A. Acto administrativo
El acto administrativo es la “Declaración de voluntad de un órgano de la Administración pública, de naturaleza reglada o discrecional, susceptible de crear, con eficacia particular o general, obligaciones, facultades, o situaciones jurídicas de naturaleza administrativa.”1
Existen diversos criterios para clasificar los actos administrativos. Uno de ellos parte de la relación que guarda la voluntad creadora del acto con la ley. Es así, entonces, que los actos administrativos pueden clasificarse en dos categorías: el acto obligatorio, reglado o vinculado y el acto discrecional.
a) El acto obligatorio. Es aquel que constituye la mera ejecución de la ley, el cumplimiento de una obligación que la norma impone a la administración cuando se han efectuado determinadas condiciones de hecho. En esta clase de actos, la ley determina exactamente no sólo la autoridad competente para actuar, sino también si ésta debe actuar y cómo debe actuar, estableciendo las condiciones de la actividad administrativa de modo de no dejar margen a la diversidad de resoluciones, según la apreciación subjetiva que el agente haga de las circunstancias del caso. Este tipo de actos es el que en la jurisprudencia y doctrina de los Estados Unidos de América del Norte se conoce como el nombre de actos ministeriales y constituye la base del writ of mandamus.
b) El acto discrecional. Tiene lugar cuando la ley deja a la administración un poder libre de apreciación para decidir si debe obrar o abstenerse, o en que momento debe obrar, o cómo debe obrar o, en fin, qué contenido va a dar a su actuación. Por lo general, de los términos mismos que use la ley podrá deducirse si ella concede a las autoridades una facultad discrecional. Así, normalmente, cuando la ley use términos que no sean imperativos, sino permisivos o facultativos, se estará frente al otorgamiento de un poder discrecional. Igual cosa ocurriría en todos aquellos casos en que la ley deje a la autoridad libertad de decidir su actuación por consideraciones principalmente de carácter subjetivo, tales como las de conveniencia, necesidad, equidad, razonabilidad, suficiencia, exigencia del interés u orden público, etcétera, lo mismo que cuando en la ley se prevean dos o más posibles actuaciones en un mismo caso y no se imponga ninguna de ellas con carácter obligatorio.
Rafael de Pina define el acto discrecional en los siguientes términos: “Acto de la autoridad realizado en el ejercicio de la potestad de esta naturaleza, reservada con carácter excepcional a los órganos personales de la Administración pública, para la resolución de determinad orden de cuestiones. El acto discrecional no queda fuera de la posibilidad legal de la impugnación.”2
El acto discrecional se presenta en el derecho administrativo derivado del ejercicio de una atribución expresa. Es el acto administrativo que tiene su fundamento en una ley o reglamento que deja al órgano ejecutor un poder libre de apreciación para decidir si debe obrar, cómo debe obrar, cuándo debe obrar y cuál va a ser el contenido de su actuación, como dice Bonnard: “el poder discrecional consiste en la apreciación dejada a la administración para decidir lo que es oportuno hacer”.
El acto discrecional consiste en que los órganos del Estado pueden decidir su actuación o abstención, estableciendo los límites y contenidos de los mismos, debiendo tomar en consideración la oportunidad, la necesidad, la técnica, la justicia o igualdad o las razones para actuar de una determinada forma según el caso y de conformidad con las restricciones establecidas por la ley.
El exceso que la autoridad tenga en el ejercicio del acto discrecional es lo que la legislación administrativa y la doctrina francesa llaman desvío de poder (detournement de pouvoir) y que consiste, según la jurisprudencia del Consejo de Estado Francés, en que éste se presenta cuando el órgano administrativo competente, al emitir el acto administrativo, perseguiría una finalidad diversa de la que conforme a la ley debería ser perseguida.
Por lo que se puede afirmar que el acto discrecional lo ejerce la autoridad administrativa en forma libre, apegándose a los límites que le señala la ley que es la que delimita su esfera de competencia.
El acto discrecional, que es un acto administrativo, se presenta cuando la propia ley faculta a la administración con un poder libre de apreciación para decidir su actuación y el contenido de ésta. Por regla general, de los términos que use la ley se podrá deducir si ella concede o no a la autoridad una facultad discrecional, es así que normalmente cuando la ley utiliza términos que son facultativos, no imperativos, se ésta frente al otorgamiento de un poder discrecional. De igual forma ocurre en aquellos casos en que la ley deja a la autoridad libertad de decidir su actuación por consideraciones subjetivas como las de necesidad, oportunidad, justicia, equidad, razonabilidad, racionalidad, suficiencia, exigencia del interés público o del interés social, etc. Se presenta la misma discrecionalidad cuando el supuesto jurídico comprenda dos o más posibles respuestas en un mismo caso y no imponga ninguna de ellas con carácter obligatorio.
