El debido proceso

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El debido proceso es un derecho fundamental contentivo de principios y garantías que son indispensables observar en diversos procedimientos, para que se obtenga una solución sustancialmente justa, requerida siempre dentro del marco del Estado social, democrático y de derecho.  Es un derecho de toda persona a participar en un procedimiento dirigido por unos sujetos con unas cualidades y funciones concretas, desarrollado de conformidad con las normas preestablecidas en el ordenamiento jurídico, en los que se debe decidir conforme al derecho sustancial preexistente, siempre y cuando se dé la oportunidad de oír o escuchar a todos los sujetos que puedan ser afectados con las resoluciones que allí se adopten. *

1. CONCEPTO Y NATURALEZA DEL DEBIDO PROCESO

Las relaciones entre el derecho procesal y el derecho constitucional posibilitan el desarrollo de dos disciplinas jurídicas muy próximas entre sí: el derecho constitucional procesal y el derecho procesal constitucional.  La primera, por la que se concibe y se replantea el derecho procesal desde la teoría constitucional, mientras que la segunda tiene por cometido estudiar los mecanismos procesales indispensables para la protección de las normas constitucionales.  En ambos espacios, una institución como el debido proceso resulta ineludible desarrollarla.  Se trata de un núcleo de principios constitucionales y de garantías que se constituyen en puentes para un diálogo fecundo entre el derecho procesal constitucional y el derecho constitucional procesal.

El debido proceso es un derecho fundamental complejo, de carácter instrumental, continente de numerosas garantías de las personas, y  constituido en la mayor expresión del derecho procesal.  Se trata de una institución integrada a la Constitución y que posibilita la adhesión de unos sujetos que buscan una tutela clara de sus derechos[1].  Es un derecho fundamental que se integra generalmente a las partes dogmáticas de las constituciones escritas, reconocido como un derecho de primera generación en cuanto hace parte del grupo de derechos  denominados como individuales, civiles y políticos, considerados como los derechos fundamentales por excelencia[2].  Precisamente estos derechos cuentan con unos mecanismos de protección y de efectividad muy concretos como el recurso de amparo o la  acción de tutela en el caso colombiano[3].

Antes de discurrir sobre el contenido de este derecho complejo, es importante precisar que al considerarse como derecho fundamental,  se le concibe como un derecho del ser humano incluido en norma positiva constitucional.   A propósito, una manera de concebir los derechos fundamentales es la de comprenderlos como una especie de derechos humanos,  considerando que son aquellos derechos reconocidos por los Estados en sus Cartas políticas[4] y en el contexto de los tratados y convenios en materia de derecho internacional de los derechos humanos y derecho internacional humanitario, los que igualmente han sido integrados a las Constituciones por medio del bloque de Constitucionalidad.   Justamente, el debido proceso es un derecho humano reconocido en las Constituciones políticas, por lo que asume el carácter de fundamental, y adicionalmente aparece delimitado en gran parte de las normas positivas internacionales y desde la jurisprudencia emitida por órganos supranacionales.

Es importante destacar que desde el concepto de bloque de constitucionalidad se posibilita la aplicación paulatina de la normativa internacional.  En el caso de Colombia, en atención a lo dispuesto en los artículos 93 y 214 de la Carta Política, se han considerado normas constitucionales que no aparecen directamente en el texto constitucional del año 1991. Las constituciones ya no se comprenden como textos cerrados, ellas mismas pueden remitir a otras normas, las que igualmente tienen valor constitucional.  En este contexto se desarrolla la categoría de bloque de constitucionalidad[5].  Así, todo el conjunto de principios y garantías correspondientes al debido proceso deben ser igualmente considerados desde el articulado que regula la temática,  y que está consignado en tratados y convenios internacionales; toda esta normatividad integra el bloque en sentido estricto[6].    Pero su correcta aplicación exige consultar los parámetros de constitucionalidad que brinda desde el bloque amplio la  jurisprudencia de las instancias internacionales, como es el caso de la Corte Interamericana  y del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.

De esta forma, se comprende que el debido proceso es un derecho fundamental, que no puede ser explicado al margen de una doctrina coherente.  Se trata de un derecho que se integra al bloque estricto de constitucionalidad, pero que igualmente puede ser mejor entendido desde los parámetros de constitucionalidad que suministran determinados órganos supranacionales; además es conveniente reconocer el valor de ciertos pronunciamientos emitidos por el Tribunal Constitucional, en donde parte de su motivación está recubierta de una cosa juzgada implícita, por no tratarse de meros dichos (obiter dictum), sino  por constituir la ratio decidendum de la resolución judicial.

La definición sobre debido proceso resulta difícil presentarla, si se tiene en cuenta lo problemático que es delimitar los principios y garantías que lo integran, lo que ha llevado a la vaguedad y equivocidad.  Se trata de un derecho reconocido abiertamente en el derecho internacional y en la mayoría de constituciones modernas.  El Tribunal de Nuremberg (20 de noviembre de 1945 a 1 de octubre de 1946) se erige en el ejemplo por excelencia de una instancia internacional que, apelando a toda la humanidad, insiste en la necesidad de vincular unos sujetos a un proceso que se asume como justo y que manifieste la existencia de un trámite digno del hombre, como “homenaje que el poder debe rendirle a la razón”[7].

El origen del debido proceso se encuentra en el derecho anglosajón, teniendo en cuenta el desarrollo del principio due process of law:  El antecedente histórico más significativo se remonta al siglo XIII, cuando los barones normandos presionaron al Rey Juan Sin Tierra a la constitución de un escrito conocido con el nombre de la Carta Magna (año 1215) que, en su capítulo XXXIX, disponía sobre la prohibición de arrestar, detener, desposeer de la propiedad o de molestar a ningún hombre libre, salvo “en virtud de enjuiciamiento legal de sus pares y por la ley de la tierra”.  Desde el  juego limpio, se exige igualmente un fair trial, es decir, un juicio limpio.  A partir de entonces, y hasta la fecha, en la tradición correspondiente al common law se ha presentado un desarrollo jurisprudencial y doctrinal bien prolijo; tradición en la que deben tenerse en cuenta países que recibieron el influjo del derecho inglés como es el caso de Estados Unidos de América[8].

Occidente ha encontrado en el debido proceso el pilar por excelencia del  derecho procesal, aplicable a todos los procesos jurisdiccionales y por conexión extensiva a otros procedimientos como los administrativos.  Se trata de una fuente emanadora de normas principiales que son claros derroteros para procesar un derecho justo.  Su dimensión institucional se manifiesta en la exigencia de asegurar la presencia de unas series procedimentales constituidas en espacios participativos y democráticos, en los que se ha de respetar un marco normativo mínimo.

