Sumario: 1. Presentación. 2. La dogmática de los elementos y/o requisitos del negocio jurídico. Polémica. 3. Los requisitos del contrato en el Código civil español como antecedente normativo del Código de 1987. Influencia de otras codificaciones en el texto actual. 4. El objeto del contrato. Planteamiento preliminar. 4.1. De la delimitación del concepto y de su naturaleza jurídica. 4.2. Sobre los requisitos del objeto. 4.3. El objeto del contrato en el Derecho civil cubano. 4.3. Consideraciones finales. 5. La causa del contrato. 5.1. a) El causalismo subjetivo en los sistemas francés y español, b) el causalismo objetivo en el sistema italiano c) el sistema germánico: la distinción entre negocios abstractos y causales. Fundamentos e interacción. 5.1.1. Sobre la consideration en el sistema de Common Law. 5.2. Interpretación histórico-sistemática de la cuestión en el Código civil cubano. Preceptos involucrados en el análisis. 5.2.1. La “(in)utilidad” de la causa como requisito esencial del contrato en el Código civil cubano. Recapitulación. 6. La forma. 6.1. Funciones de la forma en el negocio contractual. Contratos formales y solemnes. 6.1.1. Exégesis de los artículos 51, 67, 313, y 191. 6.1.2. Contratos consensuales, formales y solemnes en el Código de 1987. 6.1.2. Contratos consensuales, formales y solemnes en el Código de 1987. 7. Reflexiones a modo de conclusión.b
1. Presentación.
No se abordarán aquí todos los llamados elementos o requisitos del negocio jurídico.[1] Solamente serán examinados tres de ellos que adquieren, en sede contractual, una peculiar connotación, dada, esencialmente, por el silencio del texto normativo vigente respecto de su reconocimiento o no como tales, con las consecuencias jurídico-prácticas que ello conlleva. Se tratará pues, del objeto, causa, y forma del contrato, partiendo de la doctrina para glosar desde una perspectiva teórico-científica su regulación normativa en el Código civil cubano, texto que cumple el vigésimo aniversario de su promulgación en este año 2007.
2. La dogmática de los elementos y/o requisitos del negocio jurídico. Polémica.
La determinación de los elementos del negocio, es de gran interés a los efectos de fijar el valor que debe atribuírsele a cada uno de ellos para la validez y eficacia del negocio.
La clasificación escolástica los divide en elementos esenciales, que son aquellos sin los cuales el negocio no puede existir, y ellos son a su vez, esenciales comunes (consentimiento, objeto y causa), y esenciales particulares o especiales (forma); elementos naturales, entendidos como aquellos propios de la naturaleza del negocio en particular y que constituyen más bien, consecuencias que por su esencia deberá producir (V.gr.: saneamiento por vicios ocultos en el contrato de compraventa); y elementos accidentales, los que añadidos por voluntad de las partes, o sea, “accidentalmente” y no siempre, deberán ser obligatoriamente respetados, una vez que fueron insertados (dies, conditio, modus).[2]
Esta clasificación, no obstante ser la más conocida y aún empleada didáctica y prácticamente, ha sido objeto de críticas. Se plantea que es una incorrección lógica utilizar criterios diversos para cada grupo: Los elementos esenciales se refieren a cada tipo de negocio; los naturales son efectos atribuidos ex lege; y los accidentales, una vez inmersos devienen esenciales de cada negocio en particular.[3]
Por estas razones, la doctrina ha acogido la distinción entre elementos y requisitos, constituyendo los primeros los componentes del contrato (sujetos, objeto y voluntad) y los segundos, aquellas exigencias del ordenamiento jurídico para la validez y eficacia. En sede de requisitos entonces, se reconduce la clasificación de los elementos, delimitándose los requisitos generales -capacidad jurídica, legitimación-, los requisitos propios específicos de cada tipo contractual- y requisitos de eficacia establecidos por los particulares.
Puede entonces, resumirse conceptualmente, que los elementos del contrato son aquellos componentes que entran a formar parte de la configuración del contrato. Para que el contrato exista es necesaria la presencia de sujetos, intereses materiales que afecten a esos sujetos y una determinada actividad mediante la cual los sujetos declaran su voluntad e implantan su declaración dotándola de vigencia preceptiva entre ellos.
Para Díez Picazo son una realidad exterior y anterior lógica y cronológicamente al contrato[4]. Pero esta aseveración parece más bien referirse a los presupuestos del negocio que a los elementos, si se toma como definición de los presupuestos la siguiente: Los presupuestos o requisitos del contrato son determinadas situaciones, relaciones y hechos previos extraños a la estructura y contenido del negocio que el ordenamiento jurídico considera como necesarias para que el contrato se concierte con plena validez y eficacia. (V.gr.: la capacidad de las partes; la ausencia de vicios en la voluntad, la legitimación en ciertos tipos de negocios.) Para Giuseppe Branca[5] son lo “que sirve de base al negocio” y distingue los presupuestos de validez de los presupuestos legales de eficacia.
Quiere ello decir que los elementos conforman la estructura del negocio y los presupuestos o requisitos son requerimientos anteriores al negocio mismo.[6]
3. Los requisitos del contrato en el Código civil español como antecedente normativo del Código de 1987. Influencia de otras codificaciones en el texto actual.
Según el artículo 1.261 del Código civil español “no hay contrato sino cuando concurren los requisitos siguientes: 1º. Consentimiento de los contratantes. 2º. Objeto cierto que sea materia del contrato. 3º. Causa de la obligación que se establezca.
De la lectura del precepto, se deriva como primera apreciación, el reconocimiento -al menos formal- de la categoría inexistencia, de la que no pueden predicarse más ni distintos efectos que los que produce la propia nulidad,[7] pues se trata de supuestos cuya esencialidad es tal que operan en el plano de la vida misma del acto, más que en el de la validez. Sin embargo, no hay en el desarrollo posterior de los requisitos claridad respecto a si su ausencia daría lugar a una inexistencia, toda vez que este modo de ineficacia, se mueve en el plano del ser (fáctico) y no en el del deber ser (normativo).
Este artículo intentó estar a tono con la modernización de las concepciones doctrinales de la época que partían del análisis crítico del Code de 1804, y responde por tanto, más que a la letra de su homólogo 1.108 del mencionado texto normativo, a los comentarios científicos de Demolombe, Baudry-Lacantinerie, Laurent entre otras connotadas voces de la civilística francesa.
En sus comentarios al artículo 1.261 Rams Albesa afirma que “su contenido material no agota ni aclara suficientemente la caracterización estructural del contrato de modo y manera que a partir de él pudiera dilucidarse qué convenciones son contratos (con verdadera fuerza de ley entre las partes contratantes) y cuáles otras efectivamente no lo son o no deben serlo (…)”[8]
Agrega además que “estamos en presencia de un precepto frustrado respecto de su concepción estructural y su vocación teleológica, que tan apenas sirve para jugar un papel de test inicial y selectivo para el análisis judicial a fin de distinguir entre los acuerdos de voluntades que tienen fuerza de ley entre las partes y aquellos que no merecen recibir la adecuada protección jurisdiccional (…)” Considera que hay aspectos que resultan inabordables desde la perspectiva que ofrece el artículo, “ sobre todo por lo que hace referencia al objeto y la causa, que admiten toda suerte, o casi, de retorcimientos interpretativos y favorecen la creación de una jurisprudencia errática y teorizante, ya que se mueve más en función de las teorías que como consecuencia de la subsunción de los hechos a una concreta disciplina normativa.” [9]
En el Código cubano vigente no aparecen reconocidos taxativamente[10] los requisitos del contrato, ni tampoco del acto jurídico, aun teniendo en cuenta que consta de una parte general que disciplina la teoría del acto jurídico con pretensiones de generalidad y abstracción propias de la instrumentalidad de la categoría negocio jurídico. Sin embargo, mucho se ha especulado acerca de su tácito reconocimiento por el legislador cubano, colocándose los intérpretes de la ley patria, en posiciones que van desde considerar que el texto sustantivo de 1987 es anticausalista -criterio que se acuñó sobre todo en los primeros años de su vigencia- hasta quienes, no tan seguros de esto, escudriñan los preceptos y debaten en el ámbito académico y en foros científicos sobre la posible existencia de la noción de causa como elemento del negocio. Pero no existe acuerdo en la doctrina nacional.[11] Lo cierto es que tampoco se mencionan expresamente el consentimiento ni el objeto y ello no despoja estos elementos de su importancia en la configuración del negocio jurídico contractual.[12]
4. El objeto del contrato. Planteamiento preliminar.
Desde su génesis y desarrollo dogmático en la doctrina alemana del siglo XIX[13], el concepto negocio jurídico ha sido venerado por muchos y negado por algunos, pero nunca ha pasado inadvertido para los teóricos del sistema romano francés. [14]
Profusas páginas han sido escritas sobre todo lo relacionado con esta institución, y en muchas cuestiones se ha llegado a unánime acuerdo desde el punto de vista de la construcción teórica de las categorías vinculadas a ella y de la utilidad metodológica de la abstracción que la definición de negocio representa.
En otros temas no ha sido tan feliz el discurrir teórico y es este el caso del objeto del negocio. Para adentrarse en el estudio del objeto vale una aclaración previa: se hará referencia esencialmente al objeto del negocio contractual y no al negocio jurídico en general en cuyo supuesto los análisis podrían tomar caminos diferentes, pero no constituyen centro de estas reflexiones,[15] aunque no debe perderse de vista el hecho de que las pautas del negocio jurídico se obtienen por generalización de las reglas sobre los contratos y su aplicación a otros actos. Sin embargo, aquí se construirá la temática a contrario sensu, toda vez que el razonamiento se emprende desde el género negocio, para llegar a la especie contrato.
Tomando en consideración las precisiones terminológicas que se han hecho supra respecto a la distinción entre elementos y requisitos, caben entonces algunas interrogantes: ¿Cuál es la naturaleza jurídica del objeto del contrato: la de elemento, o la de requisito o presupuesto del mismo? ¿Podría decirse que es elemento y presupuesto simultáneamente? ¿Qué es, en definitiva el objeto del contrato? Las respuestas a estas preguntas pueden repercutir en sede de ineficacia contractual en atención a la regulación legal de esta materia en los diferentes ordenamientos jurídicos.
4.1. De la delimitación del concepto y de su naturaleza jurídica.
Se ha dicho con frecuencia que el objeto del negocio en general y del contrato en particular es uno de los temas más oscuros y complejos en la teoría del negocio jurídico, verdad que ha sido reconocida por los más prominentes civilistas,[16] quienes a pesar de haber detectado y abordado el fenómeno no han logrado consenso respecto al mismo[17], como tampoco las legislaciones ni la jurisprudencia.
Albaladejo señala que “el sujeto (o los sujetos), el objeto, y el fin, no son elementos o componentes del negocio, sino cosas externas al mismo. Así en la compraventa, por ejemplo, el contrato (negocio) es algo aparte del comprador y del vendedor (entre los que se celebra), de la prestación de lo comprado y de su precio (sobre los que el contrato recae) y del cambio de lo uno por lo otro (cambio que es el fin perseguido mediante la compraventa)”. (sic)[18]
Esta aseveración despoja de utilidad la noción de elementos del negocio, pues si no lo son el sujeto, ni el objeto, ni la causa, no quedaría más que pensar que si elemento ha de ser algo interno del contrato, resta únicamente el contenido del contrato para asimilarlo a los elementos cuando ya se ha visto que son diferentes.
¿Es el objeto entonces elemento, o requisito o presupuesto del negocio contractual?
Para dilucidar tal cuestión debe emprenderse la delimitación del concepto mismo de objeto.
La polisemia del vocablo ha incidido en que sea considerado multívoco. ¿Objeto es causa o fin, o es cosa, o servicio, o prestación, o efectos? ¿O acaso implica un poco de todas o sólo uno de estas acepciones? No caben dudas de que la determinación del concepto transita por terrenos movedizos.
