“No existe país desarrollado y próspero que carezca de formas de participación ciudadana en la administración de justicia”. Edmundo Hendler y Ricardo Cavallero[1]
I. La previsión constitucional y su genética liberal.
Nuestra Constitución Nacional contiene tres disposiciones sobre la institución del Juicio por Jurados que nunca lograron operativizarse en nuestro sistema judicial (artículos 24, 75 inc. 12 y 118). La doctrina se halla dividida entre quienes resaltan la genética liberal de esta forma de juzgar a los seres humanos, y quienes sostienen que hay otras maneras de lograr la participación cívica en los procesos penales, menos nocivas que la de los jurados populares.
Fray Mamerto Esquiú llamó a las sesiones redactoras de nuestra Constitución de 1853 “una solemne situación de un pueblo que se incorpora, que se pone de pié, para entrar dignamente al gran cuadro de las naciones”[2]. Aquellos días fundacionales fueron impregnados por un espíritu liberal orgullosamente dieciochesco que ponía al individuo y a la libertad como los apotegmas de la República, a los cuales había que defender contra todo peligro de autoritarismo.
La institución inveterada del Juicio a través de Jurados populares fue receptada por los constituyentes, a través de la Constitución de Filadelfia[3], en su íntimo convencimiento de que se establecía en una garantía del ciudadano frente al Estado, y que era la forma más plena y eficiente de incorporar a los habitantes de la República en pleno ejercicio de su civilidad al proceso justiciable.
Visto así, el jurado popular era un dogma[4] liberal de la época que no podía quedar ausente de las previsiones constitucionales de las nacientes Repúblicas independientes. Sin embargo, el preconcepto del beneficio del jurado popular no logró en la mentalidad del constituyente considerar a la institución de aplicación inmediata, sino que lo postergó y delegó al legislador temporal su instrumentación cuando la macropolítica criminal lo hiciere oportuno. Bielsa dice que el constituyente no estaba convencido de la bondad de esta institución al supeditarlo a una norma condicional[5].
La Corte Suprema, última intérprete de las normas constitucionales, tiene dicho en el caso ‘Loveira’ que “la Constitución Nacional no ha impuesto al Congreso el deber de proceder inmediatamente al establecimiento del juicio por jurados” (Fallos:115:92)
La triple mención del texto constitucional sobre el jurado popular, en realidad, responde a la clase de normas que la doctrina dice que “configuran un contenido programático de las que hay muchas en la Constitución (v.g. salario vital y móvil, derecho a la vivienda digna, etc.)”[6]. Son solamente directrices de las políticas que debe llevar adelante el Estado, y que debe valorar en el caso concreto.
Lo que el legislador ordinario tiene que prever es la sincronización entre el instituto del juicio por jurados y todo el sistema jurídico vigente, especialmente después de la incorporación al rango supraconstitucional de los Tratados Internacionales en materia de derechos humanos. La contradicción es insalvable entre un régimen de libre convicción de jueces legos y nuestro sistema que requiere sentencias fundamentadas, además de jueces técnicos permanentes y un acceso pleno de apelación a la segunda instancia.
En el sistema de jurados populares los ciudadanos llamados a tal efecto, constituirían una ‘comisión especial’[7] (artículo 18 C. N.) que juzgarían los ‘hechos’ del proceso con prescindencia del ‘derecho’, que es aplicado por un juez técnico. Esta violación de una garantía personal no queda subsanada por el hecho siempre relativo de que el imputado es juzgado por sus pares. La comparación de esta función con el sacrosanto voto universal, secreto y obligatorio, es una apriorística aproximación de dos funciones esencialmente diversas. La gravedad de la función de distribución de dolor, como personalmente consideramos a la actividad jurisdiccional[8], no tiene ninguna arista de analogía posible con el hecho de elegir gobernantes.
La tajante separación entre ‘hecho’ y ‘derecho’ no sólo no es posible ónticamente, sino que desconoce el creciente grado de complejidad a que han llegado las ciencias penales con la influencia de la doctrina alemana, que hacen peligrosa toda escisión del hecho de la norma legal. La situación de que los jurados no deban fundamentar sus decisiones sí es un punto de comparación con el acto soberano del sufragio popular, pero es un acto de suma injusticia e inmoralidad no dar las razones suficientes que llevan a una persona a ponerse en la función divina de juzgar e imponer un castigo a su semejante, además de impedir el acceso a la vía recursiva.
Un gran número de respetados constitucionalistas hablan de ‘desuetudo histórico’ (Sagüés), donde el no uso permite la abrogación de una norma cuando cesan los motivos que dieron lugar a su dictado. Los doctrinarios que se enrolan en la posición contraria hablan de inconstitucionalidad por omisión, de desobediencia al mandato del constituyente, pero lo cierto es que “nuestros procesalistas son enemigos declarados del jurado”[9], como constitucionalistas que son abocados al apéndice más importante del derecho constitucional, que es el proceso penal.
