Resumen: El presente trabajo aborda como tema central la forma en los contratos. En el primer epígrafe se define a la forma partiendo de dos concepciones: una en sentido amplio y otra en sentido estricto o técnico jurídico. En segundo lugar, se realiza un análisis de la forma vinculada y la forma libre como expresiones del formalismo y del principio de consensualidad, respectivamente. A renglón seguido se examina someramente el valor y significado de la forma en función de la voluntariedad o formalismo acogidos por los ordenamientos positivos con el devenir histórico. Seguidamente se exponen los tres sistemas de contratación reconocidos por la doctrina, para concluir con el estudio de los contratos formales y no formales, y el papel desempeñado por la forma en cada uno de ellos.
Palabras claves: forma, contrato, consensualidad, formalismo, solemnidad.
Sumario: 1. La forma del contrato. 2. Forma vinculada y forma libre. 3. Voluntad vs. Formalismo: una mirada histórica. 4. Los sistemas de contratación. 5. Los contratos formales y no formales: el rol de la forma. 6. Consideraciones finales. 7. Bibliografía.
1. La forma del contrato
El vocablo forma posee múltiples significados, puede ser planteado desde diversos puntos de vista, en dependencia del objetivo perseguido. Pero cuando hablamos de forma en el ámbito jurídico esta deberá ser entendida en un sentido amplio y en un sentido estricto.
Desde una posición simple, coincidente con el sentido amplio, la forma es el medio de expresión, visualización o de exteriorización de la voluntad de las partes que intervienen en un acto o negocio jurídico, por lo que –al decir de Federico De Castro y Bravo- sirve para expresar lo querido.[1] De esta manera, toda declaración de voluntad tiene su forma y todos los medios de que la voluntad se vale para darse a conocer, se consideran forma.
En sentido estricto o técnico-jurídico la forma se define como el mecanismo concreto y determinado que la ley o la voluntad de los particulares imponen para exteriorizar la voluntad negocial, mediante la que se alcanza la plena validez jurídica de dicha voluntad. En consonancia con esta perspectiva, Alberto G. Spota la ha concebido como “los medios por los cuales se exterioriza la voluntad jurígena, sin perjuicio de los supuestos en los cuales la ley o la convención haya exigido un específico medio de exteriorización de la voluntad”.[2]
2. Forma vinculada y forma libre
Todo negocio requiere una determinada forma[3], la cual puede ser, empleando una terminología más rigurosa, “vinculada” (forma vinculada) o “libre” (forma libre). La primera es entendida como el modo fijado por la ley para revestir al acto (formalismo) y la segunda se refiere a la manera en que los sujetos intervinientes consideren admisible y pertinente realizar el acto (principio de la consensualidad de los actos jurídicos o de la libertad de forma).
Doctrinalmente se ha sostenido que cuando se exige la observancia de cierta forma, como única vía posible y apta para declarar la voluntad, estamos en presencia de una formalidad[4]. Así podrán ser consideradas formalidades el uso de palabras, la suscripción de un documento, la autorización notarial, la presencia de testigos, entre otras.
En este punto, la forma no es el revestimiento exterior de la voluntad, sino lo que dota de objetiva existencia a un negocio, por lo que, acorde con la teoría general del negocio jurídico, la forma califica entre uno de los elementos esenciales comunes[5] de carácter objetivo del contrato.[6]
Así las cosas, cuando se utiliza la expresión “forma del contrato” –al decir de Diez Picazo- se hace referencia a la segunda de las acepciones anteriormente esbozadas: “un conjunto de solemnidades exteriores que son consideradas como un necesario vehículo de expresión de la voluntad contractual, la cual debe quedar exteriormente revestida con ellas con el fin de que alcance plena validez y eficacia jurídica”[7].
3. Voluntad vs. Formalismo: una mirada histórica
La institución jurídica de la forma ha experimentado una constante evolución, que transcurre desde su implementación en sociedades caracterizadas por el predominio de un recto formalismo, hasta el establecimiento del principio de espiritualidad de los contratos o principio de la consensualidad de los actos jurídicos, debido a la aparición de dos factores fundamentales: la necesidad de dotar de agilidad al tráfico jurídico y el creciente valor que se atribuye a la voluntad personal, lo que no implica en modo alguno, ausencia de forma, sino libertad de forma.
El Derecho romano antiguo es exponente del marcado formalismo que regía los actos de aquella época donde, tanto los negocios jurídicos propiamente dichos como los actos procesales, tenían carácter formal y sacramental. Como comenta Cordobera González de Garrido, a través de una lenta evolución en la que influyeron decisivamente el Derecho de gentes y el Derecho pretoriano, los negocios jurídicos romanos van transformándose de negocios formales y abstractos en negocios no formales y causales[8].
