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Menores de edad y decisiones clínicas

Las acciones autónomas.

La validez del consentimiento prestado por los menores en el ámbito de su vida y salud es, tal vez, uno de los asuntos más controvertidos en las Instituciones Sanitarias en España. Los distintos procedimientos acerca de los aspectos que afectan a los menores y su capacidad de decidir autónomamente son aún objeto de discusión y debate.


¿Pero qué debe considerarse una acción autónoma? Faden y Beauchamp, en su trabajo “A History and Theory of Informed Consent [1]señalan que las acciones son autónomas cuando cumplen tres condiciones: intencionalidad, conocimiento, sin control externo.


La primera de estas condiciones no admite gradualidad, esto es, la acción es intencional o no lo es. Una acción es intencional cuando es querida de acuerdo con un plan. Estos actos pueden ser deseados, o simplemente tolerados, pero queridos en todo caso.


La segunda, el conocimiento, supone un entendimiento de la acción por su agente. Una acción completamente autónoma implicaría una comprensión total. Una acción sustancialmente autónoma  supondría una comprensión adecuada de todas las proposiciones o expresiones que describen la naturaleza de la acción, y las consecuencias previsibles y posibles resultados que puedan derivarse de la ejecución, o no, de la misma.


La tercera condición, la ausencia de control externo, presupone una acción ya intencional, cuyo sentido tienda a modificarse por la influencia –coerción, manipulación o persuasión- de otros sujetos. En la coerción otra persona, de manera intencional y efectiva, influye en otra persona mediante la amenaza de daños o desgracias severos. En la manipulación se pretende alterar la percepción de la persona, por medios no coercitivos, sobre la naturaleza o las posibles consecuencias de la decisión que debe tomar. Por la persuasión se induce a la persona a aceptar libremente las creencias, planes o valores de otra persona, mediante resortes racionales o emotivos.


Así pues, una acción autónoma es intencional, dotada del conocimiento adecuado sobre la naturaleza y las consecuencias de la misma, y carente de un control externo que llegue a alterarla sustancialmente.


Pero se precisa, de una cuarta condición, la autenticidad. Un acto es auténtico cuando es coherente con el sistema de valores y las actitudes ante la vida que una persona ha asumido reflexiva y conscientemente. Puede no ser auténtica, por ejemplo, una actuación agresiva, en una situación excepcional, realizada por una persona pacífica en un estado de pánico.


La autenticidad puede ser conceptuada bien como una condición previa o constatación de las anteriores condiciones, como la “prueba del nueve de la autonomía.[2]


En el ámbito jurídico la decisión autónoma se delimita como un concepto jurídico abierto, cuya evaluación, en último término, descansa sobre los profesionales sanitarios. En los distintos foros de discusión se invoca la necesidad del establecimiento de protocolos objetivos que midan la competencia de las personas, de forma análoga a los ya existentes, en el ámbito clínico, para medir la consciencia o el dolor. Cabe citar, pese a no ser un texto legal específicamente dirigido al ámbito del menor la ley 2/2010, de 8 de abril, de Derechos y Garantías de la Dignidad de la Persona en el Proceso de la Muerte[3], que en su artículo 20, señala lo siguiente.


“1. El médico o médica responsable es quien debe valorar si la persona que se halla bajo atención médica pudiera encontrarse en una situación de incapacidad de hecho que le impidiera decidir por sí misma. Tal valoración debe constar adecuadamente en la historia clínica. Para determinar la situación de incapacidad de hecho se evaluarán, entre otros factores que se estimen clínicamente convenientes, los siguientes:


a) Si tiene dificultades para comprender la información que se le suministra.


b) Si retiene defectuosamente dicha información durante el proceso de toma de decisiones.


c) Si no utiliza la información de forma lógica durante el proceso de toma de decisiones.


d) Si falla en la apreciación de las posibles consecuencias de las diferentes alternativas.


e) Si no logra tomar finalmente una decisión o comunicarla.


2. Para la valoración de estos criterios se podrá contar con la opinión de otros profesionales implicados directamente en la atención de los pacientes. Asimismo, se podrá consultar a la familia con objeto de conocer su opinión.


3. Una vez establecida la situación de incapacidad de hecho, el médico o médica responsable deberá hacer constar en la historia clínica los datos de quien deba actuar por la persona en situación de incapacidad, conforme a lo previsto en el artículo 10.1.”