Queda claro que el consentimiento no se confunde con el objeto pues el primero se proyecta sobre el segundo, el consentimiento es lo interno dirigido a lo externo. Por otro lado están las nociones de contenido y de efectos del contrato, aparentemente similares pero también visiblemente distinguibles: Contenido es regla de conducta[19]; efectos es creación, modificación o extinción de una obligación.[20] El contenido del contrato es reglamentario al estar conformado por reglas de conducta de obligatoria observancia porque establecen los deberes y derechos de las partes. Los efectos del contrato son consecuencias de éste, y por ello son posteriores al mismo ya que surgen por el hecho de haberse celebrado el contrato. Los efectos jurídicos no están marcados sólo por lo querido por las partes, sino que surgen de lo querido por ellas pero dentro de lo previsto por el ordenamiento jurídico. Y esto no contradice la propia definición y naturaleza del negocio jurídico, en el que la voluntad se supedita e interrelaciona dialécticamente con la ley, sino que la reafirma.
Sin embargo no es tan nítida la distinción con otras figuras. De hecho, en el artículo 1126 del Código francés se precisa el objeto del contrato como aquello a lo que alguien se obliga a dar, hacer o no hacer. Para Demolombe, el objeto del contrato no es sino el objeto de la obligación que el contrato produce.[21] El Código español, por su parte, alude a cosas y servicios en el artículo 1271 a lo que se ha objetado que hay tipos contractuales como la cesión de créditos, la asunción de deuda, el precontrato y el convenio arbitral a los que no es aplicable la supradicha definición.[22] En el Derecho alemán y en el Derecho italiano también se deduce la sinonimia objeto-prestación, perdiendo de vista que la prestación es objeto de la relación obligatoria cualquiera que sea su fuente. No ha faltado la postura que plantea que sólo elípticamente puede hablarse de objeto del contrato, pues en realidad el contrato no es el que tiene objeto, sino la obligación.[23]
Ordoquí Castilla establece un orden progresivo y jerárquico diciendo que el objeto inmediato del contrato es la obligación que de él surge, el objeto inmediato de la obligación es la prestación y el objeto inmediato de la prestación es el hecho, cosa o servicio de que se trate; y, por tanto, en un silogismo se concluye que la prestación es el objeto mediato del contrato.[24]
Las principales posturas pueden sistematizarse como sigue:
– El objeto como fin: Todo negocio persigue un fin, se propone un objeto. Siguiendo esta línea habría que remitirse a la teoría de la causa en su aspecto sujetivo y perdería autonomía la figura del objeto o la de la causa, al unificar a ambas en un concepto.
– El objeto como cosa, servicio o prestación: Ya se ha dicho al respecto que genera el inconveniente de dejar fuera del ámbito de aplicación del concepto a determinados negocios, fundamentalmente no patrimoniales y que genera confusión con el objeto de la obligación. También se ha criticado con acierto que si las cosas son las conforman el mundo físico sensorial común, se hace imprecisa la referencia a medida que avanzan las aplicaciones de la investigación científica o se generalizan abstracciones y ficciones propiamente jurídicas. En esta propia línea, al comentar los artículos 1.271 y 1.272 del Código español, Rams Albesa ha considerado un desacierto técnico considerar que “el contenido de las obligaciones de hacer o no hacer se presente globalmente bajo la denominación de «servicios», ya que la división bipolar entre cosas y servicios se encuentra bastante alejada de ese realismo pedagógico con que se trata de perfilar el objeto del contrato.”[25] (Sic)
– El objeto como materia del negocio: De Castro[26] al referirse a los que denomina elementos específicos del negocio jurídico indica que respecto al objeto o materia habrá de considerarse la especial aptitud de aquel respecto de cada tipo de negocio. Para Albaladejo [27]si se quiere que al hablar de objeto del negocio el concepto tenga alguna utilidad y no sea repetición de otros, debe entenderse que el objeto es aquella realidad sobre la que el negocio versa, la materia de este: bienes, utilidades, intereses, relaciones sobre las que recae la voluntad negocial y que esta regula.[28]
Esta perspicaz postura concilia la principal dificultad que se ha planteado al tratar de precisar la concepción del objeto: la de englobar en un único concepto una realidad caracterizada por la heterogeneidad, dejando fuera del núcleo conceptual las nociones que puedan asimilarse a otros institutos.
Partiendo de esta tesis podría ensayarse reconducir la construcción teórico-conceptual del objeto concibiendo este como un bien jurídico.
El término bien no es un concepto propio del Derecho sino de la Ética, de donde se trasmite a la moderna Axiología. Se definen los bienes como “(…) las cosas más el valor que se les ha incorporado.”[29] Se parte del valor que tienen las cosas, para denominarlas como bien. El valor es la cualidad que hace o convierte a un fenómeno, una relación, un objeto, en un bien. El valor es cualidad y el bien es el ente que posee esa cualidad. El bien es calificado como bien jurídico cuando ese valor es reconocido institucionalmente. Así se puede establecer un símil con el rol de la voluntad en el negocio a los efectos de la producción de determinadas consecuencias jurídicas, que en el plano del negocio jurídico son las queridas por las partes pero a la vez, las reconocidas por ley. Entonces, bien jurídico es aquel fenómeno cuyo valor objetivo es reconocido jurídicamente.
El objeto entendido como bien jurídico entonces podría definirse como aquella esfera de la realidad (relaciones, intereses, conductas) cuyo valor es reconocido por el Derecho como suficiente para erigirse en el eje sobre el que versa el negocio jurídico. Desde este prisma, el objeto es, en consecuencia, elemento y presupuesto lógico del negocio contractual, sin que se genere contradicción, sino que con esta idea se corrobora una de las principales características del Derecho en tanto ciencia social: la imprescindible matización de cualquier perspectiva en análisis.[30]
Ello tiene una repercusión práctica cardinal: Si el objeto es presupuesto, y a la vez elemento esencial, funciona entonces como exigencia de validez del negocio, independientemente de que se regule expresamente o no como tal en la ley e independientemente de que las partes lo mencionen expresamente o se requiera una tarea hermenéutica para determinarlo. Y esto lo reafirma el propio requisito de posibilidad fáctica y de iure que se predica para que el objeto sea admitido como tal. Si tiene que ser posible para que sea objeto del negocio, es porque existe fuera y antes del propio negocio, pero una vez que las partes lo aprehenden para sí en un tipo concreto,[31]se convierte en elemento consustancial a la estructura del negocio y por ende, en elemento esencial de validez.
4.2. Sobre los requisitos del objeto.
Se hizo referencia supra a la posibilidad como uno de los requisitos que debe reunir el objeto del negocio. Son los otros la licitud y la determinación.
– Posibilidad: Implica un poder ser y un poder hacer, una posible existencia actual o futura pues sólo así se producirán los efectos del negocio. Se distingue entre posibilidad fáctica, física, práctica o de hecho (incluso entre ellas se han hecho distinciones sutiles) y la posibilidad legal o jurídica; aunque los contornos entre esta última y la licitud no siempre han quedado bien delimitados por la doctrina.[32] Para que dé lugar a la invalidez del negocio la imposibilidad deberá ser originaria, total y duradera, puesto que si es sobrevenida, parcial o transitoria las consecuencias serán distintas ya que respectivamente irán al ámbito del incumplimiento y de la responsabilidad contractual, quedarán en la esfera de la interpretación o integración de la voluntad negocial en consonancia con el principio de conservación del contrato o podrá dar lugar al fenómeno de la mora.[33]
– Licitud: La idea de ilicitud es más amplia que la de imposibilidad jurídica, pues ésta última se refiere a la objetivación de los bienes excluidos del tráfico jurídico mientras que la idea de ilicitud supone cualquier contradicción con la letra o espíritu de la ley. Es frecuente unir ambas ideas en una definición, y si bien es cierto que su distinción no es diáfana es preciso desigualarlas. Se caracteriza la prestación jurídicamente imposible como aquella que no puede existir porque es incompatible con una norma que debe regirla necesariamente y que constituye un obstáculo insuperable para su realización; por tanto, el imposible jurídico no es la trasgresión de la ley sino lo que según la ley no puede existir porque es contrario a los supuestos lógicos jurídicos de la misma, con la prestación imposible jurídicamente no se viola la ley sino que se intenta en vano sustraerse a ella, mientras que la prestación ilícita es aquella que se establece, pero violando la ley, es lo posible, vedado o reprobado para ese caso; pero no lo imposible, considerando como tal aquello que no puede acaecer por una causa que excluye absolutamente su existencia; porque su ejecución es incompatible con los presupuestos y valores lógico-legales que debe regirla necesariamente. La ilicitud implica que el objeto pretendido sea ilícito en sí mismo, o que lo sea el fin perseguido con su inclusión en el acto (V.gr., encomienda de un homicidio como objeto del contrato; el homicidio como hecho o el interés de ejecutarlo no son bienes jurídicos protegidos, sino todo lo opuesto a esta idea: es la vida el bien protegido). La ilicitud produce la nulidad de la obligación.
– Determinación: El objeto tiene que estar determinado o ser susceptible de determinación, ya que en caso contrario ni el acreedor ni el deudor sabrían a qué atenerse. Es tan obvio que no merece más explicación. Únicamente vale añadirse que si el objeto no llega ha determinarse indefectiblemente el negocio no producirá efectos.
4.3. El objeto del contrato en el Derecho civil cubano.
No aparece en el Código civil cubano como sí en su predecesor, referencia al objeto conjuntamente con el consentimiento y la causa como elementos necesarios para la validez del contrato.
Según los artículos 310 y 311 del Código civil, “el contrato se perfecciona desde que las partes recíprocamente y de modo concordante, manifiestan su voluntad.” “El consentimiento se manifiesta por el concurso de la oferta y la aceptación sobre el objeto del contrato.”
Es el 311 el único precepto en el que se hace mención al objeto del contrato de manera relativamente indicativa de su carácter de elemento del mismo y la redacción de la norma permite sustentar la tesis que se proponía supra: no sólo es elemento sino también presupuesto; toda vez que el consentimiento se manifiesta por el concurso de la oferta y la aceptación sobre el objeto y ello implica que este constituye una realidad previa al contrato en sí, y en consecuencia, de él también depende la validez del acto. Si se conduce el discurso al ámbito de la nulidad se aprecia que no existe precepto determinado que imponga la sanción de nulidad por ilicitud o imposibilidad del objeto, pero en el primer caso se infiere la aplicación del artículo 67 inciso ch (“Son nulos los actos jurídicos realizados en contra de una prohibición legal”) y en el segundo, se torna más arduo determinar el fundamento legal de la imputación de nulidad al negocio realizado con objeto imposible. En cualquier caso quedaría a la reflexión del juzgador la aplicación de este propio precepto en su inciso a) o incluso en el propio ch) en tanto no bastaría el argumento de que al ser el objeto un presupuesto del acto, si es imposible, no existe el negocio pues ya ha sido vista la vaciedad de la categoría inexistencia y su necesaria reconducción a la nulidad absoluta o de pleno derecho, la que, por demás, debe estar taxativamente predicha.