II. El modelo anglosajón y el continental
Sanchez Viamonte enseña que el sistema de juicio por jurado “consiste en someter al veredicto de un cuerpo de carácter popular, la culpa y la responsabilidad de los procesados por delitos, de manera que cada miembro de ese cuerpo se determine de acuerdo con su ciencia y conciencia a ese respecto, pronunciándose sobre los hechos y la imputabilidad resultante, no aplicando el derecho el que sólo es realizado por un juez técnico”[10].
El Jurado es una institución que adquirió carta de ciudadanía en el mundo anglosajón, íntimamente ligada al sistema jurídico del ‘Common Law’ pero como afirman aquellos autores[11] proclives a instaurarlo en nuestro país, viene de las entrañas mismas de la historia de resolución de conflictos humanos, aunque de diversa manera. En un principio los legos que eran llamados a integrar los jurados no iban en calidad de juzgadores, sino de testigos, en razón del particular conocimiento del hecho sometido a discusión, acompañaban a la víctima dentro de un sistema acusatorio[12]. El tiempo transformó la institución en juzgadora de la culpabilidad del imputado, y durante mucho tiempo cumplió la noble función de limitar el poder del monarca, ya que su poder omnisciente no podía imponerse en las sentencias judiciales, era el pueblo quien se encargaba de administrar justicia a sus pares.
Esta institución originariamente británica se encuentra en franca retirada en su propia tierra[13], por la onerosidad y la lentitud a la que quedan estigmatizados los procesos criminales finiquitados por una sentencia de un jurado popular. Tampoco tuvo nunca una similar vigencia en Europa Continental, cuyo sistema jurídico de raíz latina no puede compatilizar con esta institución sajona. Lo que se aplicó en Italia, Francia y Alemania, con algunas variantes, es un jurado ‘escabinado’, aquel donde se mixturan los jueces legos y los profesionales. Pero el lugar donde se puede afirmar que la vigencia del jurado popular sajón cada vez es más fuerte es en los Estados Unidos, donde no es visto como una exigencia constitucional sino como un valioso privilegio de quien se halla sometido a un proceso criminal. “La institución –dijo Artemio Moreno en 1942- funciona y cumple su destino con éxito, en los países de temperamento y educación cívica acendrados , donde el ciudadano posee el sentimiento nato del deber social y el valor de la propia responsabilidad; donde, en el desempeño de las cargas públicas, se siente la compañía y la solidaridad de la Nación. Países con espíritu público sedimentado; con clima y vocación de justicia nacional”[14].
En nuestro país se aprobó la vigencia constitucional de los artículos 24, y los hoy 75 inciso 12 y 118 sin debate, los presidentes Mitre, Sarmiento y Avellaneda propiciaron proyectos de reglamentación que fueron demorados en el Senado, y el Partido Socialista fue uno de los mayores impulsores de su vigencia hasta 1930. En la unilateral reforma constitucional de 1949 se eliminó la mención al juicio por jurados, quizá por aquello que repiten los constitucionalistas que los tiranos son enemigos declarados de esta institución.
Recién con el establecimiento definitivo de la vigencia constitucional en 1983 se debatió seriamente la instauración del jurado popular para los casos de violaciones de derechos humanos del régimen depuesto. El Dr. Julio B. J. Maier fue autor del proyecto del Ejecutivo[15] que pretendía armonizar la previsión constitucional decimonónica con nuestro sistema jurídico a través del jurado escabinado[16]. “En el sistema de jurado escabinado –enseña Raúl Alfonsín- un conjunto de jueces permanentes y no permanentes confluyen en una sala de deliberaciones en igualdad de condiciones, presencian todo el debate, deliberan y dictan sentencia fundamentada”[17]. De esta manera, semejante al de la ley alemana, se instauraban tribunales impares de cinco o tres miembros (de acuerdo si eran causas penales o correccionales) donde hubiesen dos jueces permanentes junto a un conjuez letrado y dos jurados legos, o uno por cada categoría en las causas correccionales. Así se aseguraba una mayoría técnica y no burocrática a la vez, ya que el conjuez letrado es un abogado, pero al mismo tiempo no forma parte del aparato permanente de la justicia. Queda asegurado el requisito de la idoneidad por la técnica jurídica, de acuerdo al criterio de los procesalistas como Vélez Mariconde.
El ex presidente Alfonsín, impulsor del proyecto Maier, también nos dice que en este modelo de jurado mixto, sí se deben fundamentar sus decisiones, exigencia de la que está exento el jurado netamente popular de tinte anglosajón, “cumpliendo de este modo con el requisito de fundamentación que todo acto de gobierno debe tener en el marco de un régimen republicano”[18]. Satisfechos quedarían a la vez los derechos de defensa en juicio y de recurrir la condena penal, pues la fundamentación o no del decisorio influiría en el control posterior y la apertura de la vía recursiva. Giovanni Carmingnani fustigó por esta razón al jurado de veredicto, en nombre del valor garantista que le asignaba a la motivación de las sentencias.