2. El menor maduro. Un acercamiento desde el Derecho.


En el ámbito del menor maduro es frecuente percibir un desencuentro entre la solución legal, que ampara un ámbito extenso de autodeterminación para el menor, y cierta sensibilidad social que vive dicho ámbito como contradictorio con las funciones de cuidado y tutela de los menores a ejercer por sus representantes.


Este conflicto entre autonomía del menor, y necesidad de cuidado y tutela es puesto de manifiesto por la Ley 1/1996 Orgánica de Protección Jurídica del Menor[4], que en su Exposición de Motivos señala lo siguiente:


“El conocimiento científico actual nos permite concluir que no existe una diferencia tajante entre las necesidades de protección y las necesidades relacionadas con la autonomía del sujeto, sino que la mejor forma de garantizar social y jurídicamente la protección a la infancia es promover su autonomía como sujetos. De esta manera podrán ir construyendo progresivamente una percepción de control acerca de su situación personal y de su proyección de futuro. Este es el punto crítico de todos los sistemas de protección a la infancia en la actualidad.”


Así pues, la Ley Orgánica del Menor1 toma partido por ambos polos del conflicto: la mejor forma de garantizar la protección a la infancia es promover su autonomía como sujetos. Y es que, como la propia Ley señala, las transformaciones sociales y culturales han dado un nuevo enfoque a la construcción del edificio de los derechos de la infancia. Esta nueva lógica constructiva tiene como clave el reconocimiento pleno de la titularidad de los derechos en los menores de edad y de una capacidad progresiva para ejercerlos.


“Las transformaciones sociales y culturales operadas en nuestra sociedad han provocado un cambio en el status social del niño y como consecuencia de ello se ha dado un nuevo enfoque a la construcción del edificio de los derechos humanos de la infancia.


Este enfoque reformula la estructura del derecho a la protección de la infancia vigente en España y en la mayoría de los países desarrollados desde finales del siglo XX, y consiste fundamentalmente en el reconocimiento pleno de la titularidad de derechos en los menores de edad y de una capacidad progresiva para ejercerlos.


El desarrollo legislativo postconstitucional refleja esta tendencia, introduciendo la condición de sujeto de derechos a las personas menores de edad. Así, el concepto «ser escuchado si tuviere suficiente juicio» se ha ido trasladando a todo el ordenamiento jurídico en todas aquellas cuestiones que le afectan. Este concepto introduce la dimensión del desarrollo evolutivo en el ejercicio directo de sus derechos.”


Es cierto que los problemas prácticos que este nuevo enfoque introduce en la atención asistencial a los menores son numerosos. Pero el planteamiento genérico, visto desde el ámbito del Derecho es bastante más simple.


La capacidad del menor, obviamente, es un asunto que traspasa el ámbito puramente sanitario, planteándose de forma aguda en todos esos ámbitos de ejercicio de los llamados “derechos de la personalidad”.


Podemos señalar, así, la Ley 1/1982 de Protección Jurisdiccional del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y la propia imagen [5] que, en su artículo Tercero señala lo siguiente:


“Uno. El consentimiento de los menores e incapaces deberá prestarse por ellos mismos si sus condiciones de madurez lo permiten, de acuerdo con la legislación civil.


Dos. En los restantes casos, el consentimiento habrá de otorgarse mediante escrito por su representante legal, quien estará obligado a poner en conocimiento previo del Ministerio Fiscal el consentimiento proyectado. Si en el plazo de ocho días el Ministerio Fiscal se opusiere, resolverá el Juez.”


La cuestión de de la capacidad los menores para prestar su consentimiento en materias referentes a su honor, intimidad personal o la propia imagen también es objeto de controversia. La propia dificultad del concepto se pone de manifiesto en la  Instrucción 2/2006 de la Fiscalía General del Estado, sobre el Fiscal y la protección del derecho al honor, intimidad y propia imagen de los menores [6] , que en su apartado 3 –el menor como titular de los derechos-, señala la imposibilidad de determinar la capacidad en función de la edad. 


