1. Introducción*
En octubre de 1985, precisamente el día que empecé a realizar mis prácticas pre-profesionales en un antiguo Estudio de Abogados, uno de los socios, hijo del dueño del Estudio, me encomendó realizar unos trámites en el Departamento de Valores de un Banco en el centro de Lima.
Fui al Banco y entregué la documentación respectiva al Jefe de la Sección, quien luego de revisarla me dijo que había un problema, pues los documentos, a pesar de corresponder al hijo del dueño del Estudio, habían sido firmados por su padre. Ambos, dicho sea de paso, tenían el mismo nombre.
Me sentí muy contrariado y con el fastidio de tener que volver al Estudio luego de un primer trámite infructuoso, pues tal vez había sido culpa mía el no verificar la diversidad entre la persona y la firma estampada en el documento.
Pero grande fue mi sorpresa cuando al poner en conocimiento del abogado joven lo que acababa de decirme el Jefe de Valores del Banco, me indicó que el error era del funcionario y no suyo, pues tanto él como su padre tenían la misma firma.
Acto seguido, procedió a mostrarme la firma de su padre y compararla con la suya, para que yo viera que ambas eran idénticas.
Nunca había visto un caso así, en el cual dos personas tuvieran la misma firma y no por coincidencia, sino de manera deliberada. De inmediato empecé a hurgar entre las normas legales y constaté que no existía dispositivo alguno que impidiera una situación como esa.
Esta fue mi primera experiencia jurídica en torno a la firma y desde ese momento tuve la sensación de que poco o nada sabía sobre este tema y que sobre el mismo no trataban las leyes ni los Códigos.
Cinco años más tarde, en 1990, fui a retirar un dinero de mi cuenta de ahorros en un Banco.
Firmé la papeleta de retiro (pues en esa época todavía no existían las claves digitales), me entregaron mi dinero, lo puse en mi billetera y cuando estaba a punto de salir de la agencia, me dio el encuentro el Administrador, diciéndome que la señorita que me entregó el dinero no debió haberlo hecho, pues la firma que yo había estampado en la papeleta de retiro no correspondía a la de mi Libreta Electoral.
Me pidió que por favor volviese a llenar otra papeleta con la misma firma de la Electoral, para no tener ningún problema.
Así lo hice, pero luego de ensayar en más de diez papeletas distintas, todos constatamos que no podía hacer la misma firma de la Electoral, pues mi firma había cambiado notablemente.
Ella, antes era más alta y con mayores trazos; la nueva era más alargada, con menos trazos y marcas más firmes.
El Administrador entró en pánico y no quería que abandonara el local.
Le dije que, ante tanto problema, iba a registrar otra firma, que no era ni la vieja ni la nueva, sino mi nombre completo de puño y letra.
Exclamó que eso era imposible, que necesariamente tenía que hacer la firma de la Electoral.
Le repliqué en el sentido que eso no era posible, pues esa ya no era mi firma y que tampoco iba a hacer la nueva, porque en realidad no estaba convencido de ella y quería cambiarla, pero no sabía todavía cuál iba a ser mi firma definitiva.
Un poco aturdido, el Administrador me pidió que pasara a su oficina y llamáramos al Departamento Legal de la sede central del Banco.
Luego de intercambiar ideas con tres abogados, todos ellos convinieron en que más allá de tratarse de un asunto exótico, no había ningún impedimento legal para que yo procediera de esa forma, de modo tal que acto seguido registré mi nombre escrito de puño y letra, como nueva firma oficial ante dicha institución financiera.
Así, en ese instante pasé a tener tres firmas, todas ellas distintas, ninguna de las cuales es hoy en día mi firma: aquella que constaba en el Registro Electoral, aquella otra que empleaba para todos mis actos cotidianos y, por último, la firma que sólo tenía vigencia frente al citado Banco.
Más allá de lo extraño de la situación, lo cierto era que mis tres firmas tenían pleno valor jurídico. Total, lo importante era que las tres eran hechas por mí y representaban mi expresión de voluntad.
Estas dos anécdotas, que corresponden a épocas ya lejanas, despertaron en mí el interés sobre el tema de la firma y confieso que siempre quise escribir sobre él, pero mis investigaciones sobre Obligaciones y Contratos me impidieron dedicarle unos días y escribir sobre esta materia.