En la práctica, entre más elevada jerarquía tiene el órgano administrativo competente, se le otorgan mayores y más amplias facultades discrecionales.
Los elementos del acto discrecional son los del acto administrativo, pero con las siguientes particularidades:
· Siempre son parte de la competencia del órgano administrativo;
· Sus límites están señalados por la ley;
· La ley debe autorizar al órgano administrativo para actuar con cierta libertad y,
· Es el propio órgano el que debe estar autorizado para fijar las diversas modalidades de su actuación.
En la legislación mexicana la discrecionalidad de los órganos administrativos es muy extensa, desde las facultades que la Constitución otorga al Poder Ejecutivo Federal para hacer abandonar a los extranjeros el territorio nacional, hasta la de los órganos especializados como la Comisión de Inversiones Extranjeras a la que la Ley de Inversiones Extranjeras la faculta para que discrecionalmente autorice la inversión directa extranjera.
El principio de legalidad contenido en la Constitución, al cual deben atenerse todos los actos discrecionales, debe entenderse desde el punto de vista material, es decir, la norma en que se funda cualquier decisión individual, debe ser de carácter abstracto e impersonal y expedida con anterioridad al momento de su aplicación. En todo caso, todo acto discrecional debe estar previsto por el orden jurídico.
Entre el acto obligatorio y el acto discrecional no existe una línea perfecta de separación. Entre ellos existe una infinita variedad en la que concurren los caracteres de uno y de otro, en grados muy diversos. Esto se explica porque al concederse por ley facultades discrecionales a la autoridad encargada de hacer un acto, dichas facultades normalmente se refieren, más que a la realización de acto en su integridad, sólo a algunos de los elementos del mismo, tales como el motivo o el objeto del acto. De esta manera puede muy bien ocurrir que la ley otorgue discreción para juzgar si existe motivo bastante que cause la intervención de la autoridad, pero que obliga a ésta a realizar un acto determinado, una vez que discrecionalmente se ha llegado a la conclusión de que el motivo existe o por el contrario, que siendo la ley la que fije los motivos, se deje en libertad a la autoridad competente para determinar el contenido mismo de su actuación.
Por lo demás, en la actuación de la administración es muy frecuente la necesidad de hacer apreciaciones sobre hechos pasados o bien sobre consecuencias futuras de una medida determinada. En estos casos forzosamente debe existir una libertad para la autoridad respectiva, pues de otra manera no podría calificar la existencia de un hecho cuando haya pruebas contradictorias, o calificarlo cuando sólo pueda apreciarse por elementos técnicos, o determinar las consecuencias de un acto cuando también sean elementos técnicos los únicos que puedan servir para estimar estas consecuencias, como ocurre en el caso de adopción de medidas de carácter económico, de carácter sanitario, etc.
Naturalmente que en estos últimos casos, a los que se ha llamado de discrecionalidad técnica, la actuación de la autoridad correspondiente si bien no está ligada por las disposiciones de la ley, sí lo está por los mismos elementos técnicos que deben encauzar la actividad administrativa que dentro de ese dominio se hace.
Es el acto jurídico general o individual, por medio del cual un órgano administrativo transmite parte de sus poderes o facultades a otro órgano. Para que la delegación de competencia sea regular es necesario que se satisfagan ciertas condiciones:
La delegación debe estar prevista por la ley;
El órgano delegante debe estar autorizado para transmitir parte de sus poderes;
Que el órgano delegado pueda legalmente recibir esos poderes;
Que los poderes transmitidos puedan ser materia de la delegación.
La falta de una de estas condiciones hace nula de pleno derecho a la delegación, en razón de que la competencia es siempre un asunto de orden público.
Por su objeto, la delegación administrativa debe estar autorizada por la ley o por un ordenamiento de carácter general. No será suficiente encontrar razones justificadas de eficiente y de eficaz administración, para apoyar una delegación de facultades, si ésta no se prevee en la ley.