“El art. 3.1 LO 1/82 se remite a la legislación civil a los efectos de determinar qué deba entenderse por menor con condiciones de madurez suficiente. Pero el Código Civil no contiene un precepto específico que defina con carácter general cuándo debe considerarse maduro a un menor. Existen, eso sí, en el CC y en leyes especiales, preceptos en relación con materias concretas en los que se dota al menor (en unos casos al mayor de doce años, en otros al mayor de catorce y en otros al mayor de dieciséis) de autonomía para la realización de actos con trascendencia jurídica o se exige su audiencia. Los intentos de la doctrina científica para tratar de llegar a principios generales partiendo de las disposiciones específicas han sido múltiples pero infructuosos. La inexistencia de una communis opinio en la materia certifica el fracaso de estos intentos de precisar en abstracto y con carácter general la edad cronológica a partir de la cual puede un menor ser considerado maduro. Ello lleva a la necesidad de integrar este concepto jurídico indeterminado valorando todas las circunstancias concurrentes en cada caso, partiendo de que la capacidad general de los menores no emancipados es variable o flexible, en función de la edad, del desarrollo emocional, intelectivo y volitivo del concreto menor y de la complejidad del acto de que se trate. En todo caso y como se analizará, la relevancia del consentimiento del menor ante intromisiones a través de medios de comunicación queda, tras la LO 1/1996, muy debilitada.”


Así pues, la cuestión de la capacidad de los menores debe ser objeto de ese debate público que debe iluminar las cuestiones fundamentales planteadas por los avances de la biología y la medicina, que prevé el artículo 28 del Convenio de Oviedo[7].


“Las Partes en el presente Convenio se encargarán de que las cuestiones fundamentales planteadas por los avances de la biología y la medicina sean objeto de un debate público apropiado, a la luz, en particular, de las implicaciones médicas, sociales, económicas, éticas y jurídicas pertinentes, y de que sus posibles aplicaciones sean objeto de consultas apropiadas.”


Se entiende por niño todo ser humano menor de dieciocho años, de conformidad con lo establecido en el artículo 1 de la Convención sobre los Derechos del Niño.[8]


“Para los efectos de la presente Convención, se entiende por niño todo ser humano menor de dieciocho años de edad, salvo que, en virtud de la ley que le sea aplicable, haya alcanzado antes la mayoría de edad.”


Y del artículo 12 del propio texto normativo se desprende ya la piedra angular de la nueva construcción de los derechos de la infancia. La opinión del niño será tenida en cuenta en función de su edad y madurez. El niño deberá ser escuchado en todo procedimiento judicial o administrativo  que le afecte, ya sea directamente o por medio de un representante o de un órgano apropiado.


“Los Estados Partes garantizarán al niño que esté en condiciones de formarse un juicio propio, el derecho de expresar su opinión libremente en todos los asuntos que afectan al niño, teniéndose debidamente en cuenta las opiniones del niño, en función de la edad y madurez del niño.


Con tal fin, se dará en particular al niño oportunidad de ser escuchado en todo procedimiento judicial o administrativo que afecte al niño ya sea directamente o por medio de un representante o de un órgano apropiado, en consonancia con las normas de procedimiento de la ley nacional.


Acorde con este planteamiento, y en el ámbito jurídico interno, la Ley Orgánica 1/1996 de Protección al Menor1, en su artículo 2 señala el carácter restrictivo de las limitaciones de la capacidad de obrar de los menores.


“Las limitaciones a la capacidad de obrar de los menores se interpretarán de forma restrictiva.”


Y en su artículo 9 consagra el derecho del menor a ser oído:


“El menor tiene derecho a ser oído, tanto en el ámbito familiar como en cualquier procedimiento administrativo o judicial en que esté directamente implicado y que conduzca a una decisión que afecte a su esfera personal, familiar o social.


Se garantizará que el menor pueda ejercitar este derecho por sí mismo o a través de la persona que designe para que le represente, cuando tenga suficiente juicio.”


3. La toma de decisiones por representación.


Todo menor, en la medida que no se encuentra capacitado para el ejercicio de las facultades que la ley le otorga, está sujeto a una representación legal.


Podemos entender por representación la facultad que la ley otorga a una persona para consentir en lugar de otra, trasladando al ámbito jurídico de ésta últimas las consecuencias jurídicas de dicho consentimiento. El que representa consiente en lugar de otro.


Esta representación, ejercida a través de la patria potestad o de la tutela, no alcanza a los derechos de la personalidad que el hijo pueda realizar por sí mismo, de acuerdo con las Leyes y sus condiciones de madurez.


Por la patria potestad los padres ostentan la representación legal de sus hijos. Así lo indica el artículo 162 del Código Civil [9] .


“Los padres que ostenten la patria potestad tienen la representación legal de sus hijos menores no emancipados.”