En el caso del proceso jurisdiccional, el debido proceso incorpora la exigencia del cumplimiento de requisitos y condiciones formales que, en términos de racionalidad práctica, posibilitan la consecución de metas concretas como la vigencia de un orden social justo que tenga por fundamento la dignidad humana.  En ordenamientos jurídicos contemporáneos, como el alemán, la regulación de los referidos requisitos, emanados del garantismo constitucional, se ha entendido como desarrollo del presupuesto de un procedimiento justo (“fair trial”), principio que significa que cada partícipe del procedimiento tiene derecho a que se desarrolle un procedimiento justo.   Desde dicho presupuesto el juez tiene el deber de no conducir el procedimiento contradictoriamente, derivando perjuicios de errores u omisiones propias para las partes;  está obligado a tener consideración frente a los partícipes del procedimiento y su concreta situación: no supeditación a un formalismo excesivo; justa aplicación del derecho de prueba, de la distribución de la carga de la prueba y la prohibición de exigencias irrazonables en la dirección de la prueba; igualdad de oportunidades; que se le dé en general oportunidad a las partes de expresarse (el derecho a ser oído legalmente por el juez)[9].

El debido proceso permite que el proceso incorpore las referidas aspiraciones de derecho justo, exigiendo el desarrollo de unos procedimientos equitativos en los que sus participantes deben ser escuchados en términos razonables[10].  Se revela así un gran instrumento tutelar de participación, encaminado a brindar tutela concreta o protección jurídica de los derechos sustantivos, sin consumar el imperio de los fuertes sobre los más débiles[11].   El debido proceso es el derecho fundamental que posibilita que el proceso sitúe a las partes, que buscan protección de sus derechos, en una perfecta situación de igualdad, procurando convivencia pacífica en una comunidad que reclama de un sólido acto de juzgar, por medio de un reconocimiento mutuo[12].

2. CONTENIDO Y PRINCIPIOS DEL DEBIDO PROCESO

El debido proceso es el derecho fundamental que tienen todas las personas (naturales y jurídicas) a participar en procedimientos dirigidos por unos sujetos con unas determinadas condiciones y cuyo desarrollo en su forma, en su decisión y en la contradicción de los intervinientes deberá sujetarse a los lineamientos establecidos en las normas jurídicas.  Es un derecho fundamental que reclama de procedimientos pluralistas y ampliamente participativos, en los que se asegure la igualdad y un debate que permita la defensa de todos sus participantes.  Dichos procedimientos, en los que sólo podrá decidirse de fondo de conformidad con el derecho sustancial preexistente, deberán ser desarrollados de conformidad con las formas preestablecidas en el ordenamiento y estar dirigidos por terceros supraordenados, exclusivos, naturales, imparciales e independientes.  Lo anterior se comprende en dos grandes garantías: la legalidad del juez y la legalidad de la audiencia.  De esta forma, el debido proceso integra los siguientes aspectos:

El derecho fundamental al juez director, exclusivo, natural o competente, independiente e imparcial.

El derecho fundamental a la audiencia o a ser oído en un término razonable y en igualdad de condiciones con los demás participantes.

El derecho fundamental a la forma previamente establecida en la ley procesal.

El derecho fundamental a que el proceso procese exclusivamente pretensión procesal ajustada al derecho sustancial preexistente.

2.1. Legalidad del Juez

El debido proceso reclama de la observancia de varios principios procesales relacionados con el sujeto director del proceso jurisdiccional.  Se hace referencia a los principios de: exclusividad y obligatoriedad de las decisiones judiciales (deja por fuera la atribución de funciones jurisdiccionales a órganos diversos al jurisdiccional); juez competente de acuerdo a factores preestablecidos por la ley, de orden material, territorial y funcional básicamente; juez tropos o director del proceso (que rechaza la presencia de jueces espectadores); y, finalmente, independencia e imparcialidad del juzgador.

La legalidad del juez se vincula con la idea de un juez con jurisdicción, cuya aptitud para participar en el proceso se determina con los distintos factores de competencia.  “El principio del juez legal, su designación previa, es una de las normas básicas de un procedimiento judicial digno del hombre (…) Se hace justicia al caso, cuando los ordenamientos procesales han sido fijados previamente y previamente han sido instituidas las personas”[13].

2.1.1. Principio de exclusividad de la jurisdicción.   Este principio consiste en el derecho del coasociado a que sus derechos sustantivos sean actuados por jueces con jurisdicción; nadie puede ser sustraído a sus jueces jurisdiccionales, por lo que se ha de prohibir cualquier tribunal excepcional.  Se trata de un principio  que se analiza desde dos aspectos: el primero, como un derecho frente al Estado para que cree los órganos e instrumentos indispensables para la prestación de la jurisdicción; sin embargo en la actualidad debe replantearse el concepto clásico de jurisdicción que se ha asociado exclusivamente con los de Estado y soberanía, en atención a las actividades procesales –no estatales- que se confrontan en el contexto del derecho internacional[14].   El otro aspecto del principio, hace referencia al derecho que los justiciables tienen dentro del Estado para que la función de administrar justicia sólo sea brindada por el sujeto que esté autorizado constitucionalmente para tal cometido.

2.1.2. Juez Natural.  Este principio procesal se ha entendido como el derecho a  un juez preconstituido por la ley procesal para el conocimiento de determinado asunto.   El maestro Luigi Ferrajoli[15] concibe el juez natural como una garantía por la que se protege el régimen de competencias,  entendiendo por competencia «la medida de la jurisdicción» de que cada juez es titular.   Sostiene Ferrajoli que dicho principio “(…) impone que sea la ley la que predetermine tales criterios de forma rígida y vinculante, de modo que resulte excluida cualquier elección ex post factum del juez o tribunal a quien le sean confiadas las causas”.  El jurista italiano considera que dicho principio se manifiesta en las siguientes tres realidades:  (a) la necesidad de un juez preconstituido por la ley; (b) la inderogabilidad y la indisponibilidad de la competencia; y, finalmente, (c) la prohibición de jueces extraordinarios y especiales.  Anota que dichas manifestaciones del principio referido se relacionan estrechamente con los principios de imparcialidad e igualdad, al estar dirigidas a impedir intervenciones instrumentales de carácter individual o general sobre la formación del juez, y para satisfacer los derechos de todos a tener los mismos jueces y los mismos procesos.