En el Código se hace referencia al objeto en varios preceptos[34] : como elemento de la relación jurídica[35] (artículos 23 y 45) definiendo este como un bien, una prestación o un patrimonio, ya sea la relación jurídica de derechos reales, de obligaciones o sucesoria, y siempre que se caracterice por la licitud.[36]
Otros preceptos tratan ya del objeto del acto jurídico en general o contrato en particular como sinónimo de bien. Así, v.gr., 76, 79, 163, 171, 236, 253, 272, 335, 352 c), 355, 393, 394, 413, 424 y 425. Y asimilan el concepto de objeto a la prestación los artículos 235, 286 y 399. El alto foro cubano ha asimilado también el objeto del contrato al bien sobre el que versa la prestación al exponer que “(…) el de permuta es contrato principal, sinalagmático y consensual, que se perfecciona desde el momento en que las partes recíprocamente y de modo concordante manifiestan su voluntad de obligarse, tratándose de una vivienda el bien que es objeto del mismo, la ley establece el cumplimiento de un requisito esencial previo, como lo es la autorización que deben interesar y obtener de la administración, que no cumplido en el presente ocasiona la ineficacia del acto en virtud de encontrarse el bien en cuestión sujeto a legislación especial (…).” [37]
4.4. Consideraciones finales.
La sincrética postura asumida por el Código civil conjuga diversas nociones sobre esta categoría. La parquedad de la norma en esta sede no es la única causa que genera inseguridad en la aplicación de la misma a un supuesto fáctico concreto sino el hecho de que no se puede definir claramente la concepción que sobre el objeto del contrato ofreció el legislador cubano en el Código. Se plantea por estudiosos del texto normativo que “el Código no renuncia a la concepción del objeto-fin totalmente, y que éste debe valorarse como objeto mediato de la relación. Así pues, en el contrato puede hablarse de un objeto mediato que será el propósito de las partes al contratar: transmitir la propiedad mediante una compraventa, por ejemplo, lo que se materializa en la entrega del bien y del precio, o disponer el destino de los bienes que poseemos nombrando heredero mediante testamento que recoge la voluntad del testador.”[38]
Ello conlleva una vez más como en otras tantas cuestiones civiles, la necesidad de que los operadores jurídicos conozcan exhaustivamente la naturaleza de instituciones, y sean capaces de realizar una interpretación sistemática de las normas que les permita la realización justa y ponderada del Derecho.
5. La causa del contrato.
Existen pocos temas en el Derecho civil patrimonial moderno tan difíciles de explicar como la teoría de la causa de los contratos. Es casi un lugar común comenzar la exposición con palabras como “abstracta”, “oscura” (Josserand), “confusa”, “difícil de aprehender” (Diez Picazo), e incluso decir que tiene “fama de misteriosa” (De Castro). Sin embargo, en los cuerpos normativos de orientación causalista, como lo son sin duda el Code Napoleón de 1804, y el Código civil español de 1888, entre otros de raigambre romano- francesa, la discusión no es para nada estéril, y reviste una importancia práctica indudable. Creemos sin embargo que la polémica, (extendida lógicamente a ultramar dada la vigencia en Cuba del Código civil español desde el año siguiente de su promulgación hasta bien entrado el siglo XX), llegó en nuestro país a una nueva etapa en el año 1987, con la entrada en vigor del Código civil actual.
5.1. a) El causalismo subjetivo en los sistemas francés y español; b) el causalismo objetivo en el sistema italiano y c) el sistema germánico: la distinción entre negocios abstractos y causales. Fundamentos e interacción.
Es significativo como dentro de un tema tildado justamente de polémico se mantienen hoy, después de una abundante producción doctrinal, cuatro posiciones fundamentales, en las que se pueden encuadrar los abordajes del problema: las teorías causalistas subjetivas, que han tenido expresión normativa en el Code Napoleón de 1804 (artículos 1.108, 1.131 a 1.133) y el Código civil español de 1888 (artículos 1.261, 1.274, 1.275, 1.276); las teorías objetivas, de las que se hizo eco el artículo 1325 nº 2 del Codice Civile italiano de 1942, la teoría anticausalista, (el Bürgerlische Gesetzbuch de 1900 no menciona la causa en sede contractual, sino como causa de la atribución, en ocasión de regular el enriquecimiento injustificado), y finalmente las siempre socorridas posiciones eclécticas, construidas sobre la base de elementos de las teorías objetivas y subjetivas[39].
a) El causalismo subjetivo en los sistemas francés y español
Es de sobra conocido que la génesis de la teoría de la causa del contrato se produce en el Derecho intermedio[40], y es atribuible a Domat, considerado justamente como uno de los grandes juristas franceses de todos los tiempos, “abuelo” del Code de 1804 (el “padre” lo fue, sin duda alguna, Pothier). Sin embargo, también es opinión común que Domat es además el responsable de la confusión o asimilación de los conceptos de obligación y contrato, que en sede de causa, trasladó la máxima nulla obligatio sine causa, al terreno de los contratos, lo que lleva a una idea sorprendentemente nueva, hasta aquel momento aplicable solo en el campo de las atribuciones patrimoniales: nullum contractus sine causa. No le falta razón entonces a Dabin cuando afirma que considera inútil una teoría que “nació de un error de interpretación y de concepto”[41]. La confusión de Domat entre contractus y obligatio contracta fue superada por Pothier, quién le asignó a la categoría “causa de la obligación” su verdadero sentido, esto es, el de fuente de la relación obligatoria. Sin embargo, lejos de provocar la desaparición de la categoría “causa del contrato”, la diferenciación de Pothier supuso un espaldarazo a la teoría, y la búsqueda de su posible significado se hizo desde entonces incesante. Sus ideas serían decisivas en la formulación de los artículos 1.108 y 1.131 a 1.133 del Code Napoleón, y mucho más explícitamente en el Código civil español de 1888, artículos 1.261, 1.274 y ss., encarnando las posiciones esenciales de la tradición subjetivista. Habida cuenta de que, desde el prisma subjetivo no es posible encontrar un concepto de causa común a todos los contratos, los autores y seguidores de esta teoría, los han agrupado con atención a la causa que los origina. Así, los contratos onerosos, en los que la causa del compromiso que contrae una de las partes se encuentra en lo que la otra dé, o se comprometa a dar, o en el riesgo que asuma; y los contratos gratuitos, en los que la causa es el ánimo de liberalidad[42]. Es precisamente la incapacidad para hallar un concepto unitario de causa la primera objeción a las direcciones subjetivas, agravado por el hecho de que no es posible agrupar los dos tipos de causa pretendidos atendiendo a una unidad de criterio: en este sentido la teoría viaja del subjetivismo más ambiguo y relativo (cual es la consideración de causa como cualquier motivo justo y razonable en el caso de los contratos con obligaciones unilaterales) hasta llegar a la objetivación más radical (la contraprestación en el contrato oneroso). Se le han señalado además a las teorías de Domat y Pothier, la existencia de tipos contractuales que escapan a la clasificación (v. gr. contrato de sociedad). Parecen quedar fuera de la teoría también los contratos modificativos, interpretativos o extintivos de relaciones obligatorias. En materia de liberalidades, por su parte, las objeciones se dirigen a la dificultad de aislar el ánimo de liberalidad del consentimiento del donante, de donde se deduce que en realidad el deseo de despojarse sin equivalente no es más que el consentimiento propio de las donaciones. Siempre que la causa en materia de liberalidades se reduzca a la “intención de liberalidad” jamás podría ser anulado un contrato de este tipo, por razón de falsedad en la causa, ni por el carácter ilícito o inmoral que esta pueda tener[43]. Josserand lo resume con acierto: “(…)para las liberalidades, que se atienen, en la teoría clásica, al animus donandi abstractamente considerado, lo que no significa nada, ni a nada conduce, ni permite hacer caer una sola donación, por reprensible que fuese la finalidad del donante.”[44]
Dos ideas más sobre la teoría subjetiva en Pothier, sin duda su exponente más alto en lo que a influencia en la legislación codificada se refiere: la primera es que para Pothier, la causa no es un elemento del contrato, ni tampoco un requisito o un presupuesto, antes bien, el defecto de la causa constituye un vicio del contrato, como el error y el dolo. La otra idea, de cardinal importancia, es que, claramente influido por el Derecho Romano, Pothier relaciona la idea de causa con la teoría de las condictiones, más en particular con la condictio sine causa, lo que trae como consecuencia la no regulación por el Code Napoleón del enriquecimiento injustifcado o sin causa: la falta de causa hace el contrato nulo para el Code y en consecuencia, las acciones de nulidad traen consigo la repetición de las prestaciones realizadas en el marco de este contrato. La teoría del acrecimiento patrimonial injustificado aparece en el panorama jurídico francés de forma tardía, por la vía jurisprudencial.
En cuanto al Derecho español, el artículo 1274 tiene una indudable inspiración francesa, a pesar de no tener un correlativo expreso en el Code: como afirma Ferrandis Vilella , “esta genealogía se descubre en las Concordancias de García Goyena al Proyecto de Código Civil de 1851; queriendo García Goyena incluir en el Código una definición de la causa que disipara las oscuridades que el término tenía entre los autores, y no encontrando tal definición en el modelo francés, buscó en los discursos que explican el Code, y encontró en el discurso 59 –el mismo García Goyena lo reconoce en sus Concordancias– una alusión aprovechable: “No hay obligación sin causa y esta estriba en el interés recíproco de las partes o en la beneficencia de una de ellas.”[45] (sic)
Lejos de definir que se entiende por causa del contrato, (y a pesar de que es más preciso que el Code) lo que en realidad hace Código civil español es establecer que se entiende por causa para distintas clasificaciones de contratos, de manera “incongruente e inarmónica”[46], quedando sin explicar la causa de algunos contratos, y empleándose el vocablo “causa” en sentido ambivalente: como causa final en materia de contratos onerosos, y como causa eficiente en sede de contratos gratuitos. No estaría completo este breve panorama de la regulación de la causa en el Código civil español sin hacer mención de la simulación, caracterizada insistentemente por la doctrina española[47] como un fenómeno causal. En la ley civil española sólo se alude al fenómeno de una manera fragmentaria en los artículos 628 (donaciones hechas simuladamente bajo la apariencia de otro contrato) y 755 (disposiciones testamentarias bajo la forma de contrato oneroso). A falta de una regulación unitaria[48], se identifica a la simulación absoluta con la carencia de causa, y a la simulación relativa con la causa falsa. Sobre esto volveremos más adelante, en el análisis del pretendido basamento causal del artículo 67 del Código civil cubano de 1987.
b) el causalismo objetivo en el sistema italiano.
La mayoría de los teóricos italianos del siglo pasado, liderados por Betti[49], entendieron la causa como la función económico social del negocio. Esta postura tuvo su correlato legislativo en el artículo el artículo 1325 nº 2 del Codice Civile italiano de 1942, y según el No. 613 de la Relazione Ministeriale del propio cuerpo legal, la mencionada función económico- social del negocio justifica la tutela jurídica de la autonomía privada.[50] En palabras de Betti, “es fácil concluir que la causa o razón del negocio se identifica con la función económico-social del negocio entero, considerado, con independencia de la tutela jurídica, en la síntesis de sus elementos esenciales.” [51] Y más adelante vuelve sobre la idea al añadir, “considerada bajo su aspecto social, hecha abstracción de la sanción del Derecho, la causa del negocio es, propiamente, la función económico-social que caracteriza al tipo de negocio como acto de autonomía privada (típica en este sentido) y determina su contenido mínimo necesario.”[52] Destacamos aquí dos ideas fundamentales, la primera es la conexión que establece el autor entre causa y contenido del negocio (notemos que se comienza a hablar en la doctrina italiana a partir de este momento de causa del negocio, ampliando el marco original de la teoría de la causa del contrato, lo que sin dudas trae nuevas complicaciones), la segunda, la estrecha relación entre los conceptos de “causa” y “tipo negocial” (y por lo tanto tipo contractual), que propugna esta teoría, particular sobre el que habremos de volver más adelante, en ocasión de analizar el artículo 315 del Código civil cubano de 1987.
Sin embargo, el texto de la Relazione citado en la nota 48 de este trabajo, al igual que el Codice, debe ser analizado en su contexto histórico, es decir, sin olvidar el afán de control excesivo que el régimen fascista italiano, por su esencia totalitaria, intentaba ejercer sobre la autonomía privada.
Ferri le endilgó a la causa regulada en el artículo 1325 nº 2 del Codice epítetos como “el espía que permite constatar la coherencia del fin privado con las finalidades públicas” y señala con agudeza que en dicha regulación “(e)l actuar de los contrayentes es lícito no solo si no se pone en contraste con la ley, el orden público y las buenas costumbres, sino también si, además de las finalidades privadas a las que fisiológicamente tiende, se haga portador de finalidades generales fijadas por el ordenamiento jurídico y, también, se convierta en instrumento de la realización de éstas.”[53] En opinión de Ferri, a la noción de causa como función económico- social, hay que contraponer la noción de causa como función económico- individual, es decir, poner el acento en el interés que a través del negocio se desea realizar, y la función que el negocio tiene para los sujetos que lo ponen en existencia. La causa es pues, siempre según Ferri, el elemento que permite determinar en que medida el negocio puede (o no) ser expresión objetiva de las finalidades subjetivas que intentan conseguir sus autores.
