Si se aleja al derecho penal del fenómeno de la violencia, podrá aumentar la elegancia de sus argumentaciones, o el brillo y rebuscamiento de la teoría del delito, pero también aumentarán sus funciones ideológicas (ocultamiento de la violencia y la selectividad) y en definitiva, su artificialidad tranquilizadora.” (Alberto Binder, Introducción al Derecho Penal)
Ante la inviabilidad social de postular hoy el minimalismo penal en nuestros países, se propone sistematizar de un modo racional el uso de las herramientas alternativas a la persecución penal, para dotarlas de previsibilidad y eficiencia, y así gestionar la conflictividad sin detrimento de las garantías individuales ni de la tutela judicial efectiva.
Introducción[1]
En todo tiempo y en todo lugar, el contacto del científico con la realidad que lo circunda ha dado sentido al concepto de “progreso”. Pero en la dramática realidad latinoamericana de este siglo, donde la investigación y la ciencia parecen lujos imposibles de financiar, el relevamiento académico de los auténticos y concretos procesos sociales aparece como un imperativo vinculado a la propia supervivencia de nuestras naciones.
En ese sentido, los aportes regionales a la ciencia penal no pueden ignorar que los procesos sociales de nuestro subcontinente parecen atrapados en el círculo vicioso “desigualdad – exclusión social – violencia – demandas de seguridad – cercenamiento de libertades individuales – sojuzgamiento – desigualdad, etc.”, y que esa dinámica perversa define fuertemente la política criminal adoptada por los grupos dominantes de nuestros países. Ello exige del Derecho penal una estrategia de contención especial y distinta de la que demanda, por caso, la realidad social alemana o española. Es decir: aún cuando los vasos comunicantes deban existir (en todas partes se cuecen habas, y el proceso nazifascista europeo del siglo XX ha sido quizás el mejor ejemplo de la violenta irracionalidad de las mayorías), nunca debe olvidarse que la ciencia penal latinoamericana necesita transitar hoy por senderos diversos de los de la dogmática europea.
Es tarea de los pensadores penales latinoamericanos, reconocer esos procesos sociales como “datos de la realidad”. Como actores cívicos, podemos sufragar cambios en la dirección de las corrientes sociales, en procura de evitar ese remolino destructivo del Estado de derecho. Pero en tanto juristas, debemos encarar procesos constructivos de conocimiento que permitan levantar barreras contra la erosión republicana producida por tales vientos.
Frente a la recurrencia de las campañas de ley y orden, que pretenden contraponer a la violencia social un aparato estatal cada vez más violento y poderoso, no está mal denunciar el error de la escalada de violencia, sin olvidar que negar la necesidad de contener la violencia social es tan necio como justificarla. Pero, en vista de la decreciente popularidad del ideario penal liberal (problema éste más ético que jurídico), es menester asumir estrategias de contención alternativas al minimalismo: ya que no podemos lograr que la opinión pública mayoritaria (y con ella, el cuerpo electoral de nuestras repúblicas) apoyen políticas directamente reduccionistas del poder penal, es menester hallar desde la ciencia caminos de racionalización del uso de las poderosas herramientas penales que se entregan al Estado.
No se trata de renunciar al garantismo penal: por el contrario, se trata de formular (y especialmente, de poner en práctica) mecanismos de gestión de la conflictividad social que demuestren desde su funcionamiento concreto (no sólo desde la enunciación teórica o la declamación principista) ser más eficaces que el “tratamiento” carcelario, y que vayan legitimando socialmente su paulatino abandono.
El sistema penal: ¿violencia racional?
Los comunicadores sociales (concientes o no, permanentes exploradores de los usos del lenguaje) suelen recurrir exageradamente a la adjetivación por caminos tan transitados que se tornan muletillas. Así, “luctuoso” siempre adjetiva a “accidente”, o “torrencial” a “lluvia”. De esa inagotable colección de clichés, me interesa señalar uno en particular: la violencia exagerada siempre es irracional. Desde que la fuerza suele aparecer como antítesis de la razón, no parece concebible un grado mayor de violencia que aquella que es usada en modo irracional.