2.1.3. Principio de autoridad del juez (juez director del proceso).   Desde este principio se rechaza la idea de un juez mero espectador que no intervenga activamente en el proceso.  Se postula la presencia de un juez que ordene, de un juez que impulse, de un juez sanee y de un juez que cumpla con la inmediación procesal, sin que se desconozcan las posibilidades de participación de los demás sujetos procesales.   El proceso es un instrumento público que debe estar dirigido por un sujeto que tiene unos poderes concretos en lo referente al cumplimiento de los requisitos formales, a la obtención de la prueba y, finalmente, en lo que corresponde a la vigilancia de la ética propia del proceso.  Frente al juez-espectador, impasible e inerme, se postula el aumento de los poderes del juez, en lo que respecta a la dirección y conducción del proceso, en la formación del material de cognición y en la vigilancia de la conducta de los justiciables, enunciados cuya trascendencia se implica en la transformación fundamental de las categorías del Derecho Procesal”[16].   Aunque las partes tengan el poder de impulso inicial del proceso, el juez debe asumir una dirección activa del mismo.  El director no sólo vigila la forma a título de despacho saneador;  también procura la obtención de una solución sustancialmente justa, en atención a los autos para mejor proveer cuando existan limitaciones de orden probatorio; e igualmente sus poderes de dirección le posibilitan el cumplimiento de la ordenación, para prevenir  cualquier conducta contraria a los principios que rigen el proceso.

2.1.4. Imparcialidad del juzgador.  Se concibe como uno de los principios fundamentales para la obtención del derecho justo. Este principio exige que el tercero director y supraordenado (juez o equivalente jurisdiccional) participe de los intereses comunes de los sujetos procesales, lo que se asegura por medio de la objetividad correspondiente a esta  participación recíproca.  Pero debe precisarse que en la sentencia se denota cierta parcialidad[17] si se tienen en cuenta las consideraciones valorativas provenientes del sujeto director[18].

No puede confundirse imparcialidad con la noción ambigua de neutralidad.  Esta supone falta de valoración y la presencia de un juez espectador, desposeído de poderes de dirección concretos como sucede en materia probatoria. Según José Luis Vásquez Sotelo, catedrático de la Universidad de Barcelona: “La imparcialidad no debe confundirse con la neutralidad.  Consiste la neutralidad en convertir al Juez en un simple espectador de lo que pasa ante él en un proceso, sin poder tomar iniciativas.  Es el Juez cruzado de brazos y con la boca cerrada (…)  La neutralidad es una exasperación de la imparcialidad.  Hoy, por el contrario, se defiende que el Juez, sin bajar a la arena del combate procesal, pueda tener en la dirección del proceso y en la práctica de la prueba todas las facultades necesarias para dictar sentencias justas”[19].

La imparcialidad exige que el juez se abstenga de dirigir un proceso y tomar una decisión en el mismo cuando falte la ajenidad, como lo precisa Ferrajoli.  Sólo desde la imparcialidad es posible asegurar que la igualdad de las partes esté presente  en el desarrollo del proceso.  Imparcialidad es la ajenidad del juez a los intereses de las partes en causa, toda vez que el referido director no debe tener interés en una u otra solución de la controversia que debe resolver.  El juez juzga en nombre del pueblo y no de la mayoría, contando con la confianza de los sujetos concretos que juzga.   Ferrajoli afirma que el juez no debe tener interés personal, ni público o institucional[20].

El principio de imparcialidad se conecta de forma muy estrecha con el de bilateralidad de la audiencia, toda vez que el deber de imparcialidad exige  dar siempre audiencia y oportunidad a las partes para participar en el procedimiento respectivo que los afecta.  Se advierte que este principio incide no sólo en la posición del director, sino también en las relaciones que deben darse entre las partes procesales durante el desarrollo del proceso, relaciones en las que, parafraseando las palabras expuestas por el pensador Brian Barry[21], se exige que estos sujetos se pongan a sí mismos en los zapatos del otro.  La imparcialidad expresa una exigencia referente a la toma en cuenta del punto de vista de todas las personas que participan en los procedimientos en los que se adoptan decisiones que puedan afectarlos.  Se advierte, de esta forma, que todos estos participantes, aceptan  de antemano la dirección imparcial asumida por el juez, quien ha de acudir a razones generales, enunciables públicamente, y defendibles públicamente[22].

La recusación es el medio apto para desplazar el conocimiento de aquellos jueces que puedan comprometer la vigencia del principio, por su especial relación con el resto de sujetos procesales o con el objeto mismo del proceso.  Pero es indispensable que el interesado en la recusación lo pueda hacer en un espacio en el que se le brinden las garantías del caso y que le permitan reclamar libremente.

Es necesario tener sumo cuidado con las sanciones que se establecen frente al conocido recusante temerario, por cuanto resulta censurable que se desestimule anticipadamente el ejercicio de un dispositivo que está dirigido a proteger un principio constitucional.  De otra parte, es importante que se motive bien la causa por la que se está cuestionando la imparcialidad del juez.  A propósito, las causas para recusar no deben confiarse a un régimen taxativo y estrecho expuesto por el legislador, como sucede generalmente en los códigos de procedimiento (v.gr. art. 150 del Código de Procedimiento Civil)[23].

2.1.5. Independencia judicial.  Significa que las instrucciones emitidas por el titular de la función jurisdiccional se vinculan exclusivamente con el ordenamiento jurídico, y no en los criterios de grupos de presión, o en las pautas dadas por los poderes económicos,  ni en los conceptos proferidos por los demás órganos del poder público o jueces superiores.   Dicho principio se garantiza con los sistemas de nombramiento, permanencia y remoción; asegura, desde un autogobierno no dependiente de otros entes estatales, que la potestad jurisdiccional se ejerza sin presiones de ninguna índole.

El principio de la independencia se desdobla en dos aristas: una externa y otra interna.

– Desde el punto de vista exterior, la independencia de la función judicial ejercida por jueces singulares y colectivos,  se afirma con la no intromisión de poderes externos a ella, los que no pueden interferir en la actividad decisoria (p. ej. los jueces no deben atender en sus decisiones las instrucciones emanadas del poder ejecutivo, ni tampoco órdenes o consejos generados desde el órgano legislativo).

– En cuanto a la independencia interna, se debe asegurar la autonomía del juicio, no admitiendo interferencia de jerarquías internas dentro la propia organización judicial.  El juez resuelve con apoyo en el sistema de fuentes, aunque es importante vincular la independencia interna con el principio de igualdad.  Cada vez cobra mayor importancia el precedente judicial como límite en la tarea de aplicación y de interpretación[24].  El juez debe actuar conforme al imperio de lo normativo; pero su actuación no puede sacrificar el principio de igualdad, como en los casos del respeto que se debe a una decisión proferida por un alto tribunal cuya función sea unificar la jurisprudencia nacional[25].

2.2. La legalidad de la Audiencia

El debido proceso implica la existencia de un procedimiento desarrollado de conformidad con unos parámetros mínimos en los que se posibilite la defensa, para que finalmente se emitan decisiones justas y en derecho. Toda relación jurídico procesal se desarrolla de esta forma bajo el postulado de audiencia en derecho. “La idea de una «audiencia en Derecho» no es difícil de entender.  Significa que el juez debe oír a las partes; que hay que dar a cada parte la ocasión de tomar posición respecto de todas las manifestaciones de la parte contraria, de alegar todo lo que según su opinión sea pertinente en el asunto y de explicar el juicio jurídico que en su opinión hay que formular”[26].   En esta arista se impone el desarrollo de un procedimiento equitativo con  la participación de las personas interesadas en el mismo en un término razonable, y en el que el director también debe tomar una decisión sobre el punto puesto en cuestión en un tiempo razonable, evitándose de esta forma la opción por la autotutela[27].

