efectos vinculantes, con o sin exigencia de un determinado quórum para su activación. En estas los gobernantes han de regirse por lo que decida la mayoría de los ciudadanos, es el caso del referéndum en el modelo suizo y en el italiano.
Obviamente éste tipo de mecanismo posibilita mayores niveles de democracia y un efectivo poder de decisión ciudadana en su ejercicio soberano. Contrariamente, la participación consultiva conduce a disposiciones que formalmente los gobiernos no están obligados a instrumentar, este sería el supuesto de los llamados referenda consultivos. A su vez nos acota Zovatto que las proposiciones consultivas por el origen pueden ser “desde arriba” es decir cuando son los órganos estatales los que tienen de manera exclusiva el derecho de poner en marcha el mecanismo, y “desde abajo” cuando la iniciativa proviene de la propia ciudadanía. Relativo a las decisiones con un origen popular concuerdo con Harnecker[27] para quien la participación no se decreta desde arriba., sino que implica un largo proceso de aprendizaje de la intervención popular “desde abajo”.
En los casos de iniciativas “desde abajo” es importante precisar cuál es el número mínimo de ciudadanos requeridos para poner en marcha el mecanismo. Si bien los efectos jurídicos de los instituciones consultivas resultan limitados, puede ser que en la práctica una institución consultiva tenga efectos similares a la participación decisiva; esto ocurre cuando el costo político de apartarse de la decisión aprobada por los participantes pudiera resultar extraordinariamente elevado para los gobernantes, como sería el caso de los referidos referenda consultivos que resulten en claras mayorías a favor de determinada política.
De acuerdo a la incidencia o no de la mediación en la acción del participante, la actividad de participación puede ser directa o indirecta. En el primer supuesto la comunidad toma la decisión mediante votación universal, con la intervención de cada uno de sus miembros. Los referenda y las elecciones corresponden a este tipo. En la indirecta los ciudadanos designan representantes para que tomen parte, en nombre de los primeros, en la actividad correspondiente; por ejemplo en el caso de organismos oficiales en los que se incluye representación tales como las centrales sindicales.
Sobre la base del fundamento de que la participación y la representación a más de ser conceptos diferentes, son categorías antitéticas, considero que no es del todo acertada la anterior clasificación. Bajo la égida conceptual de que participar es una acción dirigida a alcanzar determinados fines sin mediaciones o sea tomando parte en persona cada ciudadano en el ejercicio del poder y en la esfera decisoria del Estado, valga concluir que en mi opinión sólo cabe hablar de participación directa. No debe sostenerse que la acción de los representantes constituye una tipología de participación, máxime cuando el efecto de representar implica sustitución de las voluntades de los representados. Los representantes no estarán sujetos a las pretensiones específicas o deseos de sus electores, ya que una vez electos se convierten en representantes de la Nación y dejan de serlo del electorado que los eligió.[28]
Por último, en dependencia del carácter obligatorio o no de la puesta en marcha de la acción participativa, algunos autores traen a colación la participación obligatoria o facultativa. Para los primeros mecanismos es el ordenamiento jurídico el que dispone la puesta en práctica del proceso participativo como un requisito sine qua non para la toma de alguna decisión, verbigracia los referendos consultivos con vista a una reforma constitucional. En el segundo la puesta en práctica del proceso depende discrecionalmente de quien esté facultado a ponerlo en marcha. Esta facultad puede recaer en los ciudadanos mismos o en un órgano gubernamental. Son facultativos de los ciudadanos, en dependencia del modelo constitucional, algunos tipos de referéndum y de iniciativas legislativas populares.
Esta nomenclatura se ha utilizado igualmente para realizar un distingo entre la participación como derecho y como deber. Sostiene Molina Vega que el establecimiento en algunos diseños constitucionales de la obligatoriedad de la participación acompañado del correspondiente sistema sancionador, produce un notable incremento en el porcentaje de votantes. Pero una cosa es el reconocimiento del derecho y otra distinta suponer que de ello se deduce que toda la ciudadanía debe, por encima de su capacidad de decisión, participar obligatoriamente en la vida pública. Si nuestra defensa es en pos de la cualidad de derecho subjetivo de la participación, debemos preservar un ideal de ciudadano activo con posibilidad de actuación libre en la esfera política.
