Introducción:
Nos planteamos en el presente caso un supuesto en el que un menor de edad, Testigo de Jehová se niega a recibir una transfusión de sangre por lo que puede llegar a perder la vida. Este derecho del menor debe garantizarse, no sólo por parte de sus padres, sino también, por parte de la administración competente.
Estamos pues en presencia de dos derechos del menor, el derecho a su libertad de conciencia y el derecho a la vida, que entran en colisión con los derechos de los progenitores como “garantes” y del personal sanitario que debe realizar todos los actos médicos necesarios para preservar la vida del paciente, en el presente caso, la vida de un menor de edad.
Es por ello que trataremos, al hilo de la Sentencia del Tribunal Constitucional que hemos señalado de verificar la posición que adopta el Alto Tribunal en relación con el presente caso y concretaremos el contenido, los titulares, los límites y el alcance de los derechos que están en juego.
1.- Antecedentes y Hechos anteriores a la presentación del caso ante el Tribunal Constitucional:
Mediante escrito registrado en este Tribunal el día 31 de julio de 1997, la Procuradora de los Tribunales doña Pilar A. A. L., en nombre y representación de don Pedro A. T. y doña Lina V. R., interpuso recurso de amparo contra las Sentencias, primera y segunda, ambas de igual fecha, 27 de junio de 1997 ( RJ 1997, 4987) de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, dictadas en recurso de casación formulado contra la Sentencia, de fecha 20 de noviembre de 1996, de la Audiencia Provincial de Huesca, a la que casaron y anularon, condenando a dichos recurrentes por delito de homicidio con la circunstancia atenuante, muy cualificada, de obcecación o estado pasional.
Los hechos que preceden a la presente demanda de amparo ante el Tribunal Constitucional y que son relevantes para la resolución del presente caso son:
El Juzgado de Instrucción de Fraga tramitó a) sumario, por el procedimiento ordinario, con el número 2/1995 por el fallecimiento del menor Marcos A. V., en el que, abierto el juicio oral, fueron acusados los ahora recurrentes en amparo. Vista la causa en juicio oral y público por la Audiencia Provincial de Huesca, ésta dictó Sentencia con fecha 20 de noviembre de 1996, cuyo pronunciamiento es del tenor literal siguiente: «Que debemos absolver y absolvemos libremente a los acusados Pedro A. T. y Lina V. R. del delito que se les venía imputando, dejando sin efecto cuantas medidas, personales y reales, se han acordado en esta causa, y en sus piezas, contra sus personas y contra sus bienes, declarando de oficio el pago de las costas causadas». El delito de que se les acusaba, en concepto de autores, por el Ministerio Fiscal en sus conclusiones definitivas era el de homicidio por omisión, previsto y penado en el art. 138, en relación con el art. 11, ambos del Código Penal de 1995, por estimarse aplicable como norma más favorable. Se estimaban concurrentes la circunstancia atenuante de obrar por estímulos tan poderosos que producen obcecación, como muy cualificada, y la circunstancia agravante de parentesco, previstas respectivamente en los arts. 21.3 y 23 de dicho Código. Se pedía para cada uno de ellos la pena de cuatro años de prisión, accesorias y costas.
En la expresada Sentencia se declararon como probados los siguientes hechos: «Los acusados Pedro A. T., agricultor, y su esposa Lina V. R., ambos mayores de edad y sin antecedentes penales, mejor circunstanciados en el encabezamiento de esta resolución, en el mes de septiembre de mil novecientos noventa y cuatro venían residiendo en Ballobar (Huesca) junto con su hijo Marcos A. V., quien entonces tenía trece años de edad. Pues bien, el menor Marcos tuvo una caída con su bicicleta el día tres de septiembre de mil novecientos noventa y cuatro, ocasionándose lesiones en una pierna, sin aparente importancia; tres días después, el día seis, sangró por la nariz, siendo visto, a petición de sus padres, por un ATS que no le dio tampoco más importancia; y el jueves día ocho lo hizo más intensamente, poniéndose pálido, por lo que su madre lo llevó a la Policlínica que sanitariamente les correspondía, la de Fraga (Huesca) donde aconsejaron el traslado del menor al hospital Arnau de Lérida, traslado que ambos acusados hicieron con su hijo ese mismo jueves, llegando a dicho centro alrededor de las nueve o las diez de la noche.
Los médicos del centro, tras las pruebas que estimaron pertinentes, detectaron que el menor se encontraba en una situación con alto riesgo hemorrágico prescribiendo para neutralizarla una transfusión de seis centímetros cúbicos de plaquetas, manifestando entonces los padres del menor, los dos acusados, educadamente, que su religión no permitía la aceptación de una transfusión de sangre y que, en consecuencia, se oponían a la misma rogando que al menor le fuera aplicado algún tratamiento alternativo distinto a la transfusión, siendo informados por los médicos de que no conocían ningún otro tratamiento, por lo que entonces solicitaron los acusados el alta de su hijo para ser llevado a otro centro donde se le pudiera aplicar un tratamiento alternativo, petición de alta a la que no accedió el centro hospitalario por considerar que con ella peligraba la vida del menor, el cual también profesaba activamente la misma religión que sus progenitores rechazando, por ello, consciente y seriamente, la realización de una transfusión en su persona.
Así las cosas, el centro hospitalario, en lugar de acceder al alta voluntaria solicitada por los acusados, por considerar que peligraba la vida del menor si no era transfundido, solicitó a las cuatro horas y treinta minutos del día nueve autorización al Juzgado de guardia el cual, a las cinco de la madrugada del citado día nueve de septiembre, autorizó la práctica de la transfusión para el caso de que fuera imprescindible para salvar la vida del menor, como así sucedía, pues la misma era médicamente imprescindible para lograr a corto plazo la recuperación del menor, neutralizando el alto riesgo hemorrágico existente, y poder así continuar con las pruebas precisas para diagnosticar la enfermedad padecida y aplicar en consecuencia el tratamiento procedente.
Una vez dada la autorización judicial para la transfusión, los dos acusados acataron la decisión del Juzgado, que les fue notificada, de modo que no hicieron nada para impedir que dicha decisión se ejecutara, aceptándola como una voluntad que les era impuesta en contra de la suya y de sus convicciones religiosas; es más, los acusados quedaron completamente al margen en los acontecimientos que seguidamente se desarrollaron. Haciendo uso de la autorización judicial los médicos se dispusieron a realizar la transfusión, pero el menor, de trece años de edad, sin intervención alguna de sus padres, la rechazó con auténtico terror, reaccionando agitada y violentamente en un estado de gran excitación que los médicos estimaron muy contraproducente, pues podía precipitar una hemorragia cerebral.
Por esa razón, los médicos desistieron de la realización de la transfusión procurando repetidas veces, no obstante, convencer al menor para que la consintiera, cosa que no lograron. Al ver que no podían convencer al menor, el personal sanitario pidió a los acusados que trataran de convencer al niño los cuales, aunque deseaban la curación de su hijo, acompañados por otras personas de su misma religión, no accedieron a ello pues, como su hijo, consideraban que la Biblia, que Dios, no autorizaba la práctica de una transfusión de sangre aunque estuviera en peligro la vida.