Toda vez que la respuesta penal estatal nació con la expresa finalidad de canalizar (en el sentido de poner en cauce, tornarla ordenada, medida y previsible) la venganza privada, evitando la espiral de violencia que ésta suele irrogar por desmesura, no puede menos que pretenderse de ella que sea usada del modo más racional posible. La violencia estatal irracionalmente empleada, no es mejor, sino mucho peor que la violencia privada. Aunque más no sea, porque siempre tendrá mayor poder vulnerante la fuerza estatal que la de un individuo o un clan.
Sin embargo, aceptamos dócilmente que nuestros sistemas penales actúen de un modo completamente irracional, incontrolable y hasta ignoto, en el momento crucial de su puesta en marcha. ¿Sirve de algo estructurar un catálogo punitivo dogmáticamente perfecto, y un procedimiento penal magnífico en su eficiencia y en su nivel de garantías, sin controlar cuándo, cómo, por qué, por quién y contra quién son usadas estas herramientas? ¿Es ese refinamiento en los mecanismos y procederes del verdugo mejor que la espontaneidad de la ira de los justos? La petulancia académica pretende que con una aceitada sistematización de los tipos penales, un adecuado respeto al principio nullum crimen sine lege y un puñado de construcciones teóricas similares, está debidamente controlada la puerta de entrada de los desolados que cotidianamente introducimos en las catacumbas del sistema penal. Pero ello está muy lejos de ser así.
Dos son las cuestiones que no se advierten por ese camino: una, que no se ha establecido aún en modo suficiente una adecuada racionalización del proceso de criminalización primaria, esto es, cuáles conductas conviene[2] exaltar a la categoría de delitos (y vale aquí recordar que las leyes comparten con el chocolate y las salchichas la inconveniencia de observar el modo en que son hechas); dos, que ningún programa punitivo ha sido hecho jamás (y es dudoso que pueda hacérselo) con la virtud suficiente como para que pueda ser aplicado invariable, indefectible e igualitariamente a todos y cada uno de los casos preestablecidos como socialmente intolerables.
El principio de legalidad y su interversión contra homine
La dogmática penal sostiene que el principio de legalidad y la teoría del delito son triunfos del individuo contra el ejercicio desmedido del poder estatal. En ese orden de ideas, la existencia del Código Penal, numerus clausus perfectamente previsible, sistemático y racional de las conductas punibles, debiera ser, junto con la Constitución, principal escudo del ciudadano. Pero la realidad indica que el diseño de los catálogos penales parece una obra perversa, destinada a que el poder tenga siempre a mano algo para usar contra alguien.
Cada vez que una sociedad encuentra (o es convencida de haber encontrado) una manifestación de conducta disfuncional a ciertos difusos objetivos comunitarios (llámeselo bien común, paz social, orden público, derechos individuales o colectivos, o de cualquier otra forma), se echa mano a la penalización de esas conductas. Esa espiral de criminalización primaria, torpe huída hacia adelante de una humanidad que no encuentra salida a sus propios laberintos, lleva a crear peligrosas herramientas para que los sectores dominantes pongan en marcha procesos de criminalización secundaria funcionales a sus intereses. Más temprano que tarde, la situación se torna incontrolable.
Tenemos así que, por respeto al principio de legalidad (que impide castigar una conducta que no haya sido previamente descripta con claridad y conminada con una pena), el legislador prefiere cortar por lo sano y crear delitos más abarcativos de lo realmente necesario, para evitar que una conducta especialmente disvaliosa pueda quedar impune. Y a lo sumo, se confía en la prudencia de los hombres a los que se les entrega esa arma: policías, fiscales y jueces.