II. Antecedentes constitucionales de la participación ciudadana en lo político en la América Latina del siglo XX.
La ruptura del pacto colonial significó para Latinoamérica el inicio de un largo y turbulento período histórico. La independencia había borrado la estructura política y legal impuesta por España y sostenida por la presencia rectora del monarca a través de sus representantes en América. Éste proceso debía surgir de la misma dinámica del proceso independentista, a partir de lo cual, contaría con la legitimidad necesaria para gestar un orden jurídico y político acorde a las expectativas de la sociedad. En la conformación del nuevo Estado, en cambio, primaron las fuerzas políticas y sociales de tendencia local. En su construcción se buscaría el reconocimiento de la primacía de esos espacios económicos y el reparto del poder entre los distintos grupos sociales locales. Pero el Estado nacional, resultado político e institucional de la Revolución y la independencia, y la adopción de la República como forma de gobierno[29], no significó una ruptura con la sociedad anterior en lo social y en lo económico[30]. La sociedad colonial esencialmente agraria y rural, siguió siendo predominante y subsistió en la sociedad republicana.
Nuestras primeras constituciones, más que textos normativos eran el manifiesto y la proclamación de la aspiración hacia la independencia. De cierta manera y bajo una nueva forma se concibieron como una nueva y confirmatoria declaración de independencia, que con acentuado idealismo relegaron a un segundo plano la realidad social imperante. Como atinadamente expresara Fernández Bulté: “El Estado Nacional surgió en América Latina antes de que hubieran madurado las incipientes nacionalidades o se hubiesen integrado o diferenciado las nuevas estructuras sociales de la nación burguesa”[31]. La débil burguesía puso en evidencia que si bien el modelo tuvo una notable influencia norteamericana, francesa y de la Constitución de Cádiz, la normatividad jurídica se alejó de la realidad política. El predominio del ejecutivo fundado en el caudillismo, en el militarismo y en la influencia gubernamental clientelar de los antiguos líderes de las contiendas bélicas, fracturó el sistema constitucional burgués de independencia y equilibrio de los poderes. Lo que Bolívar quiso lograr en 1826 con el Proyecto de Constitución para Bolivia, que él mismo en una carta a Santander definiese como la estabilidad unida a la libertad y a la conservación de los principios republicanos[32], no se logró. El ejercicio patológico del poder derivó también en subdesarrollo económico, pobreza, marginación, analfabetismo, ignorancia. Pese a las ineludibles consecuencias del cambio, los derechos de participación ciudadanos, como dimensión jurídica de la nación cívica naciente, gozarían también del atributo de la exclusión de las mayorías sociales.
Como consecuencia de todo lo expuesto supra, la inestabilidad constitucional, la inexistencia de un respeto a la Constitución y de realidades de poder que actuaban al margen y hasta en contra de dicha normativa, tipificaron el proceso político latinoamericano del siglo XX. Golpes de Estado, dictaduras militares, neocolonialismo, globalización, fueron el contenido constante que sumado a las no resueltas problemáticas decimonónicas permearon la evolución del siglo. Estos hechos se tradujeron en frecuentes modificaciones constitucionales o en la duración indefinida de la vigencia formal y la conculcación constante de los textos. Las referidas variaciones constitucionales que tuvieron lugar en la centuria, limitadas por la rigidez que caracteriza a los textos formales de la región, abrieron un diapasón nacional reformista incapaz de valorar en su real dimensión la soberanía popular y de replantearse una revisión realmente profunda de las bases sustentadoras de la Constitución del Estado[33].
El modelo de la democracia representativa irradió al constitucionalismo del siglo XX latinoamericano. La democracia del elitismo competitivo tendió a afianzar en el área un concepto muy restrictivo de la democracia concibiéndola como un medio para escoger a los encargados de adoptar las decisiones. Los contenidos esenciales de la democracia se circunscribieron a la defensa del liberalismo y del sistema republicano representativo. Los derechos de autononomía como derechos políticos ejercidos de manera colectiva frente al Estado, en la búsqueda de la satisfacción de intereses plurales como son los derechos de reunión, manifestación, huelga entre otros, minimizaron la efectividad de los derechos de participación al quedar reducida ésta última a la elección de las élites gobernantes. En palabras de Escobar Fornos[34] la mayoría de los textos constitucionales decimonónicos y del siglo XX en América Latina consagraron una estricta democracia representativa al extremo de disponer que el pueblo no gobernaría ni deliberaría, sino fuese por medio de sus representantes[35].