Salvo lo que prevenga la ley, la delegación de competencia puede llevarse al cabo por medio de un decreto o acuerdo general administrativo o de un acto administrativo concreto. En el primer caso, será indispensable la publicación en el Diario Oficial de la Federación del decreto o acuerdo; en el segundo, se requerirá que cada vez que se ejerza la competencia delegada se invoque el acto de delegación (número y fecha del documento en que consta).
La delegación de facultades siempre será parcial, ninguna autoridad podrá delegar el ejercicio total de sus atribuciones esto último, de hacerse, llevaría a pensar en una real sustitución de órganos.
Otro límite surge de la natural modificación que se produce en el orden de ejercicio de las competencia de los órganos delegante y delegado. Como expresa Laubadere, “la autoridad delegante, en tanto que dura la delegación no puede ejercer su competencia en el dominio de lo delegado”. Es decir, que hecha la delegación de facultades, la autoridad delegante está renunciando a ejercerlas y la única legitimada para usarlas es la autoridad delegada.
Es criterio totalmente erróneo, sostener que después de delegar sus facultades, la autoridad delegante todavía puede ejercerlas, simultáneamente con la autoridad delegada. Simplemente, aceptarlo, implicaría subvertir el sentido propio y natural de la delegación de facultades. O se renuncia al ejercicio de un grupo de atribuciones y para ello se otorga la delegación o con toda y ésta, se conserva su ejercicio, pero entonces habrá coexistencia o concurrencia de órganos competentes y en este último caso habrá que señalarlo expresamente en el texto legal como lo vienen haciendo varios reglamentos interiores de secretarías de estado.
Luego, por naturaleza propia, la delegación acrecienta la competencia del órgano delegado pero con detrimento de la del órgano delegante. Esto así lo entiende Manuel María Díez al afirmar lo siguiente: “la delegación de competencia en el campo de la Administración se produce cuando el superior jerárquico transfiere parte de sus atribuciones al inferior aumentando así la esfera de su competencia, […] por la delegación el órgano superior disminuye en parte su competencia en beneficio del inferior”.
Presentan semejanza ambos conceptos, pero conservan líneas firmes de diferencia. Las facultades que se ejercen por el delegado no es en interés del delegante, como sucede entre el representante y el representado, aquel interés lo constituye la función administrativa que se desarrolla y que finalmente resulta ser un interés común. El delegado ejerce atribuciones propias y el representante no; los actos del delegado jurídicamente producen sus efectos para sí y no para el delegante, en tanto que el representado recibe los efectos jurídicos por los actos de su representante.
Por principio es la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal la que establece o autoriza la delegación administrativa en el artículo 16. Determina que autoridades pueden otorgarla, esto es, los titulares de las secretarías de Estado y de los departamentos administrativos. Señala a favor de quienes se otorga, es decir, los funcionarios que son sus subalternos y que se describen en los artículo 14 y 15 de la misma ley. Cumple además con la cuarta condición, al fijar que facultades pueden ser objeto de la delegación. Todas, menos las que por ley o el reglamento interior deban ser ejercidas precisamente por aquellos titulares.
El texto del artículo 16 es el siguiente: “Corresponde originalmente a los titulares de las Secretarías de Estado y Departamentos Administrativos el trámite y resolución de los asuntos de su competencia, pero para la mejor organización del trabajo podrán delegar en los funcionarios a que se refieren los artículos 14 y 15, cualesquiera de sus facultades, excepto aquéllas que por disposición de la ley o del reglamento interior respectivo, deban ser ejercidas precisamente por dichos titulares. En los casos en que la delegación de facultades recaiga en jefes de oficina, de sección y de mesa de las Secretarías de Estado y Departamentos Administrativos, aquellos conservarán su calidad de trabajadores de base en los términos de la Ley Federal de los Trabajadores al Servicio del Estado”.
En otras leyes y en los reglamentos interiores de las secretarías de Estado, se localizan textos que autorizan la delegación de facultades entre órganos administrativos jerarquizados distintos a los citados por el artículo 16 transcrito. Pero también se llega a autorizar la delegación entre órganos que no guardan entre sí ninguna relación de jerarquía burocrática. Recuérdese, a este respecto, los convenios de coordinación administrativa elaborados entre el gobierno federal y los gobiernos de los estados.
La validez de los actos administrativos depende de que en ellos concurran los elementos internos y externos. En el caso de falta absoluta o parcial de alguno de dichos elementos, la ley establece sanciones que pueden consistir desde la aplicación de una medida disciplinaria, sin afectar las consecuencias propias del acto, hasta la privación absoluta de todo efecto de éste.