Así, cuando recibí la generosa invitación de la Facultad de Derecho de la Universidad de Lima, formulada especialmente por los Doctores Oswaldo Hundskopf, Enrique Varsi y Gustavo Portocarrero, acepté de inmediato, proponiéndoles desarrollar el tema de la firma en los actos jurídicos, en el marco de este evento organizado en homenaje a quien fuera nuestro común amigo, el Doctor José León Barandiarán Hart, con quien me unía una amistad heredada, iniciada por su padre, el maestro León, y por mi abuelo Juan Lino.
En nuestro país recién se empezó a hablar acerca de la firma con ocasión de la entrada en vigencia, hace algunos años, de la Ley de Firmas y Certificados Digitales, Ley N° 27269, la cual tiene por objeto, de acuerdo a lo establecido en su artículo 1, regular la utilización de la firma electrónica, otorgándole la misma validez y eficacia jurídica que el uso de una firma manuscrita u otra análoga que conlleve manifestación de voluntad.
Todos hemos sido testigos de lo mucho que se ha hablado y sigue hablando en nuestro país acerca de la firma digital, sobre todo a raíz de la entrada en vigencia de la citada Ley.
Lo curioso e irónico del caso es que nuestro ordenamiento legal no regula cuáles son los efectos jurídicos de la firma ológrafa o manuscrita. Nos preocupamos tanto por saber sobre la firma digital y, sin embargo, ignoramos los alcances de la firma ológrafa, que es la absolutamente mayoritaria.
Sucede que la firma manuscrita es un tema que damos por terminado, suponemos que sabemos todo sobre él y no nos cuestionamos nada cuando en realidad hay mucho que cuestionar. La firma, como veremos en unos minutos, resulta ser un tema valioso dentro de la teoría del Derecho de Personas y con profunda raigambre en el mundo de los actos jurídicos y de los contratos.
Partiendo de estas premisas, abordaremos primero la noción de firma, para luego revisar cuáles son las funciones que cumple y comprender así su valor. De igual manera, trataremos algunos de los problemas que se plantean como consecuencia del silencio normativo al que hemos hecho mención.
2. Noción de firma
Una de las principales dificultades radica en precisar la función de la firma en los instrumentos privados.
En el Derecho Argentino la formalidad escrita de los actos jurídicos, está ligada indisolublemente al requisito de la firma, considerando como tal al conjunto de escrituras o signos puestos de puño y letra del emisor de voluntad, en la forma en que habitualmente suscribe y otorga validez a sus actos.
El artículo 1012 del Código Civil de ese país, uno de los pocos cuerpos normativos que regulan el tema, expresa que «La firma de las partes es una condición esencial para la existencia de todo acto bajo forma privada. Ella no puede ser reemplazada por los signos ni por las iniciales de los nombres o apellidos».
Tal norma, en la que se otorga a la firma la categoría de requisito legal de todo acto jurídico privado, no debe ser leída ni interpretada de manera aislada, sino conforme al artículo 1014 del mismo cuerpo sustantivo, precepto que establece que «Ninguna persona puede ser obligada a reconocer un instrumento que esté sólo firmado por iniciales o signos; pero si el que así lo hubiese firmado lo reconociera voluntariamente, las iniciales o signos valen como la verdadera firma».
Nuestra legislación, como ya hemos comentado, no realiza estas precisiones, por lo que es necesario valernos del sentido común y de lo que indica la costumbre en materia contractual.
Si bien una revisión histórica nos permite aseverar que la firma manuscrita u ológrafa no ha sido la única forma de dar autenticidad a los documentos, en tanto fueron utilizados otros procedimientos, ella ha representado y representa aún, el instrumento por excelencia a través del cual la manifestación de voluntad de los sujetos queda legitimada y corroborada.
De esta manera, para saber si un documento fue emitido por un individuo, para conocer la relación que existe entre el documento y el individuo legalmente, o al menos por la práctica común, se procede a estampar la firma autógrafa.
De esta noción general que acabamos de esbozar, es posible extraer como primera conclusión que la firma manuscrita implica, ineludiblemente, la intervención directa del agente que coloca con su puño y letra su nombre y/o apellidos, generalmente acompañados de una rúbrica, al pie de un escrito.
A esta primera inferencia es necesario realizar ciertas anotaciones.