Así, se produce el conocido fenómeno de inflación legislativa, mediante el cual el legislador transfiere a la policía y al Ministerio Público un número creciente de facultades contra el ciudadano (colocando a estas agencias, según convenga, entre el más crudo autoritarismo y las acusaciones de “tibieza” o connivencia frente al inacabable campo del delito), y a los jueces la responsabilidad de evitar la degeneración de la república en tiranía, haciéndoles pagar el costo político que desde la óptica autoritaria involucra preservar los derechos del individuo frente a la imposición de la mayoría, del hombre relativizado frente al Estado absoluto. Así como la búsqueda de la verdad en el proceso[3], el principio de legalidad degeneró, de instrumento de liberación, en herramienta de opresión.
Vigencia real del principio dispositivo
Como sea, debemos indagar en procura de estrategias de contención del poder represivo, que funcionen en contextos penales inflacionarios. Debe asumirse como punto de partida el carácter imprescindible de algún sistema de selección de los episodios a incluir en el sistema penal como caso de aplicación de castigo: no es posible –y si lo fuera, no lo quisiéramos porque implicaría una vigilancia por lo menos orwelliana y un volumen total de violencia decididamente inadmisible– un Estado que persiga y castigue todas y cada una de las ocasiones en que algún individuo desarrolla una conducta descripta en una norma penal. Mucho menos, cuando el fenómeno antes analizado crea un inacabable catálogo punitivo, capaz de poner en el lado externo de la adecuación legal no sólo conductas autorreferentes sino también situaciones, patologías y hasta cualidades personales.
De hecho, ese sistema de verdadera disposición de la acción es el que realmente funciona en nuestros países, supuestamente aferrados al principio de indefectibilidad de ejercicio de la acción penal (el llamado principio de legalidad procesal), aunque quede disimulado y sumergido en la ciénaga de la sobrecarga de tareas de los juzgados y fiscalías[4]. Según los casos, la acción penal se puede declinar (demoras, prescripción, pérdida de pruebas, resignación de los afectados) o no, según sea la capacidad de brega judicial (o de atraer la atención mediática) de los interesados, las inclinaciones o criterios de los responsables de la gestión, o hasta por mero azar.
De ahí que resulte imperioso, si se pretende que el uso de la violencia estatal inherente al sistema penal presente un mínimo de racionalidad (postérguese si se quiere el debate sobre la posibilidad de su legitimación), abordar con firmeza la búsqueda de racionalización de esos necesarios procesos de selectividad en la etapa de criminalización secundaria[5].
La noción de “bien jurídico” es insuficiente como elemento racionalizador del ejercicio de la acción penal
El discurso jurídico ha intentado limitar ese poder que el legislador entrega a las agencias del sistema penal que ejercen la criminalización secundaria mediante el recurso a la necesidad de considerar la afectación del bien jurídicamente protegido por la norma penal[6]. Pero ese límite es sólo discursivo, y no puede insertarse en esta etapa sin más, bajo riesgo de quedar invalidado por su incoherencia con los procesos de configuración normativa.
Para comprobar esta afirmación bastarán dos rápidos ejemplos: el “bien jurídico vida” está mínimamente afectado (menos muertes por año) por los “delitos contra la vida” más severamente penados (homicidios calificados) que por los de menor punibilidad (homicidios culposos por accidentes de tránsito) y éstos últimos causan aún menos muertes por año que las originadas en conductas definitivamente no previstas en el Código Penal (desigual distribución de la riqueza que produce desnutrición y otras causas de morbimortalidad asociadas con la indigencia). Otro tanto cabe afirmar respecto de los “delitos contra la propiedad”: el volumen total de desapoderamiento económico (es decir, la afectación del bien jurídico protegido, en este caso perfectamente cuantificable desde lo material) causado por todas las personas encarceladas por robos y hurtos en un momento cualquiera, resulta ínfimo si se lo compara con la fenomenal transferencia de recursos originada en una docena de los hechos de corrupción más resonantes[7], y éste volumen de ganancias de la corrupción institucionalizada es a su vez insignificante frente a la enorme concentración de la riqueza causada por las políticas neoliberales, penalmente atípicas.