El derecho a ser oído implica la posibilidad de otorgar a las partes procesales idénticas oportunidades de defensa. Integra el principio del derecho de defensa o de contradicción o de bilateralidad de la audiencia, desde el cual se exige que los sujetos participantes en el proceso sean notificados con anticipación, de forma razonable, para que puedan ser oídos[28].  Debe dársele al justiciable la posibilidad de ejercer la defensa, asunto que no puede agotarse en el ámbito de la eventualidad.  Mientras no sea posible efectivizar los mecanismos que permitan un real derecho de defensa y un acceso igualitario y libre de los justiciables al órgano jurisdiccional (principio de isonomía), el derecho no podrá satisfacer de forma eficaz a sus coasociados la posibilidad de corregir una situación injusta.

2.2.1. La bilateralidad de la audiencia o principio del contradictorio o derecho de defensa.  El derecho a ser oído implica la posibilidad de otorgar a las partes procesales idénticas oportunidades de defensa, no pudiendo el juez emitir una determinada decisión cuando no se ha dado la oportunidad de ser escuchado en un término razonable. Corresponde al apotegma “Adiatur altera pars”.  Clemente A. Díaz  considera que el principio de la bilateralidad de la audiencia o del contradictorio ” (…) expresa que, salvo excepciones limitadas, el juez no podrá actuar su poder de decisión sobre una pretensión (civil, lato sensu o penal), si la persona contra quien aquella ha sido propuesta no ha tenido la oportunidad de ser oída: audiatur et altera pars[29].

Es imprescindible que los sujetos participantes en el proceso y en las series afines sean notificados con anticipación, de forma razonable, para ejercer correctamente la defensa.  Al respecto, el profesor Díaz desdobla el referido principio desde dos ángulos: un aspecto positivo que exige una correcta disciplina de notificaciones; y un aspecto negativo, que establece los remedios procesales que restituyen la garantía del contradictorio cuando se lesiona (teoría de las nulidades).  Adicionalmente, Díaz estima que el principio implica dar la posibilidad al justiciable de ejercer la defensa; pero esto es eventual, ya que a la parte se le brinda la oportunidad de ejercer la contradicción, en lo referente a las actuaciones o manifestaciones que pueden ser emitidas, pero algunas veces no la utiliza[30].

La bilateralidad de la audiencia o de contradicción confirma el carácter participativo, pluralista y realmente democrático del proceso[31].  Los sujetos que participan en una relación dialéctica como la jurídico procesal tienen idénticas posibilidades de ejercer sus derechos para defenderse, para controvertir las afirmaciones y negaciones sostenidas en el correspondiente debate procesal, y para cuestionar las pruebas incorporadas.  Se destaca la exigencia de Ferrajoli[32] de dotar a la defensa y a la acusación de la misma capacidad y de los mismos poderes, en pro de asegurar una real contradicción.  Adicionalmente, el destacado jurista sostiene que ha de admitirse el papel del contradictor en todo momento y grado del procedimiento y en relación con cualquier acto probatorio.

2.2.2. La legalidad de las formas o el principio del formalismo.  La  ley procesal traza el derrotero de los actos procesales en atención a su fin, no dependiente del mero capricho de los sujetos partícipes.  Este principio no reivindica el procedimentalismo y el ritualismo exagerado, sino la observancia de la forma fundamental, aunque elástica y no rígida, como garantía medio para obtención de una decisión correcta.  Exige oír a las personas bajo la condición de la observancia de la plenitud de las formas propias de cada juicio, sin abusar de las mismas.  Son las formas referentes de  seguridad jurídica y de libertad que se imponen en el proceso como límites frente al poder.  Reducir la importancia de la forma puede lesionar el  derecho de defensa.

El principio de la legalidad de las formas reclama el respeto por la forma del trámite o procedimiento fijado en la ley y por la forma de los diversos actos que integran la actuación procesal teniendo en cuenta su fin.  Todo proceso, como conjunto de actos, requiere ciertas formalidades (sobre condiciones de tiempo, lugar, orden y modo); y, así, dichos actos se someten a reglas que se constituyen en garantía para la mejor administración de justicia y aplicación del derecho.

Es imprescindible la referencia a formalidades fundamentales, las que no pueden dejarse al arbitrio de las partes, ni tampoco del juez.  La ordenación del proceso exige el cumplimiento de unos requisitos y condiciones mínimas de orden formal. El maestro Giuseppe Chiovenda denomina, en sentido estricto, las formas procesales como el conjunto de actividades de las partes y de los órganos jurisdiccionales, en el procedimiento amoldadas de acuerdo a las condiciones de lugar, tiempo y medio de expresión.  En sentido amplio las considera como las actividades necesarias en el proceso, dirigidas  a la actuación del derecho sustancial[33] .

2.2.3. Derecho a pretensión procesal típica: juzgamiento conforme a Derecho.  La pretensión procesal, desde el punto de vista constitucional, encuentra su fundamento normativo en el núcleo del debido proceso.   Se sustenta en una tutela concreta, consistente en el reclamo que se le dirige al juez para que aplique el derecho, resolviendo un litigio o termine con un estado de incertidumbre o insatisfacción frente al derecho, en atención a las fuentes existentes en el ordenamiento jurídico.  Se precisa que aunque  un caso no tenga referente en una regla primaria sancionatoria (ley), no por esto puede colegirse que la situación fáctica se encuentra por fuera del Derecho.  No puede equipararse ley (en sentido estricto) con Derecho.  El juez puede emitir una solución sustancialmente justa aún en ausencia de reglas legisladas expresas o claras que respalden la petición y los hechos invocados por el actor.

No se está postulando un modelo de juez que simplemente considere que ante la ausencia de norma determinada para resolver, puede crear una regla arbitraria producto de su concepción sentimental de justicia.  Se trata de liberar al juez de la actitud de sumisión incondicional frente al legislador, para que se entienda que las soluciones que da provienen del ordenamiento en su conjunto.  En este aspecto es importante reconocer el proceso de transformación que se ha dado en torno a los principios referidos a los derechos de libertad, considerados desde la perspectiva del derecho-crédito.   La jurisdicción puede hacer perfectamente viable en un caso concreto esos  derechos relacionados en normas-principio, que en la actualidad van más allá de la simple libertad negativa.  Pero debe tenerse gran responsabilidad cuando se acuda a la aplicación directa de la Constitución.  En el caso colombiano, la obligatoriedad que ha venido adquiriendo con mayor fuerza el precedente construido desde las altas cortes, impide que el juez arbitrariamente considere una solución en la que sacrifique el derecho que tienen los justiciables a un mismo trato por parte de los órganos jurisdiccionales.