En primer lugar debemos señalar que si bien regularmente la firma lleva el apellido o los apellidos del signatario; ello no constituye un requisito de rigor, si el hábito constante de la persona no es firmar de esta manera.
La firma puede –incluso– ser un garabato infame, como ocurre con la mía.
Sobre el particular, Vélez Sarsfield dejó sentado que la firma no es la simple escritura que una persona hace de su nombre o apellido; es el nombre escrito de una manera particular, según el modo habitual seguido por la persona en diversos actos sometidos a esta formalidad.
Según refiere Graciela Rolero, en principio, este trazo escrito debe corresponder al nombre y apellido del firmante, no siendo relevante que el mismo sea legible o no. Lo que es fundamental es el carácter de habitualidad, es decir que el trazo sea siempre el mismo, sin perjuicio de las alteraciones de detalle que pudieran producirse con el tiempo.[1]
En este mismo sentido se pronuncia también López Olaciregui,[2] al señalar que la firma es firma aunque sea ilegible y no es firma aunque sea legible, si no corresponde a la habitual forma de suscribir los actos por parte del sujeto jurídico que la estampó.
Lo anterior nos permite inferir que la regla general es la de la preeminencia de la libertad en la expresión gráfica, y por ello se acepta la validez de las firmas que sólo contienen el apellido del otorgante, y aun sus iniciales u otros signos, cuando ella constituyere su forma habitual de firmar.
No sólo eso, sino que cada quien puede hacer la firma que quiera, incluso sin que ella tenga relación alguna con su nombre o apellidos.
Lo cierto es que la firma, entendida en su sentido amplio, esto es, como medio de identificación personal, puede adoptar diversas formas, desde nombres completos hasta garabatos ilegibles.
3. Funciones de la firma dentro de la teoría de los actos jurídicos
Ahora bien, el examen que hemos realizado hasta este momento nos conduce necesariamente a sostener que la firma cumple un rol predominante en lo que respecta a la teoría de los actos jurídicos. Dicho rol se encuentra determinado y delimitado por las funciones que la firma manuscrita cumple en la celebración de todo acto jurídico con formalidad escrita.
A decir de la doctrina consultada, tales funciones son básicamente tres: la indicativa, la declarativa y la probatoria:
3.1. En principio, la firma cumple una función indicativa o identificatoria, en tanto sirve para identificar quién es el autor del documento, en el que se encuentra inserta.
La inserción de la firma en un instrumento público o privado permite individualizar al sujeto que lo suscribe, dado su carácter habitual que implica un trazo particular.
La firma, en sí misma, cumple con el objetivo de identificar al sujeto que ha elaborado el documento, que ha expresado cierta declaración de voluntad.
Es preciso recalcar, en este punto, que la firma implica una presunción de autoría o atribución. Dicha presunción surge de relacionar un determinado trazo representativo de una persona con los documentos que la contengan. Por ello, si un documento determinado posee una firma, se presupone que el mismo ha emanado del firmante. Por supuesto, tal presunción es iuris tantum y, por ende, admite prueba en contrario.
3.2. En segundo lugar, la firma cumple una función declarativa, lo que significa la asunción del contenido del documento por el autor de la firma. Sobre todo, cuando se trata de la conclusión de un contrato, la firma es el signo principal que representa la voluntad de obligarse.
Lo anterior nos permite enlazar, siguiendo la doctrina mayoritaria, al concepto de firma con la voluntad jurídica del agente signante, afirmando que es el trazo peculiar mediante el cual el sujeto consigna habitualmente su nombre y apellido, sólo su apellido, o cualquier otro signo que habitualmente lo identifique, a fin de hacer constar las manifestaciones de su voluntad.
La firma equivale, de esta manera, a la expresión de conformidad respecto del escrito que la antecede. Al encontrarse la firma al final del texto, se presume, también admitiendo prueba en contrario, que lo allí manifestado corresponde a la voluntad del signatario.
Existe, pues, una presunción de integridad del texto que avala. De esta manera, al presumirse la conformidad, se presume asimismo la integridad del texto al que acompaña.
Obviamente que dicho texto debe encontrarse sin enmiendas ni raspaduras o añadidos, ya que la presunción legal alcanza al contenido completo del documento firmado y que se presume completo y conocido por el firmante, quien a través del trazo otorga su conformidad.[3]
La firma, por ende, no sólo individualiza a quienes intervienen en el acto jurídico formal, sino que, además, al insertarse en aquél implica la conformidad del firmante con su contenido.