No parece, pues, que sea este el camino apropiado para encontrar los mecanismos racionales de selección de casos de ejercicio y de disposición de la acción.
Oportunidad reglada y métodos alternativos: ¿un camino provisional?
La pretensión de un verdadero programa penal mínimo, en el cual la amenaza penal esté reservada a los casos socialmente más patológicos e intolerables, es menos que una utopía, ya que no existe hoy (al menos con el suficiente reconocimiento y aceptación social) ningún programa alternativo consistente para administrar la mayor parte de la conflictividad social, aquella que no merecería una respuesta tan irracional como “…colocar a una persona en prisión para corregirla y mantenerla encarcelada hasta que se corrija, idea paradójica, bizarra, sin fundamento o justificación alguna al nivel del comportamiento humano”[8].
La primera dificultad de una eventual deconstrucción punitiva es la inacabable dispersión de opiniones. Acaso ciertos delitos (por ejemplo, las lesiones leves culposas) podrían eliminarse de nuestros códigos penales sin mayor turbación social. En el otro extremo, sería altamente improbable encontrar un número mínimamente considerable de personas dispuestas a despenalizar el homicidio o la violación. Pero entre ambos extremos, existe una infinidad de delitos cuya eventual despenalización ameritaría inacabables debates. Es decir, establecer un “núcleo duro” de delitos inderogables y, a la inversa, una nómina de conductas pasibles de ser despenalizadas sería hoy por hoy una tarea inconmensurable. Pero hay más problemas adicionales.
Imponer hoy un programa penal minimalista llevaría a dejar sin ningún tipo de respuesta una enorme cantidad de conflictos, y esto es un grave inconveniente, aún cuando nadie ignora que la mayoría de esos conflictos hoy penalizados carecen de auténtica solución. Es sabido que la respuesta establecida (encarcelamiento de delincuentes ocasionales, primarios y menores) es iatrogénica, es inhumana y no beneficia en nada a la víctima; tampoco es novedoso afirmar que la inútil dispersión de recursos en la persecución penal de ladronzuelos dificulta a nuestros sistemas penales la debida atención de los delitos de máxima significación. Pero a falta de otra política clara y firme de gestión de esos conflictos, debemos admitir que la supresión del tratamiento penal para delitos pequeños y medianos no es hoy una opción viable en nuestras sociedades.
Entonces, sólo podemos plantear, como objetivo científico imperioso e inmediato, el diseño de un amplio y flexible menú de opciones, en los que a través de un sistema eficaz de justicia reparatoria, las víctimas (adecuadamente asistidas por el Estado siempre que sea necesario) tengan acción y decisión en la búsqueda de un nuevo significado para la garantía interamericana de tutela judicial efectiva, reservando el ejercicio de la violencia estatal para aquéllos casos en los que no exista una respuesta alternativa aceptable.
Conclusión
Una regulación legal estricta y taxativa de los casos de uso de la violencia es, indudablemente, más respetuosa de los principios de legalidad e igualdad ante la ley que el otorgar a determinados funcionarios o agencias estatales la autoridad para decidir si usarla o no. Pero dado que no es posible detener hoy la inflación penal, parece sensato (sin renunciar a la utopía) poner en el centro de la discusión ética, jurídica y política, la forma de explicitar, trasparentar y democratizar (bajo mecanismos de control republicano y popular), las decisiones (que hoy se toman, pero en forma encubierta o aleatoria) sobre disposición de la acción penal.
Mar del Plata, invierno de 2004
Notas
Informações Sobre o Autor
Guillermo Nicora
Profesor Titular de Derecho Procesal Penal en la Universidad Atlántida Argentina. Agente Fiscal del Departamento Judicial Mar del Plata.
Miembro de la Asociación Argentina de Profesores de Derecho Procesal Penal.
Miembro de la Asociación Argentina de Profesores de Derecho Penal