2.2.4. Otros principios referentes a la legalidad de la audiencia.   Dentro de este contexto garantista de la audiencia en derecho debe reconocerse igualmente la importancia de la publicidad, del derecho de impugnación, de la asistencia de letrado, del derecho de aportar pruebas lícitas y legítimamente obtenidas, el derecho de controvertir las pruebas, y la exigencia de motivación de las decisiones emitidas por el sujeto director del correspondiente procedimiento.  También se destacan: el habeas corpus, la presunción de inocencia, el derecho a un proceso público sin dilaciones injustificadas, la prohibición de reforma en peor frente al apelante único (no reformatio in pejus), la  prohibición de autoincriminación y el non bis in idem.  En cuanto a las pruebas, estas deben tener relación con el objeto del debate procesal y su producción ha de estar condicionada por la proporcionalidad en atención a los límites que se imponen desde los derechos fundamentales comprometidos.  Finalmente, se insiste en la importancia de la motivación responsable de las decisiones judiciales,  permitiendo la fundamentación y un control claro de los pronunciamientos que sean emitidos en sede de jurisdicción, que deben ser congruentes y en derecho.

3. EXTENSIÓN DEL DEBIDO PROCESO A ÁMBITOS DIFERENTES AL PROCESO JURISDICCIONAL

Resulta indudable la extensión paulatina que ha tenido el debido proceso a espacios diversos a los del proceso jurisdiccional, aunque los principios que lo integran sean, por su esencia, propios de este tipo de proceso, dada su estructura triangular en virtud de la presencia de un sujeto tercero e imparcial y que puede actuar frente a dos partes coordinadas que se hallan en perfecta situación de igualdad (isonomía procesal).  Sin embargo, el derecho de defensa o de contradicción, como mínimo, se impone como un parámetro de ética que debe regir en las diversas relaciones existentes entre los miembros de una determinada colectividad, en donde se exige del respeto de la persona[34].

En el Estado de derecho y constitucional se han extendido diversas garantías procesales a ámbitos distintos del  proceso jurisdiccional.  De esta manera, se constituye en exigencia clara para las autoridades administrativas que vigilen el cumplimiento de la forma, de la competencia y de la contradicción, para que pueda generarse de manera adecuada la correspondiente decisión administrativa.  Es imprescindible que se respete el procedimiento requerido para la emisión del acto administrativo final, permitiendo un equilibrio en las relaciones que se establecen entre la administración y los particulares, en aras de garantizar decisiones de conformidad con el ordenamiento jurídico por parte del sujeto director con funciones administrativas.  Se trata, además, de un procedimiento en el que se debe velar continuamente por el derecho de defensa de todas aquellas personas que puedan resultar afectadas con la decisión administrativa que ha de emitirse.

De esta forma, el debido proceso en materia administrativa se considera como un sistema de garantías que procuran la obtención de decisiones justas, que “(…) buscan en su interrelación obtener una actuación administrativa coherente con las necesidades públicas sin lesionar los intereses individuales en juego, proporcionando las garantías que sean necesarias para la protección de los derechos fundamentales dentro de la relación procesal, en procura de decisiones verdaderamente justas y materiales.  En otras palabras, se busca un equilibrio permanente en las relaciones surgidas del proceso y procedimiento administrativo, frente al derecho substancial y a los derechos fundamentales de las personas y la comunidad en general”[35].

De otra parte, el debido proceso viene penetrando en los ámbitos  propios de particulares.  Expresamente lo reconoció el máximo Tribunal Constitucional colombiano al manifestar lo siguiente: “También los particulares, cuando se hallen en posibilidad de aplicar sanciones o castigos, están obligados por la Constitución a observar las reglas del debido proceso, y es un derecho fundamental de la persona procesada la de que, en su integridad, los fundamentos y los postulados que a esa garantía corresponden le sean aplicados”[36].  El profesor Arturo Hoyos realiza una extensión de la garantía institucional del debido proceso a las conductas privadas o “inter privatos”, sobre las cuales arguye lo siguiente: “Frente a las conductas privadas que pueden afectar a los derechos constitucionalmente protegidos, como, por ejemplo, la expulsión de un estudiante de una escuela privada o la de un profesional de un colegio en una profesión en que exista la colegiatura obligatoria, y que la expulsión del colegio implique la privación del ejercicio profesional, cabe realmente preguntarse si antes de proceder a la expulsión debe seguirse un proceso disciplinario que cumpla con los elementos de la garantía constitucional del debido proceso y garantizarle a la persona la posibilidad de impugnar la expulsión en un tribunal en proceso que cumpla con la garantía constitucional que estudiamos”[37].

4. A MODO DE CONCLUSIÓN

El derecho procesal tiene por desafío establecer un contacto claro con el derecho constitucional.  El debido proceso es el norte para replantear buena parte de la construcción doctrinal que se ha elaborado tradicionalmente, en la que no se tienen en cuenta referentes de justicia material considerados en los principios constitucionales.  El nuevo derecho procesal no puede continuar como una ínsula, y justamente el derecho constitucional debe posibilitar los cambios que merece aquella disciplina.    El derecho procesal  no se agota en las meras formas, sino que se orienta por la justicia, siendo el derecho fundamental del debido proceso base primordial para su transformación.

El debido proceso es el derecho que posibilita que los procedimientos sean equitativos y que estén dirigidos a la protección de los derechos en un plazo razonable. Es importante que su vigilancia sea confiada no sólo al interior del Estado, sino a órganos supranacionales, como es el caso de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y el Tribunal de Estrasburgo.  Su vulneración, incluyendo el mal uso de los términos razonables a tener en cuenta, implica denegación misma de la justicia.  El debido proceso integra las reglas de juego para que el proceso y el juicio correspondiente sean limpios.  Dicho derecho fundamental debe posibilitar que los procedimientos sean instrumentos diáfanos para la obtención de un derecho justo, sin que pueda negarse la posibilidad de participación de los sujetos interesados que han de intervenir en una perfecta situación de igualdad en aras de realizar un reconocimiento mutuo.

Los diversos procesos jurisdiccionales y procedimientos afines dirigidos a proteger o asegurar efectividad de los derechos sustantivos, deben ser espacios claros para el ejercicio de una racionalidad deliberativa, y no meramente instrumental, en aras de conciliar derecho y justicia.  Dichos instrumentos deben ser medios ágiles, sin que criterios de mera eficiencia puedan sacrificar la presencia de un juez director que procure la obtención de una solución sustancialmente justa, teniendo en cuenta que su decisión no puede estar al margen de una comunidad que ha encontrado en los derechos fundamentales la mejor expresión de la limitación del poder político.