3.3. A entender de la doctrina consultada, y como consecuencia de lo expuesto, la firma cumple una tercera función: la probatoria, ya que permite acreditar si el autor de la firma es efectivamente aquel que ha sido identificado como tal en el acto que se acredita con la propia firma.
Tal y como puede inferirse de la breve descripción que hemos realizado de cada una de la funciones que cumple la firma, éstas se encuentran unidas, conectadas. Ello no significa, sin embargo, que toda firma o toda rúbrica cumpla con cada función en el mismo grado, pues tal situación dependerá de las circunstancias del caso y del valor jurídico que se le pueda otorgar de acuerdo con la apreciación razonada de aquéllas.
4. Validez probatoria de la firma
Indica la doctrina que el tema de la validez probatoria de la firma conduce a dos conceptos básicos y esenciales, como son los de integridad y autenticidad:
4.1. La integridad del documento, implica que la información no carece de ninguna de sus partes, que no ha sido modificada. De esto se sigue que la integridad es una cualidad imprescindible para otorgar validez jurídica a la información.
Lo que se pretende, por consiguiente, es garantizar que existe una correspondencia e igualdad unívocas con la manifestación de voluntad expresada originalmente por las partes. Tal correspondencia debe poder hallarse en cualquier momento en que se realice su lectura, ya sea por las partes, para su interpretación y cumplimiento, ya fuere por el Juez, para su valoración y juzgamiento.
4.2. Por otro lado, la autenticidad del documento, implica poner a esta declaración de voluntad, íntegra e inalterada, en relación de correspondencia unívoca e indestructible con las partes que la emitieron, de modo tal que no pueda ser negada o repudiada por sus autores. Ni la firma ni el documento que certifica deben haber sido alterados, toda vez que los escritos deben perdurar en el tiempo.
Prevalecen, de esta manera, los principios de inalterabilidad y perdurabilidad.
El lugar y la fecha en que se realizó la firma del documento constituyen elementos también relevantes en lo que concierne al valor jurídico que aquélla puede tener como prueba de la celebración del acto jurídico.
Entonces, se dice que a través de todos estos conceptos vinculados a la firma, quedan garantizados tres importantes presupuestos legales que acompañan la celebración de los actos jurídicos:
(a) En primer lugar, la existencia de una declaración de voluntad bajo la formalidad de un documento;
(b) En segundo término, que esta declaración sea idéntica e inalterada a la que las partes emitieron en un lugar y momento determinados, y;
(c) Finalmente, que tales manifestaciones pertenecen indubitablemente a las personas que las firmaron.
Como indica la doctrina, el cumplimiento de estos tres presupuestos conlleva a aseverar que se encuentran cumplidos los requisitos necesarios para inferir, en estricta lógica jurídica, la existencia de prueba documental de los actos, declaraciones y obligaciones expresados en el instrumento.
Desde esta perspectiva, se puede concluir en que la firma ológrafa o manuscrita permite simultáneamente identificar al autor de la declaración de voluntad y verificar indubitablemente que el mensaje no ha sido alterado desde el momento de su firma.
5.Problemática que encierra
Hasta aquí parece quedar claro que la firma manuscrita, conformada por el nombre escrito o esos trazos que tal vez ni siquiera incorporan el nombre escrito y que el titular considera conveniente estampar, constituye una imagen identificatoria cuya consignación establece conformidad y/o manifestación de voluntad.
En consecuencia, es evidente que el fin primordial de la firma, radica en la identificación del titular, con el propósito de otorgar seguridad a sus actos en el tráfico jurídico.
Como señala José de Jesús Ángel, por décadas, o mejor dicho siglos, la firma autógrafa ha servido para identificar la autoría de documentos; sin embargo, esta firma desde su invención ha acarreado imperfecciones. Dos de éstas son la falsificación y el procedimiento de verificación de la firma.
A pesar de ello, la firma autógrafa ha servido como el método más aceptado para verificar la identidad de una persona y, con ello, presumir su conformidad respecto a la declaración de voluntad contenida en el escrito.[4]
Dentro de tal orden de ideas, la firma en sí, tiene dos acciones, la de firmar y la de verificación de la firma:[5]
§ Para la primera, es decir para la acción de firmar, sólo basta que un individuo pueda escribir su nombre, o algún conjunto de caracteres y líneas particulares. Esta firma no es autorizada por nadie en general, y es común que ella sea la que aparezca en los documentos oficiales de esa persona, como el DNI y el pasaporte.