“La imparcialidad del órgano jurisdiccional es controlable a través de la fundamentación de la sentencia, no existe beneficio racional alguno en reemplazar un sistema con exposición de los fundamentos en base a la lógica, la psicología y la experiencia común, por otro basado en la esotérica y hermética subjetividad”[19].
III. A manera de conclusión.
El diputado socialista Héctor Polino[20] nos ha advertido de los peligros del jurado popular, que representa (en la mayoría de los casos) una expresión de los prejuicios medios de una sociedad, y enumera los más resonantes casos de injusticias cometidas por ciudadanos en el rol judicial: “el juicio a los mártires de Chicago, que dio lugar a la celebración del Primero de Mayo; el de Sacco y Vanzetti, que terminaron con sus ejecuciones sin pruebas y fundadas en la xenofobia y el odio de clases; la absolución por un jurado blanco de los policías que apalearon a Rodney King y la absolución por un jurado negro del ídolo deportivo de color y doble homicida O. J. Simpson”[21]. Todo ello debido a que los jurados son omnipotentes, no deben fundamentar sus decisiones, el voto es secreto, condenan o absuelven sin apelación y nadie se hace responsable.
Sin negar que en otro momento histórico el jurado popular haya cumplido un rol de trascendente tutelaje de la soberanía popular frente a las sentencias digitadas por los monarcas, es justo decir que debemos cuidarnos de las simplificaciones. Seguimos a Luigi Ferrajoli cuando afirmamos que para valorar hoy este tema polémico dentro y fuera del ámbito jurídico “no son en absoluto adecuados los criterios que en el siglo pasado puso en juego el pensamiento liberal”[22]. En nuestros días son otras las formas de investidura popular y de mediación representativa, con respecto a la época liberal clásica; el problema central hoy, termina Ferrajoli: “estriba más bien en cómo conciliar, mediante las adecuadas garantías, imparcialidad y capacidad técnica, libre convicción y motivación, independencia y sujeción a la ley”[23].
Roberto Punte dice que “no es la democracia la calificación última del ejercicio de cargos públicos sino la idoneidad, y esta falta como requisito en un jurado que se designe por sorteo”[24] Así, el rol de participación cívica que implica esta institución en uno de los poderes del Estado creo que la Reforma Constitucional de 1994, la oralización de una de las fases del procedimiento penal a nivel federal, y la doble instancia exigida por tratados internacionales, logran la publicidad y el control suficiente para una República participativa. El Consejo de la Magistratura, el jurado de enjuciamiento, y ahora la nueva modalidad de elección de los jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación son elementos claves para evaluar la intervención ciudadana en la justicia.
Una reciente encuesta[25] realizada por la Universidad de Belgrano nos muestra que la gente pretende con la implementación del jurado popular controlar la corrupción del aparato judicial (66% de los encuestados), un fin no declarado de la institución, que pertenece al Consejo de la Magistratura y al Jurado de enjuiciamiento. Un gran número de encuestados aseguró no poder ser imparciales y que sus decisiones serían fácilmente manipulables por la opinión pública. El 55,3% dice que es probable que en la Argentina los jurados no pudieran llegar a una decisión por falta de acuerdo entre los miembros, y el 66% que el sistema de juicio por jurados no se adapta a nuestra cultura. Además sólo un 12% piensa que estamos preparados para implementar el sistema ahora, mientras que la mayoría opina que se requiere de 5 a más de 10 años para estar en condiciones de su implementación.
Con respecto a la situación de las provincias argentinas muchas de las Constituciones locales remiten a la previsión del Poder Legislativo de la Nación sobre este instituto[26]. Nuestra Provincia de San Luis en el artículo 215 de su texto constitucional dice: “una vez que en el orden nacional se establezca el juicio por jurados, el Poder Legislativo (local) dictará las leyes necesarias para el funcionamiento de esta institución”. Otra vez el constituyente, en este caso el provincial, tuvo la convicción de que un instituto de este tipo, que representa un excesivo dispendio de gasto público, que retrasa temporalmente los procesos penales, y cuyos pretendidos beneficios –como expusimos en estas cortas líneas- no son tales, se debería postergar para épocas de mejores condiciones, tras un debate serio y desapasionado de la estructura del proceso penal.
Informações Sobre o Autor
Matías Bailone
Ayudante Alumno de la Cátedra de Derecho Penal de la Universidad Católica de Cuyo (San Luís)/Argentina
Editor de www.carlosparma.com.ar
Presidente del Ateneo de Ciencias Penales y Criminológicas de Cuyo