Justamente el primer reconocimiento internacional de los derechos políticos y con él la consagración supranacional del gobierno representativo, acontece en el contexto regional latinoamericano, con la adopción durante la IX conferencia internacional americana (Bogotá 1948) de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre. El artículo XX de la declaración referido al expresa que “toda persona, legalmente capacitada, tiene el derecho de tomar parte en el gobierno de su país, directamente o por medio de sus representantes, y de participar en las elecciones populares, que serán de voto secreto, genuinas, periódicas y libres”[36]. Resulta evidente la estrecha relación e interdependencia entre la democracia representativa y el ejercicio de los derechos políticos, pautada por el sistema interamericano desde sus orígenes.
En el ámbito universal de las Naciones Unidas, los derechos políticos de participación fueron nuevamente objeto de expreso reconocimiento al haberse adoptado la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyo artículo 21 dispone que “toda persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente elegidos” y a acceder “en condiciones de igualdad, a las funciones públicas de su país”. “La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público y debe expresarse mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente, que garantice la libertad del voto”[37].
Los derechos políticos aparecen actualmente regulados para el caso América Latina, en cuanto derecho exigible internacionalmente, tanto en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, como el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos. El artículo 23 de la Convención Americana de San José de Costa Rica de 1969, expresa que todos los ciudadanos deben gozar de los siguientes derechos y oportunidades: a) de participar en la dirección de los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes libremente elegidos; b) votar y ser elegidos en elecciones periódicas y auténticas, realizadas por sufragio universal e igual y por voto secreto que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores, y c) de tener acceso, en condiciones generales de igualdad, a las funciones públicas de su país. Por su parte el inciso 2 establece que la ley puede reglamentar el ejercicio de los derechos, exclusivamente por razones de edad, nacionalidad, residencia, idioma, instrucción, capacidad civil o metal, o condena, por juez competente, en proceso penal. Con similar énfasis el artículo 25 del Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, en vigor desde marzo de 1976, establece que todos los ciudadanos gozarán del derecho a participar en la dirección de los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes libremente elegidos; votar y ser elegidos en elecciones periódicas, auténticas, realizadas por sufragio universal e igual y por voto secreto que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores y tener acceso, en condiciones generales de igualdad, a las funciones públicas de su país[38].
Exalta Gross Espiell[39] que los Estados americanos siempre concordaron en la aceptación del sistema democrático representativo a ultranza como fórmula política común. Sin embargo éste régimen no es compatible con el modelo semidirecto uruguayo, el cual con carácter excepcional desde el diseño constitucional de 1934 introdujo institutos de gobierno directo como la iniciativa popular y el referéndum. [40] Más no sólo el magno texto uruguayo de la década del 30 del siglo XX exhibe a todas luces una fuerte influencia de las instituciones de participación directa. La Constitución cubana de 1940 pautó el principio de soberanía popular y su máxima concreción en el derecho de los ciudadanos de participar en los referendos, de promover iniciativas legislativas en el proceso de formación de la ley y la posibilidad de la revocatoria de mandato a nivel local[41]. No obstante haber quedado como el texto político frustrado de varias generaciones que naufragó dentro de la corrupción y la crisis general de la democracia burguesa cubana[42], una renovada expresión de la participación ciudadana tendría como asidero la Ley Fundamental cubana de 7 de febrero de 1959. Al amparo de la preceptiva[43] de la misma, el pueblo cubano, organizado política y socialmente, participó en la discusión y aprobación en febrero de 1975 de la Ley No.1289 Código de Familia y un año más tarde en la Constitución Socialista de 24 de febrero de 1976[44].
Pese a lo inusitado en el reconocimiento constitucional y legal de los institutos participativos directos en la región, salvo en los modelos políticos de Uruguay (1934) y Cuba (1940, 1959 y 1976), desde el decurso de la década del 80 del pasado siglo, el constitucionalismo latinoamericano asistió a una transformación de sus instituciones políticas y jurídicas tras la caída de las dictaduras militares, como fenómeno político dominante del decenio[45]. A partir de dicho momento, el Derecho constitucional latinoamericano comenzó a exhibir como tendencia el reconocimiento de mecanismos y procedimientos de democracia directa, en pos de corregir la crisis del sistema representativo[46] y consecuentemente, lograr la estabilización de los sistemas políticos de la región. Como atinadamente apunta Juan Rial[47]:
“En tiempos en que los parlamentos y los partidos se encuentran en crisis y en los que la clase política despierta desconfianza (…) los mecanismos de participación ciudadana son vistos como una opción válida para mejorar la representación, incrementar la participación y mantener la estabilidad de los sistemas políticos”.