En efecto, y como han notado los críticos de las teorías de la causa como función económico- social, el peligro fundamental de la regulación de la causa por el Codice radica en la sanción de ineficacia que merecen los vicios de la causa, su relación estrecha con la licitud del negocio, y el hecho de que supone un plus por encima de los criterios tradicionales, a los que se les añaden los de relevancia y utilidad social, en virtud de lo cual no podrían recibir tutela jurídica los negocios socialmente improductivos, o que resultaran indiferentes para el Derecho.
Afirma Díez Picazo que “la teoría objetiva[54] es hoy criticada sobre todo porque no explica cómo un negocio típico, por tanto con una función económico- social típica también, puede en ocasiones quedar afectado por el propósito o por la intención específica perseguida por las partes (por ejemplo, donación con fin de unión sexual, etc.).”[55] A todo esto se puede añadir que la función económico- social encuentra su sitio mejor como elemento externo a la estructura del negocio, ligado, como se ha dicho supra, a la idea de tipo negocial.
La definición de la causa como función económico-social o como función económica individual, unido a los intentos de extensión de la teoría de la causa no sólo al contrato, sino a otras realidades negociales como las del campo del Derecho de familia y el testamento; tuvo su impacto en la doctrina italiana, en el debate sobre la pertinencia del negocio jurídico en la realidad de aquel país: la imposibilidad de hallar un concepto unitario de causa para todos los negocios jurídicos, la convierte, según Pellicano en “el detonante que fulmina la desintegración de la solidez del armazón negocial“[56]. Sin embargo, en nuestra opinión, la alarma no debe ser respecto al concepto de negocio jurídico, que en su prístina elaboración se refiere a declaraciones de voluntad abstractas, diferentes a sistemas que, como el italiano, se basan en la causalidad del contrato, que supone la posibilidad de un control judicial sobre la función económico- social de este. La doctrina de la causa es pues la que acusa crisis, y no la “armazón negocial”, construida sólida y coherentemente como categoría abstracta, ausente de referencia causal como elemento esencial, tal y como la disciplinó posteriormente el BGB.
c) El sistema germánico. La distinción entre negocios abstractos y causales. Fundamentos e interacción.
Como esbozábamos al final del acápite anterior, el BGB se vio libre de la influencia de Domat y Pothier, y también del Code de 1804, de ahí que como afirma Diez Picazo, el problema de la causa para la pandectística se centre en sede de condictiones, y tenga por tanto aplicación en la regulación del enriquecimiento injustificado, sin aparecer en la teoría del negocio jurídico en general, ni en la del contrato en particular: “con todo ello, causa en el Derecho alemán es siempre causa de una atribución patrimonial genéricamente entendida o, más estrictamente, de un negocio jurídico de atribución patrimonial. Por causa se entiende, según esta idea, aquella situación o aquel fenómeno jurídico que permite justamente un desplazamiento patrimonial, la situación antecedente que lo justifica.”[57]
Estrecha relación con el tema que venimos tratando guarda la clasificación en abstracto o causal que la doctrina alemana hace de los negocios jurídicos. Para explicarla nos parece adecuado y sencillo el ejemplo de Larenz[58], referido al contrato de compraventa (operación unitaria en la vida real), que el BGB separa en tres negocios jurídicos: uno obligatorio y dos dispositivos (el primero, la compraventa en sí, sirve para preparar la transmisión del derecho de propiedad; que se realiza mediante un negocio real en que se dispone del derecho sobre el bien), es decir, mediante el contrato de compraventa las partes se obligan recíprocamente, el uno a la transferencia del bien, el otro, a la entrega del precio. Sin embargo, la entrega del bien se realiza en cumplimiento de la obligación contraída mediante un segundo negocio, real, cuyo contenido es la disposición del vendedor sobre su propiedad. Todavía habrá un tercer negocio, real como el segundo, si la entrega del precio se produce en metálico, cuyo contenido es la entrega de dichos signos monetarios.
Al menos en principio, según el BGB, la validez de los negocios reales de cumplimiento, no depende de la validez del negocio básico obligacional, por lo que la nulidad de la compraventa, en el ejemplo, no tiene que afectar la validez de la transferencia realizada según las normas del Derecho de propiedad. A esto se denomina “carácter abstracto del derecho real” y tiene su base en la doctrina de Savigny[59]. La principal ventaja la supone la protección del adquirente, y de los acreedores del propietario. En el supuesto de que Primus compre a Secundus un bien de su propiedad, o que Tertius, en su calidad de acreedor de Secundus le haga embargar dicho bien, ni Primus ni Tertius tienen que preocuparse sobre la validez del contrato de compraventa mediante el cual Secundus adquirió el bien, siendo suficiente que la adquisición de dicho bien se base en un contrato real válido. Sin embargo, como plantea Oertmann, faltando la causa (empleada aquí como causa de la atribución), el acto de disposición aparece intrínsecamente injustificado, y el adquirente está en la obligación de devolver el importe de la prestación, según las reglas del enriquecimiento injusto (Parágrafo 821, BGB). Es decir, la inexistencia o invalidez del negocio básico imponen, al adquirente en virtud del negocio de disposición, la obligación de restitución. Con todo, y como apunta Larenz, la pretensión de enriquecimiento alcanza solamente a quien sin fundamento legal adquiere un derecho, pero no al acreedor de aquel, ni a un posible segundo adquirente[60].
Existen en el ordenamiento jurídico alemán, al lado de los contratos abstractos, los contratos causales, vale decir, que contienen una causa o “fin jurídico” de la obligación. El ejemplo más común aquí son los contratos bilaterales en donde la finalidad de la obligación de una de las partes, según Larenz, es la obligación de la otra parte. “Será conveniente considerar como «causa» o fundamento legal de una obligación, no la finalidad económica del negocio, que puede ser de gran alcance, sino la consecuencia jurídica ulterior pretendida por cada parte con el negocio según su contenido y más allá de la propia obligación. En un préstamo –por ejemplo- esa consecuencia jurídica que el prestatario quiere producir con su obligación de devolución y, en su caso, de prestación de intereses, consiste en la cesión temporal que se le hace del capital…”[61] No escapa al autor citado, dentro de esta tendencia subjetiva, la dificultad que entraña establecer la causa en los negocios no lucrativos como la donación, para los que propone que lo que funcione como causa sea el hecho de que no se origine una consecuencia jurídica ulterior que sobrepase el resultado inmediato de la promesa de donación.
No estaría completa una visión sistemática de la ausencia de la causa del contrato en el BGB sin la mención sucinta de que esta no aparece mencionada en el parágrafo 138, dedicado al negocio inmoral o ilícito, y que la simulación ((§117) tiene un tratamiento autónomo, donde la nulidad del negocio simulado se produce en virtud del principio de interpretación del negocio jurídico mediante el cual una declaración de voluntad concebida con igual sentido por las partes de común acuerdo, es válida con el significado atribuido por las partes (en este caso, que no tenga lugar el efecto jurídico consustancial a la declaración), sin que obste para ello el significado que en otro caso se entendiere. Volveremos sobre esto más adelante, en el análisis del artículo 67 del Código civil cubano de 1987.
5.1.1 Sobre la consideration en el sistema de Common Law.
La clásica definición de la consideration consiste en “An act or forbearance of one party, or the promise thereof, is the price for which the promise of the other is bought, and the promise thus given for value is enforceable.”[62] Algún intento de aclarar este concepto, influido por el esquema del contrato de compraventa (como demuestra el empleo del verbo “bought”) puede hacerse diciendo que la consideration se define como algún derecho, beneficio o ganancia atribuible al promisario, o una abstención, detrimento, pérdida o responsabilidad sufrida por el promitente. Lo que esto significa es que la parte que trate de hacer cumplir el contrato (enforce), vale decir, hacer que el derecho lo sancione y por lo tanto sea vinculante, tiene que haber prometido algo a cambio de la promesa (contraprestación) de la otra parte.
El juego de la consideration debe analizarse en el contexto del sistema de common law, donde una promesa solamente es vinculante a) si reviste estrictas formalidades (act under seal[63]), o b) si existe una consideration, que es lo mismo que decir “siempre que forme parte de un negocio de cambio (bargain)”. Es fácil deducir entonces que la idea de donación obligatoria (y por supuesto, de causa donandi) es extraña al common law, y solo puede ser admitida como acto formal puro (act under seal) o como bargain mediante una nominal consideration. Es una idea extendida que lo que subyace en la concepción de la consideration es la exigencia de un something for something, sin embargo, una de sus funciones principales es precisamente otorgarle reconocimiento a las promesas gratuitas desde el punto de vista económico, sin tener que recurrir al expediente del deed o act under seal, a través de lo que se conoce como minimal or nominal consideration (v.gr. cuando acepto venderte mi automóvil nuevo a cambio de un peso), en donde lo que persigue el promitente es hacer válida la promesa que realiza movido por el ánimo de liberalidad, a través de un esquema de cambio (bargain). Es por ello que se ha dicho que el concepto de consideration está más asociado a la formalidad (como el deed) que a un valor económico real. Esto sin dudas complica la teoría y es causa de que dentro de la casuística relacionada con la consideration se observen decisiones en las que los tribunales niegan la existencia de una consideration legalmente aceptable en casos en donde se observa claramente una contraprestación con valor comercial. En estos casos, la doctrina de la consideration es usada para negar fuerza vinculante a promesas que pueden ser objetadas por el tribunal sobre la base de políticas judiciales más sólidas, cumpliendo en la práctica la función de ahorrar al tribunal la tarea de pronunciarse sobre los siempre escabrosos temas de política judicial. De cualquier forma, es claro que no resulta necesaria una correlación proporcional entre la consideration (ya sea el detrimento o el beneficio) y lo prometido. La idea de la nominal consideration prevalece pues sobre la adequacy of consideration y la sufficiency of consideration.[64] La consideration no necesita ser adecuada, sólo debe tener valor ante los ojos de la ley, pero esta apreciación de valor es netamente subjetiva: las cosas tienen el valor que las partes les atribuyan.
La doctrina de la consideration tampoco ha estado exenta de problemas y discusiones a través de los años. Y tanto es así que en 1937 dicha doctrina fue revisada detenidamente por el English Law Revision Committee. Sin embargo, los miembros de dicho comité sugirieron que a pesar de los inconvenientes y posibles injusticias resultantes de la aplicación de la consideration, y del apoyo que pudiera tener en algún sector su abolición, estaba tan profundamente imbricada en el sistema de common law, que cualquier medida que propusiera dicha abolición, levantaría, con seguridad, suspicacia y hostilidades. El English Law Revision Committee finalmente sugirió reformar la doctrina de la consideration, eliminando los aspectos que causaran “hardship and unnecessary inconvenience”. No obstante, las sugerencias fueron en su mayoría duramente criticadas, y es por vía de la actividad jurisdiccional que se observan tendencias a la afirmación del valor de la forma, y a quitar rigor al requisito de la consideration.