Y sin embargo, quedan fuera de este ámbito de representación los actos relativos a derechos de la personalidad que el hijo pueda realizar por sí mismo, de acuerdo con las Leyes y sus condiciones de madurez.


Se exceptúan:


1. Los actos relativos a derechos de la personalidad u otros que el hijo, de acuerdo con las Leyes y con sus condiciones de madurez, pueda realizar por sí mismo.”


Las decisiones que el menor tome acerca de su Salud forman parte de los llamados derechos de la personalidad, que puede realizar por sí mismo, de acuerdo con las Leyes y con sus condiciones de madurez. En la medida que pueda realizarlos por sí mismos, estos actos quedan fuera del ámbito de la patria potestad o la tutela, como se ha indicado anteriormente.


Cuando el menor carezca de la madurez suficiente para realizar estos actos la decisión será tomada por su representante. El llamado “consentimiento por representación” adopta caracteres diversos al consentimiento que una persona puede realizar en su propio nombre y derecho: sólo podrá efectuarse la intervención que redunde en su beneficio directo, y la opinión del representado será tomada en consideración como un factor tanto más determinante en función de su edad y su grado de madurez.


En este sentido, podemos citar el artículo 6 del Convenio de Oviedo 4.


“A reserva de lo dispuesto en los artículos 17 y 20, solo podrá efectuarse una intervención a una persona que no tenga capacidad para expresar su consentimiento cuando redunde en su beneficio directo.


Cuando, según la ley, un menor no tenga capacidad para expresar su consentimiento para una intervención, ésta sólo podrá efectuarse con autorización de su representante, de una autoridad o de una persona o institución designada por la ley.


La opinión del menor será tomada en consideración como un factor que será tanto más determinante en función de su edad y su grado de madurez.”


La cuestión del consentimiento por representación se regula en la Ley 41/2002 [10] de autonomía del paciente. Conforme a su artículo 9 se otorgará el consentimiento por representación en los siguientes supuestos:


“Cuando el paciente menor de edad no sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención.”


De la simple lectura del artículo, y conforme a su tenor literal debe concluirse que no se otorga el consentimiento por representación cuando el paciente menor de edad es capaz intelectual y emocionalmente de comprender el alcance de la intervención. En estos casos, el menor consiente por sí mismo.


Por ello, el consentimiento por representación, en nombre de otro, no es procedente cuando el paciente es menor de edad sino cuando, siendo menor de edad, no es capaz de comprender intelectual y emocionalmente el alcance de la intervención.


La determinación de la competencia del menor para comprender intelectual y emocionalmente el alcance de la intervención requerirá mayores cautelas cuanto menor sea la edad de éste y mayor la gravedad de la intervención a realizar. La determinación de dicha capacidad es una competencia técnica a realizar por los profesionales sanitarios. Las consideraciones y conclusiones sobre la capacidad del paciente deberán anotarse en la historia clínica.


Cuando el menor resulte no ser capaz, se producirá el consentimiento por representación, en el sentido señalado en el artículo 9.3.c) de la ya citada ley 41/2002 10.


“En este caso, el consentimiento lo dará el representante legal del menor después de haber escuchado su opinión si tiene doce años cumplidos. Cuando se trate de menores no incapaces ni incapacitados, pero emancipados o con dieciséis años cumplidos, no cabe prestar el consentimiento por representación. Sin embargo, en caso de actuación de grave riesgo, según el criterio del facultativo, los padres serán informados y su opinión será tenida en cuenta para la toma de la decisión correspondiente.”


4. El derecho del menor a ser oído.


El artículo 9.3.c) señala la necesidad de escuchar la opinión del menor si tiene doce años cumplidos. Se ha interpretado, en ocasiones que, a “sensu contrario”, no es necesario escuchar la opinión de los menores de doce años. Esta interpretación es contraria a los textos legales ya expuestos, que indican que el menor debe ser oído en todo caso, con independencia de su edad. Cabe señalar, a este respecto, la Sentencia del Tribunal Constitucional 71/2004, de 19 de abril, sobre el derecho a ser oída de una niña de diez años, en un proceso de tutela.