Debe incorporarse con énfasis la proclama humanista sobre los valores en el contexto del derecho, y en especial en el del derecho procesal.  Los principios procesales que integra el debido proceso son reales factores de cambio frente a unos institutos anacrónicos que han manipulado tradicionalmente los procedimentalistas.  Estos principios del debido proceso son pautas claras para recuperar la dimensión de totalidad del ordenamiento jurídico procesal y alejarlo de posiciones dogmáticas que le impidan el acceso a los caminos del discurso y de la argumentación.   Se necesitan  procesalistas que propicien la creación de un saber verdaderamente racional y serio,  muy humano, sin obstaculizar la posibilidad de pensar.

El proceso,  instrumento que debe estar dirigido de forma activa por el juez, no puede sacrificar lo social en nombre de supuestos intereses de eficiencia que se vienen generalizando en nuestro mundo cada vez más globalizado.  El proceso permite construir una comunidad política; y es sólo por el debido proceso que pueden crearse unos espacios de participación en los que se ha optado por desplazar definitivamente la autotutela.   Sólo así la parte vencida, pese a sus consideraciones emotivas sobre la decisión de fondo, está en  capacidad de reconocer que la resolución emitida por el juez ha sido justa en la medida que ha sido emitida por un sujeto imparcial e independiente (no comprometido ni personal ni institucionalmente con las partes), tras la consecución de una serie procedimental en la que se respetó íntegramente la contradicción.

 