Sin dudas, las ideas que hemos expuesto arriba ejercieron una clara influencia sobre el abordaje del problema causal por el profesor español Álvaro D´Ors, quien elaboró una teoría calificada de “brillante” por Diez Picazo. D´Ors parte de la idea de “contrato” como negocio jurídico en donde intervienen dos declaraciones conexas, vinculantes para quien las emite. Si a estas declaraciones vinculantes las llamamos promesas, resulta de esto que el contrato se compone de dos promesas interdependientes. De ahí se deduce que el negocio que llamamos donación no es un verdadero contrato, pues en él no hay más que una sola promesa, una promesa aislada en una declaración primaria, sin causa jurídica. En cuanto a las promesas independientes puede ocurrir que sean la forma de cumplir una promesa anterior y tengan en esta su causa o bien que aparezcan aisladas. En este caso tienen un motivo (económico, psicológico), pero no una causa jurídica. Causa habrá pues, sólo en los contratos, vale decir, en las promesas interdependientes. La causa jurídica de toda promesa contractual es siempre la contrapromesa. No debemos perder de vista que con este giro desaparece una de las principales dificultades de la teoría de la causa: su determinación en la donación (incluida por Domat entre los contratos en los que una sola de las partes hace o da). Sin embargo, la idea de que la donación no sería un verdadero contrato no parece estar de acuerdo con nuestra tradición jurídica, ni con la regulación positiva vigente. Advertimos que las opiniones sobre el tema distan de ser pacíficas, y su valoración detallada cae fuera del objeto y alcance de este trabajo, aunque consideramos que la ubicación sistemática de los preceptos 371 al 378, en el Título VI del Libro III, la definición del propio artículo 371 (“Por el contrato de donación….”) y la necesidad de la aceptación por el donatario regulada en el artículo 372 hablan con fuerza a favor de la consideración que, como contrato, hizo de la donación el legislador aunque haya cometido algunas imprecisiones en el empleo del vocabulario técnico, que no viene al caso analizar en esta. (Vid. v.gr., artículo 372 hace referencia a la “promesa” de donación.)
5.2. Interpretación histórico-sistemática de la cuestión en el Código civil cubano. Preceptos involucrados en el análisis.
Al comenzar el tratamiento de la causa como elemento esencial del contrato, adelantábamos que, como es obvio, la polémica teórica, que se había trasladado a Cuba con el Código civil español de 1888, había entrado en una etapa diferente con la puesta en vigor del Código civil cubano de 1987. Por alguna razón incomprensible, se han buscado sin cesar elementos que permitan acreditar al Código de 1987 como causalista, cuando resulta evidente la intención del legislador de no regular la causa como elemento esencial del contrato. Así lo demuestran las palabras del propio Vicente Rapa, al explicar que “la noción de causa a la que se refiere el CC al hablar de las que generan las relaciones jurídicas debe distinguirse del concepto de causa de los contratos, contenido en el CCE, y que el nuevo Derecho no reproduce por su falta de utilidad práctica.” (sic)[65]
Diez Picazo, al explicar el nacimiento de las construcciones doctrinales sobre la causa afirma: “a partir del Code Napoleón, como hemos visto, la idea de causa se convierte en un elemento normativo, en un requisito legal de la validez de los contratos. Esta conversión de la causa en elemento normativo y esta elevación a la categoría de un requisito legal de validez del contrato hacen que los intérpretes se vean forzados a investigar y a buscar la noción de causa, con el fin de aplicar rectamente la ley. Comienza así el penoso camino de las teorías.”[66]
¿Qué debemos entender de todo esto? En primer lugar, y como explicamos más arriba, la inclusión de la causa como elemento esencial del contrato nace de una confusión lamentable, sin embargo, se convierte en elemento normativo del Code, como precepto base de carácter imperativo y sancionador, por lo que no es posible eludir su cumplimiento. Antes bien, es necesaria una elaboración doctrinal para esclarecer su sentido y perfeccionar su aplicación. Allí donde la ley incluya la causa como elemento esencial del contrato, se podrá discrepar de su regulación en el campo doctrinal, se podrán elaborar teorías para explicarla, pero es ineludible su aplicación jurisdiccional y su observación por los sujetos de Derecho civil.
En segundo lugar, y a pesar de que en nuestro Código se extraña una exposición de motivos en el sentido técnico-jurídico, el artículo citado de Rapa (quien a la sazón es reconocido como uno de los más importantes autores del citado cuerpo legal y en especial, artífice del libro correspondiente a obligaciones y contratos), es emblemático cuando se piensa en una explicación e interpretación auténtica del (en aquel entonces) “nuevo Derecho”, como él mismo lo catalogara. Y sus palabras, arriba citadas, no dejan lugar a dudas: la intención del legislador fue eliminar totalmente la noción de causa, aunque se debe coincidir en que una cosa es intentarlo, otra lograrlo, y una tercera y más difícil, lograrlo de manera coherente y sistemática. Digámoslo sin ambages: el Código civil cubano es anticausalista. La polémica no debe girar entonces sobre este particular, sino sobre la pertinencia de haberla excluido, analizando su utilidad real; sobre cómo, una vez extirpada la causa como elemento esencial del contrato, se regularon institutos como la simulación, los contratos atípicos, la rescisión, entre otros: si se mantuvo la sistematicidad y organicidad, si no se importaron soluciones esquemáticas y contradictorias, y en caso de que así fuera, cómo salvarlas sin tener que acudir a un expediente que desde 1987 (y creemos que enhorabuena) no pertenece a nuestra realidad legislativa.
La primera virtud que salta a la vista en el Código de 1987 es la claridad conceptual en la regulación diferenciada de la causa de la atribución (artículos 100 al 103) y la causa de la relación jurídica (fuentes de las obligaciones), artículos 23 c) y 47 y siguientes. En palabras de Rapa: “la causa de las relaciones jurídicas está referida a la conexión genética necesaria de los fenómenos, uno de los cuales, llamado causa, condiciona a otro, llamado efecto. Es decir, que al concurrir las causas previstas en el CC, se producen como efectos las relaciones jurídicas que el mismo regula.”[67] (sic)
Los artículos 100 y siguientes tienen aun otra virtud: regulando de manera unitaria y autónoma el enriquecimiento indebido (fruto sin dudas de la influencia alemana[68]), se alzó sobre su predecesor español, e incluso sobre el Code. Recordemos que, como explicamos supra, la noción de enriquecimiento injustificado o sin causa (indebido en la ley cubana) llegó al ámbito jurídico francés tardíamente y por construcción jurisprudencial: su no regulación en el Code trajo como consecuencia la necesidad de acudir en un inicio precisamente a los artículos sobre la causa para decretar la nulidad del contrato y la devolución de las prestaciones. Los artículos 100 al 103 hacen pues superfluo aquí este papel que jugó la doctrina de la causa en una determinada época de la historia de Francia. La idea de causa como elemento esencial del contrato no es útil en este sentido.
– El artículo 67.
En sede de nulidad es donde con más insistencia se han tratado de encontrar restos arqueológicos de la causa. Véase por qué. El artículo 67 es una pieza clave dentro de la parte general del Código civil: se ocupa de la nulidad de los actos jurídicos, dentro de los que se incluye el contrato, y una de sus virtudes es precisamente concederle una disciplina general a esta modalidad de ineficacia, además de regular, como novedad sobre el Código civil español, por ejemplo, el instituto de la simulación. En la presentación del Código civil se puede encontrar ideas como esta: “El Código Civil refleja los nuevos principios sobre la intervención estatal en las relaciones entre las personas, para tutelar sus intereses en armonía con la conveniencia social.” La nulidad, desde el punto de vista técnico es la ineficacia del negocio llevada a su grado máximo, y desde el punto de vista axiológico, afirma los valores y principios centrales del ordenamiento jurídico, sancionando con dicha ineficacia los actos que entren en contradicción con ellos. Es pues, una forma de control sobre la autonomía de la voluntad, idea que engrana perfectamente con la función que históricamente se le ha asignado a la teoría de la causa: la de vigilancia por parte del Estado sobre el Derecho privado. En palabras de Demogue “(…) la Teoría de la Causa es el poder social interviniendo en los contratos privados, es la vigilancia que ejerce la sociedad sobre la utilidad y la moralidad de los actos. (sic)” [69] Por ello, es perfectamente lógico que se busquen las huellas del causalismo en el artículo 67, aunque la lógica de la búsqueda no la haga necesariamente fructífera.
Aún abusando de la extensión de la cita, veamos el criterio de Valdés Díaz: “Si las partes de un contrato pactan la realización de una prestación que es contraria a los fines sociales o estatales, por ejemplo, el ordenamiento jurídico se niega a concederle eficacia al consentimiento que es base subjetiva de ese negocio porque no hay causa objetiva en el mismo para tal protección, es decir, la razón económico – social del negocio no se considera digna de protección jurídica y, ante su falta, se decreta su nulidad. Si el consentimiento se emite por las partes de un contrato en contra de una prohibición legal, podemos deducir de igual modo que no se reconoce como válido el mismo también por falta de causa legítima o porque la causa de dicho negocio es ilícita. Si las partes simulan un negocio sin el propósito de producir efectos jurídicos, sólo aparentando que el mismo se realiza, con el propósito de engañar a otros o burlar la ley, esa divergencia entre la voluntad interna y la declarada produce nulidad absoluta del negocio simulado porque falta la causa, no hay verdadera motivación subjetiva de que el negocio se produzca. Si las partes aparentan realizar un negocio que en realidad oculta otro distinto, el negocio simulado será nulo porque es expresión de una causa falsa, que no vale como tal, mientras que el negocio disimulado será válido porque tiene causa verdadera y lícita, aunque ésta se ocultara bajo causa falsa.”[70]
Como se ha visto, los incisos analizados son el a) “en contra de los intereses de la sociedad o el Estado”; ch) “en contra de una prohibición legal; e) “sólo en apariencia, sin intención de producir efectos jurídicos” y f) “con el propósito de encubrir otro acto distinto. En este caso el acto encubierto o disimulado es válido para las partes si concurren los requisitos esenciales para su validez”.
El primer problema de la interpretación causalista del artículo 67 que salta a la vista es, una vez más, la dificultad de interpretar, en clave teórica unitaria, todos los incisos contenidos en el análisis: para la interpretación del inciso a) se hace necesario echar mano de la teoría objetiva (como expresa la autora, “la razón (sic) económico- social del negocio no se considera digna de protección jurídica”), mientras que para la explicación del fundamento causal de la simulación absoluta se acude a la teoría subjetiva, e incluso al peligroso campo de los motivos (“falta la causa, no hay verdadera motivación subjetiva para que el negocio se produzca”).
En nuestra opinión la respuesta al problema se encuentra en un análisis sistemático del precepto de acuerdo a la teoría de la norma jurídica, para decidir si goza de autonomía (independencia), o es dependiente de otro u otros enunciados jurídicos, o si existe en él alguna remisión que justifique acudir a la teoría de la causa, vista desde el punto de vista de los elementos esenciales o de los requisitos del negocio, como sustento de su aplicación.
El abordaje del artículo se facilita si agrupamos los incisos a) y ch), que como puede observarse tienen un sustrato común, y los relativos a la simulación absoluta y relativa, por ser modalidades de un mismo fenómeno <incisos e) y f).>
– Incisos a) y ch)
Nos ocuparemos en primer lugar de los incisos a) y ch). La ubicación en el texto del artículo del inciso a) es desacertada. Además, afirma Valdés Díaz que “la terminología es imprecisa, no delimita cuáles son o pudieran ser esos intereses superiores a la voluntad privada, lo que necesariamente obliga al análisis exhaustivo de cada caso concreto, para determinar si el acto es lo suficientemente grave por su lesividad a los intereses sociales o estatales como para sancionarlo con la pérdida total de sus efectos (…).”[71] Es precisamente esa formulación general e imprecisa, que deja al arbitrio del juzgador la determinación del contenido conceptual de lo que en cada caso y momento sean “los intereses de la sociedad y el Estado”, lo que aconsejaba su ubicación al final del precepto, cumpliendo una función residual[72]. Podemos aventurar, sin embargo, que la expresión “en contra de los intereses de la sociedad y del Estado”, vino a sustituir a la tradicional “moral y buenas costumbres”, (incluida por ejemplo, en el BGB § 138, ver nota 71), frase que además queda excluida del artículo que es complemento natural de los incisos que estudiamos: el 312, regulador del principio de la autonomía de la voluntad en sede contractual.[73] Y en este sentido no queda duda de que la expresión utilizada por nuestro Código es más exacta. Al respecto ha dicho muy gráficamente Von Thur que “las limitaciones de la facultad de obligarse no descansan en las normas de las buenas costumbres (aunque su contenido pueda coincidir con ellas), sino que son inmanentes al orden jurídico. La ley no ampara cualquier vinculación negocial, sino únicamente aquellas que están en armonía con nuestras condiciones sociales y económicas[74]. Los límites de la facultad de obligarse son de naturaleza jurídica y ello resulta claramente de que la cuestión de la moralidad desaparece apenas la ley delimita con más exactitud la admisibilidad de cierta obligación”[75]. Es decir, el inciso a) debe funcionar siempre que existan limitaciones a la facultad de obligarse que son generalmente aceptadas, pero sobre ellas existe un vacío en la ley, y por lo tanto no están incluidas en el inciso ch). No es pues un apartado inútil; otro asunto distinto es que esta función ponga en riesgo el valor seguridad jurídica, e incline la balanza a favor del valor justicia, lo que se justifica perfectamente por las ideas y principios que inspiran al Código. Por el contrario, los mismos defectos de imprecisión, inseguridad y casuística se pueden predicar de la “moral y buenas costumbres”, solo que es una frase a la que estamos más habituados.