El derecho del interesado a ser oído en el proceso en el que se ventilan sus intereses integra el derecho a la tutela judicial efectiva sin indefensión, como venimos reiterando de forma constante (la última, en la STC 178/2003, de 13 de octubre recordando pronunciamientos anteriores del mismo orden), derecho que, en su calidad de fundamental, tienen todos, incluidos los menores cuando posean suficiente juicio para ello, como expresamente se reconoce en el art. 9 de la LO 1/1996, de protección jurídica del menor. En el caso, se deduce sin margen de duda esa condición del suficiente juicio atendida la edad de la niña en el momento en que conocía la Audiencia del recurso de apelación, porque si en anteriores actuaciones la corta edad de la menor pudo impedir tener en cuenta su parecer, no puede considerarse que esa fuera la situación cuando la Audiencia dictó la resolución aquí recurrida (octubre de 2002), momento en que la menor había alcanzado prácticamente los diez años sin que, a la vista de los informes psicológicos que figuran en las actuaciones, su estado mental revelase una especial insuficiencia de su capacidad intelectiva a estos efectos: de hecho, ya había sido oída por el Juez de instancia, como refleja el Auto de éste, de julio de 2002.”


La obligación de oír a todo menor, conforme a su madurez y compentencia, por tanto, está fundamentada en la doctrina Constitucional, en el artículo 12 de la Convención de los Derechos del Niño5, en el artículo 9 de la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor1 o en el artículo 6 del Convenio de Oviedo4. En ningún caso el artículo 9 de la ley 41/2002 7, cuando indica que el menor con 12 años cumplidos debe ser oído puede interpretarse en el sentido de eximir de oír a los menores de dicha edad, si su madurez así lo aconseja.


5. Los menores emancipados.


El consentimiento por representación, conforme a la ley 41/2002 7 de Autonomía del Paciente es imposible cuando el paciente tiene dieciséis años cumplidos, o está emancipado.


Cuando se trate de menores no incapaces ni incapacitados, pero emancipados o con dieciséis años cumplidos, no cabe prestar el consentimiento por representación. Sin embargo, en caso de actuación de grave riesgo, según el criterio del facultativo, los padres serán informados y su opinión será tenida en cuenta para la toma de la decisión correspondiente.”


Luego debe concluirse que los menores de 16 años cumplidos o emancipados consienten por sí mismos.


No obstante, en caso de grave riesgo, según el criterio del facultativo, los padres serán informados y su opinión será tenida en cuenta para la toma de decisión correspondiente.


Varias son las cuestiones interpretativas que se suscitan a este respecto:


La primera es la que cuestiona el ámbito de la proposición adversativa que comienza con el “sin embargo”. ¿Afecta sólo a los menores con 16 años cumplidos, o a cualquier otro menor que pueda ejercer válidamente su autonomía? En términos prácticos, si un menor de 16 años puede consentir por sí mismo a una intervención grave, ¿se ha de informar a los padres?


Parece que la conclusión no puede ser otra que, en todo supuesto de intervención grave, se ha de informar a los padres y su opinión ser tenida en cuenta. Lo contrario sería tanto como imponer la cautela en supuestos de menores con 16 años cumplidos, según la ley ya dotados de competencia para decidir, y eludirla en supuestos de  menores de esa edad, más necesitados de la función tuitiva de sus representantes legales.


La segunda cuestión es qué se considera actuación de grave riesgo. La ley lo confía al criterio facultativo y, por tanto, debe ser considerado en cada caso, con atención al conjunto de circunstancias personales, y sociales del menor.


La tercera cuestión es qué significa la expresión “su opinión será tenida en cuenta”. ¿Qué ocurrirá si la opinión de los padres resulta ser contraria a la del menor? ¿Cuál ha de ser la decisión que ha de prevalecer? La Ley no resuelve la cuestión, tal vez porque el planteamiento no es dilemático, esto es, la cuestión no es decidir qué decisión ha de cumplirse, sino como indica el artículo 2 de la Ley Orgánica 1/1996, garantizar el interés superior del menor.


“En la aplicación de la presente Ley primará el interés superior de los menores sobre cualquier otro interés legítimo que pudiera concurrir. “


La ley, por tanto, compele a los distintos actores que concurren en la asistencia al menor –representantes legales, profesionales sanitarios, Ministerio Fiscal y el propio menor- a buscar lo mejor para éste.