Así las cosas, no logrando convencer al menor, el caso es que los médicos desecharon la posibilidad de realizar la transfusión en contra de su voluntad, por estimarla contraproducente, por lo que, sin intervención alguna de los acusados, tras desechar los médicos la práctica de la transfusión mediante la utilización de algún procedimiento anestésico por no considerarlo en ese momento ético ni médicamente correcto, por los riesgos que habría comportado, después de consultarlo telefónicamente con el Juzgado de guardia, considerando que no tenían ningún otro tratamiento alternativo para aplicar, en la mañana del día nueve, viernes, aunque pensaban, repetimos, que no existía ningún tratamiento alternativo, accedieron los médicos que lo trataban a la concesión del alta voluntaria para que el menor pudiera ser llevado a otro centro en busca del repetido tratamiento alternativo, permaneciendo no obstante el niño en el hospital Arnau de Lérida unas horas más pues los padres, los acusados, pedían la historia clínica para poder presentarla en un nuevo centro, no siéndoles entregada hasta alrededor de las catorce horas; procediendo los dos acusados, ayudados por personas de su misma religión, a buscar al que consideraban uno de los mejores especialistas en la materia, siendo su deseo que el niño hubiera permanecido hospitalizado hasta localizar al nuevo especialista médico.
No obstante, por causas que se ignoran, probablemente por considerar el centro hospitalario que entregada la historia clínica la presencia del menor dentro del centro ya no tenía ningún objeto si no le podían aplicar la transfusión que el niño precisaba, por la tarde del día nueve de septiembre, viernes, los acusados llevaron a su hijo a su domicilio, continuando con las gestiones para localizar al nuevo especialista, concertando finalmente con él una cita para el lunes día doce de septiembre, siempre de mil novecientos noventa y cuatro, en el Hospital Universitario Materno-infantil del Vall d’Hebrón de Barcelona, al que, siendo aproximadamente las diez de la mañana, se trasladaron los acusados acompañando a su hijo.
Una vez en dicho Hospital el niño fue reconocido en consulta siéndole diagnosticado un síndrome de pancetopenia grave debido a una aplaxia medular o a infiltración leucémica, considerando urgente nuevamente la práctica de una transfusión para neutralizar el riesgo de hemorragia y anemia y proceder, a continuación, a realizar las pruebas diagnósticas pertinentes para determinar la causa de la pancetopenia e iniciar luego su tratamiento.
Los acusados y el mismo menor, nuevamente, manifestaron que sus convicciones religiosas les impedían aceptar una transfusión, firmando ambos acusados un escrito en dicho sentido, redactado en una hoja con el membrete del Hospital Universitario Materno-infantil del Vall d’Hebrón. Así las cosas, como quiera que en este centro nadie creyó procedente pedir una nueva autorización judicial para efectuar la transfusión, ni intentar nuevamente realizarla haciendo uso de la autorización judicial emitida por el Juzgado de Lérida, ni intentar tampoco efectuarla por propia decisión de los mismos médicos adoptada, en defensa de la vida, por encima de la determinación tomada, por motivos religiosos, por el paciente y sus padres pues el caso es que los acusados, los padres del menor, acompañados por personas de su misma religión, pensando que pecaban si pedían o aprobaban la transfusión, como quiera que deseaban la salvación de su hijo, al que querían con toda la intensidad que es usual en los progenitores, antes de llevar al menor a su domicilio se trasladaron con él al Hospital General de Cataluña, centro privado cuyos servicios habrían de ser directamente sufragados por los acusados, en el que nuevamente, con todo acierto, reiteraron los médicos la inexistencia de un tratamiento alternativo y la necesidad de la transfusión, que fue nuevamente rechazada por los acusados y por su hijo, por sus convicciones religiosas, por considerarla pecado, sin que nadie en este centro tomara nuevamente la determinación de realizar la transfusión contra la voluntad del menor y de sus padres, por su propia decisión o usando la autorización del Juez de Lérida, que conocían en el centro, o solicitando una nueva autorización al Juzgado que correspondiera de la ciudad de Barcelona, por lo que los acusados, no conociendo ya otro centro al que acudir, emprendieron con su hijo el camino de regreso a su domicilio, al que llegaron sobre la una de la madrugada del martes día trece de septiembre donde permanecieron durante todo ese día, sin más asistencia que las visitas del médico titular de Ballobar quien, por su parte, consideró que nada nuevo podía aportar que no estuviera ya en los informes hospitalarios, no estimando pertinente ordenar el ingreso hospitalario pues el menor, quien permanecía consciente, ya provenía de un ingreso de esa naturaleza, según pensó el médico titular de la localidad, por lo que así permaneció el niño hasta que el miércoles día catorce de septiembre el Juzgado de Instrucción de Fraga (Huesca), en cuyo partido se encuentra Ballobar (Huesca), tras recibir un escrito del Ayuntamiento de esta última localidad informando sobre la situación del menor, acompañado con un informe emitido por el médico titular ese mismo día catorce (en el que se constataba que el menor empeoraba progresivamente por anemia aguda posthemorrágica, que requería con urgencia hemoderivados), tras oír telefónicamente al Ministerio Fiscal, dispuso mediante Auto de ese mismo día catorce, autorizar la entrada en el domicilio del menor para que el mismo recibiera la asistencia médica que precisaba, en los términos que el facultativo y el forense del Juzgado consideraran pertinente, es decir, para que fuera transfundido, personándose seguidamente la comisión judicial en el domicilio del menor, cuando éste estaba ya con un gran deterioro psicofísico (respondiendo de forma vaga e incordinada a estímulos externos), procediendo los acusados, una vez más, después de declarar sus convicciones religiosas, a acatar la voluntad del Juzgado, siendo el propio padre del menor quien, tras manifestar su deseo de no luchar contra la Ley, lo bajó a la ambulancia, en la que el niño, acompañado por la fuerza pública, fue conducido al Hospital de Barbastro, donde llegó en coma profundo, totalmente inconsciente, procediéndose a la realización de la transfusión ordenada judicialmente, sin contar con la voluntad de los acusados quienes, como siempre, no intentaron en ningún momento impedirla una vez había sido ordenada por una voluntad ajena a ellos, siendo luego el niño trasladado, por orden médica, al Hospital Miguel Servet de Zaragoza, al que llegó hacia las veintitrés horas y treinta minutos del día catorce de septiembre, con signos clínicos de descerebración por hemorragia cerebral, falleciendo a las veintiuna horas y treinta minutos del día quince de septiembre de mil novecientos noventa y cuatro.
Si el menor hubiera recibido a tiempo las transfusiones que precisaba habría tenido a corto y a medio plazo una alta posibilidad de supervivencia y, a largo plazo, tal cosa dependía ya de la concreta enfermedad que el mismo padecía, que no pudo ser diagnosticada, pudiendo llegar a tener, con el pertinente tratamiento apoyado por varias transfusiones sucesivas, una esperanza de curación definitiva de entre el sesenta al ochenta por ciento, si la enfermedad sufrida era una leucemia aguda linfoblástica, que es la enfermedad que, con más probabilidad, padecía el hijo de los acusados, pero sólo a título de probabilidad pues, al no hacerse en su momento las transfusiones, ni siquiera hubo ocasión para acometer las pruebas pertinentes para diagnosticar la concreta enfermedad padecida por poder, aunque con menor probabilidad, también podía tratarse de una leucemia aguda en la que, a largo plazo, el pronóstico ya sería más sombrío».
En el presente caso, el Ministerio Fiscal interpuso recurso de casación por infracción de Ley contra la mencionada Sentencia de la Audiencia Provincial de Huesca, de 20 de noviembre de 1996, fundamentado en un único motivo, al amparo del art. 849.1 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, invocando la infracción, por falta de aplicación, de los arts. 138 y 11 del Código penal de 1995.
La Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, mediante Sentencia de 27 de junio de 1997, estimó el recurso, casando y anulando la Sentencia impugnada. A continuación, mediante una segunda Sentencia de igual fecha, que expresamente aceptó los fundamentos fácticos de la Sentencia de la Audiencia Provincial de Huesca, entre ellos la relación de hechos probados, pronunció el siguiente fallo: «Que debemos condenar y condenamos a los acusados Pedro A. T. y Lina V. R., como autores responsables de un delito de homicidio, con la concurrencia, con el carácter de muy cualificada, de la atenuante de obcecación o estado pasional, a la pena de dos años y seis meses de prisión, y al pago de las costas correspondientes».
En la demanda de amparo se alega la «violación de los derechos fundamentales a la libertad religiosa y a la integridad física y moral, protegidos por los artículos 16.1 y 15 de nuestra Constitución». Se afirma, al efecto, que dicha violación se produjo «al haber basado la Sentencia recurrida la culpabilidad de los recurrentes en la supuesta exigibilidad a éstos de que, abdicando de sus convicciones religiosas, actuaran sobre la voluntad expresa de su hijo, negativa a la transfusión de sangre en su persona, conculcando así la libertad religiosa y de conciencia de éste y su derecho a su integridad física y moral y a no sufrir tortura ni trato inhumano o degradante».
En síntesis, en la demanda de amparo se cuestionan las dos bases que, según la misma, sustentan la condena penal impuesta: en primer lugar, la irrelevancia del consentimiento u oposición de un niño de trece años estando en juego su propia vida; en segundo lugar, la exigibilidad a los padres de una acción disuasoria de la negativa de su hijo a dejarse transfundir, al extremo de imputarles, a causa de su omisiva conducta, el resultado de muerte.
En lo que se refiere al primero de los a) expresados extremos, la demanda de amparo recuerda que el alcance y contenido de los derechos contemplados en el art. 16.1 CE se ha de interpretar, con arreglo a lo dispuesto en el art. 10.2 CE, de conformidad con los Tratados y Convenios internacionales suscritos por España, en particular, atendiendo a las peculiaridades del supuesto que nos ocupa, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) y la Convención de los Derechos del Niño .
Señala, al efecto, la demanda de amparo que el art. 18.1 PIDCP proclama el derecho de toda persona a la «libertad de pensamiento, de conciencia y de religión», y que los límites de la libertad religiosa se hallan relacionados en el art. 3 de la Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de libertad religiosa, el cual se refiere a la «protección del derecho de los demás» y a la «salvaguardia de la seguridad, de la salud y de la moral pública, elementos constitutivos del orden público protegido por la Ley». De ello deduce que tales límites «no entran en juego en el caso individual de un paciente que se niega por razones religiosas a una transfusión de sangre, pues dichos límites protegen bienes públicos y no individuales», e indica que «la salud pública actuaría como límite al ejercicio de la libertad religiosa», de modo que la negativa a un tratamiento «sería inoperante si no existiera riesgo alguno para la salud pública en la expresión de tal negativa».
Recuerda también la demanda de amparo, con explícita referencia a la Convención de los Derechos del Niño, que el menor, según previsión explícita de la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de protección del menor, «tiene derecho a la libertad de ideología, conciencia y religión» (art. 6.1) y tiene igualmente «el derecho a ser oído tanto en el ámbito familiar como en cualquier procedimiento administrativo o judicial en que esté directamente implicado y que conduzca a una decisión que afecte a su esfera personal», derecho que podrá ejercitar por sí mismo, o a través de la persona que designe para que le represente cuando tenga suficiente juicio (art. 9).
Asimismo, tras mencionar el derecho a no sufrir tratos inhumanos o degradantes, que proclama el art. 15 CE, indica la demanda de amparo que, como consta en el relato de hechos probados, la advertencia de la inminencia de una transfusión provocó en el menor una reacción de auténtico terror, que no pudo ser disipado o neutralizado pese a toda la fuerza de persuasión desplegada por el personal sanitario.
De todo ello, concluye en este particular la demanda, «resulta evidente la violación de los derechos que al menor Marcos garantizan los artículos 16.1 y 15 de la Constitución Española, negando validez y relevancia a su libre y consciente voluntad y consentimiento».
Respecto del ya expresado segundo elemento b) sustentador de la condena penal, cuestiona la demanda la tesis de la Sentencia recurrida, que «plantea la cuestión en términos de un presunto conflicto entre las convicciones religiosas de los padres y la vida de un menor», conflicto que estima meramente «presunto», y cuya realidad niega, porque ni el menor buscaba suicidarse ni los padres quisieron su muerte, pues la contradicción se planteaba entre la conciencia religiosa del menor y un tratamiento médico al que éste, por su propio derecho y convicción, se oponía. Por otra parte, «en absoluto parece exigible de unos padres creyentes que renieguen de su fe y obliguen a su hijo de trece años, contra su manifiesta y responsable voluntad, o agoten todas sus posibilidades de disuasión», todo ello para la práctica de la transfusión sanguínea, cuando consta que los propios médicos desistieron de transfundir «por lo que reconocieron como razones éticas y médicas».
Apelan los recurrentes a la inmunidad de coacción, que a todos protege de ser obligados a practicar actos de culto contrarios a sus propias creencias [art. 2.1 b) Ley Orgánica 7/1980], cuya base estaría en la dignidad misma de las personas (art. 10.1 CE). Además, la obligación de «prestar asistencia de todo orden a los hijos… durante su minoría de edad y en los demás casos en que legalmente proceda» (art. 39.3 CE), no se opone, sino más bien lo contrario (art. 6.3 Ley Orgánica 1/1996 cit.), según señala la demanda de amparo, al pleno ejercicio de los derechos constitucionales que, como a todos, se reconoce también al hijo, el cual, de haber discrepado del criterio paterno en este ámbito de libertad de conciencia, podría incluso haber ignorado la representación legalmente atribuida a sus padres.
A la misma conclusión se llega, afirma la demanda de amparo, atendiendo a las previsiones articuladas en la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad (art. 10.1, 4, 6 y 9), y en la Ley 30/1979, de 27 de octubre, reguladora de la extracción y transplante de órganos [art. 6 a) y c) y Disposición adicional segunda, en relación con el párrafo sexto de la exposición de motivos del Real Decreto 1854/1993, de 22 de octubre, de hematología y hemoterapia].
El menor tenía suficiente juicio y en tales circunstancias –razona la demanda de amparo- los padres estaban obligados, antes que a hacerle desistir, a prestarle asistencia en el ejercicio personal y legítimo de sus propios derechos constitucionales de libertad de conciencia y religión, a la integridad física y moral y al rechazo a la tortura. La pretendida disuasión de los padres ante la negativa del hijo a ser transfundido –sin entrar en consideraciones sobre la supuesta bondad, injustificadamente prejuzgada, de las transfusiones de sangre- habría supuesto, por lo demás, una contribución (la más dolorosa y angustiosa, según se dice) a la conculcación de sus derechos y a la violación de unas convicciones que los padres le inculcaron en el ejercicio de su derecho constitucional «ex» art. 27.3 CE.