Bibliografía
AGUDELO RAMÍREZ, Martín, Filosofía del derecho procesal, Bogotá,  Leyer, 2000.
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Notas
* Ponencia presentada en la ciudad de Huánuco, Perú, el día 21 de octubre de 2004,  en el II Congreso de Derecho Constitucional y Procesal Constitucional, organizado por la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Huánuco, la Asociación de Estudios e Investigación Jurídica VRHT, el Instituto Iberoamericano de Derecho Constitucional.
[1] Cfr. A. Hoyos, El Debido Proceso,  Bogotá, Temis, 1998,  p. 54.
[2] Esto no obsta para que se considere la posibilidad del respeto de dicho derecho en los eventos de legitimaciones grupales o por categorías, punto problemático que requiere desarrollo y mayor compromiso de la comunidad internacional.
[3] La tutela es un instrumento de  protección exclusiva frente a los derechos individuales, en los que el titular está estrictamente individualizado.  Se trata de un procedimiento caracterizado por la informalidad y la inmediatez de la protección, consistente en una orden para que la autoridad actúe restableciendo el equilibrio vulnerado por la agresión  o se abstenga de comprometer el derecho, sin que la decisión emitida por el juez tenga alcance erga omnes; aunque se precisa que el alcance es mayor en las decisiones emitidas por la Corte Constitucional cuando define el contenido de los derechos fundamentales, al construir una teoría sobre las pautas a seguir por parte de los jueces, sin sacrificar el principio de igualdad.
[4] En torno a la fuente constitucional, el profesor colombiano Tulio Elí Chinchilla Herrera sostiene:  “en la teoría jurídica contemporánea se tiende a un primer consenso lingüístico al respecto: Se ha concertado llamar derechos fundamentales a los derechos humanos que han adquirido la positivación necesaria en el ordenamiento jurídico nacional, preferentemente en el orden constitucional, y que, por lo tanto, logran un alto grado de certeza y posibilidad garante efectiva (…)  Son derechos constitucionalizados mediante la técnica especial de reconocimiento, definición y protección (…)  Ha venido a ser el primer requisito de fundamentalidad, la constitucionalización; es decir, su inclusión explícita en norma de rango fundamental o la posibilidad de fundamentarlo en un enunciado perteneciente a la norma fundamental”. Como segundo requisito a tener en cuenta considera el de las garantías reforzadas: “(…) en rigor constitucional, sólo puede hablarse de derechos fundamentales -como categoría especial de derechos- en aquellos ordenamientos en los cuáles cierto grupo privilegiado de derechos constitucionalmente reconocidos recibe un tratamiento garante cualificado (“tutela reforzada” dicen los juristas españoles) frente a intentos de violación, desconocimiento, desdibujamiento reglamentario o reforma restrictiva, todo ello en razón de que tal grupo privilegiado de derechos es asumido como concreción de los postulados ético superiores y fundamento del orden sociopolítico justo y pacífico”. T. E., Chinchilla Herrera, ¿Qué son y cuáles son los derechos fundamentales?,  Bogotá, Temis, 1999, pp 58, 67.
[5] Según el constitucionalista colombiano Rodrigo Uprimny: “El bloque de constitucionalidad es entonces un intento por sistematizar jurídicamente ese fenómeno, según el cual las normas materialmente constitucionales –esto es, con fuerza constitucional- son más numerosas que aquellas que son formalmente constitucionales- esto es, aquellas que son expresamente mencionadas por el articulado constitucional-“  R. Uprimny, El bloque de constitucionalidad en Colombia; un análisis jurisprudencial y un ensayo de sistematización doctrinal, Bogotá, Oficina en Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, 2001, v. 1,  p. 101.
En las sentencias C-358 de 1997 y C-191 de 1998, emitidas por la Corte Constitucional de Colombia, se distingue un bloque de constitucionalidad en sentido estricto (en el que sólo se consideran normas de jerarquía constitucional) y un bloque en sentido amplio (que incorpora otras disposiciones adicionales, sin tener rango constitucional, representando un parámetro de constitucionalidad de las leyes, como sucede con la jurisprudencia de altos tribunales internacionales).
[6] Sobre debido proceso pueden consultarse, entre otras, las siguientes disposiciones:  (a) artículos 10 y 11 de  la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, suscrita el 10 de diciembre de 1948 y que fuere aprobado por la Organización de las Naciones Unidas; (b) artículos 7-9 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789;  (c)  artículos 18 y 26 de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; (d) artículo 6 del Convenio Europeo para la protección de derechos humanos y de libertades fundamentales de 1950;  (e) artículos 14  y 15 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966; y,  (f)  artículos 8 y 25 de la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969.  Se constata que las declaraciones contemporáneas han expandido el derecho humano del debido proceso a campos temáticos diversos al del derecho penal.
[7] Se parafrasean las palabras utilizadas  por el fiscal norteamericano Robert H. Jackson, quien participara como acusador en el referido proceso internacional por el que se vincularon penalmente varios nazis responsables de delitos en contra de la humanidad.
[8] En Estados Unidos se ha llegado a considerar al debido proceso no sólo como informador de derecho procesal, sino también del derecho sustancial.  Se hace alusión a un Due Process procesal y a un Due Process sustantivo.  Sobre el Due Process sustantivo se ha indicado que la autoridad no puede limitar o privar a los individuos de ciertos derechos fundamentales como los contenidos en la Constitución de los EEUU de 17 de diciembre de 1787, sin tener en cuenta un motivo que así lo justifique; se trata de un mecanismo constitucional de autocontrol de la discrecionalidad que debe estar presente en las actuaciones de administración pública en general.  Se precisa que en este punto no se implica la perspectiva jurisdiccional, propia del Due Process procesal. Cfr. I. Esparza Leibar, El principio del Proceso debido,  Barcelona, J.M. Bosch, 1995,  pp. 74-76.
[9] S. Leible, Proceso Civil Alemán, Korad-Anenauer Stiftung y Dike, 1999,  pp. 152-154.
[10] Esta idea de desarrollo de un procedimiento equitativo aparece consignada con gran claridad en el artículo 6 del Convención Europea de Derechos Humanos, adoptada por el Consejo de Europa, en Roma, el 4 de noviembre de 1950.
[11] Es en las formas de los procesos donde ha de confrontarse el respeto por los derechos humanos, sin que sea dable tolerar una subestimación de la forma por los contenidos.  “El procedimiento judicial y la precedente investigación policial, los métodos de interrogatorio y hasta la prisión y la ejecución del castigo han de ordenarse y regularse desde el punto de vista de la dignidad humana”. N. Brieskorn, Filosofía del Derecho,  tr. de C. Gancho, Barcelona, Herder, 1993, p. 192.
[12] El juicio como acto de reconocimiento mutuo es la conclusión de  un proceso que en su desarrollo debió respetar los principios de justicia. El reconocimiento mutuo logrado en la sentencia debe posibilitar, gracias a la solidez de los argumentos ofrecidos por el juez, que cada parte tenga la capacidad de ponerse en lugar del otro.  A propósito, el filósofo Paul Ricoeur sostiene: “Pienso que el acto de juzgar alcanza su meta cuando el que ha ganado el proceso aún se siente capaz de decir: “Mi adversario, el que ha perdido, sigue siendo un sujeto de derecho como yo; su causa merece ser escuchada; él tenía argumentos plausibles y éstos fueros escuchados”.   Pero el reconocimiento no sería completo si estas palabras no pudieran ser dichas por el que perdió, el que no tuvo la razón, el condenado: él debería poder declarar que la sentencia que le quita la razón no es un acto de violencia sino de reconocimiento”. P. Ricoeur, Lo justo,  tr. de Carlos Gardini, Santiago, Editorial Jurídica de Chile, 1997, p. 188.
[13] N. Brieskorn,  op. cit.,  p. 162.
[14]  La  noción de jurisdicción se ha replanteado significativamente en atención al desarrollo que ha tenido el derecho internacional, si se tienen  en cuenta los límites de la soberanía desde referentes externos.  Los casos de una jurisdicción internacional o global o mundial y de la jurisdicción universal permiten confrontar la presencia de una nueva perspectiva en la comprensión de la jurisdicción.  La primera permite que tribunales internacionales juzguen la responsabilidad de Estados o de individuos, ej.  Corte Internacional de Justicia de La Haya, Corte Europea de Derechos Humanos o Corte de Estrasburgo, Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia, Tribunal Penal Internacional para Ruanda y Corte Penal Internacional).  La jurisdicción universal, por su parte, hace referencia al  juzgamiento por parte de cualquier Estado, por sus propios tribunales, de cualquier persona supuestamente responsable de un delito grave contra el derecho de gentes y que ofende a la humanidad, ej. el proceso seguido entre 1998 y 2000 a instancia de la justicia española en contra el general Augusto Pinochet y el proceso de Jerusalén entre 1960 y 1962, cuando la justicia israelí juzgó al teniente coronel alemán Adolf Eichmann.  Estas dos manifestaciones de jurisdicción, más allá de la soberanía, se constituyen en alternativas para que en el espacio global se reivindique el ejercicio de una jurisdicción compartida. La  jurisdicción ya no se concibe como una actividad soberana estatal reducida exclusivamente a resolver litigios entre partes.  Cfr. H. Valencia Villa, Diccionario Espasa Derechos Humanos,  Madrid, Espasa-Calpe, 2003, pp. 242-244.