El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (Sala de lo Contencioso-Administrativo), ha tenido ocasión de pronunciarse sobre la interpretación de este artículo, en recurso contra el Código deontológico, afirmando la necesidad de que los padres sean informados en actuaciones de grave riesgo. Así la Sentencia número 330/220 de 7 de abril señala lo siguiente:


“La primera de las disposiciones impugnadas es la norma 33 del Código deontológico, a cuyo tenor “el médico, en caso de tratar a un paciente menor de edad y cuando lo considere con las suficientes condiciones de madurez, habrá de respetar la confidencialidad respecto de los padres o tutores y hacer prevalecer la voluntad del menor”.


Conforme al tenor literal de esta norma, cuando el médico considere que un paciente menor de edad tiene las suficientes condiciones de madurez -con independencia de cuál sea dicha edad-, se producirán dos consecuencias ineludibles. Por una parte, “habrá de respetar la confidencialidad respecto de los padres o tutores”, lo que comporta que éstos no serán informados del estado de salud del menor que se halla sujeto a su patria potestad o tutela, en tanto que, por otra, prevalecerá en todo caso la voluntad de aquél sobre la de sus padres o tutores.


Resulta obvio que tal regulación contraviene lo dispuesto en el artículo 9.3.c) de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, de Autonomía del Paciente. Según este precepto, en los casos en que se trate de menores no incapaces ni incapacitados, pero emancipados o con dieciséis años cumplidos, no cabrá prestar el consentimiento por representación. Sin embargo, incluso en estos casos, los padres deben ser informados en todo caso, cuando se trate de una actuación de grave riesgo, y su opinión será tenida en cuenta para la toma de la decisión correspondiente.


La norma impugnada no respeta tales prescripciones, desde el momento en que impide que los padres o tutores sean informados en todo caso, cuando el médico considere que el menor tiene las suficientes condiciones de madurez, y hace prevalecer la voluntad de éste, sin ponderar en uno y otro caso las circunstancias de edad y riesgo que establece el precepto legal.”


6. La determinación de la competencia del menor para decidir.


A la vista de lo expuesto, y en términos teóricos el estatus jurídico de la competencia del menor para decidir puede expresarse con sencillez.


– Todo menor debe ser informado y oído de manera proporcionada a su competencia.


– Todo menor decide por sí mismo cuando sea capaz intelectual y emocionalmente de comprender el alcance de la intervención. La evaluación de la capacidad es competencia de los facultativos. Si el menor no es capaz de decidir consentirá, por representación, su representante legal.


– Todo consentimiento por representación se realizará en interés del menor, y teniendo en cuenta su opinión tanto más cuanto mayor sea su competencia.


– En toda intervención de grave riesgo deben ser informados los representantes legales, y su decisión deberá ser tenida en cuenta. En cualquier caso, deberá procurarse el bien del menor.


Los procedimientos que, en la práctica, regulan la práctica asistencial no pueden partir de una presunción de falta de competencia de los menores. La presunción, en todo caso, se debe orientar en el sentido de la competencia del menor. Señalamos, nuevamente, el artículo 2 de la Ley Orgánica 1/1996 de Protección al Menor


“Las limitaciones a la capacidad de obrar de los menores se interpretarán de forma restrictiva.”


Por ello, entendemos que los procedimientos no pueden basarse tanto en un juego de presunciones –que siempre serán a favor de la competencia del menor-, como en un juego de cautelas, tendentes a acreditar su capacidad.


Si retomamos en este punto el esquema de acción autónoma que Faden y Beauchamp describen, en lo referente al menor, podemos encontrar que las decisiones de los menores pueden estar dotadas de la suficiente intencionalidad, comprensión y carencia de control externo.


Si un acto es auténtico cuando es coherente con el sistema de valores y las actitudes ante la vida que una persona ha asumido reflexiva y conscientemente es preciso que se constate dicho sistema de valores. Y éste puede existir, y ser constatado, aun en edades tempranas.


7. El juicio de competencia.


Otra cuestión a considerar es el alcance del juicio de competencia del menor. Cabe preguntarse, en este sentido, si dicho juicio debe orientarse a determinar si el menor es autónomo, en si mismo, o de manera más concreta, si la decisión clínica a la que se enfrenta es autónoma.


El hombre es persona, indica Kant por su capacidad para darse a sí mismo el imperativo categórico de la Ley Moral[11]. Por tanto, esta capacidad autolegisladora está en la base de la autonomía de la persona.


El análisis también puede realizarse, como señalan Faden y Beauchamp no sobre el ámbito de la personalidad, sino en el más estricto de las acciones. No importa tanto si la persona es autónoma en sentido estricto como si la acción es autónoma, en sí, en los términos de intencionalidad, conocimiento, carencia de control externo y autenticidad.