Concluye la demanda de amparo, que asimismo se apoya en los fundamentos de la Sentencia casada, que es evidente la inconstitucionalidad de la exigencia judicial del deber de disuadir a su hijo –de trece años de edad y acreditada madurez de pensamiento y voluntad- de su personal y legítima decisión de rechazar, en el ejercicio de sus derechos a la libertad de religión y de conciencia y a la integridad física y moral y a no sufrir tortura ni trato inhumano, un tratamiento transfusional del que sus propios cuidadores médicos y judiciales desistieron; con mayor razón si ello es hasta el extremo de erigir dicha exigibilidad en presupuesto de omisión punible y determinante de una muerte que ellos nunca quisieron ni aceptaron, agotando las posibilidades a su alcance de salvar la vida y la dignidad de su hijo –según se dice- con un comportamiento ejemplar.
Finalmente se suplica en la demanda de c) amparo que se dicte Sentencia «declarando la nulidad de las sentencias de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, ambas de fecha veintisiete de junio de mil novecientos noventa y siete y ambas –primera y segunda– con número 950/1997 ( RJ 1997, 4987) , dictadas en recurso de casación núm. 3248/1996, casando y anulando la sentencia núm. 196/1996 de la Audiencia Provincial de Huesca, de veinte de noviembre de mil novecientos noventa y seis». Todo ello, según concluye a continuación la demanda, en interés de que se otorgue a los ahora recurrentes «el amparo en los derechos que se garantizan en los artículos 16.1 y 15 de la Constitución Española… y en consecuencia queden exonerados del delito de homicidio por omisión por el que les condena tal sentencia al entender que, siendo irrelevante el consentimiento de su hijo de trece años, que se negó al tratamiento transfusional por razones de su conciencia religiosa, les era exigible a mis representados una acción disuasoria de la voluntad de su hijo, contraria a éste y a sus propias convicciones religiosas».
Posición de los padres:
La representación procesal de los recurrentes formuló sus alegaciones mediante escrito, registrado en este Tribunal el día 24 de abril de 1998, en el que, tras ratificarse en todos y cada uno de los fundamentos de Derecho ya expuestos, procede a complementar lo ya dicho en los fundamentos de Derecho segundo y tercero de la demanda.
En primer lugar, se apoya en afirmaciones contenidas en la STC 120/1990, de 27 de junio ( RTC 1990, 120) , referidas a la asistencia médica coactiva, y a que ésta «constituirá limitación vulneradora del derecho fundamental a no ser que tenga justificación constitucional», y en otras resoluciones judiciales, entre ellas la Sentencia de la Sala de lo Social del Tribunal Supremo, de 14 de abril de 1993, concluyendo con la afirmación, mediante cita doctrinal, de que «sólo la vida compatible con la libertad es objeto de reconocimiento constitucional».
En segundo lugar, se hace referencia a la función de «garante», atribuida a los ahora recurrentes, que, se afirma, «no pueda extravasar ni las exigencias de la racionalidad, ni de los derechos fundamentales del agente ni, mucho menos aún, los de tercero». Se indica, al efecto, que «ni los médicos llevaron su deber de garantes a extremos de violar la conciencia y la persona del menor y poner en riesgo su vida con una actuación coactiva (no lo consideraron ni ética ni médicamente correcto) ni el Juzgado persistió… en presionarles para que cumplieran su función, ni en retener al menor en las circunstancias que él rechazaba». Y se concluye que, si bien la resolución impugnada rehúye determinar la conducta específica que les era exigible a los padres en su condición de garantes, más allá del «consentimiento», aunque inoperante, suplido por el Juzgado, «a fortiori» no parece que pudiese existir otra que la inhumana e inconstitucional de entender que les habría sido exigible que, abjurando de sus creencias religiosas, hubiesen disuadido a su hijo de mantener sus propias convicciones, las mismas que ellos, sus padres, le habían inculcado.
En suma, se afirma en el escrito de alegaciones que constituye «[una] evidente e inconstitucional distorsión del asunto presentar el problema como un conflicto entre libertad religiosa de los padres recurrentes y el resultado de muerte de su hijo opuesto a la aceptación de transfusiones de sangre».
Posición del Ministerio Fiscal:
El Ministerio Fiscal, por su parte, formuló alegaciones por escrito registrado en este Tribunal el día 5 de mayo de 1998, interesando la desestimación del presente recurso de amparo por no vulnerar la Sentencia impugnada los derechos fundamentales reconocidos en los arts. 15 y 16.1 CE.
A la tesis de los recurrentes de que, aunque fuese menor de edad, al negarse a la transfusión, el hijo habría dispuesto de su libertad de decisión en el ejercicio de una libertad religiosa que ellos no podían coartar, opone el Ministerio Fiscal la incapacidad legal del menor para adoptar una decisión irrevocable acerca de su vida o su muerte que, como titulares de la patria potestad, a los padres tocaba adoptar en cuanto garantes de la vida del hijo menor durante todo el proceso médico.
En el desempeño de la patria potestad, los padres han de responder, en todo caso, de la vida y salud del menor como, en particular, establecen el art. 2 de la Ley Orgánica 1/1996 y el art. 154 del Código Civil. Y, en el presente caso, los padres, manteniendo el dominio de la situación tanto en la petición de alta del hijo en los diferentes centros sanitarios, como en la doble negativa por escrito a practicar la transfusión de sangre así como en el traslado al domicilio familiar de donde salió por denuncia de la autoridad, hicieron siempre su voluntad y no entregaron dicho dominio ni a la autoridad judicial ni a los médicos. Y esta afirmación –dice el Ministerio Fiscal– constituye una cuestión fáctica que, resuelta por el Tribunal en forma legal, carece de dimensión constitucional.
Y en cuanto a la tesis de que la condena se pronuncia sin tener en cuenta que la conducta omisiva responde a la incompatibilidad de la acción exigida –transfundir sangre- con las creencias religiosas que profesan los recurrentes, afirma el Ministerio Fiscal que, ante un eventual conflicto entre los derechos a la vida y a la libertad religiosa, únicamente cabe dar respuesta en cada caso concreto pues no podría ser ésta la misma en el caso de personas mayores de edad y con plena capacidad de decisión que en el de un menor sobre el que existe vigente la patria potestad de sus padres.
En este caso –dice el Ministerio Fiscal- el tratamiento específico, transfusión de sangre, concreto y único para el fin curativo pretendido, constituye un límite válido del derecho fundamental a la libertad religiosa de los recurrentes, no cuando la colisión es con su derecho fundamental a la vida sino cuando el titular del derecho a la vida es una tercera persona respecto de la que existe una especial relación de responsabilidad por ser titulares de la patria potestad.
El límite al derecho fundamental es la salud –vida- del menor, hijo de los recurrentes, que son los garantes de su vida, dada la incapacidad legal del menor para tomar una decisión tan trascendental y definitiva sobre su vida. En este caso, existiendo una relación especial de sujeción –patria potestad-, no obstante la obligación de respetar el consentimiento del paciente, prevalente sobre la imposición coactiva de un tratamiento médico (art. 210.1.6 y 9 de la Ley General de Sanidad), según sostiene el Ministerio Fiscal –que cita en su apoyo una resolución del Tribunal Constitucional Federal alemán, de 19 de octubre de 1971–, los padres tenían el deber legal de velar para que la salud del hijo no se dañase, y más aún tratándose de la disposición de su vida. Al no hacerlo así, aunque ello fuera por convicciones religiosas, los recurrentes desatendieron una obligación de guarda y custodia que, limitando su derecho a la libertad religiosa, les imponía el deber de salvar la vida de su hijo menor de edad.