[15] L. Ferrajoli, Derecho y razón; teoría del garantismo penal, tr. de P.  A. Ibañez y otros, 2ed,  Madrid,  Trotta,  1997.
[16] C. A. Díaz, Instituciones de Derecho Procesal; parte general, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, p. 240.
[17] Carnelutti considera esta “parcialidad” del juez, pese a su situarse en el proceso como tercero super partes, lo que confirma la situación de “miseria” que está siempre presente en el proceso.  El procesalista italiano manifiesta:  “La justicia humana no puede ser más que una justicia parcial; su humanidad no puede dejar de resolverse en su parcialidad.  Todo lo que se puede hacer es tratar de disminuir esta parcialidad.  El problema del derecho y el problema del juez son una misma cosa.  ¿Cómo puede hacer el juez para ser mejor de lo que es?  La única vía que le está abierta es la de sentir su miseria: es necesario sentirse pequeños para ser grandes.  Es necesario formarse un alma de niño para poder entrar en el reino de los cielos.  Es necesario, cada día más, recuperar el don del asombro”. F. Carnelutti,   Las Miserias del Proceso Penal,  tr. de S. Sentís Melendo, Bogotá, Temis, 1997,  pp. 31-32.
[18] Destaca el jurista alemán Karl Larenz: “(…) ningún hombre, y por tanto ningún juez, está completamente libre de prejuicios (en el sentido de ideas preconcebidas), cualquiera sea su origen o educación.  Cada hombre está marcado en su modo de entender las cosas, sea por su origen, por su entorno vital, por la educación cultural recibida, por sus experiencias vitales y profesionales y por otros muchos factores más.  La «independencia de pensamiento» no es congénita para nadie y tampoco se adquiere con la instrucción, sino que exige el trabajo solitario del hombre a lo largo de toda su vida.  De hecho, no se puede esperar que en este trabajo ningún juez aminore la marcha o que se quede parado.  En cualquier caso, la formación jurídica puede ser una pieza muy importante del trabajo previo, al enseñar que para juzgar jurídicamente los asuntos hay que contemplarlos desde ángulos diferentes y sin emoción”. K. Larenz, Derecho Justo; fundamentos de ética jurídica, tr. de L. Díez-Picazo, Madrid, Civitas,  1985,  p. 183.
[19] J. L. Vásquez Sotelo, «Los principios del proceso civil», en Responsa Iurisperitorum Digesta,  Salamanca, Universidad, 2000,  p. 117.
[20] Ferrajoli insiste en la necesidad de defender la posición de igualdad entre las partes, para que la imparcialidad del juez no se vea comprometida.  Partiendo de su concepción del proceso acusatorio como relación triangular (estructura triádica: relación entre tres sujetos, dos partes en la causa y un tercero supra partes),  concibe la imparcialidad como ajenidad respecto de los fines perseguidos por las partes.  Considera que la imparcialidad debe ser tanto personal como institucional.     “Es necesario, en primer lugar, que el juez no tenga ningún interés privado o personal en el resultado de la causa (…) Como garantía de esta indiferencia o desinterés personal respecto a los intereses en conflicto, se hace necesaria la recusabilidad del juez por cada una de las partes interesadas.  Y si para la acusación esta recusabilidad tiene que estar vinculada a motivos previstos por la ley, debe ser tan libre como sea posible para el imputado (…) “En segundo lugar, para garantizar la imparcialidad del juez es preciso que éste no tenga un interés público o institucional.  En particular, es necesario que no tenga un interés acusatorio, y que por esto no ejercite simultáneamente las funciones de acusación, como, por el contrario, ocurre en el proceso inquisitivo y, aunque sea de manera ambigua, también en el mixto”.  L. Ferrajoli, op. cit.,  pp. 581-584.
[21] B. Barry, Teorías de la Justicia,  tr. de C. Hidalgo, Barcelona, Gedisa, 1995,  pp. 23,  381.
[22] Cfr. Ibid.,  p. 308.
[23] De forma clara el profesor Joan Picó I Junoy presenta una crítica sobre el particular:  “(…) la constitucionalización del principio de imparcialidad judicial conduce, necesariamente, a impedir que la libre voluntad del legislador pueda comprometer la vigencia de tal principio.  Por ello, la enumeración cerrada de causas recusatorias no supone la imposibilidad de que el Tribunal Constitucional  y los órganos jurisdiccionales encargados de interpretar los tratados o convenios internacionales sobre derechos fundamentales (…) pueden incrementar su número por entender que de lo contrario se infringiría el contenido esencial del derecho a un proceso con todas las garantías”. J. Pico I Junoy,  Las garantías constitucionales del proceso, Barcelona, J.M. Bosch, 1997,  p. 136.
[24] Se destaca la sentencia C-836 de 2001 de la Corte Constitucional, en la que se dan pautas claras sobre la obligatoriedad del precedente.  Se reclama de coherencia en la decisión, porque de lo contrario se genera una vía de hecho violatoria de la igualdad. Dicha coherencia se confronta frente a los criterios adoptados por el propio juez anteriormente y frente al adoptado por las altas Cortes, y no frente a los otros despachos judiciales.
[25] Según el doctrinante Diego López Medina:  “(…) la doctrina del precedente en Colombia obliga a los jueces a que respeten el precedente tanto horizontal (sus propios fallos) como vertical (los fallos de la jurisprudencia de las altas Cortes).  El principio de independencia judicial, sin embargo, los autoriza a apartarse de la línea jurisprudencial trazadas por las altas Cortes.  Pero al apartarse está severamente condicionado a ofrecer una justificación suficiente y adecuada del motivo que los lleva a apartarse del precedente”.   D. López Medina, Interpretación Constitucional, Bogotá, Escuela Judicial Rodrigo Lara Bonilla, 2002,  p. 121.
[26] K. Larenz, op. cit., p. 186.
[27] Son importantes los pronunciamientos que en tal sentido, por violación del artículo 6 del Convenio Europeo de 1950,  ha emitido el Tribunal de Estrasburgo, al considerar la gravedad de la responsabilidad de los estados al no garantizar un acceso adecuado a la justicia en cuanto al manejo de términos.
[28] Con gran precisión Séneca, por boca de Medea,  establece una relación bien interesante entre el juez, hombre que ha de ser justo, y el derecho a ser oído, cuando esta mujer le replica al rey Creonte:  Qui statuit aliquid parte inaudita altera, aequum licet statuerit, haud aequus fuit”. (“Quien decide algo sin oír a la otra parte, aunque su decisión sea justa, él no ha sido justo”).  L. Séneca, Medea, tr. de B. Segura R., Sevilla, Alfar, 1991,  pp. 78-79.
[29] C. Díaz,  op. cit.,  pp. 213-214.
[30] Ibid.,  pp. 214-215.
[31] Cfr. K. Larenz, op. cit.,  pp. 186-187.
[32] L. Ferrajoli, op. cit., pp. 613-615.
[33] El referido doctrinante italiano presenta una justificación a las formas en su temática sobre la necesidad de dichas reglas.  “Por las gentes profanas dirígense numerosas censuras a las formas judiciales, basándose en que las formas originan largas e inútiles cuestiones y frecuentemente la inobservancia de una forma puede producir la pérdida del derecho; y se proponen sistemas procesales simples o exentos de formalidades.  No obstante, la experiencia ha demostrado que las formas en el juicio son tan necesarias y aún mucho más que en cualquiera otra relación social; su falta lleva al desorden, a la confusión y a la incertidumbre”.  J. Chiovenda, Principios del Derecho Procesal Civil,   T. II, tr. de J. Casais y Santaló, Madrid, Instituto Editorial Reus.  p. 124
[34] Larenz destaca: “Se produce así una conexión entre el principio de audiencia y el del respeto de la persona que en un asunto que le concierne no tome otro la decisión sin darle ocasión de manifestarse.  En esta forma general, el principio debe regir también en la actuación de la Administración pública y es como principio moral fuera de la esfera del Derecho.  Por ejemplo, entre padres e hijos capaces de discernimiento o cuando un educador reprocha su comportamiento a un alumno.  Para ello no es necesaria la juridificación de todas  estas relaciones.  Es cabalmente un elemental imperativo de justicia y ejercitarlo es también un mandamiento moral”. K. Larenz, op. cit., pp. 188-189.
[35] J. O., Santofimio Gamboa, El derecho de defensa en las actuaciones administrativas, Bogotá:, Instituto de estudios constitucionales Carlos Restrepo Piedrahita, 1998,  p. 25
[36] Corte Constitucional, Sentencia T-470, 6 de julio de 1999, Magistrado Ponente José Gregorio Hernández Galindo.
[37] A. Hoyos, op. cit.,  pp. 87.

 


 

Informações Sobre o Autor

 

Martín Agudelo Ramírez

 

Abogado por la Universidad Autónoma Latinoamericanana. Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia Bolivariana. Magíster en Derecho Procesal por Universidad de Medellín. Diploma en Estudios Superiores y Avanzados y Candidato a Doctor en Derecho por la Universidad de Salamanca. Especialista en Derecho Procesal y especialista en Humanismo por la Universidad Pontificia Bolivariana. Juez. Profesor universitario en las áreas de Derecho Procesal y Filosofía del Derecho. Profesor Honorario de la Universidad de Huánuco, Perú.

 


 

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