§ La acción de verificación de la firma, en cambio, es más complicada, a pesar de que en la práctica se lleva a cabo sin mucho cuidado. Podemos ver todos los días este procedimiento al cobrar un cheque o al comprar con una tarjeta de crédito. El proceso de verificación de la firma en general se realiza de forma visual, es decir, el cajero de un Banco sólo compara la firma del cheque con otra que está en alguna identificación o que se realice ahí mismo, y –de esta manera– acepta o rechaza la firma, es decir, acepta o rechaza la identidad del firmante del cheque.
Es obvio que ese rechazo no significará necesariamente que la persona de que se trata no sea el titular del derecho. El tema se reducirá a algo mucho más simple: la firma que ha hecho en el voucher o en el cheque no es igual que aquélla que figura en el DNI.
Esto es común, sino, pregúntenle al Administrador de la agencia bancaria donde tuve problemas.
Ahí no sólo interesa que uno demuestre ser esa persona. Interesa, además, que uno firme como consta en el documento de identidad de que se trate.
El problema es que en los hechos, puede valer más que una persona firme igual y no que quien firme sea la misma persona.
Todavía recuerdo la frase del Administrador que me decía: «Sí, no tengo ninguna duda de que usted es el Señor Castillo, pero usted no puede retirar el dinero de su cuenta».
Para casos más complejos, una firma se puede someter a un procedimiento de verificación, como ocurre en un proceso judicial. Esta verificación es ordenada por un juez y ello significa que el procedimiento visual no basta para poder declarar a la firma como aceptada o rechazada, por lo que se recurre a un peritaje.
Por otro lado, más allá de estas nociones formales, académicas y legales a las que hemos hecho referencia, no podemos negar que la firma es la marca de fábrica de nuestra personalidad; es el sello o distintivo propio, el emblema que nos representa ante los demás y ante nosotros mismos.
Por tales consideraciones, cabe preguntarnos en qué medida es posible esperar que nuestra firma sea la misma en todo momento, en toda etapa de nuestra existencia y ante toda circunstancia.
La salud, la edad, el estado de ánimo, así como las circunstancias materiales, constituyen factores relevantes en este tema.
A través de los años y las experiencias vividas, el temple o el carácter de una persona sufre cambios que se ven reflejados en su firma, por lo que es difícil, sino imposible, que aquélla se conserve siempre igual.
Si alguna duda tenemos, miremos cómo firmaba una persona a los 18 años y cómo firma a los 80. Es evidente que si la simple letra cambia con el paso de los años, la firma también tiene que cambiar, aunque no exista la voluntad del agente para que cambie.
Con el paso de los años, si las personas no hablan igual, no caminan igual, no piensan igual, no hacen las mismas cosas, es evidente que no podemos pedir que lo único que sigan haciendo igual sea la firma.
Ello implicaría sostener que a pesar de que todo cambia con el paso de los años, la firma sea lo único inmutable.
Lo mismo podemos decir en cuanto a elementos a simple vista menos trascendentes –pero que en los hechos son muy importantes para la variación de la firma–, tales como el apremio con el que se realiza la firma o la posición física en la que se encuentre el signatario al momento de realizarla.
Es claro que no será lo mismo firmar sentado en una cómoda silla de cuero, apoyado en un escritorio de madera, con la presencia de una linda secretaria y con aire acondicionado en la oficina, que hacerlo de pie, en una Municipalidad sobre un papel donde han dejado sólo un pequeño espacio para firmar y con una bruja que nos mira fijamente, como diciéndonos, ¿por qué nos demoramos tanto?
Después de todo –lo reiteramos–, la firma no es sólo un conjunto de signos gráficos, sino que constituye también la marca de fábrica de nuestra personalidad; y desde esta perspectiva, puede definirse, como un conjunto de gestos habituales y automatizados elegidos libremente sin restricción alguna, que plasma la estilización de la autoimagen, la autorrepresentación de sí, es decir, un autorretrato o una autobiografía abreviada, y la expresión del núcleo más íntimo, más privado y más real de nuestra personalidad. En otras palabras, es la expresión del comportamiento íntimo y el nivel de autoaceptación y sentimiento de sí mismo.[6]
A partir de este enfoque, se define a la firma autógrafa como una biometría, esto es, como una característica física propia de cada individuo.