Posición y argumentación del Tribunal Constitucional para resolver el presente caso:
Estamos en presencia de una evidente colisión de derechos entre el derecho a la vida y la libertad religiosa del menor y los derechos-deberes de los padres quienes ocupan en el presente caso la posición de garante, así como, los derechos-obligaciones del personal sanitario que debe adoptar todas las medidas necesarias para preservar y proteger la salud y la vida del menor.
1.- El Derecho de libertad religiosa y de culto del art. 16 de la Constitución Española:
En relación con el Contenido del Derecho de libertad religiosa, establece el Tribunal Constitucional que: El art. 16 CE reconoce la libertad religiosa, garantizándola tanto a los individuos como a las comunidades, «sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la Ley» (art. 16.1 CE)[1].
En su dimensión objetiva, la libertad religiosa comporta una doble exigencia, a que se refiere el art. 16.3 CE: por un lado, la de neutralidad de los poderes públicos, ínsita en la aconfesionalidad del Estado; por otro lado, el mantenimiento de relaciones de cooperación de los poderes públicos con las diversas Iglesias. En este sentido, ya dijimos en la STC 46/2001, de 15 de febrero ( RTC 2001, 46)[2], que «el art. 16.3 de la Constitución, tras formular una declaración de neutralidad ( SSTC 340/1993, de 16 de noviembre [RTC 1993, 340] , y STC 177/1996, de 11 de noviembre [ RTC 1996, 177] ), considera el componente religioso perceptible en la sociedad española y ordena a los poderes públicos mantener “las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”, introduciendo de este modo una idea de aconfesionalidad o laicicidad positiva que “veda cualquier tipo de confusión entre funciones religiosas y estatales” (STC 177/1996)»[3].
En cuanto derecho subjetivo, la libertad religiosa tiene una doble dimensión, interna y externa. Así, según dijimos en la STC 177/1996, F. 9, la libertad religiosa «garantiza la existencia de un claustro íntimo de creencias y, por tanto, un espacio de autodeterminación intelectual ante el fenómeno religioso, vinculado a la propia personalidad y dignidad individual», y asimismo, «junto a esta dimensión interna, esta libertad… incluye también una dimensión externa de “agere licere” que faculta a los ciudadanos para actuar con arreglo a sus propias convicciones y mantenerlas frente a terceros ( SSTC 19/1985 [ RTC 1985, 19][4]; 120/1990 [ RTC 1990, 120][5], y 137/1990 [ RTC 1990, 137][6])». Este reconocimiento de un ámbito de libertad y de una esfera de «agere licere» lo es «con plena inmunidad de coacción del Estado o de cualesquiera grupos sociales» ( STC 46/2001 [ RTC 2001, 46][7] y, en el mismo sentido, las SSTC 24/1982, de 13 de mayo [ RTC 1982, 24] , y SSTC 166/1996, de 28 de octubre [ RTC 1996, 166] ) y se complementa, en su dimensión negativa, por la prescripción del art. 16.2 CE de que «nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias».
La dimensión externa de la libertad religiosa se traduce además «en la posibilidad de ejercicio, inmune a toda coacción de los poderes públicos, de aquellas actividades que constituyen manifestaciones o expresiones del fenómeno religioso» ( STC 46/2001 [ RTC 2001, 46] ), tales como las que se relacionan en el art. 2.1 de la Ley Orgánica 7/1980, de libertad religiosa (LOLR), relativas, entre otros particulares, a los actos de culto, enseñanza religiosa, reunión o manifestación pública con fines religiosos, y asociación para el desarrollo comunitario de este tipo de actividades.
La aparición de conflictos jurídicos por razón de las creencias religiosas no puede extrañar en una sociedad que proclama la libertad de creencias y de culto de los individuos y comunidades así como la laicidad y neutralidad del Estado. La respuesta constitucional a la situación crítica resultante de la pretendida dispensa o exención del cumplimiento de deberes jurídicos, en el intento de adecuar y conformar la propia conducta a la guía ética o plan de vida que resulte de sus creencias religiosas, sólo puede resultar de un juicio ponderado que atienda a las peculiaridades de cada caso. Tal juicio ha de establecer el alcance de un derecho –que no es ilimitado o absoluto- a la vista de la incidencia que su ejercicio pueda tener sobre otros titulares de derechos y bienes constitucionalmente protegidos y sobre los elementos integrantes del orden público protegido por la Ley que, conforme a lo dispuesto en el art. 16.1 CE, limita sus manifestaciones[8].
Como ya dijimos en la STC 141/2000, de 29 de mayo[9], «el derecho que asiste al creyente de creer y conducirse personalmente conforme a sus convicciones no está sometido a más límites que los que le imponen el respeto a los derechos fundamentales ajenos y otros bienes jurídicos protegidos constitucionalmente».
En este sentido, y sirviendo de desarrollo al mencionado precepto constitucional, prescribe el art. 3.1 LOLR que «el ejercicio de los derechos dimanantes de la libertad religiosa y de culto tiene como único límite la protección del derecho de los demás al ejercicio de sus libertades públicas y derechos fundamentales, así como la salvaguardia de la seguridad, de la salud y de la moral pública, elementos constitutivos del orden público protegido por la Ley en el ámbito de una sociedad democrática».
Es esta limitación la que, además, resulta de los textos correspondientes a tratados y acuerdos internacionales que, según lo dispuesto en el art. 10.2 CE, este Tribunal debe considerar cuando se trata de precisar el sentido y alcance de los derechos fundamentales. Así, el art. 9.2 del Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales (CEDH), de 4 de noviembre de 1950) , prescribe que «la libertad de manifestar su religión o sus convicciones no puede ser objeto de más restricciones que las que, previstas por la Ley, constituyen medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad pública, la protección del orden, de la salud o de la moral públicas, o la protección de los derechos o las libertades de los demás». Por su parte, el art. 18.3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP), de 19 de diciembre de 1966, dispone que «la libertad de manifestar la propia religión o las propias creencias estará sujeta únicamente a las limitaciones prescritas por la Ley que sean necesarias para proteger la seguridad, el orden, la salud o la moral públicos, o los derechos y libertades fundamentales de los demás».
Los límites en el ejercicio del Derecho fundamental de libertad religiosa:
La relacionada existencia de límites en el ejercicio del derecho fundamental a la libertad religiosa es expresión o manifestación de que, en general, los derechos fundamentales no tienen carácter absoluto. Así, hemos dicho en la STC 57/1994, de 28 de febrero ( RTC 1994, 57)[10], citada al efecto por la STC 58/1998, de 16 de marzo (RTC 1998, 58)[11], que «los derechos fundamentales reconocidos por la Constitución sólo pueden ceder ante los límites que la propia Constitución expresamente imponga, o ante los que de manera mediata o indirecta se infieran de la misma al resultar justificados por la necesidad de preservar otros derechos o bienes jurídicamente protegidos ( SSTC 11/1981 [ RTC 1981, 11][12], y SSTC 1/1982 [ RTC 1982, 1][13], entre otras)», y que, «en todo caso, las limitaciones que se establezcan no pueden obstruir el derecho fundamental más allá de lo razonable ( STC 53/1986 [ RTC 1986, 53][14].
De lo expuesto se desprende, según afirman las mencionadas Sentencias, que «todo acto o resolución que limite derechos fundamentales ha de asegurar que las medidas limitadoras sean necesarias para conseguir el fin perseguido ( SSTC 69/1982 [RTC 1982, 69][15] y SSTC13/1985 [ RTC 1985, 13][16], ha de atender a la proporcionalidad entre el sacrificio del derecho y la situación en la que se halla aquel a quien se le impone ( STC 37/1989 [ RTC 1989, 37][17], y, en todo caso, ha de respetar su contenido esencial ( SSTC 11/1981 [ RTC 1981, 11][18]; SSTC196/1987 [ RTC 1987, 196][19]; SSTC 12/1990 [ RTC 1990, 12][20] y 137/1990 [ RTC 1990, 137][21]»[22].