El formalismo impedía matizar la voluntad debido a su excesiva rigidez, lo que traía, a menudo, como consecuencia, que voluntad y forma no se atemperaran armónicamente, y si bien se cumplía con esta última, la finalidad del negocio era sustancialmente distinta a la prevista por la ley.
El Derecho moderno abandona el apego absoluto al formalismo y frente a él se erige el culto a la voluntad, la que por regla general, puede manifestarse libremente. Se consagra entonces el adagio “el solo consentimiento obliga” (solus consensus obligat), base del principio espiritualista o de la consensualidad de los actos jurídicos. Este principio preconiza la libertad en la escogencia de las formas para expresar la voluntad jurídica[9].
El formalismo se nos suele presentar entonces como un sistema antagónico al de la consensualidad, ya que, en efecto, representa la sujeción de las manifestaciones de la voluntad privada a formas predeterminadas.
Sin embargo, aun cuando la contemporaneidad haya desechado el formalismo antiguo y en contraposición se concibiera la libertad de forma, lo cierto es que, atendiendo a la seguridad del tráfico, el interés de los terceros, la protección de las partes, etc., habitualmente se establecen excepciones a la absoluta discrecionalidad o libertad de los sujetos en cuanto a la elección de la forma del negocio, lo que –según Cordobera González de Garrido- se conoce como “neoformalismo”. Esta nueva construcción dogmática otorga prevalencia a la buena fe sobre la formalidad, velando por el respeto a los intereses sociales que han de ser protegidos.[10]
Por esta razón se observa, en nuestros días, una cierta tendencia en favor del negocio formal, aunque limitada a ámbitos muy concretos de la contratación y al tráfico de los bienes inmuebles. Este formalismo no exige con carácter absoluto la utilización de las formas solemnes, pero requiere de los sujetos que pretendan obtener ciertos beneficios, que cumplan con determinadas cargas formales, para bien de la seguridad jurídica y del interés común.
4. Los sistemas de contratación
Como resultado de este devenir histórico la forma no ha tenido siempre el mismo valor y significado jurídicos, sino que ha dependido del criterio que informase al ordenamiento jurídico en cada época, los que han dado al traste –siguiendo a Heras Hernández- con tres sistemas de contratación: el formalista, el voluntarista o de libertad de forma y el ecléctico.[11]
Para el sistema formalista[12] la forma lo es todo, es el negocio jurídico mismo, de manera que la forma suplanta el consentimiento. La ventaja de este sistema radica en que las partes adquieren una mayor seguridad del contenido contractual, pues la forma garantiza la certidumbre tanto en las declaraciones de voluntad, como en la intervención y capacidad de las partes, facilitando de esta forma la prueba, y además protege a terceros extraños al contrato, los que sabrán a qué atenerse.[13] Como inconvenientes destaca la lentitud del tráfico jurídico y la sanción civil de nulidad que se le aplica en caso de incumplimiento de la formalidad prescrita.
Por su parte el sistema voluntarista o espiritualista[14] se sustenta en la preponderancia del consentimiento, y por ende, la forma queda relegada y resulta irrelevante. Baste arribar al consentimiento contractual para declarar válido y eficaz el contrato en cuestión, sin sujeción a forma alguna, toda vez que la voluntad es el alma del contrato. Entre sus desventajas se encuentran la falta de un medio de prueba de la celebración de los contratos, así como la ausencia de austeridad en la prestación del consentimiento y por tanto de garantía para las partes.
El tercer sistema, denominado ecléctico –pues combina elementos de los sistemas anteriores-, se basa en el predominio del consentimiento pero se le concede determinado espacio a la forma escrita, a los efectos de probar la celebración del acto y de brindar cierta seriedad a las declaraciones volitivas, intentando salvar, en este sentido, los inconvenientes del sistema espiritualista.
5. Los contratos formales y no formales: el rol de la forma
La clasificación que en lo adelante se trata se realiza tomando como punto de partida la manera de perfeccionarse el contrato, es decir, considerando los requisitos necesarios para la existencia y eficacia del mismo. Así, en ocasiones, el contrato se perfeccionará con el mero consentimiento de las partes, y en otras, será necesaria la entrega del bien o se deberá adoptar alguna forma impuesta por la ley o por la voluntad de las partes.
Obedeciendo a este criterio clasificatorio, muy relacionado con la forma del contrato, se puede hablar de contratos formales y contratos no formales.