Más interesante aún resulta el inciso ch), cuya redacción es trasunto casi exacto del BGB (§134.) Con precisión en el orden técnico[76], regula lo que se ha dado en llamar nulidad absoluta o de pleno derecho, que se produce cuando los actos contradicen las normas imperativas. En todo caso, la mayoría de las conductas que puedan lesionar los intereses sociales o estatales seguramente estarán inmersas en alguna norma prohibitiva, cuya violación conducirá a la nulidad del acto sin necesidad de tipificar y demostrar cuestiones tan difusas, y en consecuencia, de tan difícil prueba como las que refiere el inciso a). De cualquier manera, lo que sean los intereses de la sociedad y del Estado (fundamento del inciso a)) habrá que extraerlo como resultado de una labor hermenéutica que debe incluir a las fuentes legales, pero no solamente a ellas. Por su parte, la mención de las prohibiciones legales (que deben ser interpretadas de forma restrictiva) se extiende no solo al propio Código, sino a normas jurídicas de diversos rangos[77] que tienen contenido imperativo (aunque dicho contenido, preciso es reconocerlo, no siempre es coherente con el principio de jerarquía normativa, y contradice normas de superior rango, lo que afecta la armonía del sistema jurídico), encaja perfectamente en sede contractual con la regulación que hace el artículo 312 del principio de la autonomía de la voluntad y sus límites[78]. En todo caso, no se encuentra (y no es posible encontrarlo porque esa fue la voluntad expresa del legislador), una norma imperativa o prohibición legal que prive de efectos a los contratos (o negocios jurídicos en general) que no contengan a la causa como elemento, o que conteniéndola, esta esté viciada. Es decir, no hay en el ordenamiento jurídico cubano traza alguna de artículo análogo al 1.108 del Code Napoleón, que considera a la causa como esencial para la validez de la convención , o al 1.131 del propio cuerpo legal (la obligación sin causa o sobre causa falsa no puede tener ningún efecto); o bien al 1.261 del Código civil español, que establece que “No hay contrato sino cuando concurren los requisitos siguientes: (…) c) Causa de la obligación que se establezca”. Es decir, el supuesto de hecho (que el acto jurídico vaya en contra de una prohibición legal) acarrea una determinada consecuencia (nulidad). Nos encontramos aquí con una norma de remisión. Como afirma Hernández Marín, “Un enunciado jurídico R es una remisión, si y solo si o bien la suposición de R, o bien la consecuencia de R se remite a otro enunciado O”[79]. Queda claro que entre las clases de remisión, estamos ante una remisión en la suposición, en donde hay, además, varios objetos de remisión. Existe remisión a dos tipos de enunciados jurídicos (que pueden formar parte, bien de un mismo cuerpo normativo, bien de cuerpos normativos diferentes): en primer lugar, a los enunciados jurídicos que establezcan la prohibición de celebrar determinados actos; en segundo lugar, a los enunciados jurídicos que regulan un grupo de requisitos taxativamente necesarios para que dichos actos sean válidos y eficaces. Lo que ha sucedido entonces es que se ha intentado desandar el camino: la regulación, por ejemplo, del artículo 1.276 del Código civil español, establece que en los supuestos de causa falsa o causa ilícita, tendrán lugar las consecuencias previstas en la disciplina de la nulidad, por lo que sería correcto decir que siempre que la causa del contrato (establecida como elemento esencial en el artículo 1.261 y definida según ciertas clasificaciones de contratos en el artículo 1274 del propio texto legal) sea falsa o ilícita, este será nulo. Lo que no sería correcto sería intentar la generalización en sentido contrario, en un sistema legal en donde no aparece la causa como elemento esencial del contrato, y donde, por tanto, no se regulan por tanto la causa falsa o ilícita; y tampoco decir que cuando un acto es nulo por ir en contra de una prohibición legal, lo es porque tiene una causa ilícita, porque precisamente en la remisión que hace el inciso a las prohibiciones legales, no encontramos ninguna relativa a la causa. Entiéndase pues: en Cuba, y a tenor de la regulación del Código civil, los contratos (y todos los negocios jurídicos) celebrados en contra de una prohibición legal son nulos… precisamente por eso: la contradicción con la norma imperativa acarrea la nulidad sin necesidad de resucitar al fantasma de la causa, y en este sentido es que debe ir la recta aplicación del inciso ch) del artículo 67. No somos los únicos: un ejemplo de coherencia en este sentido lo es el BGB, que en los artículos 314 y siguientes (vid. nota 76 de este trabajo), al abordar los negocios prohibidos e inmorales, no tiene necesidad alguna de aludir a la causa, y sin embargo siguen siendo nulos los negocios en contra de una prohibición legal[80]. Vemos entonces que la causa tampoco es útil para declarar la nulidad de los actos jurídicos realizados en contra de los intereses de la sociedad y el Estado[81], o en contra de una prohibición legal.
– Incisos e) y f)
Como adelantábamos arriba, estos preceptos se ocupan de regular la simulación absoluta y relativa, y muy probablemente sean herederos del artículo 117 del BGB, pues el legislador español no la contempló de forma autónoma en el Código de 1888 (de ahí la necesidad de su construcción sobre la base de la teoría de la causa, como veremos enseguida). No es objetivo de este trabajo abordar en detalle la definición, distintas modalidades, y disciplina jurídica de la simulación[82], (tareas que por otra parte nuestro Código asume muy decorosamente). Nos limitaremos a indagar en el fundamento de la nulidad de los actos simulados.
Dos son las posiciones teóricas al respecto. En primer lugar las que ven en ella una divergencia entre lo querido y lo declarado, que a diferencia de la reserva mental y del error obstativo, es consciente y querida por ambas partes[83]. Las objeciones a esta posición apuntan a que la declaración aparente es una verdadera declaración voluntaria, que concuerda “con una voluntad de realizar tal declaración, (…) por ello, queda sin explicar,(…), por qué se desatiende la declaración externa, que es perfecta en sí misma, y se decide en favor de la interna, que no aparece perfectamente exteriorizada.”[84] Sin embargo, la razón por la cual se atiende a la declaración interna, es porque verdaderamente refleja la voluntad de los contratantes, y se desatiende la externa porque aún siendo perfecta en la forma, no lo es en el contenido, es una declaración de voluntad falsa, cierto es que las partes han querido realizar la declaración, pero con un propósito de engaño (y la mayoría de las veces de defraudación[85]), que el Derecho no puede respaldar.
Como hemos explicado arriba, una matización, teniendo en cuenta los principios de interpretación del negocio, introduce Larenz, quien justifica la nulidad del negocio simulado en el hecho de que una declaración de voluntad de común acuerdo entre las partes, debe tener el significado que ellas mismas le atribuyan (en este caso, la no producción de efectos jurídicos derivados de la declaración), y no otro.
Como alternativa, se ha propuesto ubicar la simulación dentro de la teoría de la causa. Así, se ha hablado de falta de causa en el caso de la simulación absoluta, y de causa falsa en el caso de la simulación relativa. Aún en el plano teórico, el uso de la teoría de la causa no abarca los supuestos de simulación sobre parciales elementos del negocio jurídico. Loreto cita el siguiente ejemplo. “(…) la simulación puede no afectar la causa, que existe seria y realmente, sino uno de los accidentalia negotii, como por ejemplo, la condición o el término final. Podemos haber dado una suma en préstamo, real y efectivamente, simulando solo el momento de su exigibilidad al vencimiento de diez años, por ejemplo mientras que por un contradocumento estipulamos con el prestatario que podremos exigirle la devolución de la suma prestada en cualquier tiempo. Aquí, el negocio de préstamo tiene su causa, real y seria, recayendo la simulación únicamente sobre un elemento que no tiene que ver con la causa.”[86] En efecto, el negocio simulado es más que un negocio privado de causa, o con causa falsa: es un negocio en donde existe discordancia entre lo querido realmente y la voluntad que se exterioriza. No es posible encuadrarlo dentro de la reserva mental, el error obstativo, o el negocio fiduciario, ni en la teoría de la causa, ni en ninguna de las figuras afines: es pues un fenómeno autónomo, y como tal debe ser tratado. Al respecto, es sumamente ilustrativa una frase de Diez Picazo y Gullón, cuando afirman que “en nuestro C.c., donde la simulación carece de un tratamiento autónomo, es efectivamente necesario recurrir a los artículos 1.275 y 1.276, y considerar el negocio simulado como un negocio causalmente defectuoso. Sin embargo, desde un punto de vista teórico la simulación comporta un fenómeno autónomo. (sic)”[87]
Otra vez asistimos al esfuerzo de desandar el camino: la doctrina francesa y española han construido la teoría de la simulación desde la doctrina de la causa como una forma de asir el fenómeno y no dejarlo impune; y no porque sea la opción más acertada, como ellos mismos reconocen. Dos elementos contribuyen a esto: una regulación fragmentaria, y (de nuevo) el reconocimiento expreso de la causa como elemento esencial del contrato. La doctrina alemana, que por supuesto no tiene en cuenta la causa como requisito esencial del contrato, trata a la simulación como un problema de divergencia consciente entre lo querido y lo declarado, completando la regulación autónoma con principios interpretativos del negocio. Nos parece más acertado el segundo camino, que es el que trata de emprender nuestro Código: una regulación autónoma, en donde (una vez más), la ausencia total de regulación de la causa como elemento esencial del contrato, hace impensable una fundamentación causal. Otra cosa es que la pobreza de los preceptos en materia de interpretación nos prive del necesario complemento que posee la ley alemana. Los negocios simulados, a tenor de lo preceptuado por el artículo 67, incisos e) y f), serán nulos porque no es atendible y protegible por el ordenamiento jurídico una declaración de voluntad dirigida a crear una apariencia de engaño, como lo resumen magistralmente Díez Picazo y Gullón: “(…) más que un defecto interno de causa, la anomalía negocial y la razón de la representación de la simulación hay que encontrarla en el engaño y en la necesidad de triunfo de la verdad.”[88] La causa tampoco es útil, en nuestro sistema jurídico, para justificar la nulidad de los contratos simulados.
– El artículo 315.[89]
Este artículo, que trata de los contratos mixtos o combinados, incluye en su última parte la expresión “fin conjunto del contrato mixto de que se trate”, y con ella abre casi la única posibilidad de entrever el concepto de causa en el Código. Los contratos atípicos, que son una realidad en aumento, plantean dos cuestiones fundamentales: la primera de ellas está vinculada a su admisibilidad, y la segunda, una vez admitidos, a la disciplina jurídica aplicable, en punto principalmente a su interpretación.
Para evaluar la admisibilidad y validez de los contratos que no han alcanzado tipicidad legislativa, algún sector de la doctrina sostiene que debe atenderse a si, en sentido general, cumplen una función económico- social digna de ser tutelada por el Derecho, y más concretamente a si los fines de las partes que los celebran respetan los límites de la autonomía privada que establece el ordenamiento jurídico.