– Otras cuestiones analizadas por parte del Tribunal Constitucional para resolver el supuesto planteado:
Expuestos los puntos fundamentales acerca del contenido y límites del derecho a la libertad religiosa, hemos de pasar ahora al examen de aquellos extremos que, dentro del marco de tal derecho, ofrecen aspectos peculiares o especiales que singularizan el caso que nos ocupa y que, además, pueden afectar de algún modo al ejercicio, por los ahora recurrentes en amparo, de su derecho a la libertad religiosa y de los deberes dimanantes de su condición de garantes. Así sucede con el hecho de que la persona afectada (afectación hasta el punto de haberse producido su muerte) era un menor cuya edad era la de trece años, que se opuso decididamente a que se le transfundiese sangre, basándose también, a tal fin, en motivos religiosos[23].
Todo ello ha de ser considerado en relación con tres concretos extremos: en primer lugar, si el menor puede ser titular del derecho a la libertad religiosa; en segundo lugar, significado constitucional de la oposición del menor al tratamiento médico prescrito; en tercer lugar, relevancia que, en su caso, pudiera tener dicha oposición del menor. Los dos primeros extremos son examinados a continuación y el tercero en el fundamento jurídico siguiente[24].
¿El menor es titular del derecho a la a) libertad religiosa?
Partiendo del genérico reconocimiento que el art. 16.1 CE hace, respecto de los derechos y libertades que contempla, a favor de «los individuos y las comunidades», sin más especificaciones, debe afirmarse que los menores de edad son también titulares del derecho a la libertad religiosa y de culto. Confirma este criterio la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, de desarrollo de dicho precepto constitucional, que reconoce tal derecho a «toda persona» (art. 2.1)[25].
Esta conclusión se ve confirmada, dados los términos del art. 10.2 CE, por lo dispuesto en la Convención de Derechos del Niño, de 20 de noviembre de 1989 (Instrumento de ratificación de 30 de noviembre de 1990, publicado en el «Boletín Oficial del Estado» de 31 de diciembre de 1990), en cuya virtud quedan los Estados parte obligados al respeto del «derecho del niño a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión» (art. 14.1), sin perjuicio de «los derechos y deberes de los padres y, en su caso, de los representantes legales, de guiar al niño en el ejercicio de su derecho de modo conforme a la evolución de sus facultades» (art. 14.2). Asimismo, prescribe el art. 14.3 de dicha Convención que «la libertad de profesar la propia religión o las propias creencias estará sujeta únicamente a las limitaciones prescritas por la Ley que sean necesarias para proteger la seguridad, el orden, la moral o la salud públicos o los derechos y libertades fundamentales de los demás»[26].
En el plano interno, la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de protección jurídica del menor, en esta misma línea, sanciona toda posible discriminación de los menores (de dieciocho años) por razón de religión (art. 3) y les reconoce explícitamente «derecho a la libertad de ideología, conciencia y religión» (art. 6.1), cuyo ejercicio «tiene únicamente las limitaciones prescritas por la Ley y el respeto de los derechos y libertades fundamentales de los demás» (art. 6.2). En relación con este derecho dispone igualmente el art. 6.3 que «los padres o tutores tienen el derecho y el deber de cooperar para que el menor ejerza esta libertad de modo que contribuya a su desarrollo integral»[27].
En relación con todo ello, hemos dicho en la STC 141/2000[28], que «desde la perspectiva del art. 16 CE los menores de edad son titulares plenos de sus derechos fundamentales, en este caso, de sus derechos a la libertad de creencias y a su integridad moral, sin que el ejercicio de los mismos y la facultad de disponer sobre ellos se abandonen por entero a lo que al respecto puedan decidir aquéllos que tengan atribuida su guarda y custodia o, como en este caso, su patria potestad, cuya incidencia sobre el disfrute del menor de sus derechos fundamentales se modulará en función de la madurez del niño y los distintos estadios en que la legislación gradúa su capacidad de obrar (arts. 162.1, 322 y 323 CC o el art. 30 Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común)». Y concluíamos en dicha Sentencia, respecto de esta cuestión, que, en consecuencia, «sobre los poderes públicos, y muy en especial sobre los órganos judiciales, pesa el deber de velar por que el ejercicio de esas potestades por sus padres o tutores, o por quienes tengan atribuida su protección y defensa, se haga en interés del menor, y no al servicio de otros intereses que, por muy lícitos y respetables que puedan ser, deben postergarse ante el “superior” del niño ( SSTC 215/1994, de 14 de julio [ RTC 1994, 215] ; 260/1994, de 3 de octubre [ RTC 1994, 260] ; 60/1995, de 17 de marzo [ RTC 1995, 60] ; 134/1999, de 15 de julio [ RTC 1999, 134] ; STEDH de 23 de junio de 1993, caso Hoffmann)»[29].
Significado constitucional de la oposición b) del menor al tratamiento médico prescrito.
En el caso traído a nuestra consideración el menor expresó con claridad, en ejercicio de su derecho a la libertad religiosa y de creencias, una voluntad, coincidente con la de sus padres, de exclusión de determinado tratamiento médico. Es éste un dato a tener en cuenta, que en modo alguno puede estimarse irrelevante y que además cobra especial importancia dada la inexistencia de tratamientos alternativos al que se había prescrito[30].
Ahora bien, lo que fundamentalmente interesa es subrayar el hecho en sí de la exclusión del tratamiento médico prescrito, con independencia de las razones que hubieran podido fundamentar tal decisión. Más allá de las razones religiosas que motivaban la oposición del menor, y sin perjuicio de su especial trascendencia (en cuanto asentadas en una libertad pública reconocida por la Constitución), cobra especial interés el hecho de que, al oponerse el menor a la injerencia ajena sobre su propio cuerpo, estaba ejercitando un derecho de autodeterminación que tiene por objeto el propio sustrato corporal –como distinto del derecho a la salud o a la vida– y que se traduce en el marco constitucional como un derecho fundamental a la integridad física (art. 15 CE)[31].
La Relevancia que, en su caso, pueda tener la oposición manifestada del menor al tratamiento médico prescrito:
En el recurso de amparo se alega precisamente, como ya hemos indicado, el error de la Sentencia impugnada al establecer «la irrelevancia del consentimiento u oposición de un niño menor de trece años de edad, máxime cuando, como en este caso, está en juego su propia vida»[32].
Es cierto que el Ordenamiento jurídico concede relevancia a determinados actos o situaciones jurídicas del menor de edad. Ello se aprecia en concreto –atendiendo a la normativa que pudiera regular las relaciones entre las personas afectadas por el tema que nos ocupa- tanto en la Compilación del Derecho Civil de Aragón (aplicable en cuanto tuvieran la vecindad civil en dicho territorio foral) como, en su caso, en el Código Civil. Así, los actos relativos a los derechos de la personalidad (entre los que se halla precisamente el de integridad física), de los que queda excluida la facultad de representación legal que tienen los padres en cuanto titulares de la patria potestad, según explícitamente proclama el art. 162.1 del Código civil (precepto sin correlato expreso en la Compilación); tal exclusión, por otra parte, no alcanza al deber de velar y cuidar del menor y sus intereses. También cabe señalar diversos actos conducentes a la creación de efectos jurídicos o a la formalización de determinados actos jurídicos, como son, entre otros, los relativos a la capacidad para contraer matrimonio, para testar, para testificar, para ser oído a fin de otorgar su guarda o custodia a uno de los progenitores. Y asimismo, en el ámbito penal, para la tipificación de determinados delitos[33].