La doctrina de derecho común ha formulado una teoría general de las nulidades de los actos civiles irregulares. Dentro de ella se reconocen varios grados de invalidez. Estos grados son, según la doctrina clásica admitida por la legislación civil, la inexistencia, la nulidad absoluta y la nulidad relativa. Esta última, también denominada anulabilidad, es la que se desarrollará en esta parte de la investigación, no sin antes continuar explicando los demás grados de invalidez.
Un acto jurídico es inexistente cuando le falta uno o más de sus elementos orgánicos o específicos. El artículo 2224 del Código Civil señala que “El acto jurídico inexistente por falta de consentimiento o de objeto que puede ser materia de él, no producirá efecto legal alguno. No es susceptible de valer por confirmación ni por prescripción; su inexistencia puede invocarse por todo interesado.”
Al lado del acto inexistente se encuentra el acto nulo. “La nulidad de un acto se reconoce en que uno de sus elementos orgánicos, voluntad, objeto, forma, se ha realizado imperfectamente, o en que el fin que perseguían los autores del acto está directa o expresamente condenado la ley. Se acepta la noción de nulidad absoluta tal como la doctrina clásica la concibe: una nulidad de esa naturaleza puede ser invocada por todos los interesados, que no desaparece ni por la confirmación ni por la prescripción, que una vez pronunciada por sentencia no deja ningún efecto atrás […] es relativa toda nulidad que no corresponde rigurosamente a la noción de la nulidad absoluta así enunciada.
Desgraciadamente, en el derecho administrativo no es posible formar una teoría de la invalidez de los actos jurídicos que pueda presentar lineamientos tan marcados como los que se acaban de exponer.”3
Resulta difícil que coincidan en un mismo caso de nulidad de acto administrativo todos los caracteres en el derecho civil se asignan a la nulidad absoluta ni tampoco los que correspondan a la nulidad relativa, además de la imposibilidad de definir de antemano qué extensión y que carácter ha de tener la nulidad de cada irregularidad jurídica. Y si se tiene en cuenta que la nulidad absoluta y la anulabilidad no se distinguen por sus efectos, sino sólo por la manera como se realiza la eliminación de la disposición irregular, se comprenderá que no se pueden trasladar al derecho administrativo los conceptos básicos del derecho civil en materia de nulidades y que ni siquiera puede aceptarse la separación de dos clases de nulidades, la absoluta y la relativa.
Es entonces necesario señalar algunos lineamientos que puedan servir para formar un criterio sobre la irregularidad de los actos administrativos.
En el derecho administrativo existen actos afectados de irregularidad por tener un vicio en alguno de sus elementos constitutivos.
Para Rafael de Pina, “Califícase de anulable el acto jurídico en cuya constitución existe un vicio susceptible de provocar la declaración de su ineficacia, pero que es eficaz en tanto no sea declarado nulo. La anulabilidad se conoce también con la denominación de nulidad relativa.”4
Sentados estos precedente, conviene señalar algunas de las principales sanciones a los actos administrativos irregulares:
· Por vicios en la voluntad. Puede ocurrir que el acto se haya efectuado, por error, dolo o violencia. En ese caso el acto se encuentra viciado, y en consecuencia es irregular. Generalmente, el acto nulo por estas causas podrá ser confirmado por la autoridad administrativa tan pronto como cesen esas circunstancias.
· Por irregularidad u omisión de formas. Se presentan casos en los que la forma se llena en un caso determinado, pero de un modo irregular. Pues bien, cuando la forma se infringe, debe concluirse que el acto debe ser nulificado, siempre que aquélla se encuentre establecida no sólo como una garantía de que las decisiones son correctas, sino como una garantía para el derecho de los particulares. Asimismo, pueden existir irregularidades de forma que no tienen influencia sobre el acto, como por ejemplo cuando la formalidad se encuentra establecida sólo en interés de la administración. En este caso, la conclusión debe ser la de que la sanción de la irregularidad no es forzosamente la nulidad, pues, o bien sólo es ineficaz la parte irregular del acto, o la irregularidad puede ser corregida sin que el propio acto se afecte substancialmente.