Junto a la firma y dentro de este mismo orden de ideas, se encuentra la rúbrica, que todos reconocemos como ese garabato caprichoso, que no sigue ninguna norma fija, en el que plasmamos, de acuerdo a estudios grafológicos, nuestras ambiciones, el resumen de lo que buscamos en la vida.
La rúbrica supone el gesto menos pensado de todos los que realizamos cuando escribimos. Es el trazo menos consciente y más ágil de nuestra escritura, salvo que alguien lo haga con plena voluntad para corregir algún matiz particular de su personalidad, es decir como grafoterapia; o como demostración de una peculiaridad de su profesión, lo que se aprecia con frecuencia en los artistas.[7]
Conforme expresa la doctrina, mediante la rúbrica plasmamos nuestras circunstancias personales más marcadas, todo aquello que pasó por nuestra vida y que quedó grabado en el inconsciente. Se afirma que estudios clínicos han demostrado que este trazo es la abstracción de aquellos dibujos que hacíamos en nuestra más tierna infancia, de cuando empezábamos a garabatear. De aquellos dibujos en los que a una casa le colocábamos una chimenea –a pesar de que en el Perú las casas no tienen chimeneas–, cuando dibujábamos sus puertas y ventanas, y en el exterior uno o dos árboles y uno que otro animal –como Devorador, nuestra mascota–.
De allí, hemos pasado a resumir todo esto en una o más líneas de trazado más o menos confuso, pero muy útil y demostrativo.[8]
La rúbrica, entonces, al igual que la firma, cambia con nosotros de acuerdo al paso de los años, de acuerdo a nuestra experiencia y dependerá también de las situaciones que rodeen la realización de su trazado.
Ahora bien, en nuestro medio, lo reiteramos, felizmente no existe una legislación que se encargue de regular esta figura, lo que implica que ante determinadas situaciones no existan respuestas o soluciones unívocas.
Como expresamos en la anécdota del inicio de esta exposición, es posible que dos personas compartan una misma firma, ya sea por mera coincidencia o a propósito. En ninguna norma se prohíbe que existan firmas iguales, por el simple hecho de que tal prohibición sería tan exótica como inútil, en la medida que –finalmente– es imposible que una persona sepa si hay otro sujeto que utiliza una firma igual o similar a la suya.
Tampoco hay texto alguno en nuestro ordenamiento legal que señale que la firma de un sujeto deba ser la misma en cada acto que celebre. Es posible, por tanto, que cualquier individuo tenga más de una firma, lo que de hecho se da con regularidad.
Seguramente muchos de nosotros solemos firmar de manera distinta a la firma que aparece en nuestro DNI –felizmente ya no es mi caso–; o tal vez usamos sólo nuestra rúbrica para los actos jurídicos que celebramos usualmente, porque hacerla resulta más fácil, sencillo y rápido.
¿Acaso en esos supuestos, al ser la firma diferente a la que aparece en el DNI se debería considerar que en realidad no hubo firma y, por tanto, que no hubo manifestación de voluntad válida del agente?
Una respuesta afirmativa resultaría absurda, cuando la firma realizada cumple, al ser analizada, con las funciones propias de la misma, como son la de identificar al sujeto y asumir que la declaración de voluntad expresada en el documento le corresponde.
En otro escenario, también común en nuestro medio, podemos pensar en sujetos que, a sabiendas y guiados por su mala fe, firman un documento por el que se celebra un acto jurídico empleando una firma que no acostumbran usar o firman con la mano izquierda, siendo diestros, de modo tal que luego –ellos mismos– puedan cuestionar la validez del contrato celebrado, perjudicando a su contraparte o a terceros que han actuado de buena fe.
Incluso podemos ir más lejos y preguntarnos por qué un acto jurídico celebrado por escrito requiere de la firma escrita a puño y letra del o de los sujetos declarantes, cuando en realidad no hay norma que establezca que aquello deba ser así.