Ahora bien, el reconocimiento excepcional de la capacidad del menor respecto de determinados actos jurídicos, como los que acaban de ser mencionados, no es de suyo suficiente para, por vía de equiparación, reconocer la eficacia jurídica de un acto –como el ahora contemplado- que, por afectar en sentido negativo a la vida, tiene, como notas esenciales, la de ser definitivo y, en consecuencia, irreparable[34].
De las consideraciones precedentes cabe concluir que, para el examen del supuesto que se plantea, es obligado tener en cuenta diversos extremos. En primer lugar, el hecho de que el menor ejercitó determinados derechos fundamentales de los que era titular: el derecho a la libertad religiosa y el derecho a la integridad física. En segundo lugar, la consideración de que, en todo caso, es prevalente el interés del menor, tutelado por los padres y, en su caso, por los órganos judiciales. En tercer lugar, el valor de la vida, en cuanto bien afectado por la decisión del menor: según hemos declarado, la vida, «en su dimensión objetiva, es “un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional” y “supuesto ontológico sin el que los restantes derechos no tendrían existencia posible” ( STC 53/1985 [ RTC 1985, 53] )» ( STC 120/1990, de 27 de junio [ RTC 1990, 120][35]). En cuarto lugar, los efectos previsibles de la decisión del menor: tal decisión reviste los caracteres de definitiva e irreparable, en cuanto conduce, con toda probabilidad, a la pérdida de la vida[36].
En todo caso, y partiendo también de las consideraciones anteriores, no hay datos suficientes de los que pueda concluirse con certeza –y así lo entienden las Sentencias ahora impugnadas- que el menor fallecido, hijo de los recurrentes en amparo, de trece años de edad, tuviera la madurez de juicio necesaria para asumir una decisión vital, como la que nos ocupa. Así pues, la decisión del menor no vinculaba a los padres respecto de la decisión que ellos, a los efectos ahora considerados, habían de adoptar[37].
Pero ello no obstante, es oportuno señalar que la reacción del menor a los intentos de actuación médica –descrita en el relato de hechos probados- pone de manifiesto que había en aquél unas convicciones y una consciencia en la decisión por él asumida que, sin duda, no podían ser desconocidas ni por sus padres, a la hora de dar respuesta a los requerimientos posteriores que les fueron hechos, ni por la autoridad judicial, a la hora de valorar la exigibilidad de la conducta de colaboración que se les pedía a éstos[38].
La condición de garante que se atribuye por parte de las Sentencias recurridas ante el Tribunal Constitucional resulta afectada y en qué medida por el derecho de los padres-garantes a la libertad religiosa:
Es claro que ello comporta la necesidad de tener en cuenta las singulares circunstancias concurrentes en el caso que nos ocupa, de que ya se hizo mérito.
Una consideración previa es necesaria. Ya se ha indicado (fundamento jurídico segundo) que el Ministerio Fiscal niega que –como cuestión fáctica ya resuelta- deba cuestionarse en amparo la inobservancia por parte de los padres de la posición de garantes de la vida del hijo. Afirma, al respecto, el Ministerio público que «el concepto de garante aplicado a los actores por la sentencia nace, y por ello pertenece al campo de la legalidad ordinaria, de la subsunción del supuesto fáctico, consistente en la generación y la falta de edad del hijo, en la normativa legal reguladora de la patria potestad», y que «esta subsunción se realiza por el órgano judicial de manera razonada y fundada en derecho, único por determinación legal que puede y debe hacerla». Concluye esta consideración el Ministerio público diciendo que «el Tribunal Supremo estudia esta situación y declara razonada y fundadamente que los recurrentes nunca perdieron el dominio de la situación de garantes, y esta afirmación constituye una cuestión fáctica que, resuelta por el Tribunal en forma legal, carece de dimensión constitucional»[39].
No puede admitirse, en su radicalidad, la tesis expuesta, la cual –en realidad- hace supuesto de la cuestión sometida a debate. Los derechos y obligaciones que surgen en el ámbito de las relaciones humanas –concretados por las normas que estructuran la llamada legalidad ordinaria- son válidos y eficaces en la medida en que su contenido no rebasa el marco constitucional, respetando los límites propios de los derechos fundamentales[40].
Por ello, en lo que respecta a lo que constituye el propio objeto de este recurso de amparo, es obligado hacer una afirmación desde la perspectiva constitucional que nos corresponde: los órganos judiciales no pueden configurar el contenido de los deberes de garante haciendo abstracción de los derechos fundamentales, concretamente –por lo que ahora específicamente interesa- del derecho a la libertad religiosa, que proclama el art. 16.1 CE. Es ésta la cuestión que debemos examinar ahora[41].
Atendiendo a la consideración expresada, debemos hacer notar que los mandatos de actuación, cuyo incumplimiento da lugar a los delitos omisivos (mandatos que por ello ofrecen, en el presente caso, especial relevancia), restringen la libertad en mayor medida que las prohibiciones de actuación, cuya infracción genera delitos de acción. Desde esta perspectiva deben precisamente enjuiciarse las concretas acciones exigidas a quienes se imputa el incumplimiento de sus deberes de garante. Es decir, tras analizar si se ha efectuado una adecuada ponderación de los bienes jurídicos enfrentados, hemos de examinar si la realización de las concretas acciones que se han exigido de los padres en el caso concreto que nos ocupa –especialmente restrictivas de su libertad religiosa y de conciencia- es necesaria para la satisfacción del bien al que se ha reconocido un valor preponderante[42].
En cuanto a la primera de las cuestiones apuntadas, es indiscutible que el juicio ponderativo se ha efectuado, en lo que ahora estrictamente interesa, confrontando el derecho a la vida del menor (art. 15 CE) y el derecho a la libertad religiosa y de creencias de los padres (art. 16.1 CE). Es inconcluso, a este respecto, que la resolución judicial autorizando la práctica de la transfusión en aras de la preservación de la vida del menor (una vez que los padres se negaran a autorizarla, invocando sus creencias religiosas) no es susceptible de reparo alguno desde la perspectiva constitucional, conforme a la cual es la vida «un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional» ( SSTC 53/1985, de 11 de abril [ RTC 1985, 53] y SSTC 120/1990, de 27 de junio). Además, es oportuno señalar que, como hemos dicho en las SSTC 120/1990, de 27 de junio ( RTC 1990, 120)[43] y 137/1990, de 19 de julio ( RTC 1990, 137)[44], el derecho fundamental a la vida tiene «un contenido de protección positiva que impide configurarlo como un derecho de libertad que incluya el derecho a la propia muerte». En definitiva, la decisión de arrostrar la propia muerte no es un derecho fundamental sino únicamente una manifestación del principio general de libertad que informa nuestro texto constitucional, de modo que no puede convenirse en que el menor goce sin matices de tamaña facultad de autodisposición sobre su propio ser[45].