La posición doctrinal anteriormente descrita concuerda plenamente con el artículo 1. 322 del Código italiano: “Las partes pueden determinar libremente el contenido del contrato dentro de los límites impuestos por la ley y por las normas corporativas. Las partes pueden también concluir contratos que no pertenezcan a los tipos que tienen una disciplina particular, con tal que vayan dirigidos a realizar intereses dignos de tutela según el ordenamiento jurídico”.
Es sobre la base de este artículo que se ha desarrollado en la doctrina italiana el concepto de causa atípica. Las posiciones legislativas y doctrinales que sostienen que el contrato atípico debe reunir requisitos específicos de admisibilidad y validez, parecen ver en estas convenciones un vehículo de realización de intereses inmorales, fraudulentos e ilícitos. Creemos que el contrato atípico no debe reunir ningún requisito especial de validez y eficacia que lo diferencie de los contratos típicos. En su calidad de contratos, se basan en el principio de la autonomía de la voluntad y los presupuestos para ser merecedores de tutela jurídica se circunscriben a los límites generales de ésta y a los requisitos exigidos para todo contrato.
Sin embargo, y como se puede advertir de la letra del precepto, este no aborda el tema de la admisibilidad: el objetivo no es indagar sobre dicho “fin” para comprobar si cumple los requisitos que lo hagan digno de tutela por el ordenamiento jurídico (licitud, utilidad social, relevancia), sino más bien el de determinar la disciplina jurídica aplicable, y por tanto, a qué normas o principios generales hay que recurrir para su interpretación. ¿Qué quiso decir entonces el legislador con la frase “fin conjunto del contrato mixto de que se trate”? Creemos que lo más acertado es concederle al “fin” el sentido que Larenz le atribuye[90] en sede de negocios causales: “La finalidad de la obligación de una de las partes, la cual se deriva del mismo negocio, es, por consiguiente, la obligación de la otra parte. (…) Será conveniente considerar como “causa” o fundamento legal de una obligación, no la finalidad económica del negocio, que puede ser de gran alcance, sino la consecuencia jurídica ulterior pretendida por cada parte con el negocio según su contenido y más allá de la propia obligación. En un préstamo
-por ejemplo- esa consecuencia jurídica ulterior que el prestatario quiere producir con su obligación de devolución y, en su caso, de prestación de intereses, consiste en la cesión temporal que se le hace de capital; en una fianza consiste en la finalidad de garantía.” Estas ideas, que como se ve tienen puntos de contacto con la concepción de la causa como función económico-social del negocio, tienen a su favor la interpretación literal del precepto, pues el fin de que se habla, no es el perseguido por las partes de manera individual, sino que se menciona el fin “del contrato”, creado por las partes sobre la base de elementos de otros contratos típicos, pero con existencia propia. Otro punto a favor sería acoger la idea de que la causa, entendida como función económico-social es un elemento externo a la estructura del negocio, que en este caso funciona como pauta interpretativa, y en ningún caso como elemento esencial. Salvaríamos así un grupo grande de contradicciones en el propio texto legal. En contra de esta interpretación, sin embargo, está el hecho de que la causa como función económico-social se identifica demasiado con la idea del “tipo” contractual que llena esa función, y que precisamente por ello es reconocido por la ley: como afirman Lehman y Hubner, la causa es la típica finalidad del tráfico perseguida con una asignación, la consecuencia jurídica pretendida indirectamente con aquella, y estamos hablando aquí de contratos atípicos. Sin embargo, es perfectamente posible hallar la función económico- social, o mejor, la finalidad jurídica de un contrato que aún siendo atípico legislativamente hablando, goce de tipicidad social, lo que sin dudas es lo más común, vista la dificultad de que existan, en la realidad jurídica actual, contratos totalmente atípicos. Sin embargo, no sería correcto desatender la voluntad de las partes, que debe ser la fuente primigenia de interpretación de los contratos atípicos. ¿Cómo conjugar la idea de la función económico- social con la voluntad de las partes? Recordemos las ideas de Ferri, expuestas arriba: la noción de causa como función económico- individual, que significa poner el acento en el interés que a través del negocio se desea realizar, y la función que el negocio tiene para los sujetos que lo ponen en existencia. La causa será el elemento que permite determinar en que medida el negocio puede (o no) ser expresión objetiva de las finalidades subjetivas que intentan conseguir sus autores. Dicho de otro modo, no es suficiente con que el negocio cumpla una función económico-social determinada: las partes han de querer realizar dicha función.[91]
5.2.1. La “(in)utilidad” de la causa como requisito esencial del contrato en el Código civil cubano. Recapitulación.
Como ha quedado de manifiesto, la intención de extirpar a la causa como elemento esencial del contrato de nuestro ordenamiento jurídico fue cumplida por el legislador con más aciertos que errores. Invocar hoy la idea de la causa en este contexto es un empeño casi inútil: no sirve a la regulación del enriquecimiento indebido, pues este, atendiendo a la causa de la atribución, tiene una disciplina propia; no tiene utilidad en sede de nulidad, como se demostró en el análisis del artículo 67, y esto incluye su no aplicación a la simulación. Acaso sirva para iluminar cuál es el fin de las partes, con el propósito de interpretar un contrato combinado o mixto a tenor de lo regulado en el artículo 315, sin que se nos escape que este desliz involuntario del legislador abre una brecha en la coherencia y sistematicidad del Código.
En resumen: la causa existe, inspira el negocio, subyace en la regulación de determinadas instituciones pero no se requiere esgrimirla para explicarlas pues no es un elemento esencial del negocio según el Código y, en consecuencia, su papel es axiológico y teórico instrumental, en modo alguno sustentable en la praxis forense con autonomía normativa.
6. La forma.
En un sentido amplio se habla de forma para designar el medio de expresión que sirve a las partes para emitir sus declaraciones de voluntad. Pero strictu sensu, el concepto hace referencia a «todo aquello que el Derecho exige por encima y además de la simple voluntad»[92](sic)
Se habla de requisitos formales cuando debe existir algún medio idóneo de expresión de la voluntad a los fines de la validez, eficacia o prueba del negocio jurídico. [93]
Sobre esta base se construye entonces la distinción entre contratos no formales y formales.
6.1. Funciones de la forma en el negocio contractual. Contratos formales y solemnes.
Son contratos no formales o consensuales aquellos en los cuales la validez y eficacia dependen únicamente de la voluntad, del consentimiento emitido por las partes para perfeccionar el negocio contractual. Los contratos formales, en cambio, requieren solemnidad especial, sea por ley o por voluntad de las partes. Esta categoría puede particularizarse aún más si entendemos que los contratos formales pueden clasificarse en meramente formales y en solemnes. La diferencia radica precisamente en el papel que cumple la forma.
La manera más común de expresarse la forma es la suscripción de un documento.
Así, se habla de la documentación ad solemnitatem y de la documentación ad probationem.[94]
En el primer caso, forma data esse rei; en el segundo no es más que un medio de prueba del contrato. Sin embargo, estas ideas son susceptibles de ser matizadas con otra categoría que la doctrina moderna ha creado: la forma ad exercitium o ad utilitatem, sea como presupuesto para la eficacia inter partes, sea como presupuesto de oponibilidad del contrato frente a terceros. El contrato es válido aunque no se haya otorgado el documento, pero las partes podrán, mediante la actio pro forma, compelerse a cumplir esa formalidad.[95] La forma como presupuesto de la oponibilidad funciona cuando esta se requiere a los efectos de oponer el contrato ante terceros, como es el supuesto de la inscripción en los Registros que correspondan. También habla la doctrina de las llamadas formalidades habilitantes, entendiendo como tales «las autorizaciones judiciales de ciertos incapaces en determinado tipo de actos.»[96]
Por tanto, «contrato formal, es aquel donde la ley exige que la voluntad de las partes se externe bajo cierta forma que ella dispone. Si la forma no se cumple el acto existirá, pero no podrá surtir la plenitud de sus efectos jurídicos, en especial contra terceras personas y contrato solemne, es aquel donde la ley exige como elemento de existencia que la voluntad de las partes se externe con la forma prevista por ella y si la forma no se cumple el contrato no se perfecciona.»(sic)[97]
En el Código civil es marcada la tendencia al consensualismo, constituyendo la excepción aquellos contratos para cuya perfección se requiere una forma especial.
6.1.1. Exégesis de los artículos 51, 67, 313, y 191.
El artículo 51 del Código civil ha sido reconocido por la Jurisprudencia cubana[98] como el paradigma de la función ad probationem de la forma al establecer que deben constar por escrito los actos realizados por personas jurídicas, aquellos cuyo objeto tenga un precio superior a los 500 pesos, y los demás que disponga la ley. Este último inciso puede resultar más controvertible en cuanto al rol de la forma, pues al decir “los demás que disponga la ley”, es factible considerar incluidos tanto aquellos supuestos en los que la forma es a los efectos de la prueba como aquellos en los que constituye requisito de validez.
El inciso d) del artículo 67 sanciona con la nulidad los actos realizados sin cumplir con las formalidades establecidas con carácter de requisito esencial; siendo esta la más importante referencia a la forma ad solemnitatem en el Código y de la que podría inferirse la existencia de un número apreciable de contratos solemnes en el texto normativo, sin embargo esta interpretación puede conducir por un camino errado si no se realiza en clave sistemática. No puede entenderse el artículo 67 d) sin ubicarlo en relación con otros preceptos generales relativos a la forma de los actos jurídicos.
Por una parte tenemos el artículo 313 que refrenda la mencionada acción pro forma. De su redacción se colige que el legislador ha dado a todos los contratos del Código la condición de consensuales pues al decir que «si la ley exige el otorgamiento de escritura pública u otra forma especial para la celebración del acto, las partes pueden compelerse recíprocamente a cumplir esa formalidad»[99], está concediendo la acción pro forma siempre que se demuestre que intervinieron los requisitos necesarios para su validez, es decir, el contrato será válido cuando haya consentimiento y la forma será sólo un medio de prueba o un requisito para la eficacia.
Sin embargo, esta es una interpretación apriorística. Evidentemente, el legislador, en lugar de celebración, debió decir eficacia, pues ese es el rol que juega la forma en este caso; y, en lugar de escritura pública, debió decir simplemente por escrito; pues en caso contrario se incurre en una flagrante antinomia con el artículo 67, inciso d) y con el artículo 51, inciso c)[100], reguladores: el primero, como se está examinando, de la nulidad por falta de un requisito formal establecido con carácter de esencial; y el segundo, como se ha dicho, de la imposición de la forma escrita en los casos en que la ley así lo disponga.
Si entendemos que la forma en ciertos supuestos es elemento ad substantiam, cuya omisión puede conllevar a la nulidad del acto según el artículo 67 d) en relación con el 51 c), no se explica la presencia del artículo 313 en los términos en que aparece redactado, pues está legitimando en todo caso la posibilidad de que las partes puedan excluir ab initio la forma requerida, cuando lo cierto es que hay supuestos dentro de la propia ley en los que la solemnidad es requisito de validez del acto.[101]
Por otra parte según el artículo 191.1. “la transmisión de inmuebles rústicos o urbanos, de ganado mayor y de aquellos otros bienes en que se requiere autorización previa de la autoridad competente o el cumplimiento de formalidades particulares, se rige por disposiciones especiales”; y en su apartado segundo dispone la nulidad de la “transmisión que se realice sin la autorización o las formalidades a que se refiere el apartado anterior.”
La cuestión consiste en saber si estas exigencias pueden ser consideradas formalidades per se. Se entiende que las autorizaciones administrativas son anteriores al contrato mismo y por ello inciden en el poder negocial de los sujetos.[102] Esto implica que las autorizaciones, más que formalidades constituyen requisitos de legitimación para quienes operan el negocio: propician la idoneidad para adquirir la calidad de parte en la relación contractual concreta.
Obviamente son condiciones que apuntan a la validez del negocio, pero no solemnidades strictu sensu, si hacemos un análisis puramente teórico.