Las constituciones reformadas en Latinoamérica durante la década del noventa y hasta el año 1999[48]: Argentina (1994), Colombia (1991), Ecuador (1998), Paraguay (1992) y Perú (1993), incorporaron a su articulado estos mecanismos y procedimientos[49]. Los procedimientos obligatorios se establecieron para todos los referenda que suponían ratificar reformas constitucionales. En Colombia, Ecuador y Uruguay los referendos contra leyes mostraron también un carácter obligatorio. En Nicaragua también lo tuvieron las consultas propuestas por el 60% de los integrantes del parlamento.
Por otro lado mecanismos facultativos de democracia directa se previeron en total en nueve países de la región. En Argentina, Brasil, Nicaragua y Paraguay, la iniciativa residió principal o exclusivamente en el parlamento. En Guatemala ambos (ejecutivo y parlamento) estuvieron facultados para dar inicio a un referéndum. En Colombia fue el congreso el único que pudo iniciar un referéndum dirigido a convocar una asamblea constituyente. En los restantes países, los mecanismos de democracia directa constituyeron recursos de acción del ejecutivo.
En el caso de los instrumentos y procedimientos decisorios en los noventa, el congreso pudo determinar que una consulta fuera vinculante en Argentina y Paraguay. En Colombia cuestiones propuestas por el presidente con el acuerdo de parlamento también adolecieron de carácter vinculante. Mecanismos decisorios tales como la iniciativa popular legislativa, cabe señalar que si bien estuvieron regulados en algunos ordenamientos constitucionales, en la práctica, indica Zovatto[50], éstos nunca fueron puestos en marcha en ningún país.
Por su parte, los instrumentos y procedimientos que presuponen la derogación de cierta legislación que afecta a un grupo de interés o a un conglomerado importante de la sociedad, o que no son aceptables para buena parte de la ciudadanía, sólo registra a Uruguay como el único país donde se han aplicado. Otros tales como la revocación del mandato de ciertos funcionarios electos (el llamado recall), si bien estuvieron contemplados en las constituciones de Ecuador, Colombia, Perú y Argentina, entre otros, en la práctica, sólo operaron a nivel subnacional en algunas provincias argentinas.
Finalmente tenemos los instrumentos y procedimientos consultivos. Estos son los más comunes en nuestra región y por lo general han sido utilizados bajo la forma del referendo por el ejecutivo. Además en la mayoría de los países, las respectivas legislaciones establecen límites en relación con aquellos temas que pueden ser objeto de consulta. En algunos países, El Salvador y Panamá, decisiones concernientes a la soberanía nacional quedan librados a la decisión de los ciudadanos.
Todo lo anteriormente expuesto nos conduce a concluir que dentro de los mecanismos de participación popular empleados en la praxis constitucional latinoamericana de fines desde la década del ochenta y hasta el año 1999:
– La puesta en marcha de los mecanismos ha tenido tiene un origen “desde arriba”, dígase del ejecutivo o ad parlamentum.
– El mecanismo predominante “el referendo”, se ha circunscrito a las consultas populares facultativas convocadas por el ejecutivo, con efecto legitimador de los sistemas políticos en crisis[51].
– El objeto de las consultas se ha visto restringido por la exclusión de determinadas materias.
– La mayoría de los resultados de las consultas no han tenido efecto vinculante, lo cual atenta contra su inmediatez y le confiere un carácter meramente consultivo[52].
– La tendencia por tanto, aunque creciente en sede de regulación constitucional de los mecanismos de participación política (quantum), se ve limitada por el carácter eminentemente formal de dichos institutos ante la ausencia de un procedimiento diseñado en pos de la inmediatez de la participación popular en el ejercicio del poder político del Estado.
Informações Sobre o Autor
Joanna González Quevedo
Máster en Derecho Constitucional y Administrativo, La Habana 2010. Profesora del Departamento de Estudios Jurídicos Básicos de la Facultad de Derecho de la Universidad de la Habana.