En el marco de tal delimitación de los derechos en conflicto las consecuencias del juicio formulado por el órgano judicial no tenían por qué extenderse a la privación a los padres del ejercicio de su derecho fundamental a la libertad religiosa y de conciencia. Y ello porque, como regla general, cuando se trata del conflicto entre derechos fundamentales, el principio de concordancia práctica exige que el sacrificio del derecho llamado a ceder no vaya más allá de las necesidades de realización del derecho preponderante (acerca de este principio de proporcionalidad entre derechos fundamentales, por todas, SSTC 199/1987, de 16 de diciembre [ RTC 1987, 199], y SSTC 60/1991, de 14 de marzo [ RTC 1991, 60][46]. Y es claro que en el presente caso la efectividad de ese preponderante derecho a la vida del menor no quedaba impedida por la actitud de sus padres, visto que éstos se aquietaron desde el primer momento a la decisión judicial que autorizó la transfusión. Por lo demás, no queda acreditada ni la probable eficacia de la actuación suasoria de los padres ni que, con independencia del comportamiento de éstos, no hubiese otras alternativas menos gravosas que permitiesen la práctica de la transfusión[47].
Ponderación a la hora de determinar los límites al ejercicio de la libertad religiosa:
Una vez realizada dicha ponderación no concurría ya ningún otro elemento definidor de los límites al ejercicio de la libertad religiosa. Concretamente, el art. 16.1 CE erige el orden público como límite de las manifestaciones de este derecho. Pues bien, entendido dicho límite en el plano constitucional, cuando se trata de conflictos entre derechos fundamentales su preservación se garantiza mediante la delimitación de éstos, tal y como se ha efectuado en este caso[48].
A partir de los arts. 9.2 CEDH y 18.3 PIDCP, anteriormente citados, podemos integrar, asimismo, en esa noción de orden público la seguridad, la salud y la moral públicas (como por otra parte se cuida de hacer el art. 3.1 LOLR). Pues bien es claro que en el caso que nos ocupa no hay afectación de la seguridad o de la moral pública. Y tampoco la hay en cuanto a la salud, ya que los textos internacionales, que sirven de pauta para la interpretación de nuestras normas (art. 10.2 CE), se refieren en los preceptos citados a la salud pública, entendida con referencia a los riesgos para la salud en general[49].
Las acciones que se exigen a los padres-garantes en el presente caso:
Sentados los anteriores extremos, procederemos al examen de qué concretas acciones se exigían a los padres, en el caso sometido a nuestra consideración, en relación con la prestación del tratamiento médico autorizado por la resolución judicial[50].
En primer lugar, se les exigía una acción suasoria sobre el hijo a fin de que éste consintiera en la transfusión de sangre. Ello supone la exigencia de una concreta y específica actuación de los padres que es radicalmente contraria a sus convicciones religiosas. Más aún, de una actuación que es contradictoria, desde la perspectiva de su destinatario, con las enseñanzas que le fueron transmitidas a lo largo de sus trece años de vida. Y ello, además, sobre la base de una mera hipótesis acerca de la eficacia y posibilidades de éxito de tal intento de convencimiento contra la educación transmitida durante dichos años[51].
En segundo lugar, se les exigía la autorización de la transfusión, a la que se había opuesto el menor en su momento. Ello supone, al igual que en el caso anterior, la exigencia de una concreta y específica actuación radicalmente contraria a sus convicciones religiosas, además de ser también contraria a la voluntad –claramente manifestada- del menor. Supone, por otra parte, trasladar a los padres la adopción de una decisión desechada por los médicos e incluso por la autoridad judicial –una vez conocida la reacción del menor-, según los términos expuestos en el párrafo tercero del relato de hechos probados de la sentencia de instancia [antecedente 2 b) y fundamento jurídico tercero, apartado c), ambos de la presente Sentencia][52].
En tercer lugar, es oportuno señalar que los padres, ahora recurrentes, llevaron al hijo a los hospitales, lo sometieron a los cuidados médicos, no se opusieron nunca a la actuación de los poderes públicos para salvaguardar su vida e incluso acataron, desde el primer momento, la decisión judicial que autorizaba la transfusión, bien que ésta se llevara a cabo tardíamente (concretamente, cuando se concedió una segunda autorización judicial, varios días después de la primera). Los riesgos para la vida del menor se acrecentaron, ciertamente, en la medida en que pasaban los días sin llegar a procederse a la transfusión, al no conocerse soluciones alternativas a ésta, si bien consta, en todo caso, que los padres siguieron procurando las atenciones médicas al menor[53].
Partiendo de las consideraciones expuestas cabe concluir que la exigencia a los padres de una actuación suasoria o de una actuación permisiva de la transfusión lo es, en realidad, de una actuación que afecta negativamente al propio núcleo o centro de sus convicciones religiosas. Y cabe concluir también que, al propio tiempo, su coherencia con tales convicciones no fue obstáculo para que pusieran al menor en disposición efectiva de que sobre él fuera ejercida la acción tutelar del poder público para su salvaguarda, acción tutelar a cuyo ejercicio en ningún momento se opusieron[54].
En definitiva, acotada la situación real en los términos expuestos, hemos de estimar que la expresada exigencia a los padres de una actuación suasoria o que fuese permisiva de la transfusión, una vez que posibilitaron sin reservas la acción tutelar del poder público para la protección del menor, contradice en su propio núcleo su derecho a la libertad religiosa yendo va más allá del deber que les era exigible en virtud de su especial posición jurídica respecto del hijo menor. En tal sentido, y en el presente caso, la condición de garante de los padres no se extendía al cumplimiento de tales exigencias[55].
Así pues, debemos concluir que la actuación de los ahora recurrentes se halla amparada por el derecho fundamental a la libertad religiosa (art. 16.1 CE). Por ello ha de entenderse vulnerado tal derecho por las Sentencias recurridas en amparo[56].
¿Ha existido realmente violación del principio de legalidad penal?
Debemos examinar, a continuación, si se ha producido la vulneración del principio de legalidad penal (derecho a la legalidad penal), que proclama el art. 25.1 CE. Pues bien, en este caso la vulneración del principio de legalidad es inherente a la vulneración del derecho a la libertad religiosa, por lo que resulta innecesario un pronunciamiento sobre el particular[57].
¿Existió realmente violación del derecho fundamental de libertad religiosa?
Como ya se ha expresado, en el presente caso los padres del menor fallecido invocaron su derecho a la libertad religiosa como fundamento de su actitud omisiva y, al mismo tiempo, posibilitaron sin reservas la acción tutelar del poder público para la protección del menor[58].
Por ello procede otorgar el amparo solicitado por vulneración del derecho fundamental a la libertad religiosa (art. 16.1 CE), con la consiguiente anulación de las resoluciones judiciales impugnadas[59].
Consecuencias que derivan de la violación del Derecho fundamental de libertad religiosa:
El Tribunal Constitucional decide: Otorgar el amparo solicitado y, en consecuencia:
1. Reconocer que a los recurrentes en amparo se les ha vulnerado su derecho fundamental a la libertad religiosa (art. 16.1 CE).
2. Restablecer en su derecho a los recurrentes en amparo y, a tal fin, anular las Sentencias de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, ambas –primera y segunda- de fecha 27 de junio de 1997, con el número 950/1997, dictadas en el recurso de casación núm. 3248/1996.
Informações Sobre os Autores
Mª Lourdes Labaca Zabala
Profesora de la Facultad de Derecho de la Universidad del País Vasco
Doctora por la Universidad de Oviedo
Blanca Gamboa Uribarren
Profesora de la Facultad de Derecho de la Universidad del País Vasco
Jaione Arieta-Araunabeña Alzaga
Profesora de la Facultad de Derecho de la Universidad del País Vasco