· Por inexistencia de los motivos o defectos en la apreciación de su valor. Todo acto jurídico presupone motivos que lo generan. Cuando esos motivos faltan, no existe la condición para el ejercicio de la competencia y, por tanto, el acto es irregular. La sanción a esa irregularidad no puede ser otra que la privación de los efectos del acto por medio de la nulidad. Pero no basta que existan los motivos; es necesario, además, que ellos sean apreciados legalmente como antecedentes de un acto administrativo y que éste sea el que la ley determine que se haga cuando aquéllos concurren. Tratándose de la irregularidad que pudiera existir por la apreciación inexacta del motivo o por la falta de oportunidad en la decisión, debe tomarse en cuenta, de la misma manera que respecto de las otras irregularidades que se han estudiado, si el Poder Administrativo goza de facultad discrecional o si tiene una competencia ligada por la ley. En este último caso, la sanción tiene que ser la nulidad.
· Por ilegalidad de los fines del acto. Esta ilegalidad es la que se conoce con el nombre de desviación de poder, o abuso de autoridad, ya que en realidad el Poder Administrativo se desvía y abusa cuando persigue fines distintos de los que la ley señala. Respecto de esta ilegalidad debe tenerse presente que la finalidad que debe perseguir el agente administrativo es siempre la satisfacción del interés público, no cualquiera, sino el interés concreto que debe satisfacerse por medio de la competencia atribuida a cada funcionario. Como la finalidad real del acto puede disimularse tras de una finalidad legal aparente y como, por lo general, la ley no obliga que se exprese en el acto su finalidad, resulta que, con mucha frecuencia, la desviación de la que legalmente debe de tener, queda fuera de la posibilidad de ser sancionada por medio de la nulidad. Sin embargo, en aquéllos en que las circunstancias que concurran revelen cuál es el fin que con el acto se persigue, si se descubre que es un fin no sancionado por la ley, el acto debe ser privado de sus efectos.
Se resume en los puntos siguientes lo que queda por estudiar ahora como último punto en materia de nulidad: la cuestión relativa a determinar qué autoridad es la facultada para dictar la declaración que prive de sus efectos a los actos viciados por alguna de las irregularidades que se han estudiado anteriormente.
· Algunas disposiciones facultan a la misma autoridad administrativa para declarar la nulidad de los actos y resoluciones irregulares que ha emitido;
· Otras leyes otorgan la facultad de declarar la nulidad bien a la misma autoridad administrativa, bien a la autoridad judicial;
· Existen en materia fiscal las disposiciones que previenen por una parte que las resoluciones favorables a los particulares no podrán ser renovadas o nulificadas por las autoridades administrativas, que cuando dichas resoluciones deban ser nulificadas será necesario promover juicio ante el Tribunal Fiscal de la Federación, pero por otra parte se establece un recurso de revocación administrativa del que puede usar el afectado en el caso de que no opte por demandar la nulidad ante el Tribunal Fiscal;
· Algunas legislaciones otorgan competencia a la autoridad judicial, es decir, ante los tribunales competentes de la Federación.
Fuera de los caso en que la ley expresa, se pueden señalar algunas orientaciones para resolver el problema relativo a la determinación de la autoridad competente para dejar sin efecto los actos administrativos viciados de alguna irregularidad.
Es indudable que si el acto es realizado por un órgano administrativo sometido a otro jerárquicamente superior, la declaración de nulidad puede decretarse por éste, a petición de parte o de oficio.
También parece indiscutible que si un acto impone obligaciones o cargas a un particular, no hay ningún obstáculo para que lo nulifique la propia autoridad que lo ha dictado.
Nota:
1. Pina, Rafael de. Diccionario de derecho, México, Porrúa, 1965, p. 13.
2. Ibíd., p. 15.
3. Fraga, Gabino. Derecho administrativo, 13ª ed, México, Porrúa, 1969, p. 307.
4. Pina, op. cit, p. 13.
Bibliografía:
Acosta Romero, Miguel. Teoría general del derecho administrativo, 3ª ed, México, Porrúa, 1979.
Diccionario Jurídico Mexicano, 4 vols., 9ª ed., UNAM / Porrúa, México, 1996.
Fraga, Gabino. Derecho administrativo, 13ª ed, México, Porrúa, 1969.
Pina, Rafael de. Diccionario de derecho, México, Porrúa, 1965.
Serra Rojas, Andrés. Derecho administrativo, 12ª ed, México, Porrúa, 1983.
Tena Ramírez, Felipe. Derecho constitucional mexicano, 9ª ed, México, UNAM, 1968.
Informações Sobre o Autor
Pablo Fernández de Castro
Membro do Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Autónoma de México.