Entendemos que el juicio de competencia debe realizarse, en todo caso, sobre la autonomía personal, en su conjunto, del menor, durante toda la relación asistencial. En este sentido, debe ser oído e informado, y su opinión tenida en cuenta de manera, en función de su capacidad de discernimiento, tal y como indica el artículo 6 del Convenio de Oviedo[12].


No obstante, el artículo 9 de la Ley 41/2002, ya señalada, indica como requisito del consentimiento del menor y, por ende, la imposibilidad de que éste sea otorgado por representación, el criterio de que el paciente menor de edad no sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención [13]. En este momento de la decisión sobre la intervención sanitario la ley parece “parar el foco” no sobre la capacidad general del menor, sino sobre la autonomía, en concreto, de la acción.


La expresión, “capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención” hace referencia al conocimiento sobre la naturaleza de ésta y las consecuencias de la misma.


Por tanto, debemos entender, conforme a la Ley, que el juicio de capacidad, en el momento de la decisión, debe realizarse sobre la decisión misma, y de la capacidad del menor de comprender su alcance, con independencia de la madurez que el menor pudiera manifestar sobre otros aspectos o facetas de su personalidad o realidad.


De esta manera, los procedimientos deberán incluir cautelas para la determinación de la capacidad para decidir, que deberán ser mayores cuanto menor sea la edad del niño y mayor la gravedad de la actuación. En esta graduación de cautelas pueden implicarse a profesionales de otras disciplinas, Comité de Ética Asistencial, o incluso Ministerio Fiscal en situaciones especialmente complejas. Las cautelas deben garantizar que, en todo caso, las decisiones tomadas por el menor se han realizado en situaciones de competencia y autenticidad.


 


Notas:

[1] Tom Beauchamp and Ruth R. Faden. A History and Theory of Informed Consent. Oxford: n/a, 1986.

[2] Diego Gracia. Fundamentos de Bioética. Eudema Universidad: Manuales. 1989. p  185

[3] ley 2/2010, de 8 de abril, de Derechos y Garantías de la Dignidad de la Persona en el Proceso de la Muerte. Boletín Oficial de la Junta de Andalucía número 88 de 7 de mayo de 2010

[4] Ley 1/1996 de 15 de enero, Orgánica de Protección Jurídica del Menor. Boletín Oficial del Estado número 15 de 17 de enero de 1996.

[5] Ley Orgánica 1/1982 de la Protección Ley de Protección civil de derechos al honor, intimidad personal y propia imagen. Boletín Oficial del Estado número 115 de 14 mayo 1982, núm. 115, [pág. 12546]

[6] Fiscalía General del Estado. Instrucción 2/2006 sobre el Fiscal y la protección del derecho al honor, intimidad y propia imagen de los menores.  Boletín Ministerio Justicia 2031/2007, de 15 de febrero de 2007

[7] Instrumento de Ratificación del Convenio para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la Biología y la Medicina (Convenio relativo a los derechos humanos y la biomedicina), hecho en Oviedo el 4-4-1997. Boletín Oficial del Estado número 251, de 20 de octubre de 1999.

[8] Instrumento de Ratificación de la Convención sobre los Derechos del Niño, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1989. Boletín Oficial del Estado de 31 de diciembre de 1990. Página 38897

[9] Código Civil. Real Decreto de 24 de julio de 1889. Gaceta de Madrid de 25 de julio de 1889.

[10] Ley 41/2002, de 14 de noviembre, Básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica. Boletín Oficial del Estado número 274 de 15 de noviembre de 2002. página 40126

[11] Kant Inmanuel. Crítica de la Razón Práctica. Mestas ediciones. 2008. p.53

“Obra de tal suerte que la máxima de tu voluntad pueda siempre ser considerada como un principio de legislación universal”

[12] La opinión del menor será tomada en consideración como un factor que será tanto más determinante en función de su edad y su grado de madurez.”

[13] “Se otorgará en consentimiento por representación:

Cuando el paciente menor de edad no sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención.”

Informações Sobre o Autor

Enrique Bravo Escudero

Doctor en bioderecho por la Universidad de Granada. Secretario de la Sociedad Andaluza de Bioética. Presidente del Comite de Ética Asistencial de la Empresa Pública de Emergencias Sanitarias.


Equipe Âmbito Jurídico

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