La legitimación normalmente es requisito de eficacia del acto pero como apunta certeramente Ordoqui,[103] en ocasiones es elevada por el ordenamiento jurídico a presupuesto de validez del acto.[104] No puede por tanto confundirse con la capacidad para realizar el acto, por cuanto la capacidad deriva de una situación natural y la legitimación de una situación jurídicamente calificada.[105] Además, la capacidad es un requisito intrínseco y la legitimación lo es extrínseco, en tanto se refiere a una posición particular del sujeto con respecto a una cosa o a otro(s) sujeto(s) que determinará su idoneidad para adquirir la calidad de parte en la relación jurídica. A esta categoría se le denomina legitimación receptiva y constituye un requisito de validez del negocio.
En un supuesto de ausencia de autorización, la nulidad no se produce por carencia de los requisitos esenciales de forma a los que hace referencia el artículo 67, sino ex lege en virtud de este artículo 191, apartado 2 del Código Civil. Para ser consecuentes técnicamente, no podría fundarse esta pretensión de nulidad en el artículo 67, inciso d) pues la autorización no constituye requisito esencial de forma como hemos visto supra, sino que habría que acudir al artículo 191 apartado 2, que impone la sanción de nulidad a las transmisiones que se realicen sin la autorización o las formalidades requeridas. Al emplear el legislador la conjunción disyuntiva o, parece indicar que no considera la autorización como una formalidad, pero sí un requisito de validez del negocio cuya omisión provoca la nulidad del acto.[106]
Las partes, una vez legitimadas, podrán compelerse a otorgar la escritura pública según el artículo 313 del Código, para la total eficacia del contrato.
Por ello ante la falta de legitimación cuando esta es requisito de validez del negocio, se estará al artículo 191.2 o al propio artículo 67 pero en su inciso b) por lo que ha sido dicho acerca de la legitimación, capacidad, y formalidad.
6.1.2. Contratos consensuales, formales y solemnes en el Código de 1987.[107]
Es sabido que el Código civil está regido por el principio del consensualismo, por lo que, de manera general basta el simple acuerdo de voluntades para la perfección de los contratos. Un análisis casuístico permite ver las excepciones.
Pueden considerarse formales a tenor de la regulación sustantiva los siguientes:[108]
– Contrato de permuta de bienes inmuebles: En primer lugar tenemos el artículo 367 que establece que «por el contrato de permuta las partes convienen en cambiar la propiedad de un bien por la de otro». De la lectura del precepto se infiere el carácter consensual que, en principio, tiene este contrato. Pero por otra parte, deben tenerse en cuenta los artículos que ya fueron analizados, o sea, el 313, 67 d) y 191.2. Por tanto, para que la permuta sea válida debe cumplir las disposiciones legales y requisitos establecidos, y que no se limitan a la escritura pública sino que comienzan antes con los trámites que deben realizar las partes, regulados por el Reglamento para las Permutas, contenido en la Resolución 617 de 2003.
Esta norma de carácter administrativo, establece el procedimiento de autorización para poder formalizar el contrato a posteriori ante notario público. De las regulaciones contenidas en este Reglamento se puede deducir que en el espíritu del legislador está el animus de dotar de solemnidades al contrato de permuta a fin de garantizar que no encubra actos de otro tipo.[109]
Pero como se ha analizado estas exigencias no pueden ser consideradas formalidades per se. [110]
Otra cuestión a dilucidar para desentrañar la naturaleza jurídica de la permuta en sede de formalidades es el papel que cumple la escritura pública. En nuestra opinión esta sí constituye una formalidad, pero innecesaria para la validez del contrato. La razón de esta afirmación está en lo siguiente: aunque la Resolución 173/2000 del Ministerio de Justicia establece que el notario mantendrá medidas de control al formalizar actos de permuta y que de apreciar cualquier irregularidad se abstendrá de actuar, opinamos que el papel del notario se reduce al de mero “controlador” de las funciones de un órgano administrativo (lo cual está muy alejado de la naturaleza de la institución notarial), órgano que además de estar especializado en la materia, ha realizado las investigaciones que ha considerado necesarias y suficientes para autorizar el acto.
La escritura ante notario es innecesaria a los fines de la validez, en todo caso constituiría una formalidad para la eficacia inter partes pues ya existe el contrato desde el momento en que las partes hacen su solicitud ante el órgano competente y tienen que realizar una declaración jurada que contiene en sí misma el consentimiento contractual. No pueden existir dos momentos de perfección del contrato y esta se produce con la declaración que suscriben ante el funcionario de la Dirección Municipal de la Vivienda competente.
Este documento es un documento paranotarial, el cual no es más que la manifestación clara y expresa del consentimiento contractual. Podría decirse que el contrato se ha perfeccionado sin otorgamiento de escritura pública. Las partes, una vez que han sido autorizadas para realizar el acto, pueden compelerse a cumplir la formalidad consistente en el otorgamiento de la escritura pública en virtud del artículo 313, a fin de hacer efectivas sus obligaciones. Significa esto que la forma no cumple una función ad solemnitatem, sino para la eficacia.
Sin embargo, debe tenerse en cuenta que de no haberse seguido el procedimiento previsto, el acto podría reputarse nulo, pues a pesar de todo, la autorización administrativa tiene su razón de ser en el hecho futuro de poder realizar el contrato. [111]
De todo esto y tomando en consideración el artículo 313, podría entenderse que el contrato de permuta en la legislación cubana debe ser considerado como un contrato formal. Sin embargo, la inconsecuencia técnica y las antinomias que han sido puestas de manifiesto atentan de facto contra una aseveración categórica, pues indiscutiblemente la ratio legis de estas normas propende a solemnizar el contrato de permuta, y ello se revela claramente en la suscripción de la declaración que, aunque va a encaminada a obtener la autorización, sí constituye, a nuestro juicio, una formalidad, consistente en este caso en un documento contentivo del consentimiento contractual, único momento en que se perfecciona el contrato, pero de cuya redacción se infiere que tal consentimiento se ha producido a priori, lo cual refuerza aún más la concepción que hemos enunciado.
El contrato de permuta es formal, no es solemne. La nulidad no se produce por carencia de los requisitos esenciales de forma a los que hace referencia el artículo 67, sino ex lege en virtud del artículo 191, apartado 2 del Código Civil. Las partes, una vez legitimadas, podrán compelerse a otorgar la escritura pública según el artículo 313 del Código, para la total eficacia del contrato.
– Contrato de arrendamiento de bienes inmuebles: El artículo 29 de la Resolución 270 de 2003 establece que siempre que el período de arrendamiento exceda los treinta días, deberá realizarse por escrito el contrato, abriendo la posibilidad de perfeccionarlo verbalmente cuando se realiza por un tiempo menor que el mencionado y mayor de veinticuatro horas. La forma cumple en este caso una función probatoria de la existencia y contenido del contrato (ad probationem).
– Contrato de sociedad: Además de las correspondientes autorizaciones y del cumplimiento de las disposiciones legales necesarias para constituirse la sociedad (vid., artículo 39.2 ch) y 396.2), según el artículo 396.3 “el contrato de sociedad requiere la forma escrita.” Cabe preguntarse el sentido y alcance del verbo requerir en este caso. Pueden aplicarse aquí similares argumentos a los explicados supra para la permuta. El contrato puede verse entonces como meramente formal. La forma cumplirá una función para la eficacia pues al establecerse que la persona jurídica nace con la inscripción en el registro, debe deducirse que no basta la escritura para producir el principal efecto del contrato, lo cual significa que no tendría sentido alguno considerarlo un contrato solemne, sino que su perfección deberá ser escrita con el fin de que surta efectos y pueda acceder al correspondiente registro, pero no quiere decir que el contrato no se perfeccione si carece de forma escrita.
– Contrato de depósito: La formulación del artículo 424 indica claramente que la forma en este caso es ad probationem al disponer que cuando se trate de bienes de escaso valor, o la custodia sea por breve tiempo, ella no será precisa, de lo cual es francamente deducible el espíritu del legislador de no querer dotarlo de solemnidades constitutivas.
– Contratos bancarios: A tenor del artículo 444.2 el régimen de los mismos se establecerá por las entidades bancarias correspondientes. En todo caso, dadas las características de este tipo de transacciones y lo sujetos implicados existirá en dichas disposiciones una tendencia marcada a la solemnidad, aunque de la letra del Código de 1987 se infiera la consensualidad de los mismos.
– Contratos de seguro: Es la naturaleza de estos uno de los temas más polémicos, sin que se haya logrado consenso doctrinal y entre los operadores jurídicos especializados. El hecho de no exista una Ley de seguros agrava el problema, ya que el debate se plantea a partir de las parcas regulaciones del Código y la profusa normativa especial, habiéndose llegado a insinuar que se trata de un contrato real dándole preeminencia al primer pago de la prima a los efectos de la perfección. Lo cierto es que el artículo 450.1 establece que se hace constar por escrito ya sea en documento público o privado.[112] Esta regulación dota al contrato de un carácter formal, en todo caso para la eficacia y la prueba pero no es categórico al disponer la escritura como elemento de validez, por lo cual no aunque no pueda catalogarse como solemne tampoco es simplemente consensual. [113]
Un supuesto que merece especial atención es la donación de bienes inmuebles.[114] Este puede considerarse el único contrato claramente solemne en el texto normativo. El artículo 374 establece la obligatoriedad de formalizar la donación en documento público. [115] El empleo del vocablo “formalizar” debe entenderse lato sensu, o sea, no excluye que la formalización lo sea, en este caso, cualificada, esto es, ad solemnitatem. Las razones que argumentan tal idea vienen dadas por los siguientes elementos: el concurso de la oferta y la aceptación debe producirse en el momento del otorgamiento de la escritura pública (aún cuando sea en documentos separados, posibilidad que ofrece el apartado segundo del precepto, y que sólo es relevante a los efectos de la diligencia notarial de notificación y del momento en que debe entenderse conocida la aceptación, a tenor de los artículo 317.2 y 374.4); el precepto in fine establece que la validez está condicionada al cumplimiento de las disposiciones legales, lo cual refuerza la tesis anterior pues no obstante ser perfecto al haber sido otorgado ante notario, deberá cumplir requisitos que el legislador ha elevado al rango de requisitos de validez para estos casos, teniendo en cuenta el artículo 191 del propio Código en su apartado segundo y las disposiciones de la Ley General de la Vivienda y toda la legislación complementaria. Esto significa que para la validez se requieren ambos elementos: uno anterior al contrato consistente en la legitimación que se logra con la autorización administrativa y otro que es la escrituración notarial que marca el momento de la perfección misma, y de ahí su carácter solemne.
7. Reflexiones a modo de conclusión.
Los requisitos, al constituir el patrón calificativo de la validez del negocio, permiten contrastar los valores que el ordenamiento jurídico propugna, con aquellos que a las partes convienen o reconocen para dotar de plena eficacia los actos que realizan.
En este sentido y teniendo en cuenta que adquieren virtualidad jurídica en sede de nulidades, funcionan como elemento de vigilancia de la voluntad de los particulares y como medida de funcionamiento de los principios de buena fe y autorresponsabilidad que deben presidir la concertación de los negocios jurídicos.
A pesar de no contar el Código con un precepto regulador expreso de los mismos, no puede renunciarse al hecho de su presencia, ya sea con repercusiones directas (como en los casos de carencia o defecto de forma o de ilicitud del objeto) o indirectas (por ejemplo la causa) teniendo en cuenta las consideraciones que se han vertido supra.
Su utilidad es obvia, el recto conocimiento teórico y la adecuada aplicación práctica de estas nociones, deben constituir preocupación y ocupación de los operadores jurídicos para lograr su fin y razón de ser: la justa realización del Derecho.
Informações Sobre os Autores
Teresa Delgado Vergara
Profesora titular de la Facultad de Derecho. Universidad de La Habana/Cuba
Rafael Rosello Manzano
Profesor asistente de la Facultad de Derecho. Universidad de La Habana/Cuba