Ante el silencio legislativo es posible afirmar que un acto jurídico que revista formalidad escrita solemne puede celebrarse válidamente entre dos sujetos con el sólo asentimiento de ambos al texto escrito, a pesar de que en el documento simplemente se coloquen los nombres de ambos, escritos en computadora; o que, en vez de firmar tal cual acostumbran hacerlo, sólo coloquen sus nombres, cada uno de puño y letra o, simplemente, lo haga uno de ellos por los dos –claro está– con el asentimiento del otro.
La libertad de formas y el concepto amplio de firma que venimos manejando, nos permite, igualmente, colocar bajo la noción de firma a la huella digital, a las simples iniciales, y a todas las firmas que permiten –de la manera que fuere– individualizar al sujeto y presumir su conformidad con lo señalado en el texto.
En uno y otro caso, lo que variará –sin duda– será el valor probatorio, el mismo que dependerá de las circunstancias particulares de cada caso, situación que no invalida ni otorga ineficacia a priori al acto jurídico.
6. Para concluir
En fin, para concluir sólo nos queda recordar que a medida que la realidad ha impuesto nuevos cambios, la firma se ha ido adaptando a las necesidades del momento. Así, al surgir la escritura aparece la firma manuscrita y al dificultarse la firma de grandes volúmenes de documentos por parte de una sola persona, la ley permitió la firma por medios mecánicos.
Bajo esta perspectiva, debe admitirse que los avances tecnológicos permiten señalar hoy en día que la escritura ológrafa no es el único medio hábil para registrar una manifestación de voluntad que revista los caracteres de representativo, susceptible de percepción sensorial y aprehensión mental, y que sirva de demostración histórica, indirecta y representativa de un hecho o idea. [9]
Cuestionamos que el requisito de la firma de las partes sea condición esencial para la existencia de todo acto jurídico con formalidad escrita, considerando que el tema debe ser entendido en sentido amplio, incorporando todo signo y todo otro medio que asegure la verificación de la autoría atribuida y la autenticidad de la declaración de voluntad contenida en el documento que plasma una declaración de voluntad.[10]
Es así que admitimos que el concepto de firma puede desdoblarse en dos direcciones: por un lado, el tradicional de grafía escrita con mano propia del nombre y/o apellido del autor, concepto que se limita a la firma manuscrita; y, por el otro, como un medio de autenticación que individualiza fehacientemente a su autor, comprendiendo así a la firma electrónica y digital, así como cualquier otro medio que permita alcanzar tales fines.
Actualmente, la firma manuscrita permite certificar el reconocimiento, la conformidad o el acuerdo de voluntades sobre un documento por parte de cada firmante o signatario, aspecto de gran importancia desde un punto de vista legal.
La firma manuscrita tiene un reconocimiento singularmente alto, ya que tiene particularidades que la hacen fácil de realizar, de comprobar y vincular a quien la realiza. Por tanto, sólo puede ser efectuada por una persona y puede ser comprobada por cualquiera con la ayuda de una muestra. En este caso, el DNI juega un importante papel, ya que lleva incorporada la firma del titular, pero no es determinante, como ya hemos expresado.
Bien, para concluir quiero subrayar que esta exposición sólo ha pretendido llamar la atención sobre un tema de enorme importancia práctica y de ninguna atención teórica en el Perú.
Tanto así, que como me contó Gustavo Portocarrero, un día que me llamó por teléfono antes de publicitar este evento, le habían entrado dudas con respecto al título de mi disertación, ya que un profesor, luego de leer el programa del evento, le había dicho que debía haber un error en una letra, pues el tema –de seguro– era el de la forma en los actos jurídicos; en tanto que otro profesor le había dicho que en el título del tema faltaba una palabra, pues seguramente estaba referido a la firma electrónica.
En fin, la firma es todo lo que hemos expresado y mucho más; es incluso, hasta un derecho humano y, tal vez, un deber, cuyo cumplimiento no está regulado en las leyes civiles, y qué bueno que no lo esté, porque a las leyes y a los legisladores, por lo general, les sobran artículos y les falta imaginación.
Muchas gracias.
Informações Sobre o Autor
Mario Castillo Freyre
Abogado titulado en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Magíster y Doctor en Derecho por la Pontificia Universidad Católica del Perú.
Especializado en Derecho Civil, Derecho Comercial y Derecho de Seguros.
Catedrático de Derecho Civil (Obligaciones y Contratos) desde 1990 en las Facultades de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú, la Universidad de Lima y la Universidad Femenina del Sagrado Corazón (UNIFÉ).