Los contratos no formales son aquellos cuya validez y eficacia dependen solamente de la voluntad de las partes, la que perfecciona, por sí sola, el negocio. En cambio, los contratos formales son aquellos que requieren de una solemnidad especial, ya sea otorgada por ley o por voluntad de las partes. Esta última categoría está sujeta a una subclasificación, es decir, de ella se derivan los contratos meramente formales y los contratos solemnes, que se diferencian uno del otro en el papel o rol que cumple la forma.
Ya se hace clásica la división entre formalidades ad solemnitatem[15] y ad probationem; entendiéndose por las primeras, aquellas que necesitan una clase de negocios jurídicos para su existencia o validez, de modo que no existen si no aparecen celebrados bajo la forma ordenada legalmente, porque según el aforismo forma data esse rei, la forma lo es todo; las segundas son aquellas que son requeridas como prueba del negocio, no condicionando la eficacia negocial, solamente en un sentido muy limitado, porque el contrato existe y es válido, pese su inobservancia.
Por consiguiente, la formalidad ad solemnitatem es constitutiva del acto, pues sin ella este no puede nacer a la vida jurídica; mientras que la formalidad ad probationem o declarativa –como también se le llama- vale para demostrar la existencia del acto, en virtud del carácter probatorio, en caso de demanda ante los tribunales, cuando se establece por cualquier razón relacionada con el negocio y sea necesario probar la existencia de este.[16]
De modo que mientras la forma ad solemnitatem incide en la formación y perfeccionamiento del acto o negocio jurídico, la forma ad probationem repercute, exclusivamente, en la prueba de ellos, es decir, en la manera de acreditarlos judicial o extrajudicialmente, toda vez que el acto formal ad probationem nace perfecto y válido, independientemente de la forma legal prescrita.
La doctrina más moderna ha creado otra formalidad: la forma ad exercitium o ad utilitatem, que funciona como presupuesto para la eficacia inter partes o como presupuesto de oponibilidad del contrato frente a terceros. Según expresan Delgado Vergara y Roselló manzano, “el contrato existe y es válido aunque no se haya otorgado el documento, pero las partes podrán, mediante la actio pro forma, compelerse a cumplir esa formalidad. La forma como presupuesto de la oponibilidad funciona cuando esta se requiere a los efectos de oponer el contrato ante terceros, como es el supuesto de la inscripción en los Registros que correspondan”.[17]
Recapitulando, se puede decir que el contrato formal es aquel donde la ley exige que la voluntad de las partes se exteriorice bajo cierta forma que ella dispone, ad probationem, de modo que si la forma no se cumple, el acto existirá, pero no podrá surtir la plenitud de sus efectos jurídicos, en especial contra terceras personas; mientras que el contrato solemne será aquel que la ley exige como elemento de existencia o validez que la voluntad de las partes se exprese en la concreta forma prevista por ella, ad solemnitatem, que necesariamente tiene que cumplirse, porque de no hacerlo, el contrato no se perfecciona, y por tanto, no existirá. Bien podemos definir con Ihering al acto solemne como “aquel en cual la inobservancia de la forma jurídica repercute sobre el acto mismo”.[18]
No obstante, puede suceder que, al margen de lo exigido por la ley, la voluntad de las partes convierta en formal cualquier acto jurídico que, según la norma, sea consensual. Estaríamos en presencia, en este caso, de los actos o negocios formales ad voluntatem[19]. Cuando las partes en un contrato de compraventa de bienes muebles, por ejemplo, resuelven someter la perfección del contrato al otorgamiento de escritura pública o privada, estos sujetos, en ejercicio de la facultad que tienen de someter sus actos a condiciones lícitas y posibles, en virtud del principio de autonomía de la voluntad, están tornando el negocio consensual en formal.
Por otro lado, no formal o consensual, será el contrato que se perfecciona con el mero consentimiento de los sujetos que en él intervienen, sin que medie ningún requisito de forma ni la entrega de cosa alguna, para constatar la existencia del contrato.
6. Consideraciones finales
Evidentemente el tema de la forma de los contratos no solo es una cuestión de política legislativa, sino de conciencia social, e involucra, además de los tomadores de decisiones políticas y los ciudadanos particulares, a los tribunales, ya que al estar encargados de impartir justicia en casos concretos, deberán interpretar las normas jurídicas ceñidos, lo más posible, a su sentido y alcance.
Informações Sobre o Autor
Suset Hernández Guzmán
Licenciada en Derecho por la Universidad de La Habana, Cuba, 2009, Diploma de Oro. Profesora del Departamento de Asesoría e Internacional de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana. Juez Profesional Suplente No Permanente de la provincia Ciudad de La Habana. Graduada del Diplomado de Administración de Justicia por la Escuela Judicial del Tribunal Supremo Popular, Cuba, julio de 2010